—No estoy tan seguro de ello —dijo Martinsson, que parecía casi molesto por tener que llevarle la contraria.
—¿Por qué no?
—Parece que el dueño de la floristería esa nunca llegó a ir a Nairobi. Gösta Runfeldt.
Wallander seguía sin comprender qué decía Martinsson.
—Se ve que ella llamó a la agencia de viajes para saber el momento preciso en que iba a regresar. Y entonces se enteró.
—¿De qué se enteró?
—De que Gösta Runfeldt no se había presentado en el aeropuerto de Kastrup. De que no había ido a África. A pesar de tener el billete.
Wallander miraba fijamente a Martinsson.
—Así que eso significa que hay otra persona que parece que ha desaparecido —concluyó Martinsson vacilante.
Wallander no contestó.
Eran las nueve de la mañana del viernes 30 de septiembre.
A Wallander le costó dos horas darse cuenta de que Martinsson estaba en lo cierto. En el camino de regreso a Ystad, después de haberse decidido a ir solo a ver a Vanja Andersson, recordó también algo que se había dicho anteriormente, que había otra coincidencia más entre ambos casos. Holger Eriksson denunció ante la policía de Ystad que habían entrado en su casa, pero que, al parecer, no le habían robado nada. Y a Gösta Runfeldt le habían entrado en la tienda, donde tampoco parecía haber desaparecido nada. Wallander conducía hacia Ystad con una inquietud creciente en su fuero interno. El asesinato de Holger Eriksson era ya demasiado. No hacía ninguna falta otra desaparición. En todo caso, no una que revelase tener relación con Holger Eriksson. No necesitaban en absoluto otro foso con estacas afiladas. Wallander conducía a una velocidad a todas luces excesiva, como si tratase de dejar atrás una idea, la idea de que, una vez más en su vida, iba derecho al encuentro de una pesadilla. De vez en cuando pisaba el freno, como si le diera orden al coche, y a sí mismo, de calmarse y empezar a pensar con sentido común. ¿Qué es lo que había, en realidad, que indicara que Gösta Runfeldt estaba verdaderamente desaparecido? Podía haber una explicación lógica. Lo que había sucedido con Holger Eriksson no pasaba, en realidad, nunca. Y, sobre todo, no pasaba dos veces. En todo caso, no en Escania y desde luego, terminantemente, no en Ystad. Tenía que haber una explicación y esa explicación se la iba a dar Vanja Andersson.
Pero Wallander no lograba nunca convencerse. Antes de dirigirse a la floristería, paró en la comisaría. Se encontró con Ann-Britt Höglund en el pasillo y entró con ella en el comedor, donde algunos policías de tráfico de aspecto fatigado estaban sentados medio dormidos ante el paquete del almuerzo. Fueron a buscar café y se sentaron a una mesa. Wallander le contó la llamada telefónica que había recibido Martinsson y la reacción de ella fue la misma. Incredulidad. Tenía que ser una mera casualidad.
Pero Wallander le pidió a Ann-Britt Höglund que buscase una copia de la denuncia del robo que Holger Eriksson había hecho un año antes. Le dijo también que tratase de ver si existía alguna otra relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Si la había, debería encontrarse con facilidad en los ordenadores. Sabía que ella tenía muchas otras cosas que hacer. Pero era importante que hiciera eso enseguida. Era para
limpiar antes de que llegaran los invitados
. Él mismo se dio cuenta de lo desafortunada que resultaba la imagen. No entendía de dónde se la había sacado. Ella le miró inquisitiva, esperando una continuación. Pero no la hubo.
—Tenemos que darnos prisa —se limitó a decir él—. Cuanta menos energía tengamos que dedicar a comprobar que no hay ninguna relación, tanto mejor.
Tenía prisa y estaba a punto de levantarse de la mesa. Pero ella le retuvo con una pregunta.
—¿Quién puede haberlo hecho?
Wallander volvió a dejarse caer en la silla. Vio las estacas ensangrentadas ante sí. Una imagen insoportable.
—No sé —respondió—. Es algo tan sádico y macabro que no puedo imaginarme móviles normales. Si es que hay móviles normales para quitarle la vida a una persona.
—Sí que los hay —dijo ella con convicción—. Tanto tú como yo hemos sentido la furia suficiente como para imaginarnos a alguien muerto. Para algunos, las barreras normales no existen. Y matan.
—Lo que me da miedo es que todo ha tenido que estar muy bien planeado —siguió Wallander—. El que haya hecho esto se ha tomado su tiempo. También sabía al dedillo las costumbres de Holger Eriksson. Probablemente ha estudiado a fondo sus hábitos.
