Nada de todo aquello. Un silbido y Arthur queda desequilibrado, gira sobre sí mismo y se encuentra en el suelo.
Barrington mira hacia arriba, sorprendido, y ve frente a él al primo, con un mechón de cabellos rubios sobre la frente, un par de ojos fríos que lo miran divertidos y una boca sensual que traza una sonrisa compasiva.
—Querido primo, tengo una novedad que te gustará: a veces puede suceder que hasta el pasado cambie. Me temo que nunca salvarás a los tres pobres niños de su suerte. Pero, a cambio, yo estoy aquí. De nuevo. Después de tanto tiempo. Y esta vez no tendrás la ventaja de la sorpresa.
En la mano de Roger Devine aparece un cuchillo.
Barrington se echa atrás, mientras Devine se acerca y se inclina hacia él, con aquella sonrisa maligna en el rostro, la misma sonrisa con la que cuatro años antes, con un bostezo, le había comunicado que «se había cansado de hacer de benefactor».
—¡Vete! Estás muerto. ¡Te he matado yo! —grita Barrington.
De la puerta de la biblioteca llega un ruido de golpes y gritos, como si alguien intentara entrar. Barrington pide ayuda a gritos, aterrorizado no tanto por la pesadilla —porque en el fondo sabe que se trata de una pesadilla— como por la imprevista novedad, por aquel gusano de Roger Devine, que se está inclinando hacia él con el ceño fruncido, casi preocupado, mientras le dice…
* * *
—¡Barrington! ¡Barrington! ¿Cómo está?
Archibugi le levantó un párpado al inglés, que se agitaba sobre el viejo sillón, presa de sus pesadillas, y no vio más que la córnea blanca y el ojo del revés.
De Matteis, aún frotándose el hombro con el que se había lanzado contra la puerta, se dirigió a la ventana, la abrió y subió la persiana. Respiró el aire gélido y limpio de la calle; el olor acre que inundaba la habitación era nauseabundo.
—Llame a un médico —dijo Archibugi al dueño de la pensión, que acababa de hacer su aparición, jadeante.
—No irá a estirar la pata aquí, ¿no? Da mal fario a la pensión, si…
—¡Silencio! ¡Llame a un médico y mande traer café, rápido!
Desde la ventana, De Matteis vio a las personas que se habían reunido frente a Il Tre Re y que ya estaban confabulando, preocupadas, cuando habían llegado el inspector y él.
—¡Todo bien! —les dijo, para tranquilizarlas.
Al llegar frente a la pensión, aquellas personas, clientes y trabajadores, les habían indicado las persianas aún cerradas a aquella hora y les habían hablado de los ruidos, como de muebles corridos, en las habitaciones del inglés, y del repentino silencio que había seguido a aquel ruido furioso. El dueño había subido y había llamado a la puerta: ninguna respuesta. Entonces había intentado entrar, pero Barrington había dejado la llave puesta. Y estaban ahí abajo, pensando en qué podían hacer, cuando había llegado la Policía.
De Matteis miró a su alrededor: por el suelo estaban esparcidas las hojas de un periódico. Levantó la mirada hacia Archibugi, que también había empezado a dar vueltas por la estancia.
—Debe de haber leído lo de Doble W —comentó el delegado.
—Será —dijo Corrado entre dientes, con el ceño fruncido, mirando alrededor con expresión hosca—. Esta noticia ha provocado un terremoto, no hacemos más que seguirle la estela. Y no es más que el rugido de un volcán: la erupción aún está por llegar.
De Matteis reflexionó sobre la extraña profecía; después pasó a la sala de al lado. Cuando volvió al estudio, le dijo a Archibugi:
—Ha colocado el armario contra la puerta de la habitación de al lado.
Corrado cerró la caja de madera con un golpe seco y volvió a ponerla en la librería.
—También ha tomado varios granos de opio. No sólo se ha atrincherado; ese idiota se ha lanzado en un viaje a otros mundos. Sólo que, a juzgar por sus gritos, estos otros mundos probablemente no fueran más que… Ah, ahí está. Venga, doctor. Usted deje el café en esa mesita.
Pasó una hora antes de que Arthur Barrington volviera en sí, una hora en la que se bebió mucho café, en la que las ventanas permanecieron abiertas helando la sala, en la que llenaron varias veces de agua fría la jofaina para las abluciones y en la que Archibugi fumó un puro tras otro, caminando adelante y atrás por el estudio del inglés, encorvado.
—¿Ha visto, inspector? ¿Ha visto?
Cuando Barrington estuvo en disposición de pronunciar esas palabras, con el tono de voz de un niño amedrentado, señalando el periódico, el reloj de bolsillo de Archibugi marcaba las diez y veinte. Adele Ortolani seguiría apretando los dientes un buen rato, y Fabio Petrocchi seguramente seguiría preguntando por su mujer. ¿Y qué estarían tramando en aquel momento Panicacci, Quadraccia y Scialoja? ¿Quién era «la otra mosca que revoloteaba alrededor de aquella mierda», como había dicho el Homilías? ¿Dónde estaba Tremolaterra? ¿Y quién era y cómo había muerto realmente aquel pobre niño? ¿Y Mezzasalma, cómo se había enterado y por quién?
