El color abandonó el rostro de Karuth, e Ygorla volvió a reír.
—Oh, sí. Mi querido y fiel Calvi tenía razón, ¿no es así? ¡Amas a la ratita, desde su nariz bigotuda a la punta de su rabo!
—¿Calvi? —Sin entender, Karuth lanzó una rápida mirada al joven, que seguía con su actitud indiferente detrás de la usurpadora. La boca comenzó a temblarle—. ¿Nos has traicionado? Pero ¿cómo ibas a…?
Su voz se apagó al cruzarse su mirada con la de Calvi. La profundidad del desdeñoso resentimiento en los ojos del joven la estremeció hasta los huesos.
—Deberíais poner más cuidado con los lugares en que tú y tu hermano concertáis vuestras citas secretas, Karuth Piadar —dijo él con malicia—. Ni siquiera cerrasteis la puerta de la biblioteca. Muy estúpido por vuestra parte. Claro que vuestra perdición es nuestro triunfo, te lo aseguro —añadió con una sonrisa—. Disfrutaré viéndoos sufrir a todos por vuestra estupidez.
Siguieron mirándose durante varios segundos. Entonces, con voz temblorosa, Karuth dijo con amargura:
—¿De verdad que te has convertido en esto, Calvi? ¿Una criatura sin sentido y sin compasión? ¿Te ha corrompido hasta tal punto que eres una cascara vacía? —Vio en sus ojos el deseo de venganza y aspiró con fuerza—. Me das asco. ¡Ya no mereces llamarte ser humano! —Y, en silencio, su mente lanzó una fervorosa súplica:
¡Mi señor Tarod! Si podéis escucharme, si podéis intervenir, ¡por favor, ayudadnos!
Calvi soltó una breve risa cargada de acritud.
—Tus insultos no me conmueven. —Se volvió hacia Ygorla e hizo un lacónico gesto en dirección a Karuth—. Díselo, amor mío. Dile qué queremos ¡y que lo haga! Estoy cansado de perder el tiempo con ellos.
La usurpadora sonrió y le dio una palmadita en la mano.
—No te preocupes. No perderemos más tiempo, querido. Bien, Karuth…, nuestro trato. Es bastante claro. Tengo entendido que sabes el ritual que abre la Puerta del Caos. El Parlamento de la Vía, ¿no es así como se llama?
Karuth se quedó helada.
—¿Quién te ha dicho…? —Entonces vio la expresión triunfante de Calvi y supo la respuesta.
—Querida —prosiguió Ygorla—, creo que, gracias a nuestra mutua mascota encerrada en la jaula de fuego, ya conoces mi intención; y, dado que mi amado consorte escuchó cada palabra de vuestra pequeña conspiración, podríamos evitarnos las cansinas protestas de ignorancia. —Una ceja perfecta se enarcó ligeramente—. Conoces el ritual; quiero que se lleve a cabo. De manera que a todos nos convendría que lo realizaras para mí. Porque, si no lo haces, me veré obligada a enseñarle a Strann unas cuantas lecciones. —Su expresión cambió de pronto de la dulzura a una mirada letal de depredador que sabe que tiene a la presa acorralada y atrapada sin remedio—. La elección es sencilla, querida Karuth. Obedéceme, o Strann sufrirá los tormentos que sólo yo sé infligir.
El círculo de llamas se agitó con violencia y Strann gritó:
—¡Karuth, no! No la escuches, ¡no hagas lo que quiere! ¡No lo hará!
Ygorla se miró las uñas.
—Creo que empezaré con sus ojos. Conozco un ser que tiene su hogar en los Siete Infiernos. Una criatura diminuta, pero le encantan los… digamos, los bocados más suculentos del cuerpo humano.
Karuth se dio la vuelta. Lo que dijo resultó inaudible.
—Karuth, ¡ni se te ocurra! —gritó Strann—. ¡Sería traicionar a nuestro señor Tarod y a nuestro señor Yandros! De todas formas nos matará, ocurra lo que ocurra, ¡y esto sólo empeorará mucho más las cosas!
