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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantasía

LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora (35 page)

BOOK: LA PUERTA DEL CAOS - TOMO II: La usurpadora
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—Éste es el emisario de la usurpadora, señora. El Sumo Iniciado nos ordenó que lo encerráramos en una de las bodegas.

—¿Que hizo qué? ¿No sabéis cómo se llama este hombre? ¿No sabéis quién es?

El adepto pareció desconcertado.

—No, señora; tan sólo que es el embajador de…

—¡Claro que no es el embajador de la usurpadora! —La voz de Karuth se impuso a la del adepto, interrumpiéndolo—. Éste es Strann; uno de nuestros bardos más famosos, ¡y Maestro de mi mismo Gremio de Músicos!

—Pero, señora, él es el emisario —insistió en vano el adepto—. Él mismo lo reconoce.

Karuth se quedó mirando a Strann, de repente confundida.

—Strann, ¿a qué se refieren? ¡Debe tratarse de un error!

Strann respiró hondo.

—No es ningún error, dama Karuth. La hechicera me envió aquí como embajador suyo, pero eso no es más que el principio de una larga y desagradable historia. —Miró de reojo a sus captores—. Intenté explicárselo al Sumo Iniciado, pero no estaba de humor para escuchar.

La boca de Karuth hizo un gesto mohíno.

—Entiendo. —Detrás de ella, la comadrona escuchaba absorta e interesada; Karuth se volvió y le dijo con amabilidad pero con firmeza—: Ve al comedor sin mí, Shuanye. Puede que me retrase un tanto. —A regañadientes la mujer los dejó, y mientras se perdía de vista, Karuth volvió a concentrarse en los adeptos—. Soltadlo —ordenó.

La miraron consternados.

—Señora, el Sumo Iniciado ordenó…

—Por los dioses, hombre, ¿es que eres completamente estúpido? Está empapado y tiembla como un perro en medio de una tormenta. ¡Si lo lleváis a los sótanos en este estado, es probable que mañana a estas horas esté muerto! Como médico del Castillo no permitiré tan bárbara indiferencia con respecto a su salud. Cortad sus ataduras. Yo me haré cargo de él. ¡Y si el Sumo Iniciado tiene algo que decir, que hable conmigo!

Con cierta timidez, los adeptos cedieron. Karuth los observó con severidad mientras cortaban las cuerdas que sujetaban las muñecas de Strann; luego los despidió, impidiéndoles cualquier otra protesta que hubieran querido hacer con una terrible mirada de advertencia. Cuando se alejaron apresuradamente, por fin se dirigió a Strann.

—Sospecho —dijo con cierta ironía— que tienes una larga historia que contar. Pero lo primero es encontrarte una muda de ropa y una bebida caliente y reconstituyente. Ven conmigo.

Echó a andar por el corredor, pero Strann se quedó atrás. El tono de voz de Karuth lo inquietaba; parecía distante, cautelosa, casi hostil. No había esperado aquello y dijo en tono vacilante:

—Dama Karuth…

Karuth se volvió.

—¿Qué pasa? —Sí, estaba en lo cierto: no confiaba en él; lo vio reflejado en sus ojos y le dolió, le dolió sobremanera.

—¿No creeréis que soy un traidor? —dijo en vano—. No vos. Desde luego, no podéis creer que…

Ella vaciló. Todavía no se había recuperado totalmente de la impresión de verlo allí en el Castillo y de enterarse del motivo de su presencia, y los sentimientos que aquel encuentro inesperado habían despertado en ella eran contradictorios e inciertos.

—No lo sé, Strann —reconoció al cabo—. Rezo y espero que no lo seas, pero no puedo estar segura. —Un músculo se disparó de forma espasmódica en su mandíbula—. Ordené que te soltaran porque es mi deber de médico proteger tu salud y… supongo que también en recuerdo de los viejos tiempos. Pero no des por sentado que esté de tu parte. Por lo que sé, podría estar cometiendo el mayor error de mi vida.

