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Authors: José María Latorre

Tags: #Terror

La profecía del abad negro (3 page)

BOOK: La profecía del abad negro
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Había traído conmigo unos discos compactos, un reproductor portátil y un par de libros; aunque estuve tentada de escuchar música en la cama, con el propósito de tener un sueño más relajado, opté por leer una novela de Philip Roth (había escogido para echar al equipaje a Roth, a Jim G. Ballard y a Dino Buzzati, porque ya estaba saturada de autores victorianos), y me quedé dormida con el libro reposando sobre mi regazo. Era una novela excelente, pero pudo más el cansancio del viaje.

Un estrépito me hizo despertar, sobresaltada. Presté atención sentada en la cama, pero sólo alcancé a oír el sonido de la lluvia, quizá más estruendoso que antes de haberme acostado; sin embargo, era indudable que había oído un ruido y que ese ruido provenía del recibidor. Me puse una bata para salir del dormitorio, y reconozco que mi mano temblaba cuando se posó sobre el pomo metálico de la puerta, porque no estaba habituada a vivir en un lugar aislado como aquél. Fui recibida por la oscuridad y por el viento, tan intenso que había conseguido abrir la ventana, por la cual entraban ráfagas de lluvia. La cortina se agitaba de un lado a otro, violentamente, como si tuviera vida y tratara de esquivar el agua que caía sobre ella. Una densa negrura envolvía el jardín. Cerré con cuidado la ventana.

De nuevo en la cama, intenté conciliar el sueño y, sin poder evitarlo, mis pensamientos se concentraron en el oscuro edificio del colegio y las casas que había cerca de él. Su aislamiento de la ciudad no me parecía natural y acordé que al día siguiente le preguntaría por ello a Mrs. Gregson. Mi sensación de malestar iba en aumento.

En ese estado de duermevela oí un crujido en el armario de la habitación, que me hizo abrir los ojos. No soy muy sensible a ese tipo de cosas, pero me estremecí al recordar que la casa se hallaba enclavada en un lugar solitario y, no sin temor, busqué a tientas la llave de la luz.

La lámpara se encendió en el momento en que la puerta del armario ropero estaba empezando a abrirse. Miré hacia allí, temerosa, y aferré la colcha de la cama con ambas manos. La puerta siguió moviéndose lentamente, hasta que quedó abierta del todo.

—Ya está bien —dije en voz alta—. Ahí dentro no puede haber nadie, sólo estoy yo en la casa.

Me incorporé con decisión y puse los pies en el suelo sin dejar de mirar la puerta abierta del armario, para encaminarme hacia allí. Tal como esperaba, lo encontré vacío, pues ni siquiera había guardado todavía en él las ropas que había sacado de las maletas. Probablemente, me dije para tranquilizarme, la puerta debía de ajustar mal. Aun así, sentía cierto recelo y me asomé al recibidor. Todo parecía estar tal como lo había dejado al acostarme, con la ropa dispersa encima de un par de sillas. La ventana que daba al jardín seguía cerrada.

Antes de volver a acostarme miré también por la ventana del dormitorio. Nada se movía por aquella parte del jardín, a excepción de las plantas sacudidas por el viento y la lluvia.

Si en aquel momento yo hubiera sabido lo que iba a acontecer en aquellos parajes, lo habría considerado una premonición, pero como lo ignoraba, no tardé en volver a quedarme dormida.

El Hampton College

No volví a despertarme durante el resto de la noche. Aunque por la mañana había dejado de llover, el nuevo día se presentó más bien frío; el cielo seguía cubierto por densos y amenazadores nubarrones negros, y el viento agitaba las plantas del jardín. Por suerte, había llevado conmigo ropa de abrigo y no tenía necesidad de esperar a que llegara el resto del equipaje para salir a dar una vuelta por el exterior de la que sería mi casa hasta el verano. El recuerdo del incidente del armario me impulsó a volver a mirar dentro de él con recelo. Lo curioso era que la puerta ajustaba bien y no había nada que justificara que se hubiera abierto repentinamente por la noche. Hice varias veces la prueba de abrirlo y cerrarlo, y en todos los casos tuve que hacer una fuerte presión en la puerta.

Tratando de olvidarlo, a falta de otra cosa me preparé un té caliente y salí al jardín con una bufanda alrededor del cuello y el tazón en la mano, bebiendo a sorbos. A pesar del triste abandono que reinaba en él, de las flores silvestres se desprendía un aroma casi relajante; las hierbas pedían a gritos una poda, pues algunas habían crecido desmesuradamente hasta alcanzar el porche, lo cual no hizo sino confirmar mi sospecha de que la casa debía de llevar más de un año deshabitada. La lluvia se había encargado de borrar en el sendero las huellas de las pisadas de Richard Higgins y las mías, y cualquiera que se hubiera asomado a curiosear desde la valla que cerraba la propiedad habría extraído la conclusión de que la casa continuaba estando vacía.