—Tal vez haya un punto de partida precisamente ahí —dijo ella—. Holger Eriksson no parece haber tenido amigos. Pero quien le ha matado tiene que haber estado próximo a él. De algún modo, próximo. Debe haber estado, cuando menos, junto al foso. Ha serrado los tablones. Ha tenido que ir hasta allí y ha tenido que irse de allí. Alguien puede haberle visto. O haber visto un coche que no es de por allí. La gente se fija en lo que pasa. La gente de los pueblos es como los animales en el bosque. Se fijan en nosotros. Pero nosotros no nos damos cuenta.
Wallander asintió distraído. No escuchaba con la debida atención.
—Seguiremos hablando —dijo—. Me voy a la floristería.
—Ya veremos lo que puedo encontrar —contestó ella.
Se separaron en la puerta del comedor. Al salir, Ebba le llamó para decirle que había telefoneado su padre.
—Luego —dijo Wallander desentendiéndose—. Ahora no.
—Es horroroso lo que ha pasado —suspiró Ebba.
Wallander pensó que ella parecía lamentar casi a título personal un dolor del que él fuese objeto.
—Yo le compré un coche una vez —añadió ella—. Un PV Cuatrocientos cuarenta y cuatro.
Wallander tardó un instante en comprender que ella se refería a Holger Eriksson.
—¿Sabes conducir? —preguntó luego, sorprendido—. No sabía siquiera que tuvieras permiso de conducir.
—He conducido sin cometer la menor infracción durante treinta y nueve años. Y todavía tengo el PV.
Wallander se acordó de que durante todos aquellos años había visto un PV negro muy bien cuidado en los aparcamientos de la policía y nunca se le ocurrió pensar en quién podría ser el dueño.
—Espero que hicieras un buen negocio —dijo.
—Holger Eriksson fue el que hizo un buen negocio —contestó ella con firmeza—. Pagué demasiado por el coche. Pero como lo he cuidado durante todos estos años, al final, he salido ganando. Ahora es un coche de época.
—Tengo que irme —dijo Wallander—. Pero a ver si me invitas un día a dar una vuelta en tu coche.
—No te olvides de llamar a tu padre —pidió ella.
Wallander detuvo sus pasos y reflexionó. Luego se decidió.
—Llámale tú —le dijo a Ebba—. Hazme ese favor. Llámale y explícale en lo que ando metido. Dile que yo le llamaré en cuanto pueda. Supongo que no sería nada urgente, ¿no?
—No, sólo quería hablar de Italia —replicó ella.
Wallander asintió.
—Hablaremos de Italia. Pero no ahora. Díselo de mi parte.
Wallander se fue en coche directamente a Västra Vallgatan. Aparcó de cualquier manera, subido a medias en la estrecha acera, y entró en la tienda. Había algunos clientes. Le hizo una seña a Vanja Andersson de que no tenía prisa. Al cabo de unos diez minutos la tienda estaba vacía. Vanja Andersson escribió una nota que pegó en el cristal de la puerta exterior y cerró con llave. Entraron en la pequeña oficina situada en la parte de atrás. El olor de las flores hacía que Wallander se sintiera casi mareado. Como no llevaba nada donde escribir, como era habitual en él, cogió unas cuantas tarjetas florales y comenzó a tomar notas por la parte de atrás. Había un reloj en la pared. Las once menos cinco.
—Empecemos por el principio —dijo Wallander—. Llamaste a la agencia de viajes. ¿Por qué lo hiciste?
Podía ver que ella estaba nerviosa y preocupada. En la mesa, además, había un ejemplar de la revista
Ystads Allehanda
con un gran titular sobre el asesinato de Holger Eriksson. «Eso, en todo caso, no lo sabe», pensó Wallander. «Que yo estoy aquí con la esperanza de no tener que descubrir la menor relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt».
—Gösta había apuntado en un papel cuándo iba a volver —empezó ella—. Tengo que haberlo perdido. Por mucho que lo he buscado, no he podido encontrarlo. Entonces llamé a la agencia. Me dijeron que tenía que haber viajado el día 23 pero que no se había presentado en el aeropuerto de Kastrup.
—¿Cómo se llama la agencia de viajes?
—Specialresor. Está en Malmö.
—¿Con quién hablaste?
—Con Anita Lagergren.
Wallander tomó nota.
—¿Cuándo llamaste?
Ella le dijo la hora.
—Y ¿qué más te contó Anita Lagergren?
