La Profecía (17 page)

Read La Profecía Online

Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: La Profecía
3.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

»El muchacho huyó al País del Destierro. Allí fue atacado por los centauros, quienes lo abandonaron, dándolo por muerto. Los hombres de Blachloch estaban siempre al acecho de los que penetraban en el País del Destierro, pero sobre todo cuando se trataba de alguien al que podían persuadir para que se uniera a su horrible causa. Fueron ellos quienes encontraron al muchacho y lo llevaron al pueblo. Los Hechiceros lo curaron y lo enviaron a trabajar en la herrería. Pero Joram no se unió a Blachloch. No sé cuál pudo ser la causa, como no fuera porque rechaza la autoridad, como habéis podido comprobar.

—La herrería... ¿Fue allí donde aprendió el secreto de la piedra-oscura?

—No, Alteza —Saryon tragó saliva de nuevo—. Ése es un secreto que ni siquiera los Hechiceros conocen. Lo olvidaron hace siglos...

—Así es como se nos ha hecho creer.

—Pero Joram encontró libros, textos antiguos, que los Hechiceros habían llevado con ellos cuando huyeron al exilio. Han perdido la habilidad de leer con el paso de los años, ¡pobre gente! La suya es una lucha diaria por sobrevivir. Pero Joram podía leer los libros, claro está, y fue en uno de ellos donde descubrió la fórmula para extraer el metal del mineral de piedra-oscura. Con esos conocimientos forjó la espada.

El catalista se quedó en silencio. Era consciente de la atenta mirada que Garald le dirigía ahora. Cabizbajo, Saryon se alisó nerviosamente los pliegues de su raída túnica.

—Os estáis dejando algo por decir, Padre —observó el príncipe, tranquilo.

—Me estoy dejando un gran número de cosas por decir, Alteza —replicó el catalista con sencillez, alzando la cabeza y mirando al príncipe directamente a los ojos—. Soy un mal mentiroso, lo sé. Sin embargo, el secreto que guardo en mi corazón no es mío y resultaría una información peligrosa para aquellos a quienes concierne. Es mejor que cargue yo solo con él.

Había tal sencilla dignidad en aquel hombre de mediana edad, ataviado con las humildes y gastadas ropas de su profesión, que impresionó a Garald. Se advertía también tristeza en él, como si aquella carga fuera demasiado pesada para llevarla, pero como si estuviera dispuesto a soportarla hasta desplomarse. «Ese hombre ha perdido su fe —había dicho el Cardinal—. Este secreto es todo lo que tiene...»

Aquello, y su compasión y su amor por Joram.

—Habladme de la piedra-oscura —pidió el príncipe, dando a entender al catalista que no lo presionaría.

Saryon sonrió, agradecido y aliviado.

—Sé muy poco, Alteza —contestó—. Sólo lo que pude leer en los libros, que eran muy incompletos. Los autores partían de que estaba muy extendido un conocimiento rudimentario del mineral, y por lo tanto hablaban únicamente de técnicas avanzadas para forjarlo y así sucesivamente. Su existencia se basa en una ley física de la naturaleza, según la cual para cada acción existe una reacción igual y opuesta. Por ello, en un mundo que rezuma magia, tenía también que existir una fuerza que absorba esa magia.

—La piedra-oscura.

—Sí, milord. Es un mineral similar en apariencia y propiedades al hierro, ideal para fabricar armas. La espada era el arma favorita de los antiguos Hechiceros; quien la esgrime la utiliza para protegerse de cualquier hechizo; luego, la emplea para penetrar las defensas mágicas de su enemigo y finalmente para acabar con la vida de éste.

—De modo que, sabiendo esto, Joram forjó la Espada Arcana.

—Sí, Alteza. La forjó... con mi ayuda. Un catalista debe estar presente para dar Vida al mineral.

Los ojos de Garald se abrieron de par en par.

—Yo también estoy maldito, es cierto —reconoció Saryon, conciliador—. He infringido las sagradas leyes de nuestra Orden y he dado Vida a... un... objeto de las tinieblas. Pero ¿qué podía hacer? Blachloch conocía la existencia de la piedra-oscura. Planeaba utilizarla para sus terribles fines; al menos, eso creímos. Descubrí demasiado tarde que trabajaba para la Iglesia...

