Read La prueba del Jedi Online
Authors: David Sherman & Dan Cragg
La chica estimó que había suficientes explosivos en la caravana como para volar todas las posiciones actuales del enemigo, y por un instante se preguntó por qué el general Khamar no ordenaba a los ingenieros que los utilizasen para arrasar todo el ejército androide. Después comprendió que el ejército no tenía manera de situar aquellos explosivos en medio del ejército androide sin que el encargado de esa misión muriera antes de poder realizarla. Aun así, pensó, le parecía una lástima no dejar algunos allí y hacerlos explotar al paso de los androides para destruir todos los posibles mientras seguían al ejército en retirada.
Bueno
, decidió,
el general Khamar sabrá lo que hace
. Además, ¿cómo sabía ella que los ingenieros no habían colocado ya explosivos para acabar con los androides cuando llegaran a su actual posición?
—Soldado de reconocimiento Odie Subu —la voz del coronel Kreen le llegó a través de su casco.
—Aquí la soldado Subu, señor —dijo al micro.
—Estamos listos. Adelante.
Odie echó un último vistazo a la caravana. Cualquier ruta que ella eligiera tendría que acomodarse al vehículo de ingenieros más grande. Sacudió la cabeza con fastidio, pero el movimiento quedó oculto por el casco. La mayor de aquellas máquinas era tan grande que tendría que guiarlos a su destino dando un rodeo.
—En marcha, señor —dijo, y arrancó su motojet.
No podía conducir a la caravana a mucha velocidad, ni siquiera a los patéticos 250 kilómetros por hora, que era la velocidad máxima que alcanzaba su moto. En aquel terreno rocoso tenía que mantenerse por debajo de los cincuenta, que era la velocidad máxima del vehículo más lento de la caravana. A veces hasta tenía que frenar más aún para mantener la marcha, cuando no frenaba porque el coronel Kreen opinaba que levantaban demasiado polvo. A vista de pájaro, la distancia que tenían que cubrir era de apenas diez kilómetros, pero la ruta que siguieron, esquivando los peñascos y a veces dando marcha atrás cuando un obstáculo parecía insalvable, hizo que la distancia real fuera cuatro veces mayor..., y que tardaran en cubrirla más del cuádruple del tiempo necesario.
Al menos lo estaban consiguiendo. Odie hizo una pausa y se echó a un lado, mientras los vehículos de los ingenieros pasaban ante ella.
El coronel Kreen sacó su vehículo de la columna para acercarse.
—Buen trabajo, soldado —dijo—. Me encargaré de que el general Khamar y su jefe de pelotón reciban un informe de lo bien que lo ha hecho. Ahora será mejor que regrese.
—Gracias, señor.
Odie saludó y esperó a que el comandante de ingenieros regresara a su vehículo, antes de volver a montar en su motojet. Regresó al cuartel general a toda velocidad.
≈
El teniente Erk H'Arman sabía que estaba cayendo en picado, pero mantuvo la cabeza fría mientras se acercaba a la superficie del planeta a una velocidad escalofriante, haciendo acopio de toda la habilidad de que era capaz para intentar salvar su caza estelar. El disparo del caza enemigo le había golpeado como un martillo y lo habían arrojado al suelo en un tirabuzón incontrolable. Apenas fue capaz de dominar su aparato y estabilizarlo a unos mil metros del suelo. El sistema hidráulico fallaba, y sabía que sólo podía elegir entre eyectarse o intentar aterrizar. Por el momento no había fuego dentro de la cabina. El mayor temor de un piloto era achicharrarse vivo dentro de su carlinga; estrellarse no era problema..., morías rápido.
Había sido el escenario más rico en objetivos que Erk y sus compañeros pilotos habían encontrado nunca. Ni siquiera en las muchas simulaciones de las sesiones de prácticas se habían encontrado con una situación como aquélla. Tres pilotos de la misma escuadrilla de Erk murieron, estrellándose contra cazas enemigos, y no porque lo hicieran a propósito. Simplemente porque eran demasiados para pasar a través de ellos sin chocar con alguno. La batalla seguía lejos, muy arriba, muy por encima de él. El enemigo estaba venciendo, pero, ahora, Erk H'Arman intentaba salvar la vida y, si era posible, su nave.
Una tormenta de arena oscurecía el terreno bajo él. El traje de Erk estaba empapado de sudor, y sabía que debía de haber perdido unos buenos dos litros de agua durante el combate. Esa pérdida de fluidos hacía que se sintiera sediento, pero no tenía elección, tendría que adentrarse en la tormenta. Tomó su decisión.
—Bueno, pequeño, no pienso abandonarte —susurró, luchando por mantener su caza estelar nivelado. Estaba dispuesto a correr la misma suerte que él.