Karuth no se atrevía a mirar a través del resplandeciente muro de llamas negras. Sólo tenía clara una cosa: haría lo que fuera con tal de salvar la vida de Strann. Pero ¿lo conseguiría? ¿Lo conseguiría?
Hizo un esfuerzo y se encaró de nuevo con Ygorla. La usurpadora sonreía otra vez, y había vuelto la dulce expresión. A Karuth se le encogió el estómago.
—Si accedo…
—¡Karuth!
No hizo caso de la nueva protesta de Strann.
—Si accedo, ¿qué garantía tengo de que no lo matarás de todos modos?
Ygorla se encogió de hombros.
—Ninguna que para ti sea válida, querida. Pero no veo motivo para no cumplir mi parte del trato. Al fin y al cabo, podríais serme de utilidad en el futuro.
Karuth se dio cuenta de que no obtendría nada más. Por muy fino que fuera el hilo de la esperanza, tenía que confiar en él. Su silenciosa súplica a Tarod, que había repetido frenéticamente, no había servido de nada. El Salón de Mármol había resultado ser demasiado seguro, demasiado protegido del mundo exterior, y el señor del Caos no podía escuchar su súplica.
—¡Karuth! —Strann volvió a llamarla a gritos—. ¡Karuth, te lo prohibo! ¡Te lo prohibo!
Por fin, ella lo miró. Al otro lado de las llamas traslúcidas, parecía un fantasma, su figura tenue e insustancial. Karuth sonrió, y en aquella sonrisa estaba todo el amor que por él sentía.
Luego dijo en voz baja a Ygorla:
—Dices que tengo una opción. Te equivocas. No hay opción, para mí no. Haré lo que pides.
N
arid-na-Gost paseaba arriba y abajo por su aguilera. De la puerta a la ventana, de la ventana a la puerta, y de vuelta a la ventana. No podía permanecer quieto ni siquiera un instante, porque, cada vez que se paraba, comenzaba de nuevo a darle vueltas la cabeza: la inquietud, el nerviosismo, la terrible certeza… y la indecisión.
Lo había visto todo desde su mirador en lo alto de la torre. El Sumo Iniciado y su hermana, juntos otra vez, acudiendo a toda prisa a una nueva cita en la biblioteca subterránea. Media hora después Strann, la rata, que seguía sus pasos… y detrás de Strann, furtivo también como una rata, con su cabello rubio característico, el arrogante cachorro que se había convertido en consorte de Ygorla. Inquieto y lleno de curiosidad, el demonio observó la puerta de la biblioteca hasta que Calvi primero y luego Tirand Lin regresaron al edificio principal del Castillo.
Narid-na-Gost no le veía la lógica, pero sus huesos le decían que aquella última agitación anunciaba algo. Entonces, tan sólo minutos después de la salida del Sumo Iniciado, aparecieron dos nuevas figuras en el patio.
Al principio, el demonio intentó convencerse de que se equivocaba. Pero sabía que sus ojos no lo engañaban; y sabía, también, al ver a su hija andar sobre la nieve con su capa de pieles reluciente echada sobre los hombros, y Calvi cogido de su brazo, que el momento que tanto temía había llegado.
De pronto, las diminutas figuras allá abajo se pararon. Narid-na-Gost vio que Ygorla se daba la vuelta y miraba a la ventana donde él permanecía agazapado observando. Y con su visión inhumana, para la que nada eran ni la distancia ni la nieve que caía, que habrían impedido la visión a unos ojos mortales, la vio esbozar una sonrisa de completo triunfo antes de alzar una mano y dedicarle un burlón saludo de despedida.
Aquel gesto sarcástico acabó de confirmar los más profundos terrores del demonio. Cómo lo había logrado no lo sabía ni le importaba; ahora la situación era demasiado crítica para que importaran los porqués. Pero lo había hecho, de eso estaba seguro. Había encontrado el modo de abrir la Puerta del Caos.
