—No —se apresuró a tranquilizarlo Strann—. Tiene mi palabra. Y le pido disculpas —hizo un gesto en dirección al castillo de proa— por hablar fuera de lugar. —Hizo una pausa—. Aunque no veo qué diferencia significará mi silencio o el suyo. Dentro de muy poco verán la verdad por sí mismos.
—Puede que así sea. Pero entonces estaremos echando el ancla y no habrá oportunidad de dar marcha atrás. Los hombres están agotados, y no voy a intentar un viaje de regreso a Shu-Nhadek en este estado. Tengo intención de arribar a puerto y no quiero discusiones respecto a ello. Sea lo que fuere lo que nos aguarda, no será una amenaza mayor que intentar volver con este barco al continente sin hacer reparaciones.
Strann asintió.
—Lo entiendo. Y aun siendo un cobarde que sólo busca su propia seguridad, entiendo que es la única cosa razonable que puede hacerse.
—¿Razonable? —Fyne lo miró con fijeza— «Cuerda» sería una palabra más adecuada, con la cantidad de daños que hemos sufrido, y eso es otra cosa de la que no quiero que vaya hablando por ahí.
—Puede contar con ello.
El capitán lo miró unos segundos más, como si intentara decidir si Strann era o no de fiar en cuestión de silencio. Después, bruscamente, hizo un gesto de asentimiento.
—Bien, entonces. Hay trabajo que hacer, y no voy a dejarlo todo en manos de mis subordinados. Llegaremos a tierra en media hora más o menos, como dije; entonces sabremos a qué atenernos.
Se alejó, dejando a Strann solo y francamente insatisfecho.
A pesar de las esperanzas de Fyne, cuando el
Pescador de Nubes
se acercó al puerto fue imposible evitar que los pasajeros advirtieran que algo estaba mal en la Isla de Verano. Una palabra fortuita por parte de un marinero descuidado, vista aguda y mentes despiertas entre los pasajeros, y el estado de alta tensión que ya había a bordo, todo eso se aunó y cuando el barco hizo una guiñada en dirección hacia los brazos gemelos del rompeolas del puerto, su proa estaba llena de gente que miraba con ansiedad en dirección a tierra. Strann estaba entre ellos, aunque no mostraba demasiado interés en abrirse paso a codazos hasta la borda para ver mejor. Y cuando comenzaron los murmullos, que rápidamente se transformaron en gritos, primero de pena y luego de alarma, sintió que el horror reptaba por la boca de su estómago.
—En el nombre de los dioses, ¿qué es eso?
—Nunca había visto nada…
—¿Qué es?
—¡Aeoris! Mirad allí, ¡mirad!
—¡Allí! ¡Allí hay más!
—Están todos…
—Atrás, damas y caballeros. —Fyne se metió en medio de la gente—. Apártense, por favor. —Su voz era firme, pero sus ojos traicionaban lo que sentía y el miedo que no quería demostrar. Tres tripulantes lo seguían, apartando con amabilidad, pero con firmeza, a los pasajeros de la borda, y lentamente el apiñamiento comenzó a desvanecerse. Fyne lanzó una rápida mirada a uno de los marineros y luego habló con calma.
—Llévalos abajo, y convéncelos de que permanecer ahí será lo mejor para ellos.
—Sí, señor. —Los pasajeros comenzaron a marcharse, y por primera vez Strann pudo ver con claridad la escena ante la proa del
Pescador de Nubes
.
El puerto no estaba vacío del todo. Había un único barco amarrado en el muelle principal, que se mecía suavemente sobre las aguas. El bajel —de un diseño que Strann jamás había visto— era negro desde la proa a la popa, casco negro, negros mástiles, velas negras que colgaban de manera antinatural, inmóviles como alas de un cuervo en reposo. En la proa no llevaba mascarón, ni tampoco tenía placa con un nombre. Parecía completamente abandonado.