≈
Odie estaba a medio camino de regreso hacia el grueso del ejército, tras guiar a los ingenieros hasta la formación rocosa donde tenían que excavar y preparar las nuevas posiciones defensivas, cuando la tormenta la golpeó con la rapidez y ferocidad típicas de tales eventos en Praesitlyn. El viento se elevó a cincuenta o sesenta kilómetros por hora en un abrir y cerrar de ojos, azotándola desde todos lados y dificultándole el control de la motojet. Se detuvo y paró el motor. Millones de granos de arena la golpearon. Cuando la tormenta amainase, diez minutos o diez días después, sabía que su casco estaría erosionado por la arena. Ahora, no obstante, no podía ver más allá de dos metros. Desmontó y, tras desconectar los repulsores, tumbó suavemente su vehículo, enroscándose junto a él para esperar a que pasara la tormenta.
Un rugido que hizo temblar la tierra, más fragoroso incluso que el rugido del viento, la sacudió, al tiempo que un enorme objeto pasaba a menos de diez metros de ella, arrastrando tras de sí una enorme cola de llamas tan caliente que pudo sentirla incluso a pesar de su traje protector. Oyó un ruido chirriante, como el frotar de un objeto metálico contra el suelo. A cierta distancia, a su derecha, vislumbró un breve resplandor rojizo inmediatamente oscurecido por las nubes de arena. Un caza se había estrellado a poca distancia de donde ella se había tumbado. No oyó ninguna explosión, así que supuso que el caza podía estar más o menos intacto. Se preguntó si el piloto habría sobrevivido. Y después siguió preguntándose qué nave sería. Siguió recostada contra su motojet, indecisa sobre si debía investigar lo ocurrido.
De repente, el viento dejo de soplar. Odie levantó la cabeza por encima de la carcasa de su motojet y vio un débil resplandor procedente de los motores de la nave abatida. Estaba familiarizada con todos los diseños de la flota separatista —era parte de sus tareas como soldado de reconocimiento—, pero a esa distancia y con tan mala visibilidad no podía asegurar a qué bando pertenecía la máquina. Lo único que podía ver era que no se había destrozado con el impacto.
Enderezó la motojet, montó en ella y se acercó lentamente a la máquina caída, pero desenfundó la pistola láser mientras avanzaba.
Cuando estuvo lo bastante cerca como para poder ver las marcas del caza, lo identificó como perteneciente a las fuerza de la defensa aérea de Praesitlyn. La carlinga estaba cerrada y no podía distinguir al piloto. El caza crujía y gruñía como un ser vivo quejándose por el dolor, pero sabía que era debido a que los sobrecalentados componentes empezaban a enfriarse. Se preguntó si podría explotar. No lo sabía, pero no había tiempo que perder. Saltó de la motojet y trepó por el costado del caza. Seguía sin poder ver el interior de la carlinga. La golpeó con el puño, y de repente se abrió. El piloto estaba sentado, todavía con el arnés puesto, y apuntándole directamente a la cara con una pistola láser.
—¡No dispares! —gritó, apuntando instintivamente al hombre con su propia pistola.
Ambos se quedaron inmóviles un instante muy largo, apuntándose con las armas.
—Bueno, me alegro de verte —dijo al fin el piloto, bajando el láser.
Odie le ayudó a quitarse el arnés y saltaron a tierra, sentándose en el suelo al abrigo del caza.
—¿Tienes agua? —preguntó él—. Tuve que despegar tan deprisa que no me dio tiempo a recargar mis sistemas de hidratación.
La chica sacó la cantimplora de dos litros que llevaba en la motojet y se la pasó. Él bebió unos sorbos con precaución y se la devolvió, dándole las gracias. Mientras lo hacía, estudió a su nueva compañera. Era pequeña y, por lo que podía ver de la barbilla y los labios que asomaban bajo el casco, hasta bonita. Por su parte, Odie hizo lo mismo. ¡Era un piloto de caza! Los pilotos eran los únicos de todo el ejército por los que los soldados de reconocimiento sentían algún lazo. Como ellos, los pilotos actuaban solos, por su cuenta, sin relación con los demás, sobreviviendo gracias a su habilidad y a sus agallas.
Ambos comprendieron a la vez lo que pensaba el otro y estallaron en carcajadas al unísono.
—Bueno, creo que hagamos lo que hagamos tendremos que hacerlo juntos —dijo el piloto—. Me llamo Erk H'Arman, ¿y tú? —y alargó la mano.
Odie se sorprendió de que un oficial le hablase de una manera tan franca y abierta —ni siquiera se había identificado como oficial—, pero se recuperó rápidamente.
—Soldado Odie Subu, pelotón de reconocimiento, señor —y le estrechó la mano.
—¿Reconocimiento? Eso es bueno, muy bueno. Si puedes llevarme hasta la base podré volver a la batalla.
A Odie le gustó el sonido de su voz. Tenía un corte en la frente debido al aterrizaje forzoso, pero la sangre que había manado y manchado un lado del rostro ya estaba seca. El corto pelo negro y los profundos ojos azules parecían compensaban una fuerte complexión que le hacía parecer un atleta recién salido de una dura prueba.
El viento había amainado mucho. Odie se puso en pie.
—Sígame, señor —dijo, extendiendo la mano para ayudarle a levantarse.
En ese instante, el mundo explotó a su alrededor.