De manera que andaba arriba y abajo: ventana, puerta, ventana, puerta. La habitación de la torre se había visto reducida a una ruina de jirones y desgarrones escarlata, destruidos todos los opulentos muebles en un momento de pánico salvaje e incontrolado. Había sido, reconocía ahora Narid-na-Gost, un gesto inútil y, en la calma que siguió a la tormenta mental, intentó tomar una decisión. Sabía que sólo le quedaba una opción, una esperanza —aunque muy tenue— de salvar su pellejo. Debía renunciar a todo, a todos sus planes y ambiciones, e ir en busca de Tarod en la torre norte para suplicar la piedad del señor del Caos y ofrecerse a ayudarlo contra Ygorla. Pero dar ese paso, sabiendo que tenía todas las probabilidades de ser destruido por Tarod, o algo peor, antes de ni siquiera poder contar su historia… Narid-na-Gost no sabía si sería capaz de hacerlo. Era una tremenda ironía, después de todas las pullas que Ygorla le había lanzado, pero no estaba seguro de tener el coraje suficiente. Volvió de nuevo junto a la ventana y se paró de repente. No se veían más señales de actividad alrededor de la puerta de la biblioteca, pero había un resplandor de luz en el Castillo, que por lo demás estaba a oscuras, y procedía de la ventana del estudio del Sumo Iniciado. El demonio inhaló aire en un agudo silbido. ¿Podría ser ésa la respuesta? Tarod podía matarlo en un abrir y cerrar de ojos. Tirand Lin, en cambio, era otro asunto. Si conseguía convencer al Sumo Iniciado para que escuchara su historia, si conseguía convencerlo de que intercediera ante los dioses…
La resolución que Narid-na-Gost intentaba alcanzar llegó con una oleada de alivio. No había tiempo que perder. Se concentró en el cristal de la ventana, y la luz de sus ojos carmesíes creció por un instante hasta parecer líquido fundido. Sin hacer ningún ruido, la ventana se desintegró y el aire helado de la noche penetró, trayendo consigo remolinos de nieve. Sin hacer caso de los copos de nieve que le azotaban el rostro, el demonio se subió al antepecho y salió. Echó un vistazo al patio, a una vertiginosa distancia allá abajo, y, con movimientos de cangrejo jorobado, comenzó a bajar rápidamente por la negra pared de la torre.
—Pareces nervioso, Sumo Iniciado. ¿Hay algo que te inquiete?
La pregunta devolvió bruscamente a Tirand a la realidad, y sintió que un sudor frío le cubría el rostro. Había estado pensando en Karuth, preguntándose cuánto tardaría, esperando que no regresara antes de que pudiera deshacerse de su indeseado visitante, y, al mirar a Ailind, tuvo la terrible convicción de que la culpabilidad y el engaño estaban escritos con claridad en su rostro. Musitó con premura que nada iba mal y que sencillamente estaba cansado, y el señor del Orden sonrió de una manera que lo hizo amedrentarse de nuevo.
—Son días agotadores. Pero no me cabe duda de que encontrarás algo de alivio en un vino de tan buena cosecha —dijo, alzando la jarra que descansaba sobre la mesa, junto a él—. ¿Otra copa?
—No… No, gracias, mi señor. —Tirand se estremeció por dentro cuando vio que Ailind llenaba de nuevo su copa. ¿Qué intentaba hacer el dios? No parecía tener un verdadero motivo para ir en busca de Tirand a aquellas horas, sólo para charlar sobre cosas sin importancia y compartir un par de copas de vino; dos cosas que no iban con su carácter, porque Ailind siempre había despreciado lo primero y ni necesitaba ni deseaba lo segundo. Tirand sabía que debía de existir una razón más profunda, y temía que Ailind hubiera descubierto de alguna manera la verdad acerca del cónclave secreto de Shaill y lo que de él había salido. Si era así, ¿por qué no abandonaba aquella fría charada y dejaba que se desencadenara la inevitable tormenta?
Ailind se llevó la copa a los labios y bebió, tomándose todo el tiempo del mundo para paladear el vino apreciativamente.
—Un año particularmente bueno en Chaun Meridional —comentó en tono reflexivo—. Me pregunto qué nos deparará el verano próximo… —Se interrumpió y sus ojos se clavaron con repentina intensidad en la puerta. Sorprendido, Tirand miró y vio que el pomo se alzaba lentamente.