—No hubiera cambiado nada —lo atajó Garald—. No tengo la menor duda de que cuando se hubiera dado cuenta del poder de la piedra-oscura, la habría utilizado él mismo, faltando a su deber con la Iglesia.

—Indudablemente tenéis razón. —Saryon inclinó la cabeza—. Pero ¿cómo puedo hallar perdón? Joram lo asesinó, como sabéis. El Señor de la Guerra yacía indefenso a sus pies; yo le había absorbido toda la Vida, la Espada Arcana había absorbido su magia. Íbamos a entregarlo a... los
Duuk-tsarith
; íbamos a situarlo en el Corredor para que lo encontraran. Pero entonces se oyó un grito...

Incapaz de continuar, a Saryon se le quebró la voz. Garald le puso una mano en un hombro.

—Cuando miré a mi alrededor —el catalista hablaba en un susurro horrorizado—, vi a Joram de pie sobre el cuerpo, la espada húmeda de sangre. Él creyó que yo planeaba traicionarlo, entregarlo también a los
Duuk-tsarith
. Le dije que no pensaba hacerlo... —Saryon suspiró—. Pero Joram no confía en nadie.

«Escondió el cadáver, y aquella misma mañana el Patriarca Vanya se puso en contacto conmigo, exigiendo que llevara a Joram y a la Espada Arcana a El Manantial. —Saryon alzó sus obsesionados ojos—. ¿Cómo puedo hacerlo, Alteza? —exclamó, retorciéndose las manos—. ¿Cómo puedo llevarlo de regreso para que lo envíen... ¡al Más Allá!? ¡Para oír ese grito espantoso y saber que es el suyo! ¡Al último lugar al que debiera ir es a Merilon! ¡Sin embargo no puedo detenerlo! Vos podéis, Alteza —gritó Saryon de pronto, febril—. Persuadidlo para que vaya a Sharakan con vos. Tal vez os escuche...

—¿Qué le digo? —exigió Garald—. ¿Ven a Sharakan y sé un don nadie, cuando puede ir a Merilon y descubrir su nombre, su título, sus derechos? Es un riesgo que cualquier hombre aceptaría, y con razón. No lo convenceré de ello.

—Sus derechos de nacimiento... —repitió Saryon en voz baja, angustiado.

—¿Qué?

—Nada, milord. —El catalista se frotó los ojos de nuevo—; seguramente tenéis razón.

Pero Saryon parecía estar tan alterado, que Garald añadió amablemente:

—Os diré algo, Padre. Haré lo que pueda para ayudar a ese muchacho a tener por lo menos una posibilidad de conseguir su propósito. Le enseñaré cómo puede protegerse si tiene problemas. Eso, al menos, se lo debo; después de todo, nos ha salvado del doble juego de Blachloch. Estamos en deuda con él.

—Gracias, Alteza. —Saryon pareció haberse tranquilizado—. Ahora, si me disculpáis, milord, creo que podré dormir...

—Desde luego, Padre. —El príncipe se puso en pie, ayudando al catalista a incorporarse—. Os pido disculpas por haberos mantenido despierto, pero es un tema fascinante. Para compensaros, he hecho preparar una cama, con las más finas sábanas de seda y mantas. Pero a lo mejor preferís una tienda. Puedo conjurar...

—No, una cama junto al fuego es suficiente. Mucho mejor que aquello a que estoy acostumbrado, Alteza. —Saryon inclinó la cabeza, fatigado—. Además, estoy repentinamente tan cansado que probablemente no me daré cuenta si duermo sobre plumón de cisne o agujas de pino.

—Muy bien, Padre. Os deseo buenas noches. Y, por favor —Garald posó una mano en un brazo del catalista—, borrad de vuestra conciencia la sensación de culpa por la muerte de Blachloch. Era un hombre malvado. Si le hubieran permitido que siguiera viviendo, habría matado a Joram y tomado la piedra-oscura. Joram actuó por voluntad de Almin y ejecutó la justicia de Almin.

