La promesa del ángel (5 page)

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Authors: Frédéric Lenoir & Violette Cabesos

Tags: #Histórico

BOOK: La promesa del ángel
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Román se vuelve hacia uno de los aprendices, que deja a un lado la doladera de mango largo para que el monje pueda examinar la viga que está desbastando. Maese Roger y fray Román se pasan toda la tarde seleccionando los árboles destinados a la construcción de los pontones para el transporte de granito y los que serán dignos de envejecer durante años bajo los cobertizos antes de coronar el Arca. Luego, el sacerdote recupera su montura para regresar a la abadía antes de que suba la marea y empiece el oficio de vísperas. Las campanas resuenan en la montaña mientras él la sube. Deja el caballo al cuidado del hermano lego responsable del establo y se une a los monjes que comienzan a formar las dos columnas en la iglesia, frente al altar. La columna de la derecha avanza junto a la muralla con ventanas, pero la de la izquierda bordea dos grandes arcadas de piedra que parecen separar la iglesia no del exterior, sino de otro santuario. En realidad, al lado del oratorio donde los hermanos loan al Señor, se dibuja un segundo oratorio cuya arquitectura reproduce las dos filas de monjes: disposición paralela e idéntico revestimiento…, misma nave cuadrada rematada en un pequeño coro con bóveda de cañón, donde destaca un altar análogo y, arriba, una tribuna cuya escalera asciende bajo las bóvedas de piedra.

Tan solo un detalle distingue a los santuarios gemelos: el altar iluminado por los cirios y los cantos del oficio está dedicado a la Santísima Trinidad, mientras que, al otro lado de las arcadas, su doble está presidido por una imagen de madera con la efigie de María sosteniendo al Niño Jesús en su regazo, una Virgen negra de ojos rasgados, con el rostro oscurecido por el humo de los cirios y del incienso, a la que se invoca pidiendo protección para los viajeros y fecundidad para las mujeres.

—De Angelis, jetivis diebus ad Vesperas…

«Nuestro buen Ricardo de Normandía tiene razón —piensa Román—. Este santuario doble es una aberración. Cuando pienso en su boda con la princesa Judith de Bretaña, en los nobles bretones y normandos obligados a quedarse fuera de la iglesia por falta de sitio…»


Te Deum omnipotens rogamus… Hic est prepositus paradisi archangelus

«Esas mamposterías carolingias heredadas de los técnicos romanos, hechas por los canónigos, esos salvajes de cabellos largos vestidos con pieles de cabra… ¡Qué barbarie!»


Sáncte Michael archangele defende nos inprelio

«Esas piedras sumergidas en un baño de mortero, esas paredes desnudas sin ninguna búsqueda de ritmo…»


Deus qui miro ordine

«Más hubiera valido conservar el oratorio de San Auberto tal como era, circular, según el modelo del que hay en el monte Gargano, en vez de construir en su lugar este templo cuadrado y gemelar en el lado oeste, el del ocaso, la sombra, las tinieblas.»


Deus cuius claritatis
.

«Gloria a ti, Señor, con la ayuda de tu divino Arcángel, este templo indigno de ti muy pronto dejará de existir y una nueva Jerusalén se alzará hacia ti.»

—Amen
.

Unos instantes después, Román se lava las manos, ritual obligatorio antes de todas las comidas. El padre abad, vicario de Cristo según san Benito, lava los pies de sus huéspedes —un pequeño grupo de peregrinos—, igual que Jesús lavó los de sus apóstoles. En el refectorio, todos esperan junto a su asiento, en silencio y ordenadamente, la llegada del abad acompañado de los peregrinos, que se instalan en la mesa particular del superior. En ese año 1022,1a abadía aún no dispone de hospedería, pero ofrece hospitalidad a la gente de paso que la pide. Como todos los años, la afluencia cada vez mayor con motivo de la festividad de san Miguel, a finales de mes, creará numerosas dificultades.

La mayoría de los peregrinos encontrará alojamiento en los pueblos vecinos a cambio de unas monedas, pero habrá que asegurar cama y cubierto a los más indigentes y a los que, en el extremo opuesto, han donado al Ángel un óbolo importante para la construcción de la nueva iglesia.

