La radio de Darwin (4 page)

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Authors: Greg Bear

BOOK: La radio de Darwin
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En los próximos años, Georgia exportaría un vino nuevo y muy diferente: soluciones de fagos para sanar a un mundo que estaba perdiendo la guerra contra las infecciones bacterianas.

El Fiat invadió el otro carril mientras tomaba una curva sin visibilidad. Kaye tragó saliva, pero no dijo nada. Lado había sido muy atento con ella en el instituto. En ocasiones, durante la semana anterior, le había descubierto observándola con una expresión de antigua especulación, los ojos entrecerrados hasta formar dos ranuras, como un sátiro tallado en madera de olivo y teñido de marrón. Entre las mujeres que trabajaban en el Eliava, tenía fama de no ser de fiar, especialmente con las jóvenes. Pero a Kaye siempre la había tratado con toda corrección e incluso, como ahora, se preocupaba por ella. No deseaba verla triste, aunque no se le ocurriera ningún motivo por el que tuviese que sentirse alegre.

A pesar de su belleza, Georgia tenía demasiadas manchas en su haber: guerra civil, asesinatos, y ahora, fosas comunes.

Se adentraron en un muro de lluvia. Los limpiaparabrisas apartaban regueros negros, limpiando aproximadamente un tercio del campo de visión de Lado.

—Bien por Ioseb Stalin, que nos dejó las cloacas —comentó pensativo—. Un buen hijo de Georgia. Nuestra exportación más famosa, más aún que el vino. —Lado le dirigió una sonrisa forzada. Parecía a la vez avergonzado y a la defensiva. Kaye no pudo evitar sonsacarle.

—Mató a millones —murmuró—. Mató al doctor Eliava.

Lado forzaba la mirada entre las ráfagas intentando ver qué había más allá del capó. Redujo la marcha, frenó y rodeó una zanja lo bastante grande para esconder una vaca. Kaye lanzó un débil grito y se agarró al borde del asiento. No había barreras de protección en ese tramo y por debajo de la autopista se abría un precipicio de al menos trescientos metros que acababa en un río de aguas glaciares.

—Fue Beria quien declaró al doctor Eliava un enemigo del pueblo —explicó Lado con naturalidad, como si estuviese relatando una vieja historia familiar—. Beria era el jefe del KGB de Georgia en aquel momento, un hijo de puta local violador de niñas, no el lobo loco de todas las Rusias.

—Era un hombre de Stalin —replicó Kaye, tratando de no pensar en la carretera. No podía entender el orgullo que los georgianos sentían por Stalin.

—Todos eran hombres de Stalin o morían —dijo Lado. Se encogió de hombros—. Hubo un gran escándalo aquí cuando Kruschev dijo que Stalin era malo. ¿Qué sabemos nosotros? Nos había jodido de tantas formas durante tantos años que lo considerábamos como a un marido.

Eso le hizo gracia a Kaye. Lado se animó ante su sonrisa.

—Algunos todavía quieren volver a la prosperidad bajo el comunismo. O tenemos la prosperidad de la mierda. —Se frotó la nariz—. Yo elijo la mierda.

Durante la siguiente hora descendieron hasta colinas y mesetas menos aterradoras. Los letreros de la carretera, en la curvada escritura georgiana, mostraban las marcas oxidadas de docenas de agujeros de bala.

—Media hora, no más —dijo Lado.

La densa lluvia hacía difícil apreciar la frontera entre el día y la noche. Lado encendió los débiles faros delanteros del Fiat mientras se acercaban a un cruce y al desvío hacia la pequeña ciudad de Gordi.

Dos transportes de tropas armadas flanqueaban la autopista justo antes del cruce. Cinco guardias de paz rusos vestidos con impermeables y cascos en forma de orinal les hicieron señales para que parasen.

Lado detuvo el Fiat. Kaye podía ver otro foso unos metros más allá, justo en medio el cruce. Tendrían que subirse al arcén para rodearlo.

Lado bajó la ventanilla. Un soldado ruso de diecinueve o veinte años, con mejillas rosadas de querubín, se asomó al interior. Su casco goteó sobre la manga de Lado, quien le habló en ruso.

—¿Americana? —le preguntó a Kaye el joven ruso.