Y entonces Strann vio que, al contrario de lo percibido en una primera impresión, había gente en el muelle. O al menos, hombres. Con la momentánea y abrumadora claridad que el trauma dio a sus sentidos, se dio cuenta de que debían de ser un centenar o más, algunos con la vestimenta de los marineros, los estibadores o los funcionarios del puerto, otros con el llamativo uniforme de la guardia personal del Alto Margrave. Un centenar o más, que yacían en los muelles y en la parte frontal del puerto, en una sangrienta carnicería de cuerpos retorcidos, sin que se viera entre ellos un solo superviviente.
E
l primer oficial puso una espada en la poco dispuesta mano de Strann y le dijo que dejara de protestar y no la soltara. Strann no quería tenerla, pues no poseía ninguna habilidad con las armas; nunca hasta entonces había manejado nada más letal que un cuchillo de hoja corta, y no deseaba afrontar la responsabilidad de esgrimir aquella hoja pesada y engorrosa. Pero la orden de Fyne Cais Haslo no admitía réplica: todo hombre o mujer capaz para quien hubiera un arma disponible, debía armarse, sin excepciones. Fyne, con la mirada dura y bajo un gélido autocontrol, se había dirigido a todo el grupo reunido para anunciar que, como no quería correr el riesgo de hacer zarpar de nuevo al
Pescador de Nubes
, dañado por la tormenta, debían afrontar los horrores de lo que habían descubierto y emprender acciones inmediatas para descubrir qué había sucedido y averiguar si corrían algún peligro. La tripulación y los pasajeros se dividirían en dos grupos: uno se quedaría vigilando el barco y el otro se dirigiría hacia el palacio del Alto Margrave.
Strann era muy reacio a ser incluido en el grupo de exploración, pero su orgullo, y la certeza de que nada conseguiría quejándose, le impidieron decirlo. Sin embargo, hubo una breve pelea con el oficial respecto a qué hacer con su manzón. El oficial argüía que el voluminoso petate entorpecería a Strann y que, por lo tanto, haría más lento el avance de todo el grupo, pero aquél era un tema en el que Strann no estaba dispuesto a ceder. El manzón iría a donde él fuese, afirmó sin ambages, y no había nada más que hablar. Al final se impuso su tozudez y, mientras cargaba a sus espaldas el bulto extra, intentó animarse con la idea de que, al menos, se alejaría de la espeluznante escena del puerto y del hedor de la carne humana pudriéndose. Fyne y uno de los pasajeros, un médico de Perspectiva, habían arriesgado sus estómagos y examinado algunos muertos, y el médico dedujo que debían de haber sido inmolados como mínimo un día antes de la llegada del
Pescador de Nubes
. Que empleara la palabra «inmolados» no era una exageración: las víctimas de aquella hecatombe habían muerto de manera horrible, sus cuerpos desgarrados y mutilados con heridas que el médico declaró no haber visto nunca en sus veinte años de práctica. No, no podía decir qué había producido aquellas heridas. Pero se jugaba su reputación a que no habían sido hechas con espadas o armas blancas corrientes.
El saber aquello no fue precisamente una ayuda para la vacilante confianza de Strann cuando el grupo de tierra emprendió la marcha, con Fyne a la cabeza. El palacio del Alto Margrave se encontraba unos tres kilómetros tierra adentro, resguardado de los vientos marinos predominantes por una cadena de colinas bajas. No avistarían el palacio hasta que se encontraran a menos de un kilómetro de sus puertas, y Strann sospechó que sus compañeros se veían acosados por la misma especulación que lo asaltaba a él. ¿Qué encontrarían en el palacio? ¿Qué les aguardaba al socaire de aquellas colinas?