El abad pronuncia la oración y, después del
De verbo Dei
, los hermanos se sientan. El lector empieza a leer un pasaje de la regla. Los sirvientes designados para esa semana llevan pan y
pulmentum
, sopa de habas sin carne. Después de la sopa, llega un plato de verduras cocidas con aceite de ballena y sazonadas con ajo. Con una inclinación de cabeza, Román da las gracias al hermano que lo sirve. Sin saber que el lenguaje de signos de los monasterios ayudará más tarde a los mudos, imita el gesto del cocinero removiendo una salsa para que le pasen la mostaza sin necesidad de hablar. Con otro signo, pide una ración suplementaria de alimentos. San Benito, dentro de su permanente preocupación por la
moderatio
, quería que sus monjes recibieran comida «según las necesidades de cada uno» y que, en el momento de romper el ayuno, cada individuo tuviera con qué saciar su hambre. Román se come la mitad de la ración, un plato de arenques para compartir con uno de sus hermanos. Cogiendo la copa con ambas manos, bebe el vino de Gascuña que el bodeguero hace traer de Burdeos. El vino local, de Brion, infame vino peleón que los religiosos detestan, está reservado para consumo exclusivo de los campesinos; en la época de la vendimia, tan solo algunos racimos, crudos y enteros, entran en la abadía como postre. La vid es el gran peligro de los hombres de Dios, y la amarga experiencia se lo enseñó a san Benito, quien, considerando que el interés de esta bebida era simbólico y, en consecuencia, estaba limitado a la celebración de la misa, pensaba proscribir su consumo fuera de la iglesia. Pero sus monjes tenían una visión más amplia de las virtudes de esta especie eucarística y deseaban extenderla hasta el refectorio. Se fraguó una rebelión intestina contra Benito y, ante tal insubordinación, el hombre prudente cedió: estableció en su regla una cantidad de vino para ser consumida por cada hermano durante la comida. Así pues, el monaquismo benedictino, que no flaqueó cuando un sacerdote del clero secular, celoso del éxito de la orden naciente, hizo bailar a un cortejo de muchachas desnudas al pie de las murallas del monasterio de Subiaco —Benito salvó la castidad de sus novicios exiliándolos al monte Casino—, que apenas padeció los saqueos de las hordas bárbaras, solo fue puesto en peligro por una cosa: el amor de los hijos de san Benito por la sangre de las viñas.

Mientras escucha distraídamente la lectura, Román se deleita con el queso, llamado «angelote» e inventado por un monje para dar salida a los excedentes de leche. Después hace los honores a las espléndidas frutas de otoño y a los barquillos, pequeños dulces repartidos por la mesa. Por último, coloca boca abajo su vaso vacío, lo cubre con el borde del mantel y espera a que el abad, haciendo una seña, dé por finalizada la cena. Se levanta junto con sus hermanos, pronuncia una acción de gracias, se inclina y se dirige junto con el resto de los monjes a la iglesia, en procesión, cantando al son de las campanas. Completas, el último oficio del día, marca el fin del verbo —a partir de ese momento está prohibido hablar—, el regreso de la pleamar contra la peña, de la noche y de la lucha de los religiosos contra los elementos tenebrosos. Román no olvida encomendar a la pequeña Brígida al Arcángel.

Mientras el sacristán y el subchantre rocían e inciensan los altares gemelos de la iglesia, tras lo cual van a reunirse con sus hermanos al dormitorio para descansar hasta vigilias, Román se dirige a la celda del padre abad. Esta, contigua a la iglesia, es un vestigio de la vida en el Monte antes del incendio de 992, la única celda individual que no se quemó. El padre se acerca con paso lento de anciano y entra en la cabaña de madera precediendo a Román. El mobiliario es exiguo: una mesa, dos sillas y un jergón tan modesto como el de los demás monjes. El único privilegio del padre abad parece ser la chimenea, que incluso en invierno utiliza raramente.

Su posición dominante en la jerarquía monástica está indicada por la presencia de un tapiz colgado sobre el escritorio, que representa a san Miguel con una espada en la mano derecha y una balanza en la mano izquierda, pesando las almas de los humanos sumidos en su último sueño. El motivo reproduce una escultura que ocupa un lugar destacado en el primer santuario europeo dedicado a san Miguel, consagrado en el siglo V en tierra italiana, en el monte Gargano. El padre abad Hildeberto es hijo de un noble caballero de Rotoloi, en la región de Cotentin. Está totalmente al servicio del duque de Normandía y dedicado al cargo de padre de la abadía, que ejerce desde hace trece años. En el año 1009, el abad Mainardo II, debilitado por la edad y la enfermedad, pidió a su protector, Ricardo II, ser suplido en sus funciones. A instancias de la comunidad monástica, así como del consejo de los obispos y los nobles, el duque entregó el báculo pastoral a Hildeberto, entonces prior del monasterio. El venerable monje estaba, según Ricardo, «en la flor de la edad juvenil, pero destacaba por la sutileza de una inteligencia despierta y poseía la gravedad que otorga la madurez de las costumbres». Comoquiera que los monjes estaban de acuerdo con este juicio, toleraron la intervención del príncipe y del clero secular en la elección del nuevo abad, en contra de lo que había establecido san Benito. Y no tuvieron sino motivos para felicitarse por ello, al igual que el duque, pues Hildeberto resultó ser un abad muy sagaz que llevó a cabo una gestión perfecta de las tierras, los bosques y los hombres de la abadía. Hizo prosperar el monasterio al tiempo que fue querido por sus hijos, a los que trataba severamente pero con un deseo de moderación y de equidad muy benedictino. En cuanto a la construcción de la gran iglesia abacial, decidida en 1017 por Ricardo II tras su boda con Judith de Bretaña en la angosta iglesia carolingia, parece rejuvenecer a Hildeberto, que dedica a ello todas las fuerzas de su espíritu. Ese proyecto es la obra de su vida. No le importa saber que no verá jamás con sus ojos el edificio terminado, pero es él quien habrá concebido ese resplandeciente homenaje al Ángel: ¡Mont-Saint-Michel, la abadía más prodigiosa de la cristiandad occidental! Hildeberto ha pasado años, meses, días y noches en compañía de Pedro de Nevers calculando el alcance simbólico de cada piedra. Ahora, antes de que todo se ponga en marcha para un período de muchos más años, quiere verificar todos los detalles, hasta los más mínimos. Una visita de Román al cantero y al carpintero de armar no es un detalle de poca importancia. Ha ido él mismo a las islas Chausey, pero tiene curiosidad por conocer la opinión de Román sobre el trabajo de maese Jehan.