Tal como había advertido por la noche, el jardín rodeaba la casa, y la parte trasera aún estaba más descuidada, como si los anteriores habitantes sólo se hubieran preocupado de atender, y poco además, la parte de delante. Había una ventana para cada cuarto de la casa, incluidos el baño, la cocina, las habitaciones vacías del piso de arriba y el trastero abuhardillado, y todas mostraban evidentes señales de suciedad; una de ellas incluso tenía el cristal resquebrajado.

—Mrs. Gregson debería haberse preocupado de entregármela en mejores condiciones —reflexioné en voz alta.

Limpiar y poner en orden esa casa era una tarea que iba a exigirme mucho más tiempo del que estaba dispuesta a concederle, ya que seguía decidida a dedicar la mayor parte de mis ratos libres a preparar mi nuevo libro, y pensé que sólo me encargaría de acondicionar una parte de ella y, acaso, el jardín: lo necesario para poder vivir allí unos meses.

Desde el porche miré el Hampton College. La visión no era tan deprimente como por la noche, pero su aspecto seguía teniendo de día algo de siniestro, igual que el grupo de casas oscuras que asomaban detrás del edificio, como manchas de lepra en un paisaje enfermo. No se advertía ningún movimiento y daba la impresión de estar deshabitado, aunque supuse que eso cambiaría en cuanto empezaran las clases. En conjunto, me produjo una impresión más favorable que a mi llegada, pero no acababa de sentirme a gusto y, una vez más, lamenté haber aceptado el trabajo.

En un cajón del despacho encontré una vieja guía telefónica. Busqué en ella el número de alguna tienda de comestibles, con objeto de hacer un pedido que me permitiera afrontar mi vida cotidiana en condiciones de normalidad. Un hombre atendió amablemente mi llamada y, después de haberme dado a conocer como profesora del Hampton y darle mi dirección, aseguró que me lo servirían durante el curso de la mañana.

—Mejor por la tarde —solicité, recordando que me esperaban la directora y los demás profesores.

Al colgar me di cuenta de que la reunión me iba a impedir prepararme algo para comer, por lo que decidí que a su término me acercaría a un restaurante. No era lo que habría preferido hacer en mi primer día en Stoney, pero dadas las circunstancias no tenía otra solución. Dejé pasar el tiempo hasta la hora de la cita guardando la ropa en el armario del dormitorio y, antes de salir, dejé una nota en la puerta para los transportistas que debían traerme el resto del equipaje, diciéndoles que, si llegaban durante mi ausencia, me encontrarían en el Hampton College, al otro lado de la carretera.

Como no había comido desde el mediodía anterior, empezaba a sentirme hambrienta. ¿Estaría abierto el bar del colegio, aunque las clases empezaran al día siguiente? La idea de poder comer algo me animó a salir antes de la hora. Cuando cerré detrás de mí la puerta del jardín, habría dado cualquier cosa por tener delante un buen desayuno. Sorprendentemente, no había mucho tráfico en aquella carretera y pude atravesarla sin problemas. ¿Sería así a diario, o los alumnos correrían peligro a causa de la proximidad del tráfico rodado?

A medida que me aproximaba al edificio del Hampton College advertí que aún era más feo y siniestro de lo que me había parecido por la noche, y que el grupo de casas deshabitadas no se hallaba tan próximo a él como en principio había creído. Se trataba de un sombrío caserón victoriano de tres pisos, cuya grisácea fachada, a tono con el color del cielo, casi desaparecía detrás de unos grandes ventanales; unas cariátides de escaso atractivo artístico mediaban entre el último piso y el tejado, y para llegar al portón de entrada era preciso subir una veintena de peldaños de piedra, alfombrados con las hojas caídas de dos árboles que los flanqueaban como impávidos guardianes. Estaban humedecidas por la lluvia y desprendían un olor dulzón a putrefacción. Subí con cuidado de no resbalar, pensando que, para poder recibir al alumnado, aún debían acabar de limpiar y acondicionar el colegio.

El portón estaba abierto y, en cuanto entré en el
hall
, tan sombrío como la fachada, vi aparecer a un hombre de unos sesenta años, alto, grueso, cubierto con un guardapolvos gris, que se acercó a mí cojeando.

—Soy Ada Boyle, la profesora de Literatura —me presenté—. Mrs. Gregson me ha citado a esta hora para una reunión.

—Todavía no ha llegado…; de hecho, no ha llegado nadie. ¿Quiere esperar? —señaló una silla en un rincón.

Sólo entonces reparé con detalle en lo que me rodeaba: a mi derecha había una puerta, que probablemente debía de corresponder al salón de actos, y al fondo del
hall
, a cada lado de otra puerta con cristales, detrás de la cual nacía una escalera, se insinuaban un par de pasillos. El interior estaba a tono con el exterior.

—¿Está abierto el bar? —inquirí.

—¿El bar? —repitió, como si mi pregunta le hubiera extrañado.

—Sí, el bar, supongo que habrá un bar…, todos los colegios lo tienen —creo que mi impaciencia hizo que le hablara con sequedad.