Siguió andando y dejó que Strann la siguiera.

Capítulo XVIII

S
anquar alzó la vista cuando Karuth entró en la enfermería, y sonrió.

—¿Ya se ha terminado?

—Sí, y el niño nació bien, gracias sean dadas. Pero tengo un nuevo paciente que atender. —Karuth se apartó y dejó que su ayudante viera a Strann, que estaba detrás de ella.

Si el aspecto desaliñado del recién llegado sorprendió a Sanquar, éste lo disimuló bien, puesto que se limitó a hacer una pequeña reverencia formal. Karuth atravesó la habitación e hizo señas a Strann de que la siguiera.

—Lo primero es darle una muda de ropa. Ambos tenéis la misma altura y constitución parecida; ¿podrías prestarle algo que le vaya bien?

—Claro. —Sanquar volvió a mirar a Strann de arriba abajo, esta vez con curiosidad más franca—. Iré a mis habitaciones a ver qué puedo encontrar.

Dejó la habitación, y Karuth se dirigió al más grande de los armarios de la enfermería. Estaba de espaldas a Strann, y éste advirtió que tenía los hombros tensos. La observó con inquietud. Quería contarle su historia, pero no sabía por dónde empezar. Cualquier enfoque que se le ocurría, parecía demasiado insincero y con probabilidades de aumentar su desconfianza en vez de disminuirla; por una vez, sus habilidades de bardo no le servían de nada.

Karuth sacó un montón de toallas del armario y cerró la puerta con un golpe que hizo que Strann diera un respingo.

—Ven aquí y siéntate —dijo con brusquedad, cruzando la habitación hasta el hogar donde ardía del fuego—. Las pondré a calentar y cuando vuelva Sanquar podrás quitarte esas ropas mojadas. —En silencio hizo lo que ella decía, y Karuth se acercó a una mesa junto a la ventana—. Te daré una copa de vino con unas gotas de reconstituyente.

—Gracias —repuso Strann con voz apagada, y se quedó mirando las llamas. Se sentía desnudo. Había cedido ante el desprecio de Tirand, se había encogido ante la hostilidad de la Matriarca, pero su enemistad era lo menos que podía haber esperado de ellos. Con Karuth supuso que sería distinto, y la condena implícita en su voz y en su actitud era como un pico de hierro clavado en su alma. Ante cualquier otra persona podría haber disimulado o aparentado para ganar su comprensión, y confiado en sus poderes de engaño para convencerla. Pero no podía intentar semejante método con ella. La respetaba demasiado, y aquello no hacía sino aumentar su vergüenza.

Ella volvió y le ofreció una copa llena a rebosar. Sin pensar, Strann intentó cogerla con su mano derecha enguantada y cuando recordó, la cogió apresuradamente con la izquierda.

—Gracias —dijo de nuevo, y bebió sin ganas.

Karuth lo miró, y de pronto su carácter abierto y los viejos recuerdos de su feliz encuentro anterior salieron a la superficie, rompiendo las barreras de la sospecha y el recelo.

—¡Oh, Strann, apenas puedo creer que te vea en semejante estado! —Se agachó ante él y, como una madre ante un niño triste y desaliñado, le desató el cierre de la capa y lo ayudó a quitársela—. Estás delgado, estás pálido, tienes mal aspecto… ¿Cuándo comiste por última vez?

Él se encogió de hombros, en un gesto incómodo; no había tenido mucho estómago para tomar alimentos durante su viaje.

—No estoy seguro. Ayer por la mañana, creo.

—Entonces eso hay que arreglarlo.

—No. —Habló con mayor brusquedad de lo que deseaba, e hizo un gesto pidiendo disculpas—. Gracias, pero no tengo hambre.

El instinto profesional de Karuth le dijo que allí había bastante más de lo que a primera vista parecía.