—Quizá. —Saryon sonrió tristemente—. Pero, a mi modo de ver, fue un asesinato. Para Joram, es fácil matar; demasiado fácil. Lo considera una forma de obtener el poder que le falta en la magia. Os deseo buenas noches, Alteza.

—Buenas noches, Padre —correspondió Garald, eligiendo las palabras cuidadosamente—. Que Almin vele por vos.

—Ojalá lo haga —murmuró Saryon, alejándose.

El príncipe de Sharakan no se retiró a su tienda hasta que empezó a clarear. Se paseó por la hierba arriba y abajo en el frío aire de la noche, envuelto en pieles que él mismo hizo aparecer sin apenas reparar en ello. Sus pensamientos estaban ocupados por aquella siniestra y extraña historia de locura y asesinato, de Vida y Muerte, de magia y de lo que podía destruirla. Por fin, cuando se dio cuenta de que estaba tan cansado que podía desterrar aquella historia al país de los sueños, se quedó inmóvil contemplando al dormido grupo que el destino había interpuesto en su camino.

Pero ¿había sido el destino realmente?

«Éste no es el camino de Merilon —se dijo, dándose cuenta de aquel hecho súbitamente—. ¿Por qué están viajando por esta ruta? Hay otras al este mucho más cortas y seguras... ¿Y quién ha sido su guía? Déjame adivinarlo. Aquí hay tres que nunca han viajado por el mundo; pero uno ha estado en todas partes.»

Dirigió una mirada a la figura que llevaba la blanca camisa de dormir. Ningún bebé en brazos de su madre dormiría más dulcemente que Simkin, aunque la borla del gorro de dormir le había caído sobre la boca y lo más probable era que se la tragase antes de que terminara la noche.

«¿A qué estás jugando ahora, viejo amigo? —musitó Garald para sí—. Desde luego no al tarot. De todas las sombras que veo proyectándose sobre este muchacho, ¿por qué es la tuya, en cierta forma, la más sombría?»

Reflexionando sobre ello, el príncipe se retiró a su tienda, dejando a los inmóviles y vigilantes
Duuk-tsarith
para vigilar la noche.

Pero el sueño de Garald no fue ininterrumpido, como había esperado. Más de una vez, se despertó sobresaltado, creyendo oír la jubilosa risa de un cubo.

12. El maestro de esgrima

—¡Levántate!

La punta de una bota golpeó a Joram en las costillas, con brusquedad. Sobresaltado, medio dormido y latiéndole el corazón con fuerza, el muchacho se sentó retirando las mantas y se echó hacia atrás la enmarañada cabellera negra, apartándola de los ojos.

—Qué...

—He dicho que te levantes —repitió una voz imperturbable.

El príncipe Garald estaba de pie ante Joram, contemplándolo con una agradable sonrisa.

Joram se restregó los ojos y miró a su alrededor. Estaba a punto de amanecer, aunque la única señal de ello era un ligero fulgor en el cielo, que brillaba en el este por encima de las copas de los árboles. Por lo demás, seguía estando oscuro. El fuego se había convertido en un rescoldo; sus compañeros dormían alrededor de él. Dos tiendas hechas de seda, apenas visibles a la débil luz, se alzaban en el extremo del claro, con banderas que ondeaban en sus puntiagudos techos. Las tiendas no estaban allí el día anterior y era, presumiblemente, donde el príncipe y el Cardinal Radisovik habían pasado la noche.

En el centro del claro, cerca del moribundo fuego, permanecía uno de los enlutados
Duuk-tsarith
, en una postura que Joram hubiera podido jurar que era la misma de la noche anterior. El Señor de la Guerra mantenía las manos cruzadas al frente y tenía el rostro oculto en las sombras. Pero la encapuchada cabeza se hallaba vuelta hacia Joram; como lo estaban, también, los invisibles ojos.

—¿Qué sucede? ¿Qué queréis? —preguntó Joram, mientras deslizaba una mano hacia la espada, oculta debajo de la manta.

