La rabia y el orgullo (11 page)

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Authors: Oriana Fallaci

Tags: #Ensayo, Política

BOOK: La rabia y el orgullo
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Aquí está. He escrito otra vez «por Dios». ¿Lo ves? Con todo mi laicismo, todo mi ateísmo, estoy tan impregnada de cultura católica que su vocabulario pertenece a mi manera de expresarme. Dios, Dios mío, buen Dios, Virgen santa, Jesús, Cristo aquí, Cristo allá: me salen de manera tan espontánea, estas expresiones, que ni siquiera me doy cuenta. Y añado: aunque al catolicismo no le haya perdonado jamás las infamias impuestas siglo tras siglo a sus víctimas (comenzando por la Inquisición que en el siglo XVI me quemó a una abuela, pobre abuela), aunque con los curas yo no haga buenas migas, la música de las campanas me gusta mucho. Me acaricia el corazón. Me gustan también los Cristos y las Vírgenes y los Santos pintados. De hecho tengo la manía de los iconos. Me gustan también los monasterios y los conventos. Me dan una profunda sensación de paz y, a menudo, envidio a quien vive allí. Además nuestras catedrales son más bonitas que las mezquitas y las sinagogas: ¿Sí o no? Son más hermosas también que las iglesias protestantes. El cementerio de mi familia es un cementerio protestante. Acoge a los muertos de todas las religiones pero es protestante. Y una bisabuela mía era valdense. Una tía abuela, evangélica. A la bisabuela valdense nunca la conocí. Murió joven. A la tía abuela evangélica, sí. El domingo me llevaba siempre a los oficios religiosos de su iglesia en Florencia, y… ¡Dios, cómo me aburría! Me sentía tan sola entre aquellos fieles que cantaban salmos y basta, con aquel sacerdote que no era un sacerdote y leía la Biblia y basta, en aquella iglesia que no parecía una iglesia porque salvo un pequeño púlpito, tenía un gran crucifijo y basta. Ninguna pintura, ninguna escultura, pues nada de Cristos o Madonas o ángeles, y ni siquiera un cirio, ni siquiera un poquito de incienso… Me faltaba incluso el incienso, y hubiera dado mucho por encontrarme en la vecina basílica de Santa Croce donde esas cosas no me habrían faltado. Esas cosas, los simbólicos oropeles a los cuales estaba acostumbrada. Sabes, en el jardín de mi casa en Toscana hay una pequeña capilla. Está siempre cerrada. Desde que mi madre murió, todos la ignoran. Pero a veces voy a quitarle el polvo, controlar que los ratones no hayan hecho el nido, y a pesar de mi educación laica allí me siento cómoda. Serena. A pesar de mi anticlericalismo, allí me muevo con soltura. Y creo que la mayoría de los españoles, de los italianos, de los franceses, de los portugueses, te dirían lo mismo. A mí me lo dijo el jefe del Partido Comunista, Berlinguer. ¡Santo Dios! (Aquí está de nuevo). Estoy diciendo que nosotros españoles italianos franceses portugueses etcétera no tenemos las condiciones de los americanos: reciente mosaico de grupos étnicos y religiosos, desenvuelto amasijo de miles de lenguas y religiones y culturas, al mismo tiempo abierto a cualquier invasión y capaz de rechazarla. Estoy diciendo que exactamente porque está definida y es muy precisa, nuestra identidad cultural no puede soportar una oleada migratoria compuesta por personas que, de un modo o de otro, pretenden cambiar nuestro sistema de vida. Nuestros principios, nuestros valores. Estoy diciendo que en Italia, en Europa, no hay sitio para los muecines, los minaretes, los falsos abstemios, el maldito chador y el aún más jodido burkah. Y hasta si hubiese, yo no se lo daría. Porque sería como echar a nuestra civilización. Cristo, Dante Alighieri, Leonardo da Vinci, Michelangelo, Rafaello, el Renacimiento, el Risorgimento, la libertad que bien o mal hemos conquistado, la democracia que bien o mal hemos instaurado, el bienestar que sin duda hemos conseguido. Equivaldría a regalarles nuestra alma, nuestra patria. En mi caso, Italia. Y mi Italia yo no se la regalo a nadie.

Con lo que hemos llegado al punto que quiero aclarar de una vez y para siempre. Y que todos se destapen bien las orejas.