—¿Si he visto qué? —gruñó Archibugi.
—Al final tenía razón yo. ¿Ha visto? Doble W…
—Deje de comportarse como un crío —gritó el inspector—. Usted no tiene razón en absoluto. Hay dos posibilidades: o usted miente, o está loco.
—Pero…
—¡Silencio! —Archibugi se acercó al sillón donde estaba acurrucado el inglés, se inclinó sobre él, apoyando las manos en los brazos de la butaca como si quisiera inmovilizarlo, y le dijo—: No hay peros que valgan. Su primo está muerto, señor Barrington, muerto. Me lo confirmó la embajada inglesa cuando, en su tiempo, hice indagaciones. Si realmente Doble W era Roger Devine, como usted asegura, y no el ahorcado que encontró la Policía, entonces murió hace cuatro años, oficialmente por un accidente.
De Matteis se había puesto a analizar de nuevo las curiosas acuarelas del inglés, metidas en una carpeta sobre la mesa de trabajo. Eso sí, sin perderse una palabra, aunque Archibugi ya le había explicado a grandes rasgos la declaración de Barrington y el asunto de la Doble W mientras esperaban que el inglés recuperara el sentido.
—Sin embargo, los periódicos… ¡He oído a los voceadores esta mañana, y se me ha helado la sangre! —susurró el inglés, con los ojos desorbitados, los labios lívidos y los dedos temblorosos sobre la boca.
—Ya nos hemos dado cuenta. Y su reacción ha sido atrincherarse y lanzarse en un viaje por el mundo de los sueños con sus granos de opio. Pero el remordimiento le ha perseguido hasta allí.
—Era mi primo…, y yo lo maté. El ruido que hizo la cabeza al chocar contra el suelo…
—Usted tiene otros remordimientos. Aquellos niños… Usted se siente culpable por esos niños. ¡Venga, dígalo!
Barrington miraba a Archibugi sin decir nada, con las manos sobre el rostro. Archibugi prosiguió:
—¡Dígalo de una vez! Usted sabía de los niños que Devine había «adquirido»… Quizá no supiera el verdadero motivo, o no había querido saberlo. Pero su remordimiento es ése: Devine le dijo que los niños estaban muertos, y usted le creyó; se pelearon y lo mató; días más tarde se descubrieron los cadáveres de los niños. Desde entonces, usted se pregunta: «Pero ¿estaban ya muertos? Si hubiera ido a aquella casa, en lugar de esconderme, ¿no habría podido salvarlos?». ¿No es así? Por cobardía, se negó a ir enseguida a comprobar si Devine le había dicho la verdad. Y ahora…
El inglés estalló en unos sollozos desesperados. Archibugi no apartaba las manos de los brazos, seguía rodeando a aquel pobre hombre, con expresión dura y mirada inquisidora. De Matteis posó la vista en una acuarela que representaba, frente a un cielo lívido surcado de hilillos de denso humo, la silueta de Roma, sobre la que flotaba un globo aerostático; y en el centro del globo había un reloj que parecía un ojo abierto y surcado de venitas.
—Señor Barrington, yo no creo una palabra de lo que me dijo el pasado mes de mayo. Usted no ha visto a ningún primo. Lo único de lo que tiene miedo es de sí mismo. Usted es como aquel personaje de Dickens…
—¡No! —gritó el inglés—. No estoy loco. No me imagino las cosas, no veo fantasmas. Ese pobrecillo que han encontrado en la Morte Desolata… ¿es acaso también una pesadilla?
—No. Pero no es obra de su Doble W.
—Yo no…
—¡Basta!
Archibugi se levantó, con las mejillas rojas. Consultó el reloj y torció la boca. Miró a su alrededor sin ver nada, en busca de inspiración. De Matteis estudiaba otra acuarela, una Piazza Navona atravesada por una maraña de tubos metálicos, una fuente de cristal en lugar de la Fontana dei Fiumi, de nuevo los hilillos de humo que se lanzaban como serpientes contra un cielo gris plomo, globos luminosos que proyectaban sombras sobre la plaza desierta.
—Deje esos dibujos. Déjelos enseguida donde estaban.
El inglés estaba en pie y miraba a De Matteis con aire desafiante, con los puños cerrados colgados de unos brazos esqueléticos, estirados a los lados del cuerpo. El delegado miró a Archibugi. Ambos estaban sorprendidos de aquella estúpida demostración de fuerza, de aquel intento de recuperar la dignidad con un desafío patético.
Entonces Archibugi reaccionó como una furia.
—Venga, coja enseguida el abrigo y venga conmigo.
—¿Dónde?
Por toda respuesta, Archibugi dio un tirón al abrigo colgado, se lo lanzó a Barrington, que lo cogió al vuelo, hizo un gesto decidido a De Matteis y aferró al inglés por un brazo, haciendo caso omiso de sus protestas, y casi lo sacó a rastras de la habitación, llevándoselo escaleras abajo.