—¿Qué queréis,
Alteza
? —lo corrigió el príncipe con una amplia sonrisa—. Eso se te atraganta, ¿verdad, muchacho? Sí, trae el arma —añadió, aunque Joram había creído que no había advertido sus movimientos.

Contrariado, Joram sacó la Espada Arcana de debajo de la manta, pero no se puso en pie.

—Os he preguntado qué queríais..., Alteza —dijo fríamente, frunciendo los labios en una mueca.

—Si vas a usar esa arma... —el príncipe lanzó una mirada a la espada con divertida repugnancia—, lo mejor será que aprendas a utilizarla adecuadamente. Ayer pude haberte ensartado como un pollo en lugar de desarmarte simplemente. Cualesquiera que sean los poderes que esa espada posee... —Garald la contempló con más atención—, no servirán de mucho si se halla caída en el suelo a tres metros de ti. Vamos. Sé de un lugar en el bosque donde podemos practicar sin molestar a los otros.

Joram vaciló, mientras estudiaba al príncipe con sus oscuros ojos, tratando de adivinar los verdaderos propósitos que se ocultaban detrás de aquella demostración de interés.

«Sin duda quiere conocer más cosas sobre la espada —pensó Joram—. Quizá quiera quitármela incluso. Cuánto encanto posee, casi como Simkin. Me dejé engañar por él anoche. Pero eso no sucederá hoy. Seguiré con esto si realmente puedo aprender algo; si no, lo dejaré. Y si intenta coger la espada, lo mataré.»

Anticipándose al frío aire, Joram extendió el brazo para tomar su capa, pero el príncipe puso un pie sobre ella.

—No, no, amigo mío —rechazó Garald—, pronto habrás entrado en color. Te encontrarás incluso muy acalorado.

Una hora más tarde, tumbado cuan largo era sobre su espalda en el helado suelo, sin aliento y corriéndole un hilillo de sangre por la comisura de los labios, Joram ya no pensaba en su capa.

La hoja de acero de la espada del príncipe chocó contra el suelo, cerca de él, tan cerca que se encogió, asustado.

—Justo a través de la garganta —observó Garald—. Y ni siquiera la viste venir...

—No fue una lucha justa —masculló Joram. Aceptó la mano que le tendía el príncipe y se puso de pie, reprimiendo un gruñido—. ¡Me pusisteis la zancadilla!

—Mi querido muchacho —dijo Garald con impaciencia—, cuando saques esa espada en serio, será, o debería ser, cuestión de vida o muerte. Tu vida y la muerte de tu oponente. El honor es algo magnífico, pero no les sirve de mucho a los muertos.

—Bonito discurso, viniendo de vos —farfulló Joram, dándose masaje en la dolorida mandíbula y escupiendo sangre.

—Yo puedo permitirme el honor —dijo Garald, encogiéndose de hombros—. Soy un espadachín experto. He practicado ese arte durante años. Tú, por el contrario, no puedes permitírtelo. No hay forma, en el poco tiempo que tenemos para estar juntos, de que pueda enseñarte ni tan sólo una parte de las complejas técnicas de la lucha con espada. Lo único que puedo enseñarte es a sobrevivir ante un oponente experto el tiempo suficiente para permitirte recurrir a... hum... los poderes de la espada para derrotarlo.

»Ahora —siguió, hablando deprisa— inténtalo. Mira, tu atención estaba concentrada en la espada que tenía en la mano; de esa forma pude ponerte un pie detrás del talón, hacerte perder el equilibrio y golpearte en el rostro con la empuñadura de este modo... —Garald se lo demostró, deteniéndose justo frente a la magullada mejilla de Joram—. Ahora inténtalo tú. ¡Bien! ¡Bien! —exclamó el príncipe, rodando por el suelo—. Eres rápido y fuerte. Utiliza eso a tu favor.

Other books

Glass by Williams, Suzanne D.
Close to the Knives by David Wojnarowicz
The Grass is Singing by Doris Lessing
What Has Become of You by Jan Elizabeth Watson
The Bestseller She Wrote by Ravi Subramanian
Uncorked by Rebecca Rohman
Los de abajo by Mariano Azuela
Absolute Poison by Evans, Geraldine
Freefall by Traci Hunter Abramson