* * *

Yo soy italiana. Se equivocan los malinformados que me creen o consideran americana. La ciudadanía americana yo no la he solicitado nunca. Cuando un embajador americano me la ofreció en virtud del Celebrity Status, se lo agradecí y le contesté más o menos con estas palabras: «Señor embajador, Sir, yo estoy profundamente ligada a América. Me peleo siempre con ella, la reprocho, la acuso, la critico, y muchas cosas en ella me molestan. Su frecuente y difuso olvido de los principios sobre los que nació, o sea los principios de los Padres Fundadores, para empezar. Su histérico culto de la opulencia, su desconsiderado derroche de la riqueza, su inevitable jactancia política y militar, y también el recuerdo de una llaga aguantada demasiado tiempo y llamada esclavitud. También ciertos vacíos de conocimiento porque su conocimiento es esencialmente científico, esencialmente tecnológico, raramente filosófico y artístico, ese fatal error no me gusta. También sus groserías, sus explosiones de vulgaridad y de brutalidad, su desconsiderada exhibición de sexo: las fealdades a las cuales nos ha acostumbrado a través de sus películas… Empero, y a pesar de todo esto, estoy profundamente ligada a América. América es para mí un amante, o mejor un marido del cual conozco todas las culpas, todas las defectos, pero al cual le seré siempre fiel. (A menos que no me ponga cuernos). Lo quiero a este amante, a este marido. Me cae simpático y admiro su genialidad, su descaro, su optimismo, su coraje. Admiro la confianza que tiene en sí mismo y en el futuro, la deferencia que demuestra hacia la Plebe Redimida, la Plebe Rescatada, los pobres, y la paciencia infinita con la cual aguanta el odio de sus enemigos. Además respeto su éxito sin precedentes, el hecho de que en apenas dos siglos haya conseguido llegar a ser el primero de la clase. El país en el cual todos se inspiran, al que todos recurren, por el que todos sienten envidia y celos, y nunca olvido que, si este marido no hubiese ganado la guerra contra Hitler y Mussolini, hoy hablaría alemán. Nunca olvido que si no se hubiese enfrentado a la Unión Soviética, hoy hablaría ruso. Además admiro y respeto su indiscutible generosidad. Por ejemplo, el hecho de que cuando llego a Nueva York y presento el pasaporte con el Certificado de Residencia, los aduaneros me digan con una gran sonrisa: “Welcome home. Bienvenida a casa”. Me parece un gesto tan caballeresco, tan afectuoso. Me recuerda que América ha sido siempre el Refugium Peccatorum, el orfanato, de la gente sin patria. Pero yo ya tengo una patria, señor embajador. Mi patria es Italia y yo amo a Italia. Italia es mi madre, señor. Y si tomara la ciudadanía americana me parecería renegar de mi madre». Le dije también que mi lengua es el italiano, que en italiano pienso, en italiano escribo: en inglés me traduzco y basta, con el mismo espíritu con que me traduzco en otras lenguas familiares. Es decir, considerándolo un idioma extranjero. En fin, le conté que cuando escucho el Himno de Mameli me emociono. Cuando oigo aquel Fratelli-d’Italia, l’Italia-s’è desta, parapà-parapà-parapà, siento un nudo en la garganta. No me importa siquiera saber que como himno es mediocre y que casi siempre lo tocan mal. Pienso solamente: es el himno de mi patria.

