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Authors: Francesc Miralles

La profecía 2013 (22 page)

BOOK: La profecía 2013
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—Me gustan las piedras viejas —respondió—, si es que hay piedras que no lo sean. Pero los dos sabemos que esta isla no está elegida al azar.

—Debe de ser el lugar idóneo para una hermandad que predica el fin del mundo en 2013. Lo que no comprendo entonces es por qué se llama Renacimiento.

Sin responder a esta pregunta implícita, mi anfitrión se llenó la copa de vino. Acto seguido, se sirvió un cigarrillo de un tipo de tabaquera que no veía desde niño: al activar una palanca, un pájaro de plástico dorado picaba un pitillo de una caja que se abría debajo de él.

Imaginé que era una curiosidad kitsch con la que Hannes deleitaba a sus visitas. Tras encender el cigarrillo con un pesado mechero de la misma época, empezó:

—La historia de Kynops y san Juan nos da una nueva visión de lo que fueron los principios del cristianismo. En mi opinión, lo que sucedió en esta isla fue una lucha entre dos magos de la que el apóstol salió vencedor. Tan brutales eran los métodos de Kynops, que sacaba muertos de debajo del mar, como los de san Juan, que rezó para que se ahogara su oponente. Luego la Iglesia oficial tiñó de santidad estos hechos fabulosos, pero no están lejos de las historias que recogía Tolkien.

Mientras Hannes daba una calada antes de proseguir el discurso, entendí que todo eso era un mero preámbulo para lo que realmente me quería decir. Sentado en aquella butaca, lo veía más viejo aún de lo que me había parecido en la cueva. Daba la impresión de ser alguien entrado en la cuarentena que conservaba ciertos tics adolescentes.

—Luego lees el Apocalipsis de san Juan —prosiguió— y no puedes dejar de pensar que si hoy en día alguien afirmara que le ha sido revelado algo así, lo encerrarían en un psiquiátrico. Ha cambiado mucho el mundo, amigo Leo.

—¿Para mejor o para peor? —pregunté con fingida ingenuidad.

—Por supuesto, para peor. Hemos perdido lo más importante: la imaginación, el derecho a la locura. Los problemas del mundo son tan acuciantes que sólo hay tiempo de dar estadísticas. Se dice que el planeta puede dar alimento a diez mil o doce mil millones de personas, tal vez incluso el doble de la actual población mundial. Me parece muy bien, pero la pregunta es: ¿tú quieres vivir en un mundo así? Yo no.

—¿Y qué solución propones?

Hannes activó nuevamente el pájaro cigarrero y encendió otro pitillo antes de decir:

—Soluciones drásticas, de esas que no se cuentan a la prensa. Cosas que se hacen y punto cuando se tienen los medios. Por cierto, ¿has leído a Sloterdeijk? Estoy pensando en incluir algún artículo de él en la Nueva Revelación.

—No lo he leído —reconocí.

—Es profético —afirmó antes de propulsar a lo alto del módulo dos círculos de humo—. Habla de la época actual, el posthumanismo, y de lo que vendrá después.

—¿Posthumanismo? Es la primera vez que oigo hablar de eso.

—Dice que el humanismo se caracterizaba por la escritura, que es lo que ha permitido crear la filosofía y nuestro mundo tal como lo concebíamos hasta ahora. Sin embargo, la cultura audiovisual la ha relegado a un segundo plano. Por eso hablamos de una nueva época: el posthumanismo en la era de la globalización, pero también eso terminará.

—Son puras especulaciones para llenar ensayos de filosofía y salas de conferencias —me atreví a decir.

—Te lo terminaré de explicar: según Sloterdejk, la globalización se ha distinguido por la velocidad y la sincronización, a través de Internet y de las modas, de todos los seres humanos dirigiéndose hacia el Apocalipsis. Cuando éste llegue, los pocos que se salven iniciarán una nueva época, la posglobalización o postapocalipsis, que se caracterizará por la lentitud y la desincronización de todos los seres humanos. Dicho de otro modo: volveremos a las cavernas.

—¿Adonde quieres llegar con todo esto? —repliqué tomando una sarnosa—. Te lo formularé de otro modo: ¿qué soluciones drásticas propone Renacimiento para que eso no suceda?

—Creo que no has entendido nada —contestó Hannes apurando su cigarrillo—. Renacimiento no se opone al Apocalipsis, sino todo lo contrario: lucha contra aquellos que intentan evitarlo.

No podía creer lo que estaba oyendo. Hannes debió de leer el estupor en mi rostro, ya que me aclaró:

—Nuestra opinión es que el daño de la plaga humana en el mundo es tan grave que no queda más remedio que fumigar. Y hay que hacerlo ya.

—Supongo que hablas en lenguaje figurado —me alarmé.

—En absoluto. La extinción de la humanidad es el mayor regalo que podemos hacer a nuestros compañeros de planeta. Tenemos un plan tan simple como ambicioso para el renacimiento de nuestra especie: acabemos con lo que hay y que el ser humano, en un número muy modesto, empiece de cero en el lugar de donde procede: África. Hagámoslo bien y el final será el principio.