La batalla por el Centro de Comunicaciones Intergalácticas fue corta, pero feroz, y el resultado nunca se puso en duda. El valiente comandante Llanmore y la mezcla de soldados humanos y sluissis de su batallón sabían que el resto del ejército destinado en Praesitlyn no podría acudir en su ayuda aunque no hubiera sido derrotado y todavía estuviera combatiendo. Eran plenamente conscientes de que su misión era retrasar todo lo posible la captura del Centro para que Reija Momen y sus técnicos destruyeran el equipo de comunicaciones. Sólo lo lograron parcialmente.
—¡Alto! —ordenó Reija a los técnicos mientras los primeros androides de combate entraban en la sala de control—. No ofrezcáis resistencia. No quiero que muera ninguno de vosotros.
Pero no pudo salvarlos a todos. Tres técnicos no escucharon su orden y siguieron destruyendo equipo. Murieron cuando los androides dispararon contra ellos.
—Señora, creo que acabamos de convertirnos en prisioneros —murmuró Slith Skael, situándose frente a Reija para protegerla de los androides. Todos los demás alzaron las manos en signo de rendición. Los androides obligaron con golpes y empujones a los técnicos a que se apiñasen en el centro de la sala de control, y los rodearon con las armas preparadas.
Los androides de limpieza esquivaron los cuerpos de los tres técnicos, mientras intentaban eliminar los destrozos y las manchas del suelo. Uno de ellos, programado para cargar con pequeñas cantidades de basura, intentó en vano mover uno de los cadáveres. Frustrado, emitió un zumbido sin dejar de intentar cumplir con su deber. De no ser la situación tan desesperada, Reija hubiera encontrado muy divertidos los esfuerzos del pequeño androide.
—¿Y ahora qué? —preguntó alguien.
—
¡Si, len, cio!
—ordenó uno de los androides.
—¡Exijo hablar con vuestro comandante! —dijo Reija con voz autoritaria.
Un androide se movió rápidamente en torno a Slith y clavó la culata de su rifle láser en el estómago de Reija, dejándola sin aire. Slith dio media vuelta y la sujetó, impidiendo que cayera al suelo. Interpuso su apéndice caudal de forma protectora entre la mujer y el androide, mientras ella se desplomaba en sus brazos.
—
¡Si, len, cio!
—repitió el androide.
—¡Ah, qué conmovedor!
Una figura alta, cadavérica, entró en la sala de control. Hizo una ligera reverencia a Reija, que aún buscaba aire en los brazos de Slith.
—¿Puedo presentarme? —preguntó amablemente—. Soy el almirante Pors Tonith, del Clan Bancario Intergaláctico, y ahora estoy a cargo de este miserable pedazo de roca —repitió la reverencia y, fingiendo indiferencia, limpió un poco de suciedad de su capa. Sonrió, mirando a Reija y revelando sus dientes horriblemente teñidos—. Supongo,
madame
, que usted es la administradora jefe de esta instalación.
No esperó respuesta, sino que indicó a los androides que se retirasen unos pasos. El silencio de la sala fue roto por varios zumbidos.
—¿Qué es ese ruido infernal? —Tonith rebuscó con la mirada a su alrededor, hasta que vio el pequeño androide de limpieza que producía el ruido—. Esas malditas cosas siempre andan molestando. Destruidla —chasqueó los dedos en dirección a uno de sus androides de combate.
Un segundo después, el pequeño androide de limpieza era aplastado. Sus componentes se desparramaron por el suelo, y otros androides corretearon para recogerlos.
Tonith sonrió, movió los hombros como si se colocase más confortablemente su capa y se acercó a Reija. Pero Slith siseó y alzó su apéndice defensivo.
—Qué galante —sonrió Tonith, satisfecho, pero retrocedió rápidamente—. Vuelve a enfrentarte conmigo, basura sluissi, y te mataré. ¡Ven aquí, mujer! —y señaló el suelo justo delante de él.
—El ge..., general Khamar... —Reija luchó por recuperar el aliento—. El general Khamar y sus tropas no se encuentran lejos de aquí y acudirá a...
Tonith sacudió su cabeza, fingiendo sentir tristeza:
—No, lo siento. Tu minúsculo y poco efectivo ejército ha sido destruido. Ahora, ven aquí.
—¿Señora? —preguntó Slith, reluctante a dejarla ir.
—Estoy bien, amigo mío —boqueó Reija.
Slith la soltó y ella caminó vacilante hasta situarse frente a Tonith. Él sonrió ampliamente, satisfecho. Reija estaba lo bastante cerca como para percibir su aliento, increíblemente fétido. Sonriendo más ampliamente todavía, Tonith se lo echó deliberadamente a la cara.
—Siempre he odiado a los de tu especie —masculló Reija.
Años antes, uno de los clanes bancarios familiares había ayudado a su padre con la hipoteca de su granja durante un periodo de malas cosechas, pero le quitaron la propiedad cuando no pudo pagar los plazos de devolución de la hipoteca. Todo de forma muy legal y con muchas disculpas. Pero el anciano perdió la granja. Los Momen tuvieron que trasladarse a la ciudad, y la pérdida de su amada granja provocó que el padre de Reija cayera en una profunda depresión que, con el tiempo, lo llevó a la muerte.