Echaron a andar en severo silencio. Todos se habían dado cuenta, pero ninguno quería ser el primero en decirlo en voz alta, de que hasta donde alcanzaba la vista no se veía ni un alma. Unos cuantos venados pastaban a lo lejos, y de vez en cuando volaba sobre sus cabezas una solitaria gaviota, pero no se veían signos de vida humana. Strann, que luchaba por agarrar bien la sudada empuñadura de su espada prestada, no dejaba de mirar nervioso a un lado y a otro e intentaba no hacer caso de la tensión que le retorcía el estómago, mientras que su fértil imaginación se desmandaba. Primero su premonición en Shu-Nhadek, después la tormenta antinatural, ahora aquello. Dioses, ¿hacia dónde se dirigían él y sus compañeros? Deberían dar la vuelta. No importaban los daños del
Pescador de Nubes
: debían abandonar aquella isla, huir…
—¡Capitán! —El repentino grito hizo que Strann, asustado, diera un respingo y dejara caer la espada. Al inclinarse a recogerla escuchó a Fyne maldecir en voz baja; luego otras voces se le unieron, y cuando se enderezó y miró, vio lo que había llamado la atención de sus compañeros.
Estaban subiendo por la suave pendiente de la colina que ocultaba el palacio de la Isla de Verano y se encontraban quizás a unos treinta metros de la cima. Por encima de ésta había aparecido una luz. No era la luz del sol, porque, incluso sin la densa capa de nubes, a aquella hora el sol ya debería haberse movido lejos hacia el oeste. Además, el sol no latía con un sobrenatural arco iris de colores oscuros, ámbar, verde, carmesí, índigo…
Uno de los marineros miró a Fyne pidiendo permiso y, esgrimiendo un alfanje en una mano y una pesada vara en la otra, se apresuró a adelantarse al grupo. Al alcanzar la cima, vaciló un instante; luego se volvió e hizo agitadas señales.
—¡Señor, aquí arriba! ¡Deprisa!
Fyne echó a correr, seguido por los demás, con Strann un tanto retrasado. Alcanzaron la cima, y todo el grupo quedó en silencio, observando aturdido.
Ante ellos se alzaba el palacio del Alto Margrave, rodeado por la enorme y verde extensión de sus jardines y parques. Las murallas exteriores del elegante y antiguo edificio estaban recubiertas de cuarzo, y las incontables facetas del cuarzo resplandecían bajo un brillo infernal, de forma que todo el palacio parecía palpitar como un gigantesco corazón. La fuente de luz flotaba, suspendida en el aire, por encima de la más alta de las torres. Lanzando sus rayos desde un núcleo oscuro con un ritmo implacable, creciendo y desvaneciéndose, creciendo y desvaneciéndose, se veía una monstruosa estrella de siete puntas, el emblema del Caos.
Alguien de entre el grupo gimió débilmente. Dos o tres más cayeron de rodillas, haciendo el signo de reverencia a los dioses con los dedos separados, y el capitán Fyne comenzó a maldecir en voz muy baja pero con gran énfasis. La mirada de Strann se cruzó con la del marino que había sido el primero en ver el terrible fenómeno. El hombre había parecido paralizado, pero el contacto con otra mirada humana rompió el hechizo que lo atenazaba. Su mandíbula se movió espasmódicamente durante unos segundos antes de recuperar la coherencia.
—Es obra de ellos —dijo temblando; la luz de la pulsante estrella se reflejaba con frialdad en la temblorosa hoja del alfanje que empuñaba—. Todo esto… y la carnicería del puerto… ¡Es el Caos! Dulce Aeoris, ¿qué vamos a hacer, qué podemos…?
—¡Silencio! —Fyne recobró la compostura, y sus palabras interrumpieron secamente la histeria del tripulante, evitando que fuera presa de un ataque de pánico. El capitán se volvió para encararse con el grupo, su figura grotescamente nimbada por el oscuro resplandor, y extendió las manos con las palmas hacia abajo en un gesto tranquilizador.
—Por favor, ¡callad todos!