Esa noche, frente al joven constructor, la mirada de Hildeberto despide un brillo tan ardiente que, si no fuera abad y no se tratara de la abadía, cabría preguntarse acerca de la naturaleza de esa llama.

—Y bien, hijo mío —le dice al joven sacerdote con voz suave pero firme—. ¿A qué esperáis? ¡Hablad, os autorizo a hacerlo!

Sin atreverse a sentarse, Román se apresura a hacer un informe del día: extiende sobre la mesa los planos de su maestro, coge la tablilla y el estilete que lleva colgados del cinturón y lee los diversos puntos que ha anotado.

—Bien, bien… —asiente el abad—. Según vos, ¿cuándo podremos empezar?

—Los cimientos de la cripta del coro podrán empezarse en primavera, tal como está previsto, padre, una vez en camino los tornos elevadores y las diferentes cuadrillas de porteadores…

—¿Tendremos bastantes hombres, o debo enviar emisarios al Midi para reclutar obreros suplementarios?

—No temáis, padre —lo tranquiliza Román—. Hay suficientes hombres.

—De acuerdo. ¿Y los barcos, fray Román? ¿Habéis previsto bastantes pontones para transportar la piedra? ¡Sería catastrófico que hubiera que interrumpir el trabajo por falta de aprovisionamiento de granito!

—Tranquilizaos, padre —contesta humildemente Román—. Hemos escogido los árboles, y los hay en abundancia, y maese Roger ha empezado hoy a construir las embarcaciones. Cuenta con un equipo numeroso y eficaz, de modo que calculo que habrá terminado los barcos hacia la mitad de Cuaresma. No obstante, comprobaré con regularidad si avanzan como está previsto; si considero que faltan brazos, habrá que recurrir a los campesinos de nuestras tierras para que los ayuden en el bosque.

—Si es necesario, recurriremos a ellos —dice Hildeberto en tono autoritario—, y no será poca su alegría por contribuir más directamente a la edificación de la morada del Arcángel.

—No lo dudo, padre. A decir verdad —prosigue Román—, los hombres no me preocupan mucho, y la piedra y la madera tampoco, pues son cosas controlables por la vigorosa mano del hombre. Mi temor lo causa el mar, que puede hacer volcar los barcos cargados de granito y engullirlos para siempre en su vientre.

—Hijo mío, hace cinco años que vivís con vuestros hermanos en esta peña, pero sois de un país de campos y bosques, ya casi lo había olvidado. Es presuntuoso y vano tratar de controlar lo incontrolable, y necio concebir temores por su causa. Alabemos al Señor, que es justo y bueno con sus servidores. Él nos ayudará, como siempre lo ha hecho, pues solo Él detenta el poder de las fuerzas de la naturaleza.

—Sí, padre —contesta Román, bajando la cabeza—. Con la ayuda de Dios y de su Ángel, lo conseguiremos.

Hildeberto envuelve al joven sacerdote en una mirada llena de ternura y sonríe. Conoce la pasión del hermano por su arte, que ejerce, además, con mucha inteligencia. Ese ardor sirve a un objetivo sagrado, desde luego, pero, al igual que todo sentimiento vivo, debe ser contenido, tal como corresponde a un monje. La observación del abad no tenía otra intención que recordar esta exigencia a Román, cuya pasión raya con la obsesión desde la marcha de su maestro. Este pensamiento hace que la sonrisa de Hildeberto se congele de repente en su rostro arrugado. Se inclina y saca de un cajón de su escritorio una carta.

—Hijo mío, tengo una cosa importante que deciros antes de que os vayáis a descansar. Informaré de ello a vuestros hermanos mañana por la mañana en el capítulo, pero quería hablar antes con vos en privado, ya que es algo que os concierne de un modo particular. He recibido hace un rato esta misiva del padre abad de Cluny, el buen Odilón. Hace dos semanas, Pedro de Nevers sufrió un accidente en la obra de la abadía; se rompió los huesos al caer de un andamio. Desde entonces, lucha por vivir con el valor que sabemos que tiene, pero el enfermero del monasterio no oculta su preocupación, dada su avanzada edad.

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