Onorato Quadraccia trabajaba todo el día, y a veces también gran parte de la noche.
Por otro lado, no tenía nada más que hacer: no tenía esposa, aunque llevaba siempre consigo, escondida en un bolsillo del chaleco o en el fondo de los del abrigo, una alianza que, a veces, sin darse cuenta, hacía girar entre los dedos; y no tenía amigos, a diferencia de lo que parecía lógico en un ex agente pontificio convertido en policía, en un trasteverino pasado a la Policía de la corte piamontesa, un enemigo de los camorristas, de los proxenetas, de los chulos, de los navajeros con estómago…, a fin de cuentas, de los personajes más admirados por los romanos.
La noche anterior, nada más acabar la interminable reunión con Panicacci, con los huesos rotos tras la jornada al fresco del campo romano y con los nervios agotados por la tensión que tan pronto le impelía a hacerse con la investigación de la Morte Desolata como a poner tierra de por medio, había decidido dedicarse un poco a su «vejiga»: ¡se iba a enterar, el Toscano!
Así que distribuyó el informe y las fotografías sobre la mesa de la
trattoria
cerca de su casa, donde hacía años que comía a precio fijo sin que nadie le dirigiera nunca la palabra, algo que él apreciaba más aún que la comida, y empezó a pensar en todo aquello mientras se bebía su cuarto de vino diario.
La mujer tenía unos cincuenta años, pero en vida debía de parecer mucho mayor. El cuerpo presentaba indicios de varios golpes asestados con violencia, y el forense consideraba probable que fueran consecuencia de una brutal paliza, de una pelea furibunda. La nariz estaba hundida, más que rota, y aquello no era obra ni del Tíber ni de los peces, sino de alguien muy cabreado y muy violento. Posteriormente habían tirado a la mujer al Tíber, donde el tiempo, los peces y las ratas habían dejado poco que examinar. Probablemente las algas de la nariz llevaban una semana creciendo: el informe afirmaba que, dado que había sido recuperada del río el 1 de noviembre, lunes, probablemente habría sido asesinada el lunes anterior. Por último destacaba la presencia de una cuerda atada al tobillo: probablemente le habrían atado un peso para que se hundiera.
Quadraccia sacudió la cabeza, mientras leía todas las posibilidades y probabilidades que el matasanos de turno había diseminado por el informe, como si todas las certezas de la profesión médica se hubieran podrido en el Tíber junto a la carne de la muerta. No era ningún regalo, pensaba mientras comía habas con salchichas frente a las fotografías del cadáver, apoyadas en el bocal de vino. Realmente aquello no era ningún regalo. Una vieja, quizás una vagabunda, seguramente mal vestida, una por la que nadie hasta entonces se había preocupado, asesinada a golpes y tirada al río con una piedra atada al tobillo.
Una investigación miserable, aburrida: y Panicacci, naturalmente, se la había asignado a Quadraccia. Y Quadraccia —también naturalmente— la había aceptado y la resolvería. Lo suyo era sobre todo la basura, todas las investigaciones que nunca le darían problemas al superintendente. Si no hubiera sido por una emergencia —que, por otra parte, estaba toda en la mente retorcida del Toscano—, Quadraccia no se habría encontrado implicado en el asunto Morte Desolata-Tremolaterra-pollero, y no le habrían liado otra vez, no: él no se habría metido en aquel asunto por voluntad propia. ¡Ya sabía él porqué! Pero ahora ya estaba metido y se iban a enterar de si sólo servía para remover la basura…
En cualquier caso ahora tocaba dedicarse a la «vejiga». Era un asunto que podía despachar en ratos libres, se trataba de rastrear entre el fango en busca de alguna pista. No era ningún regalo, pero tampoco era para tirarse de los pelos.
Salió de la
trattoria
con un palillo en la boca, dejando tras de sí suspiros de alivio, pues nadie había tenido el valor de pedirle que quitara de la mesa aquellas asquerosas fotografías, y él no se había dado cuenta siquiera de que todas las mesas a su alrededor se habían quedado vacías y que los parroquianos estaban todos concentrados en el otro extremo del local.
Con aquel palillo, en realidad Quadraccia se hurgaba la mente y había dado con una idea no muy original, pero que podía dar sus frutos, y que puso en práctica aquella misma tarde, cuando se presentó en casa de algunos periodistas y les dio el soplo, mientras ellos miraban, asqueados, el palillo que se hundía entre los dientes amarillentos del inspector.
Al día siguiente, en cuanto oyó a los vendedores voceando los periódicos por los callejones, comprendió que la idea no funcionaría. Mientras se dirigía a buscar al pollero para un nuevo interrogatorio, los vendedores seguían repitiendo el nombre de Bellacuccia y de Doble W, y voceando el asesinato del niño a voz en grito. Efectivamente, los periódicos habían publicado la noticia de que el cadáver de Ripa Grande había sido apaleado antes, que era de una mujer de unos sesenta años, quizá de una vagabunda, pero nadie voceaba la noticia, así que poquísima gente llegaría a enterarse.