Roma había sido su Meca.
Dieron un lento paseo a lo largo de la playa. Wallander pensó que ahora tal vez fuera posible empezar a hablar con él de tiempos pasados. Pero no había ninguna prisa.
De pronto, su padre se detuvo al dar un paso.
—¿Qué sucede? —preguntó Wallander.
—Me he sentido mal estos últimos días —contestó—. Pero se me pasa pronto.
—¿Quieres que regresemos?
—Te digo que se me pasa pronto.
Wallander observó que su padre estaba a punto de recaer en su antigua mala costumbre de contestar de mal humor a sus preguntas. Por eso no dijo nada más.
Siguieron paseando. Una bandada de aves migratorias pasó sobre sus cabezas en dirección oeste. Al cabo de más de dos horas en la playa, a su padre le pareció que ya tenían bastante. Wallander, que se había olvidado del tiempo, se dio cuenta de que tenía que darse prisa para no llegar tarde a la reunión de su equipo.
Cuando dejó a su padre en Löderup, emprendió el regreso a Ystad con una sensación de alivio. Aunque su padre no pudiera librarse de su traidora enfermedad, no cabía la menor duda de que el viaje a Roma había significado mucho para él. ¿Lograrían restablecer al fin el contacto perdido aquella vez, muchos años atrás, cuando Wallander decidió hacerse policía? Su padre nunca aprobó la profesión elegida. Pero tampoco había conseguido explicar qué era lo que tenía en contra. Camino de regreso, Wallander pensaba que tal vez ahora podría al fin obtener respuesta a esa pregunta sobre la que había elucubrado demasiado tiempo.
A las dos y media cerraron las puertas de la sala de reuniones. También había acudido Lisa Holgersson. Al verla, Wallander se acordó de que todavía no había llamado a Per keson. Para no olvidarlo de nuevo, se lo apuntó en el cuaderno.
Luego informó del hallazgo de la cabeza reducida y el diario de Harald Berggren. Cuando terminó hubo unanimidad acerca de que aquello parecía verdaderamente una pista. Después de repartir las diferentes tareas, Wallander pasó a hablar de Gösta Runfeldt.
—A partir de ahora tenemos que partir de la base de que a Gösta Runfeldt le ha ocurrido algo. No podemos descartar ni un accidente ni un crimen. Naturalmente, cabe siempre la posibilidad de que sea, a pesar de todo, una desaparición voluntaria. Creo en cambio que podemos descartar que exista una relación entre Holger Eriksson y Gösta Runfeldt. Aunque hay que atenerse a lo mismo. Puede haberla. Pero no parece muy verosímil. No hay nada que apunte a ello.
Wallander quería terminar la reunión cuanto antes. Era domingo. Sabía que todos sus colaboradores ponían todas sus fuerzas para llevar a cabo lo que tenían que hacer. Pero sabía también que a veces la mejor manera de trabajar era tomarse un descanso. Las horas pasadas con su padre por la mañana le habían renovado las fuerzas. Cuando abandonó el edificio de la policía, poco después de las cuatro, se sentía más descansado que los últimos días. La inquietud que llevaba dentro también se había atenuado un poco.
Si lograban encontrar a Harald Berggren probablemente encontrarían también la solución. El asesinato era demasiado calculado para no tener un autor muy especial.
Harald Berggren podía ser justamente ese autor.
Camino de su calle, Mariagatan, Wallander se detuvo a comprar en una tienda que abría los domingos. No pudo resistir el impulso de alquilar un vídeo. Era una película clásica,
Quai des brúmes
. La había visto en un cine de Malmö con Mona, de recién casados. Pero sólo conservaba un vago recuerdo del argumento.
Estaba en mitad de la película cuando llamó Linda. Al oír que era ella, le dijo que colgara, que la llamaba él. Paró la película y se sentó en la cocina. Luego hablaron casi media hora. Linda no dijo ni una palabra de que tenía mala conciencia por no haberle llamado antes. Tampoco él dijo nada sobre ello. Sabía que eran muy parecidos. Los dos podían ser despistados, pero también sabían concentrarse si tenían una tarea por delante. Ella le contó que todo iba bien, que trabajaba de camarera en un restaurante de Kungsholmen y que iba a clases de teatro. Él no le preguntó cómo le iba en ellas. Tenía la sensación de que ella misma abrigaba serias dudas en cuanto a su talento.
Poco antes de terminar de hablar, él le contó la mañana pasada en la playa.
—Parece que habéis pasado un buen día —dijo ella.
—Pues sí —contestó Wallander—. Tengo la impresión de que algo ha cambiado.
Al terminar la conversación, Wallander salió al balcón. Seguía sin hacer apenas viento. Pocas veces ocurría eso en Escania.
Por un instante desapareció la inquietud. Ahora se echaría a dormir y al día siguiente se pondría a trabajar de nuevo.
Cuando apagó la luz de la cocina se fijó en el diario.
Wallander se preguntó dónde estaría Harald Berggren en ese momento.