—Bueno, ya nos ocuparemos de eso más tarde. —Cogió la capa y la dobló—. Quítate las botas y los guantes. Deben de estar empapados; al menos puedes secarte las manos y los pies mientras esperamos a Sanquar.

Strann dejó la copa de vino y con una mano se quitó las botas. Ella las recogió.

—Las pondré a secar. Y los guantes, si me los das.

—No —contestó Strann con timidez—. No, ya está bien; me los dejaré puestos un poco más. Todavía tengo las manos frías.

—¡No me extraña si las tienes cubiertas con esos guantes empapados! —Karuth se interrumpió al ver su expresión—. Strann, ¿qué pasa? ¿Qué es lo que ocurre?

—Nada. —Un sudor helado bañaba el rostro y el torso de Strann. No quería que ella descubriera la verdad, no quería que sus ojos lo vieran—. Estoy bien.

De pronto, Karuth extendió el brazo y le cogió la mano izquierda. Él se puso muy tenso, y Karuth lo miró con fijeza.

—¿Qué es lo que va mal? —le preguntó.

Strann se dispuso a dar una negativa más, pero se dio cuenta de que no tenía sentido. Ella ya sospechaba algo; no se le había escapado su error con la copa de vino o el hecho de que sólo había empleado una mano para quitarse las botas. Lo había mantenido oculto ante el mundo, con la esperanza de que al hacerlo también se lo ocultaría a sí mismo y no tendría que afrontar lo que para él significaba; pero ahora que se encontraba en el Castillo, eso no podía seguir así. Sencillamente, no era factible.

—Muy bien —dijo en voz baja, soltando su mano suavemente de la de Karuth. Se sacó el guantelete de la mano izquierda con los dientes. Karuth frunció el entrecejo.

—¿Qué le pasa a tus…?

Strann se quitó el guante derecho. Hubo un momento de silencio.

—¡Yandros…! —Karuth se levantó y, llevándose a la boca un puño apretado, se dio la vuelta. Su pecho subía y bajaba alteradamente; luego volvió a mirar a Strann.

—¿Quién lo hizo? —Su tono de voz era furioso.

—Ygorla. —Strann cogió la copa y bebió un buen trago—. Es su seguro contra cualquier idea que yo pudiera abrigar de serle desleal.

—Pero tu música… —Las palabras se atascaron en la garganta de Karuth, que no pudo terminar la frase.

—Por favor —dijo él—, no me lo recuerdes. Lo sé.

Ella recobró la compostura con dificultad.

—¿Cómo te lo hizo?

—Con fuego —explicó Strann—. Claro que no con un fuego natural. Eso habría sido demasiado sencillo; las torturas sencillas no la divierten demasiado. —Giró la muñeca, observando el feo destrozo con frío distanciamiento—. Supongo que he de dar las gracias porque ya no me duela. Al menos, físicamente.

Ella se inclinó hacia él con rapidez.

—Déjame que la examine. Podría ser que…

—No. —Él retiró el destrozado muñón antes de que pudiera terminar—. No tiene sentido, mi dama; ningún médico mortal podría curar este daño.

—No puedes estar seguro.

—Oh, sí. Ella misma me dijo que era la única con el poder de curarlo, y por una vez le creo. —Alzó la vista, y la mano que sostenía la copa temblaba ligeramente—. No creo que ni vos ni el Sumo Iniciado ni nadie del Círculo tenga alguna idea de hasta dónde llega el poder de Ygorla.

Karuth bajó la mirada.

—Hemos visto algo, pero nada parecido a esto. —Entonces, de pronto, centró la atención de nuevo en su rostro, con los ojos ardiendo de ira—. Strann, ¿cómo llegaste a meterte en semejante lío, por los catorce dioses? No puedo creer que seas un traidor, no importa lo que haya dicho antes, pero estar al servició de la usurpadora, como embajador suyo, después de lo que te ha hecho… ¡No lo comprendo!