—Que Gösta no se había ido. Que no se había presentado en la puerta de embarque de Kastrup. Llamaron al número de teléfono que él había dejado. Pero no obtuvieron respuesta y el avión despegó sin él.
—Y ¿no hicieron nada más?
—Anita Lagergren dijo que habían enviado una carta en la que decían que Gösta no podía contar con que le devolvieron nada de los costos del viaje.
Wallander notó que estaba a punto de decir algo más. Pero que se obligó a callar.
—Estabas pensando en algo —insinuó amablemente.
—El viaje era muy caro —le interrumpió ella—. Anita Lagergren me dijo el precio.
—¿Cuánto?
—Casi treinta mil coronas. Por dos semanas.
Wallander estuvo de acuerdo. El viaje era realmente muy caro. Él mismo nunca en su vida hubiera podido pensar en hacer un viaje semejante. Su padre y él, juntos, habían gastado más o menos una tercera parte de esa cantidad durante la semana que pasaron en Roma.
—No lo entiendo —murmuró ella de repente—. Gösta no haría nunca una cosa así.
Wallander siguió su rastro.
—¿Cuánto tiempo llevas trabajando para él?
—Va a hacer once años.
—Y ¿estás contenta?
—Gösta es una buena persona. Le gustan de verdad las flores. No sólo las orquídeas.
—Volveremos a eso más tarde. ¿Cómo le describirías?
Ella reflexionó.
—Una buena persona y una persona corriente. Un poco suyo. Un solitario.
Wallander pensó con malestar que ésa era una descripción que probablemente también hubiera servido para Holger Eriksson. Dejando a un lado las insinuaciones de que Holger Eriksson no había sido precisamente buena persona.
—¿No estaba casado?
—Era viudo.
—¿Tenía hijos?
—Dos. Están casados y con hijos. Ninguno de ellos vive aquí en Escania.
—¿Cuántos años tiene Gösta Runfeldt?
—Cuarenta y nueve.
Wallander miró sus notas.
—Viudo —dijo—. Entonces su mujer tenía que ser bastante joven cuando murió. ¿Fue un accidente?
—No lo sé con exactitud. Él nunca me habló de eso. Pero me parece que se ahogó.
Wallander dejó pasar la pregunta. Ya tendrían tiempo de repasarlo todo con detalle. Si es que resultaba necesario. Cosa que era lo que menos deseaba.
Wallander dejó el lápiz en la mesa. El aroma de las flores era muy intenso.
—Tú tienes que haber reflexionado —dijo—. Tienes que haber pensado durante estas últimas horas acerca de dos cosas. Una, por qué no ha ido a África. Otra, dónde puede estar si no está en Nairobi.
Vanja Andersson asintió. Wallander notó de pronto que ella tenía lágrimas en los ojos.
—Tiene que haber ocurrido algo —murmuró—. En cuanto hablé con la agencia de viajes, fui a su piso. Está aquí al lado. Tengo la llave. Tenía que regarle las plantas. Desde que creí que se había ido he estado allí dos veces. He colocado el correo en la mesa. Ahora he vuelto a ir. Pero no estaba. Y tampoco ha estado allí.
—¿Cómo lo sabes?
—Lo hubiera notado.
—¿Qué crees que ha podido pasar?
—No sé. Estaba tan contento con este viaje… Este invierno iba a terminar su libro sobre las orquídeas.
Wallander notaba que su propia inquietud iba en aumento. Una señal de alarma había empezado a ponerse en marcha en su interior. Reconocía la silenciosa alarma que a veces se disparaba.
Recogió las tarjetas florales en las que había tomado notas.
—Necesito ver el piso —le pidió—. Y tú, vuelve a abrir la tienda. Estoy seguro de que todo esto tiene una explicación natural.
Ella buscó confirmación en su cara de que decía lo que pensaba. Pero Wallander se dio cuenta de que difícilmente podría encontrarla. Cogió las llaves del piso. Estaba en la misma calle, una manzana más cerca del centro.
—Te las devuelvo cuando termine —dijo.
Cuando salió a la calle, un matrimonio mayor trataba de pasar con gran dificultad por delante de su coche, aparcado de cualquier manera. Le miraron con severidad. Pero él hizo como si nada y se fue de allí a pie.