—Por supuesto, pero en realidad no abre hasta mañana…, los Maugham se encargan hoy de dejar todo preparado.

—¿Puede indicarme dónde está?

El hombre se volvió para indicarme el pasillo derecho, junto a la puerta con la cristalera.

—Lo encontrará allí, en la última puerta.

Era el único lugar del pasillo de donde surgía ruido, aunque leve. Como la puerta estaba abierta, entré sin llamar. Era un típico bar de colegio, con una docena de sillas y mesas funcionales y un mostrador, en el que una mujer de mediana edad estaba colocando aplicadamente bolsas de bollería industrial, patatas fritas y frutos secos. Me miró con esa mezcla de curiosidad e irritación con que se suele mirar a un intruso, por lo que decidí exponerle sin ambages los motivos de mi presencia. Después de presentarme, le dije que acababa de instalarme en Stoney y necesitaba desayunar.

—Mejor un café con leche que un té —añadí.

—Eso está hecho, la cafetera funciona —repuso con amabilidad—. ¿Quiere también una pasta o un
croissant
?

—Me ha adivinado el pensamiento; que sean dos —sonreí al decirlo.

Mientras la mujer se encargaba de prepararme el café y calentar la leche, me ocupé de devorar los dos
croissants
; no era un bocado que me agradara, pero en ese momento me pareció un manjar delicioso.

—Disculpe mi curiosidad, ¿de dónde ha venido? —me preguntó sin dejar su ocupación.

—Llegué anoche de Londres —comer algo, aunque fuera dos grasientos
croissants
, me animó a ser más explícita con ella—. Mrs. Gregson me ha facilitado la casita que hay cerca del colegio, al otro lado de la carretera. Por eso no he podido encargarme todavía de las compras.

—Oh, es un lugar terriblemente solitario, va a estar demasiado apartada de la ciudad.

Creí detectar cierto tono conmiserativo en sus palabras, como si el hecho de vivir en aquel lugar me convirtiera en una persona marginada.

—A veces eso no está mal…, Londres es una ciudad demasiado bulliciosa y me puede venir bien un poco de tranquilidad.

Hizo una mueca de escepticismo, pero no añadió nada más.

—Ha sido usted muy amable por atenderme, a pesar de que el bar todavía no está abierto —le agradecí cuando me disponía a salir.

Me correspondió con una sonrisa. En la puerta estuve a punto de tropezar con una mujer alta, delgada, de cabellos grises y vestida de gris oscuro.

—¿Miss Boyle? —preguntó.

Y ante mi asentimiento prosiguió:

—Soy Nora Gregson…, la directora —añadió innecesariamente—. El portero me ha dicho que la encontraría en el bar…; por cierto, debería estar cerrado —comentó, mirando con el ceño fruncido al mostrador.

—Sin embargo, ha tenido la cortesía de servirme un desayuno; no he comido nada porque aún no he dispuesto de tiempo para comprar: como sabe, llegué anoche.

Mrs. Gregson asintió y con un gesto me invitó a seguirla por el pasillo.

—Debería haber sido previsora y venir a Stoney uno o dos días antes; de esa manera habría podido organizarse mejor —comentó—. Pero no quiero que lo interprete como un reproche… ¿Le ha costado mucho abandonar Londres?

—¿A qué se refiere?

—Ya sabe…, dejar a los amigos y todo eso para venir a vivir unos meses en esta parte del país… Stoney es muy diferente de Londres.

—En absoluto; estaba cansada de tanto ajetreo —repuse, conciliadora.

Aquella mujer no habría podido resultarme más desagradable; había en ella un aire amonestador y altivo que me repelieron, si bien hice un esfuerzo por disimularlo.

—¿Le ha gustado la casa? —me preguntó.

—Apenas he podido verla, pero sí, creo que puede llegar a ser acogedora…; sólo falta instalar el resto de mis cosas; tienen que llegar hoy.

—Lo será, ya verá como lo será.

Habíamos subido por la escalera hasta uno de los pasillos del primer piso. De la única puerta abierta surgía un rumor de conversaciones, de lo que deduje que la reunión debía de celebrarse allí. Antes de llegar vi una puerta cerrada, en la que figuraba un rótulo con la palabra «Directora», y Mrs. Gregson abrió otra, situada frente a la sala de la reunión.

—Ésta va a ser su aula —me indicó, con el mismo tono que habría utilizado para presentarme a una persona.

Era una estancia rectangular, ni grande ni pequeña, dotada de pupitres, una mesa y una silla para la profesora, y una pizarra. Sencilla, funcional. Lo único que me molestaba era que se hallara tan cerca del despacho de Mrs. Gregson. Fui a asomarme al ventanal y, ante mi sorpresa, descubrí que el aula estaba orientada hacia el grupo de casas deshabitadas; no pude reprimir un gesto de repulsión al verlas, tan oscuras, tan faltas de vida; por suerte, la directora no dio muestras de haberse percatado de ello.

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