Strann suspiró. Irónicamente, la mano destrozada había conseguido lo que nunca habrían podido lograr las palabras. La visión de la mano había vencido la hostilidad de Karuth, y ahora tenía esa oportunidad esencial de contar su historia a alguien que la comprendiera. Pocas dudas tenía de que podía convencerla de su sinceridad, pensó con amargura. Al menos, Ygorla había hecho eso por él.

—Es una historia larga y aburrida —dijo—. Por el momento diré que tuve que elegir simplemente entre morir rápida y desagradablemente o engatusar a su corte y ganar su favor. Pero os diré una cosa: no es sólo una amenaza para el mundo de los mortales, sino también para los dominios de los dioses. Y especialmente para el dominio del Caos.

—¿Para el Caos? —Karuth se quedó parada—. ¿Qué quieres decir?

Strann tomó aliento. Ya había perdido bastante tiempo desde su llegada; tenía que explicarse con concisión, pero con exactitud; y ella tendría que hacer, a su vez, que su hermano escuchara. Con inmenso alivio se dio cuenta de que el vino que había bebido comenzaba a expulsar el aturdimiento que el frío y la tristeza le habían causado. Tenía la cabeza más despejada, la mente más alerta y la urgencia de la situación adquiría relieve una vez más.

—Karuth —dijo, dejando de lado el título formal por primera vez—, la usurpadora cree que usaré mis habilidades de bardo y de diplomático para convencer al Círculo de que le abra las puertas. Pero no soy su fiel servidor, ni su esclavo, ni su rata mascota, como le gusta llamarme. Tengo un propósito distinto…, un mensaje que entregar. —La miró con dureza—. De Yandros.

—¿Qué?

—Sé que cuesta creerlo. A veces casi no consigo creerlo yo mismo, pero te juro por lo poco sagrado que queda en este mundo que es la verdad. He estado tan cerca de Yandros como de ti sentada aquí ahora, y he hablado con él. Soy su embajador, no el embajador de Ygorla.

Las manos de Karuth comenzaron a temblar.

—Strann, no entiendo esto. ¿Cómo entró Yandros en contacto contigo?

Strann sonrió sin ninguna alegría.

—Esto te costará aún más aceptarlo. Realicé un ritual, de manera muy inepta, para pedirle ayuda, y me respondió.

Karuth soltó un juramento por lo bajo, se puso en pie y echó a andar por la habitación.

—¿Respondió…? ¿Se presentó ante ti, así sin más?

—Sí.

Ella reprimió un sonido extraño que tanto podría haber sido un gruñido como una carcajada; luego, de repente, se serenó y volvió a encararse con Strann.

—Pero esta hechicera también es sierva de Yandros, ¿no es verdad? Nos han contado que la Estrella de Siete Puntas flota sobre el palacio de la Isla de Verano, y sabemos que se hace llamar «Hija del Caos».

—Si es fiel a Yandros, entonces yo soy Sumo Iniciado —replicó Strann con rencor—. Puede que haya nacido del Caos, pero no obedece a sus dioses.

—¿Nacida del Caos? ¿Qué quieres decir?

Strann se sorprendió.

—Sólo es semihumana; su padre es un demonio del Caos. ¿No lo sabías?

—No —repuso Karuth en voz baja. Ailind no había dicho nada de eso…—. No, no lo sabíamos.

—Yandros me contó que se llama Narid-na-Gost. Es una entidad menor, pero para los baremos humanos tiene un enorme poder. Huyó del dominio del Caos y se refugió con su hija en nuestro mundo y es su mano, no la de Yandros, la que está detrás de su subida al poder.

Karuth lo miró mientras comprendía todo. Claro, claro, tenía sentido… Todas las antiguas adivinanzas: el misterio en torno a la concepción de Ygorla, la muerte repentina de su madre y la extraña intuición de Keridil Toln respecto a la niña, y luego el terrible asesinato de su tía abuela, la vieja Matriarca, y la desaparición de Ygorla, al parecer sin dejar rastro. La mano invisible de un progenitor demoníaco. Todo encajaba.

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