Karuth… Alarmado, se puso en pie, pero Ailind lo detuvo con un rápido gesto.
—Espera, Sumo Iniciado.
Tirand se volvió a sentar, con el corazón latiéndole desbocado. El pomo dejó de moverse, y, por un momento lleno de esperanza, pensó que Karuth había advertido la presencia de Ailind y se había ido. Pero entonces se escuchó un débil golpeteo, un clic, y la puerta se abrió.
Al ver aquello, Tirand saltó de la silla, con un juramento de sorpresa en los labios. Como los demás habitantes del Castillo, nunca había visto a Narid-na-Gost y, al contemplar por primera vez en el umbral la jorobada figura de piel blanca del demonio, las manos y pies como garras, y la maraña de pelo carmesí, su reacción inmediata fue pensar que se trataba de otra de las creaciones de Ygorla. Instintivamente alzó una mano en un gesto protector, con la intención de maldecir y hacer desaparecer a aquella cosa deforme; pero, antes de que pudiera hablar, Narid-na-Gost se le adelantó.
—¡Sumo Iniciado! —La voz era áspera e inhumana, pero encerraba una temible inteligencia—. Soy Narid-na-Gost, progenitor de la usurpadora, ¡y tengo que hablar contigo urgentemente!
Tirand, aturdido, se quedó mirando al demonio.
—¿Eres Narid-na-Gost…?
El demonio hizo una mueca llena de amargura.
—Si mi nombre es al menos conocido por el Círculo, eso puede ahorrarnos algo de tiempo. Y el tiempo es esencial. Yo…
—Oh, todos conocemos tu nombre, amigo mío. Algunos lo conocemos muy bien.
Narid-na-Gost siseó sobresaltado. Ailind había quedado oculto por la puerta entreabierta, pero ahora el señor del Orden se puso en pie y cruzó la habitación para pararse ante él. Sus ojos tenían una mirada venenosa, y su sonrisa era cruel.
—Me pregunto qué es lo que ha hecho que el gusano salga por fin de su agujero —dijo Ailind—. ¿No será que se encuentra en apuros?
El demonio volvió a sisear, y surgieron llamas de su lengua.
—¡No me das miedo, Orden! ¡No puedes hacerme nada!
—Cierto —reconoció Ailind—. Pero hay otros que sí, y lo harán.
—¡No! —Con un atrevimiento y una decisión que sorprendieron al dios, Narid-na-Gost cerró la puerta de golpe y se plantó con las piernas separadas, al tiempo que lanzaba una mirada furibunda a su adversario—. ¡Tengo que hablar con Tirand Lin, no con el Orden o el Caos o cualquiera de sus malditos señores supremos!
Los ojos de Ailind lanzaron un peligroso destello.
—¡Te arriesgas, demonio! Una palabra a mi primo del Caos…
Narid-na-Gost escupió una llamarada. Al ser de materia opuesta a Ailind, no consiguió tocarlo; pero la alfombra a sus pies crepitó brevemente y, antes de que el señor del Orden pudiera reaccionar, el demonio se volvió hacia Tirand.
—¡Sumo Iniciado, escúchame! —Su voz sonaba agresiva, pero Tirand creyó detectar un punto de súplica—. Si quieres a tu hermana…
—¡Gusano, cállate! —gritó Ailind.
Pero Tirand dijo con dureza:
—¡No, mi señor, quiero escucharlo!
—¿A un mentiroso, a un impostor, a un demonio del Caos? —replicó el señor del Orden con desdén—. Tirand, te ordeno…
—¡No! —Tirand nunca había usado aquel tono de voz con el dios. Pero Narid-na-Gost lo había puesto en estado de alerta, lo había empujado más allá de los límites de su arraigada obediencia. «Si quieres a tu hermana…» Y, aunque no era consciente de ello, Tirand tenía en el fondo la sensación de que Ailind no quería que supiera lo que Narid-na-Gost había venido a decirle.