Quería pensar que aquella propuesta era una idea peregrina animada por el vino. Para quitarle hierro al asunto, dije:

—En todo caso, dado que el mundo se acaba en el 2013, no merece la pena que nos preocupemos. Si la profecía es cierta, como dirían aquí, estamos en las manos de Dios.

Hannes me dirigió una mirada fogosa antes de terminar:

—Sí, pero a veces hay que ayudar a Dios a hacer su trabajo.

11

Tras dormir en el silencio absoluto del observatorio, que a partir de medianoche parecía un sepulcro, lo primero que pensé por la mañana era qué diablos hacía yo allí. Mientras la luz del amanecer inundaba el módulo, recordé la conversación de la noche anterior como una pesadilla que quería abandonar cuanto antes.

Alguien había dejado sobre la mesa del ordenador un cesto con tostadas, café y zumo de naranja.

Me levanté a tomar el desayuno para mitigar la resaca del vino. Una vez sentado a la mesa, encendí la pantalla de plasma, que estaba conectada a un pequeño teclado. Entre bocado y bocado esperé a que el escritorio del ordenador mostrara el símbolo para entrar en Internet. Llevaba casi diez días desconectado de lo que pasaba en el mundo.

Antes de hacerlo, sin embargo, me llamó la atención una carpeta azul con el título: elementos para una nueva cultura planetaria. Cliqué encima con el ratón y aparecieron seis documentos de Word, una subcarpeta con vídeos y otra con archivos musicales. Supuse que era el kit de adoctrinamiento para los que vivían en aquel observatorio, y no debían de faltar fragmentos de la Nueva Revelación.

Apuré el zumo de naranja antes de clicar sobre el documento titulado
Acerca de la sincronicidad.
Entendí que se trataba de un artículo divulgativo sobre el tema publicado en una revista ecologista:

Hay un territorio brumoso entre la casualidad y la causalidad, es decir, entre el azar y la causa-efecto, que ha desatado desde siempre todo tipo de Kábalas e interpretaciones. Se trata de las casualidades significativas que Carl Gustav Jung denominó
sincronicidad:
dos fenómenos o situaciones independientes que se enlazan misteriosamente creando lo que parece un mensaje orquestado por el azar.

Aunque todo el mundo ha experimentado alguna vez este tipo de coincidencias, una que se cita a menudo para ilustrar el tema es lo que sucedió al actor Anthony Hopkins al firmar el contrato para la película
La mujer de Petrovka.
Al saber que el filme estaba basado en una novela del norteamericano George Feifer, dedicó un día entero a recorrer sin éxito las librerías de Londres. Desanimado, finalmente abandonó la búsqueda del libro y bajó a la estación de Leicester Square para regresar a casa. Mientras esperaba la llegada del metro, descubrió un libro abandonado en el banco en el que estaba sentado: era
La mujer de Petrovka.

Esta coincidencia le dejó tan turbado que apenas miró el libro en el viaje a casa. Una vez allí, descubrió que el ejemplar estaba lleno de curiosas anotaciones al margen de su anterior propietario. Pero los caprichosos engranajes del azar darían, dos años después, un nuevo giro. Al iniciarse finalmente el rodaje de la película, Hopkins conoció al autor de la novela, quien le dijo que había perdido su ejemplar anotado durante un viaje a Londres. Cuando el actor le enseñó el que había hallado en el metro, resultó ser el mismo.

La lectura de aquel artículo ligero me tranquilizó frente a las intenciones de Hannes y los suyos —entre los que él me incluía—. Equivocadamente, pensaba que Renacimiento y su observatorio eran sólo el entretenimiento de un millonario malcriado, probablemente el hijo díscolo de una familia con negocios petrolíferos.

Sin embargo, antes de que el sol alcanzara su cénit entendería las verdaderas dimensiones de todo aquello.

Iba a conectarme a Internet cuando la pelirroja fornida —llevaba el pelo corto y una camisa verde de estilo militar— entró en el módulo a llevarse los restos del desayuno. Supuse que era la misma persona que lo había dejado allí mientras dormía, lo cual me hizo sentir incómodo.

—Dentro de veinte minutos empieza el audiovisual —me anunció mientras dejaba sobre la mesa una cajita plana de cartón.

—No creo que pueda quedarme —dije desmarcándome de aquellas actividades sectarias—. He dejado todas mis cosas en Chora y tengo asuntos que atender.

—Eso disgustará a Hannes —me reprendió—. Deberías estarle agradecido por haberte aceptado en Renacimiento.

—Nunca he pedido mi ingreso —me defendí—.

En Tirana me dijeron que vuestro jefe sólo requería mis servicios como traductor para una documentación en alemán. Lo que he visto aquí...

—... supera tus expectativas —completó ella con un brillo insano en la mirada—, ya lo sé. Por eso debes ver el audiovisual y escuchar a Hannes. El futuro habla a través de él. Entonces entenderás y darás las gracias por haber sido elegido.