Eh, sí, querido. Sí: un nudo en la garganta. El mismo nudo que siento también cuando miro la bandera blanca roja y verde, la bandera italiana que flota al viento. (No al viento de los estadios, naturalmente). Sabes, en mi casa de campaña tengo una bandera blanca roja y verde del siglo XIX. Toda llena de manchas, manchas de sangre creo, y roída por las polillas. Y si bien en el centro está el escudo de los Saboya (pero sin los Saboya, sin Vittorio Emmanuel II, sin Cavour que, con ese escudo, trabajó y murió, sin Garibaldi que ante ese escudo se inclinó, no hubiésemos hecho la Unidad de Italia), la guardo como un tesoro. ¡Cristo! Hemos muerto a causa de esa bandera. Ahorcados, fusilados, decapitados, matados por los austriacos, por el Papa, por el duque de Módena, por los Borbones… Hemos hecho el Risorgimento con esa bandera. Hemos hecho la Guerra de la Independencia, hemos hecho la Unidad de Italia. ¡¿No se acuerda nadie de lo que fue el Risorgimento?! Fue el despertar de nuestra dignidad perdida tras siglos de invasiones y de humillaciones, fue el renacer de nuestras conciencias. De nuestro amor propio, de nuestro orgullo apagado por los extranjeros. Por los españoles, los franceses, los austriacos, los pontífices verdugos, los tiranos de cualquier especie. ¿No se acuerda nadie de lo que fueron nuestras guerras de independencia? Fueron muchas más que las de los americanos. Porque los americanos tenían sólo un enemigo, sólo un invasor contra el cual combatir: Inglaterra. Nosotros en cambio éramos sojuzgados por todos aquellos que el Congreso de Viena se había divertido en establecer en nuestro país descuartizándolo como un pollo asado. ¿No recuerda nadie lo que fue la Unidad de Italia, los ríos de sangre que nos costó? Cuando celebran su victoria contra Inglaterra y levantan su bandera y cantan «God bless America», los americanos se ponen la mano sobre el corazón, ¡Cristo! ¡Sobre el corazón! ¡Y nosotros no celebramos nada, la mano no la ponemos en ninguna parte, y gracias a Dios si ciertos miserables no la ponen donde no te digo!

Hicimos también la Primera Guerra Mundial y la Resistencia con esa bandera, con esa tricolor: ¿recuerdas? Yo sí. Porque a causa de esa bandera mi tatarabuelo materno Giobatta combatió en Cuartone y Montanara, fue horriblemente desfigurado por un cohete austriaco, y diez años después los austriacos lo encerraron en la cárcel de Liorna. Lo torturaron, a bastonazos en los pies lo volvieron cojo. Patojo. Pero durante la Primera Guerra Mundial mis tíos paternos soportaron penas igualmente desgarradoras: las trincheras del Carso, los ataques de gas, los asaltos con bayoneta. Y durante la Resistencia mi padre fue arrestado y torturado más que el tatarabuelo de Giobatta: bastonazos en los pies y descargas eléctricas en los genitales. Toda la familia se unió a su lucha, yo también. En las filas de «Giustizia e Libertà», Cuerpo Voluntario de la Libertad. Nombre de batalla, Emilia. Tenía catorce años. Y cuando al año siguiente el Cuerpo Voluntario de la Libertad fue agregado al resurgido Ejercito Italiano, la guerra terminó y fui licenciada como soldado raso, me sentí tan orgullosa. Tan fiera. ¡Jesús, yo también había combatido por mi bandera, por mi país! ¡Por amor a mi patria yo también había sido un soldado italiano! Así que cuando me notificaron que el despido incluía una paga de 15.670 liras, no sabía si aceptarlas o no. No me parecía correcto aceptarlas por haber cumplido mi deber hacia la Patria. Pero las acepté. En casa estábamos todos sin zapatos, y con aquel dinero compré zapatos para mí y mis hermanitas. (Mi padre y mi madre, no. No las quisieron).