Cuando Wallander se despertó la mañana del lunes 3 de octubre, lo hizo con la idea de que debía tener una nueva conversación con Sven Tyrén. No podía afirmar que hubiera estado soñando con eso. Pero estaba seguro de que tenía que ver a Tyrén. Por eso, no esperó a llegar al trabajo. Mientras se hacía el café, llamó a información y obtuvo el número de teléfono particular de Sven Tyrén. Fue la esposa la que contestó. Su marido ya se había ido, pero le dio el número del móvil. Había muchas interferencias en las líneas cuando Sven Tyrén contestó a su llamada. Al fondo, Wallander oía el ruido sordo del motor del camión cisterna. Sven Tyrén dijo que estaba cerca de Högestad. Tenía dos suministros antes de volver a la terminal en Malmö. Wallander le pidió que acudiera a la policía en cuanto le fuera posible. Cuando Sven Tyrén le preguntó si habían cogido al asesino de Holger Eriksson, Wallander dijo que no se trataba más que de una conversación rutinaria. Todavía estaban en la fase inicial de la investigación, explicó. Pero llegarían a detener al asesino. Podía ocurrir enseguida. Aunque también podía resultar muy laborioso. Sven Tyrén prometió estar allí a las nueve.
—Procura no aparcar delante de la entrada —dijo Wallander—. Se puede crear un caos.
Sven Tyrén farfulló algo inaudible como respuesta.
A las siete y cuarto Wallander llegó al edificio de la policía. Cuando estaba delante de las puertas de cristal, cambió de opinión y se dirigió a la izquierda, hacia la fiscalía, que tenía entrada propia. Sabía que la persona con la que quería hablar era tan madrugadora como él. Cuando llamó a la puerta, alguien le dijo que pasara.
Per keson estaba sentado detrás de su mesa escritorio, atestada como de costumbre. Toda la habitación era un caos de papeles y archivadores. Pero la imagen era engañosa. Per keson era un fiscal extraordinariamente eficaz y ordenado con quien a Wallander le agradaba colaborar. Se conocían desde hacía tiempo y, con los años, habían desarrollado una relación que sobrepasaba con creces lo estrictamente profesional. Podía ocurrir que compartiesen confidencias personales, buscasen ayuda o consejo mutuos. Con todo, había entre ellos una frontera invisible que jamás sobrepasaban. Nunca llegarían a ser amigos íntimos. Eran demasiado diferentes para ello. Per keson saludó alegremente con la cabeza cuando Wallander entró en el despacho. Se levantó y le hizo sitio en una silla donde había una caja llena de documentos de un juicio que se iba a ver en el juzgado ese día. Wallander se sentó y desconectó su teléfono.
—Esperaba que dieras señales de vida. Y gracias por la postal.
Wallander había olvidado que le había enviado una postal desde Roma. Le pareció recordar que era un motivo del Foro Romano.
—Fue un viaje estupendo. Tanto para mi padre como para mí mismo.
—Yo no he estado nunca en Roma. ¿Cómo es el dicho ese? ¿Qué hay que ir a Roma y después al cielo? ¿O es a Nápoles?
Wallander sacudió la cabeza. No lo sabía.
—Me había esperado un otoño tranquilo —señaló—. Y al llegar a casa se encuentra uno con un hombre ensartado con estacas dentro de un foso.
Per keson gesticuló.
—He visto varias fotos —comentó—. Y Lisa Holgersson me ha contado algunas cosas. ¿Tenéis alguna pista?
—Tal vez —contestó Wallander, y le resumió los hallazgos de la caja fuerte de Holger Eriksson.
Sabía que Per keson respetaba su capacidad para dirigir una investigación policial. Eran muy raras las veces que estaba en desacuerdo con Wallander respecto a sus conclusiones o a su manera de encauzar el trabajo.
—Desde luego, parece una locura clavar unas afiladas estacas de bambú en un foso —dijo Per keson—. Pero, por otro lado, vivimos en una época en que la diferencia entre la locura y la normalidad es cada vez más difícil de apreciar.
—¿Cómo va lo de Uganda? —preguntó Wallander.
—Supongo que quieres decir Sudán.
Wallander sabía que Per keson había pedido un trabajo en el comisariado de refugiados de las Naciones Unidas. Quería alejarse de Ystad por un tiempo. Ver algo más antes de que fuera demasiado tarde.
Per keson era unos años mayor que él. Había cumplido ya los cincuenta.
—Sudán. ¿Has hablado con tu mujer?
Per keson asintió.
—Me armé de valor la semana pasada. Resultó mucho más comprensiva de lo que yo podía imaginarme. Me dio la sensación de que tenía ganas de perderme de vista una temporada. Sigo a la espera de que me contesten. Pero me sorprendería que me dijeran que no. Tengo, como bien sabes, mis contactos.
Wallander había aprendido con los años que Per keson tenía una rara habilidad para conseguir informaciones bajo cuerda. No tenía la menor idea de cómo se las arreglaba. Pero keson estaba siempre bien informado de, por ejemplo, lo que se discutía en las diferentes comisiones del Parlamento o en los ámbitos más internos y cerrados de la jefatura de Policía.