La creciente marea de murmullos y exclamaciones comenzó a ceder y al cabo de unos instantes se produjo el silencio. La estrella seguía latiendo ominosa. Fyne tragó saliva.
—El emblema del Caos flota sobre el palacio. Es una visión impresionante, pero no nos amenaza. ¿Me comprendéis? Todos somos sinceros servidores de los catorce dioses, ¿por qué habríamos de temer el símbolo de Yandros? —Su mirada pasó con rapidez de un rostro a otro; era consciente, al igual que Strann, de que su autoridad pendía de un hilo, y era también consciente de la necesidad de mantener el control del grupo.
»Podría pensarse —prosiguió Fyne— que el palacio está bajo la protección del Caos y, por lo tanto, podemos considerarlo un refugio seguro. Os lo garantizo: allí no nos espera ningún peligro. —Lanzó una dura mirada al marinero asustado, quien no tuvo el coraje de mirarlo a la cara—. No tenemos nada que temer de las fuerzas del Caos, y quisiera recordaros que todos los que dejamos vigilando el barco esperan que les llevemos ayuda. Debemos ir directamente al palacio, sin más dilaciones.
Fue como contemplar un rebaño de animales siguiendo al pastor. Las cabezas asintieron; la inseguridad se transformó en acuerdo agradecido; incluso el marinero asustado se encogió de hombros y capituló. Aliviado, Fyne se volvió, dispuesto a ponerse a la cabeza del grupo y descender la colina.
Y de repente, y sin ninguna premeditación, Strann dijo:
—No.
Fyne se paró y miró hacia atrás.
—¿Qué?
—He dicho no. —Una gélida y desagradable sensación recorrió la piel de Strann al mirar a Fyne a los ojos y comprender que éste estaba a punto de desafiarlo a que se justificara. No podía. No tenía argumentos lógicos que exponer, ninguna prueba que mostrar; tan sólo un feo e implacable presentimiento de peligro.
»No voy a ir al palacio —declaró, y la voz le tembló a pesar de los esfuerzos para mantenerla en un equilibrio firme—. Y si tiene usted una pizca de sentido común, Fyne, impedirá a los demás que vayan. Dé la vuelta. Por los dioses, dé la vuelta.
—No sea idiota, Strann. —Era evidente que Fyne estaba irritado, pero su ira se veía frenada por algo que percibía en la mirada de Strann y habló de manera más moderada de lo que lo hubiera hecho en otras circunstancias—. Es el símbolo del Caos lo que flota sobre el palacio. ¡Estamos más seguros aquí que en el puerto!
—No lo estamos. Y si esa estrella tiene algo que ver con los dioses del Caos, entonces yo soy el hijo desaparecido del Margrave de Perspectiva.
Fyne comenzó a perder los estribos ante lo que consideraba una frivolidad.
—¡No sea ridículo, hombre! ¡No sabe de lo que está hablando y está rozando la blasfemia!
—No creo estar haciéndolo —replicó llanamente Strann. La sensación de frío se había intensificado repentinamente—. No sé por qué me siento así; sólo sé que es la verdad. Estoy asustado, Fyne. Estoy muerto de miedo, de verdad. Creo que deberíamos salir de aquí antes de que ocurra algo que nos lo impida.
Una o dos personas del grupo comenzaron a murmurar algo parecido a un asentimiento, y Fyne se dio cuenta de que, si no actuaba con rapidez, el estado de ánimo del grupo volvería a inclinarse peligrosamente hacia el pánico.
—¡No va a pasar nada! —exclamó furioso—. Maldita sea, hombre, ¿de qué está usted hecho? ¿De carne y hueso o de meadas y aire? Puede que no tenga agallas para encarar el símbolo de los dioses, pero, por Yandros y Aeoris, ¡es usted el único que no es capaz! Haga lo que quiera; siéntese aquí a hacer collarcillos de margaritas si es eso para lo único que sirve, pero los demás vamos a…