* * *

Naturalmente mi patria, mi Italia, no es la Italia de hoy. La Italia placentera, listilla, vulgar, de los italianos que (como los otros europeos, entendámonos bien) sólo piensan en jubilarse antes de los cincuenta años y sólo se apasionan por las vacaciones o por los partidos de fútbol. La Italia mezquina, estúpida, cobarde, de las pequeñas hienas que por estrechar la mano a una estrella de Hollywood venderían a su hija a un burdel de Beirut pero que si los kamikaces de Osama bin Laden reducen a ceniza a millares de criaturas se carcajean con el bien-a-los-americanos-les-está-bien. (Aquí también como los otros europeos, entendámonos bien. De hecho el discurso sobre Europa lo haremos bastante temprano). La Italia oportunista, ambigua, imbele de los partidos políticos que no saben ni vencer ni perder, ni gobernar ni estar en la oposición, pero que saben cómo pegar los traseros de sus representantes a la poltrona de diputado o de ministro o de alcalde. La Italia todavía mussoliniana de los fascistas negros y rojos, los que te inducen a exhumar la terrible agudeza de Ennio Flaiano: «En Italia los fascistas se dividen en dos categorías: los fascistas y los antifascistas». La Italia, en fin, de los italianos que con el mismo entusiasmo gritan Viva-el-rey y Viva-la-república, Viva-Mussolini y Viva-Stalin, Viva-el-Papa y Viva-quien-sea, Francia-o-España-purché-’si-magna. (Con tal que se coma). De los italianos que con la misma desenvoltura pasan de un partido a otro: se hacen elegir con un partido y una vez elegidos se pasan al partido contrario, aceptan la poltrona ministerial del partido contrario. En suma, la Italia de los que cambian la chaqueta, que se ponen la chaqueta del revés. (¡Dios, cuánto me disgustan los que se ponen la chaqueta del revés! ¡Cuánto los odio, cuánto los desprecio!). Quede claro: el morbo del chaqueteísmo no es una especialidad italiana, una invención italiana. Como todos saben o deberían saber, su naturaleza es universal y su primado pertenece a Francia: desde el siglo XIII madre de la palabra «girouette» (en español, pirueta o garrucha o veleta) y desde la Revolución Francesa, luego el Directorio, luego el Consulado, luego el Imperio, luego la Restauración, patria de los «girouettes» más desvergonzados del mundo. Piensa en el ejemplar-supremo, es decir, el hombre al que Napoleón definía como «una mierda en una media de seda»: Charles Maurios de Tayllerand-Périgord o, más brevemente, Tayllerand. Piensa en el mismo Napoleón que durante su juventud lamía los botines de Marat y de Robespierre («Marat y Robespierre, voilà mes dieux»), y que tras un tal debut se hizo rey y emperador. Piensa en Barras y Tallien y Fouché: los comisarios del Terror, los responsables de las masacres realizadas por la Revolución en Lyon y Toulon y Burdeos. Los chaqueteros que, después de haber traicionado y eliminado a Robespierre, se pusieron a fornicar con los aristócratas escapados de la guillotina y el primero inventó a Napoleón, el segundo lo siguió a Egipto, el tercero lo sirvió hasta su derrota. Piensa en Jean-Baptiste Bemadotte que, convertido en rey de Suecia, se alía con el Zar y aplicando tácticas napoleónicas en 1813 decidió la suerte de la batalla de Lipsia. Piensa en Joacqim Murat que, al año siguiente se alió con los austriacos contra su cuñado y benefactor, o sea el hombre de quien había recibido como regalo el reino de Nápoles…). Y no olvidemos que en 1815 fueron los franceses, no los italianos, quienes compilaron el sorprendente y delicioso «Dictionnaire des Girouettes». Un libro que siguen reeditando, puesto al día, sin la menor dificultad porque a través de los siglos la lista se ha ampliado de manera encantadora. Pero si hay un país que siempre ha aprendido bien la lección francesa, ése es Italia. Piensa en el chaqueteísmo con el cual, entre 1799 y 1814, los alcaldes toscanos saltaban del Gran-duque Ferdinando de Habsburgo-Lorena a Napoleón, de Napoleón a Ferdinando y de Ferdinando de nuevo a Napoleón. Piensa en el poema satírico «Il brindisi dei Girella» (En honor de los Veletas) con el cual, en 1848, el poeta y patriota Giuseppe Giusti abofeteó a nuestros ejemplares e introdujo la palabra «girella», es decir, la versión toscana de «girouette». De todos modos, en Italia el morbo nunca ha conseguido el nivel desagradable de hoy. ¿Y sabes qué es lo peor? Es que, estando ya acostumbrados, los italianos no se escandalizan más. Al contrario, se maravillan si alguien se mantiene fiel a sus ideas. Hace dos o tres años me pasó al contarle a un conocido predicador de democracia que, indagando en los archivos de Estado para buscar ciertos documentos sobre mi familia, había hallado una confirmación estupenda: ni en la rama materna ni en la rama paterna, nadie había pertenecido al Partido Fascista. De verdad el único fascista había sido el marido de una tía por eso renegada e insultada, pobre tía. Vaya-traidora-vaya, tú-que-has-herido-nuestro-honor-enamorándote-de-un-Camisa-Negra. ¿Y sabes qué me respondió el conocido predicador de la democracia? Me respondió: «Se ve que vivían en la Luna». Palabras a las que repliqué: «No, señor. Vivían sobre esta tierra, entre los hospitales donde morían cuando los Camisas Negras los golpeaban y las cárceles donde morían cuando los arrestaban. Es decir, que vivían en su conciencia». ¡Ay de mí, ay! Si me pongo a enumerar todas las Italias que no son mis Italias, las Italias que no amo, callo enferma de dolor.

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