El piso estaba en la segunda planta de una casa que a Wallander le pareció de finales de siglo. Había ascensor, pero él subió por las escaleras. Unos años antes había pensado en mudarse a un piso en una casa parecida. Ahora ya no podía explicarse esa idea. Si se deshacía de su casa de Mariagatan tenía que ser para ir a un chalet con jardín. Donde pudiera vivir Baiba. Y a lo mejor también un perro. Entró en el piso. Pensó con rapidez cuántas veces en su vida habría pisado el desconocido terreno que eran las viviendas de personas desconocidas. Se quedó pegado a la puerta y se mantuvo inmóvil. Cada piso tenía su carácter. A lo largo de los años Wallander había ido adiestrando su costumbre de escuchar el rastro de las personas que vivían allí. Fue recorriendo el piso, despacio. Era el primer paso, la mayor parte de las veces, el más importante. La primera impresión. A la que habría que volver más tarde. Aquí vivía un hombre que se llamaba Gösta Runfeldt y que una mañana a primera hora no se encontraba allí donde debía encontrarse, en el aeropuerto de Kastrup. Wallander pensó en lo que había dicho Vanja Andersson. En lo contento que estaba Gösta Runfeldt ante el viaje. Sentía que su inquietud era ya muy grande.
Después de atravesar las cuatro habitaciones y la cocina, Wallander se detuvo en el centro del cuarto de estar. Era un piso grande y luminoso. Le había producido la vaga impresión de que estaba amueblado con desinterés. La única habitación que tenía cierta personalidad era el cuarto de trabajo. Allí reinaba un caos confortable. Libros, papeles, litografías de flores, mapas. Una mesa de trabajo atestada. Un ordenador apagado. En el antepecho de la ventana, algunas fotografías. Hijos y nietos. Una foto de Gösta Runfeldt en algún lugar en un paisaje asiático, rodeado de orquídeas gigantescas. En la parte de atrás, escrito con tinta, decía que la foto estaba tomada en Birmania en 1972. Gösta Runfeldt sonreía al anónimo fotógrafo. La sonrisa amable de un hombre muy bronceado. Los colores habían empalidecido. Pero no la sonrisa de Gösta Runfeldt. Wallander devolvió la fotografía a su sitio y se puso a mirar un mapa del mundo que colgaba de la pared. Buscó con cierta dificultad dónde estaba Birmania. Luego se sentó en la silla del escritorio. Gösta Runfeldt iba a salir de viaje. Pero no llegó a hacerlo. Por lo menos no a Nairobi con el chárter de la agencia Specialresor. Wallander se levantó de la silla y fue al dormitorio. La cama estaba hecha. Una cama estrecha, de un cuerpo. En la mesilla de noche había una pila de libros. Wallander leyó los títulos. Libros de flores. El único que se diferenciaba era un libro que trataba del mercado de divisas internacional. Wallander dejó el libro donde estaba. Era otra cosa lo que buscaba. Se agachó y miró debajo de la cama. Nada. Abrió las puertas de un armario ropero. En un estante, arriba de todo, había dos maletas. Se apoyó en las puntas de los pies y las bajó. Ambas estaban vacías. Luego fue a la cocina a buscar una silla. Miró el estante superior. Ahora encontró lo que buscaba. En el piso de un hombre solo, muy raras veces falta el polvo. El piso de Gösta Runfeldt no era ninguna excepción. El borde de polvo se veía con toda claridad. Allí había habido otra maleta. Como las otras dos que había bajado eran viejas y una de ellas tenía además una cerradura rota, Wallander se figuró que era la tercera maleta la que Gösta Runfeldt había utilizado. Si es que había viajado. Si es que la maleta no estaba en algún otro sitio del piso. Dejó la chaqueta en el respaldo de una silla y abrió todos los armarios y todos los espacios en los que podía pensarse que hubiera una maleta. No encontró nada. Volvió al cuarto de trabajo. Si Gösta Runfeldt se había ido de viaje tenía que haber cogido el pasaporte. Registró los cajones del escritorio, que no estaban cerrados con llave. En uno de ellos había un viejo herbario. Wallander lo abrió. GÖSTA RUNFELDT, 1955. Ya en sus años de colegial había coleccionado plantas. Wallander contempló un aciano de cuarenta años. El color azul se mantenía, al menos como un recuerdo empalidecido. Él nunca había coleccionado plantas. Siguió buscando. No encontró ningún pasaporte. Frunció la frente. Faltaba una maleta. También el pasaporte. Tampoco encontró pasaje alguno. Abandonó el cuarto de trabajo y se sentó en una butaca en el cuarto de estar. Cambiar de asiento le ayudaba a veces a dar forma a sus pensamientos. Todo parecía indicar que Gösta Runfeldt, efectivamente, había salido del piso. Con su pasaporte, sus pasajes y su maleta.