Estuve tentado de decir «amén», pero me pareció más sencillo seguirle la corriente hasta que pudiera escabullirme del observatorio. Había conocido a muchos fanáticos como aquella mujer de mediana edad. Personas atrapadas por una secta que se aproximaban a ti en la calle, con la misma mirada, y no te dejaban en paz hasta que les soltabas una grosería. Pero en aquel caso era diferente: me hallaba en terreno enemigo y no sabía hasta qué punto disponía de libertad de movimiento.

—Iré al audiovisual —dije para zanjar definitivamente la cuestión—, pero luego debo abandonar el observatorio.

La mujer inspiró profundamente y me dirigió una mirada severa antes de decir:

—Se lo comunicaré.

Cuando hubo abandonado el módulo, me quedé aturdido sin saber qué hacer. El sentido común me decía que lo más sensato de momento era mostrar interés por las propuestas de Hannes, hacer preguntas incluso, y luego salir de allí.

Antes de acudir al módulo en el que se proyectaba el audiovisual, me acerqué a la cajita de cartón que había dejado la pelirroja. Para mi sorpresa, en su interior encontré los recortes de los billetes de quinientos euros que me había entregado Spiro.

Tal vez Hannes fuera un loco, pero cumplía sus promesas —pensé animado ante la idea de recomponer los diez mil euros en mi bolsillo.

Mientras guardaba los recortes, eché cuentas del tiempo que podría vivir con la suma total de dinero —unos veintiocho mil euros—, si lograba regresar algún día a casa. En el fondo de la cajita, sin embargo, había una nota escrita a mano que había pasado por alto y que ahora entendía que era un mensaje directo de Hannes:

Renacer o morir: tú eliges

12

La proyección tenía lugar en un módulo central cuadrado de tamaño ligeramente superior al resto. Las paredes estaban decoradas con fotografías —la mayoría aéreas— de vida animal amenazada al estilo National Geografic.

En el centro de la sala, una docena de personas maduras charlaban excitadas como si se hallaran en un congreso médico. Entre ellas estaba la mujer que me había arengado en mi módulo, que se mostraba altamente solícita con un anciano barbudo con aspecto de profesor.

Pese a la edad avanzada de los asistentes, imperaban las camisas deslavadas y las camisetas con motivos ecologistas, por lo que supuse que todos ellos estaban implicados de algún modo con la causa. Al contarlos vi que eran doce, lo que me hizo pensar que me hallaba ante la plana mayor de Renacimiento.

Si yo había sido aceptado —contra mi voluntad— en la hermandad, eso significaba que era el apóstol número 13. Y como Judas, mi misión sería traicionar al Mesías, es decir, a Hannes.

Aquel símil me turbó profundamente, pero la entrada del líder de Renacimiento me distrajo de ese pensamiento. Los asistentes le dejaron paso sin grandes reverencias, aunque se notaba que ejercía en ellos una poderosa atracción. Probablemente habían sido educados por él en la camaradería, pero sabían reconocer los momentos importantes. Y aquél era uno de ellos.

Hannes los saludó de manera informal y la luz tenue que iluminaba la sala se apagó al tiempo que un cañón proyector iniciaba el audiovisual. Se había hecho un silencio absoluto, lo que hizo más impactante la entrada de una música que escuchaba por tercera vez en diez días.

Con los primeros compases de
Flow my tears,
de Downland, la pared se iluminó con una imagen de Londres bajo el crepúsculo. Sobre esta vista empezó a aparecer la escritura nerviosa de una estilográfica. Entendí con estupor que era la pluma de Hannes —la misma que había visto en el barco a Patmos— y que muy probablemente él había proporcionado aquella canción al personal del barco para poner banda sonora a sus delirios.

Que yo también fuera adepto a Downland era algo más que una casualidad. Según el artículo de la sincronicidad que acababa de leer, las personas afines se encontrarán en cualquier lugar del mundo donde vayan. Al tener gustos sincronizados, realizarán las mismas elecciones y eso permitirá que se crucen una y otra vez. En cambio, dos personas que no tengan nada que ver entre sí pueden vivir una al lado de la otra y no encontrarse jamás, ni siquiera en su propia calle, porque la afinidad ordena el azar.

Tal vez Hannes había captado algún tipo de afinidad entre nosotros y por eso me atraía a su grupo, aunque fuera para desbaratarlo.

La canción triste de Downland dio paso a una sinfonía de Mahler sobre una vista de los canales de Venecia. Era el célebre pasaje utilizado por Visconti para su adaptación de
La muerte en Venecia.
Tras este corte, la música fue cambiando y con ella las ciudades: París, Berlín, Nueva York, Tokio...

Todas aquellas filmaciones de capitales tenían algo en común: en ninguna de ellas se veía gente. Para su montaje, Hannes había buscado imágenes despobladas que ilustraban su idea de un mundo feliz. Probablemente desconocía las predicciones de Alan Weisman sobre la destrucción humana después de los humanos.

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