—Si todo sale bien, me iré a primeros de año —afirmó—. Estaré fuera por lo menos dos años.
—Esperemos resolver esto de Holger Eriksson antes. ¿Hay alguna directiva que quieras darme?
—Eres tú más bien el que tiene que decir lo que necesitas, si es que necesitas algo.
Wallander reflexionó antes de contestar.
—Aún no. Lisa Holgersson ha dicho que deberíamos llamar otra vez a Mats Ekholm. ¿Le recuerdas de este verano? El de los perfiles psicológicos que persigue locos tratando de catalogarlos. No creas, me parece muy capaz.
Per keson le recordaba muy bien.
—Me parece, sin embargo, que debemos esperar —siguió Wallander—. Es que no estoy en absoluto seguro de que tengamos que vérnoslas con un loco.
—Si crees que debemos esperar, esperamos —contestó Per keson levantándose. Hizo un gesto hacia la caja de papeles—. Tengo un juicio hoy de lo más complicado —se disculpó—. Debo prepararme.
Wallander se dispuso a marcharse.
—¿Qué vas a hacer en Sudán en realidad? —preguntó—. ¿De verdad necesitan los refugiados asesoría jurídica sueca?
—Los refugiados necesitan toda la ayuda que puedan recibir y más —contestó Per keson acompañando a Wallander hasta el vestíbulo—. No se trata sólo de Suecia. Por cierto, pasé unos días en Estocolmo mientras tú estabas en Roma. Me encontré con Anette Brolin por casualidad. Me dio saludos para todos los de aquí. Pero especialmente para ti.
Wallander le miró indeciso. Pero no dijo nada. Unos años antes, Anette Brolin estuvo sustituyendo a Per keson. Aunque estaba casada, Wallander intentó una aproximación personal que no obtuvo demasiado éxito. Prefería olvidar aquel asunto.
Cuando abandonó la fiscalía, soplaban ráfagas de viento. El cielo estaba gris. Wallander calculó que no estarían a más de ocho grados. A la puerta del edificio de la policía se tropezó con Svedberg, que salía. Se acordó de que tenía un papel suyo.
—Cogí un papel tuyo con anotaciones, sin darme cuenta, después de la reunión del otro día —dijo.
Svedberg parecía no comprender.
—No he echado nada en falta.
—Eran unas notas sobre una mujer rara en la Maternidad.
—Puedes tirarlo. Era alguien que había visto un fantasma.
—Ya lo tirarás tú. Te lo dejo en la mesa.
—Seguimos hablando con la gente de los alrededores de la finca de Eriksson —dijo Svedberg—. Voy a hablar también con el cartero.
Wallander asintió. Luego, cada uno fue a lo suyo.
Cuando Wallander llegó a su despacho, ya se había olvidado del papel de Svedberg. Sacó el diario de Harald Berggren, que llevaba en el bolsillo interior de la chaqueta y lo puso en un cajón del escritorio. Dejó sobre la mesa la fotografía de los tres hombres que posaban delante de un termitero. Mientras esperaba a Sven Tyrén, leyó rápidamente unos cuantos papeles que los otros miembros del grupo de investigación le habían dejado. A las nueve menos cuarto fue a buscar café. Ann-Britt Höglund pasó por allí y le anunció que la desaparición de Gösta Runfeldt ya estaba registrada y se trabajaba con ella de forma regular como un asunto urgente.
—He hablado con un vecino de Runfeldt —siguió diciendo—. Un profesor de gimnasia que parece muy de fiar. Asegura haber oído a Runfeldt en el piso el martes por la noche. Pero no después.
—Lo que indica que fue entonces cuando se marchó. Aunque no a Nairobi.
—Le pregunté al vecino si había notado algo especial en relación con Runfeldt. Pero parece que era un hombre reservado, de costumbres regulares y discretas. Cortés, pero nada más. No solía recibir visitas. Lo único raro era que Runfeldt, de vez en cuando, volvía a casa muy tarde por la noche. Este profesor vive en el piso que está debajo del de Runfeldt. Y en la casa se oye todo. Me parece que uno puede fiarse de lo que dice.
Wallander se quedó de pie con el tazón de café en la mano pensando en lo que ella había dicho.
—Tenemos que estudiar bien del contenido de la caja. Convendría que alguien llamara a la empresa de ventas por correo hoy mismo. Espero también que los colegas de Borås sepan algo. ¿Cómo se llamaba la empresa? ¿Secur? Nyberg lo sabe. Tenemos que averiguar si Runfeldt ha comprado otras cosas allí antes. Debió de hacer el encargo para usarlo en alguna circunstancia.
—Un equipo de escucha —dijo ella—. Huellas dactilares. ¿Quién tiene interés por eso? ¿Quién usa esas cosas?
—Nosotros.
—¿Quién más?
Wallander notó que ella estaba pensando en algo concreto.
—Un equipo de escucha, naturalmente, lo puede utilizar la gente con fines prohibidos.
—Yo pensaba sobre todo en las huellas dactilares.
Wallander asintió. Ahora había entendido.