Ella le mostró su pasaporte, sus autorizaciones comerciales de la Unión Europea y la Comunidad de Estados Independientes, y el fax solicitando, prácticamente ordenando, su presencia en Gordi. El soldado frunció el ceño al intentar leerlo, consiguiendo que se empapase. Retrocedió para consultar con un oficial que se protegía en la parte trasera del transporte más cercano.

—No quieren estar aquí —le susurró Lado a Kaye—. Y nosotros no les queremos. Pero pedimos ayuda... ¿A quién culpar?

La lluvia cesó. Kaye fijó la mirada en la penumbra neblinosa que se encontraba delante. Oyó grillos y pájaros por encima del ruido de los motores.

—Abajo, a la izquierda —le dijo el soldado a Lado, orgulloso de su inglés. Le sonrió a Kaye y les señaló con la mano a otro soldado, parado como un poste en la penumbra gris junto al foso. Lado pisó el embrague y el coche rodeó el gran socavón, pasó junto al tercer guarda de paz y enfiló la carretera lateral.

Lado mantuvo la ventanilla abierta durante todo el trayecto. El aire de la tarde, frío y húmedo, se arremolinaba en el coche y a Kaye se le erizaba el vello de la nuca. Los laterales de la carretera estaban cubiertos de abedules. Por un momento, el aire olió fétido. Había gente cerca. Entonces se le ocurrió a Kaye que tal vez no eran las alcantarillas de la ciudad las que despedían ese olor. Frunció la nariz y sintió un nudo en el estómago. Pero no era probable. Su destino estaba a un par de kilómetros pasada la ciudad, y Gordi estaba todavía a tres o cuatro kilómetros de distancia.

Lado llegó a un riachuelo y vadeó lentamente las rápidas aguas poco profundas. Las ruedas se hundieron hasta los tapacubos, pero el coche emergió sin problemas y continuó avanzando durante otros cientos de metros. Las estrellas se entreveían a través de las nubes pasajeras y las montañas se perfilaban como manchas oscuras sobre el cielo. El bosque surgió y pasó y a continuación vieron Gordi: edificios de piedra; algunas casas de madera de dos pisos, nuevas, con ventanas pequeñas; un aislado edificio cúbico de cemento, sin decoración; carreteras de asfalto deteriorado y viejos adoquines. Sin luces. Ventanas negras. Volvía a fallar la electricidad.

—No conozco esta ciudad —murmuró Lado.

Frenó bruscamente, sacando a Kaye de su ensueño. El coche giró ruidosamente en la plaza, rodeada por edificios de dos pisos. Kaye pudo distinguir un borroso cartel de Intourist en un hostal llamado El Tigre de Rustaveli.

Lado encendió la luz interior y sacó el fax con el mapa. Lo apartó disgustado y abrió de un empujón la puerta del Fiat. Las bisagras crujieron con un sonido metálico. Se asomó y gritó en georgiano:

—¿Dónde está la tumba?

Sólo le respondió la oscuridad.

—Genial —dijo Lado.

Cerró con fuerza un par de veces hasta que la puerta encajó. Kaye apretó los labios mientras el coche arrancaba con una sacudida. Descendieron, haciendo chirriar los cambios, por una callejuela de tiendas, oscura y con postigos cerrados de acero acanalado, y salieron por la parte posterior del pueblo, pasando dos chozas abandonadas, montones de gravilla y balas de paja esparcidas.

Al cabo de unos minutos avistaron luces, el brillo de linternas y una pequeña hoguera. A continuación oyeron el ruidoso zumbido de un generador portátil y voces altas en la oscuridad de la noche.

La tumba estaba más cerca de lo que indicaba el mapa, a menos de dos kilómetros de la ciudad. Se preguntó si los vecinos habrían oído los gritos, o si realmente habría habido gritos.

La diversión había terminado.

El equipo de Naciones Unidas llevaba máscaras de gas provistas de filtros industriales de aerosol. Los nerviosos soldados de la Seguridad de la República de Georgia tenían que conformarse con pañuelos anudados sobre el rostro. Tenían un aspecto siniestro, lo que en otras circunstancias habría resultado cómico. Los oficiales llevaban mascarillas quirúrgicas de tela.

El jefe del
sakrebulo
, el consejo local, un hombre bajo con grandes manos, una mata de pelo oscuro y tieso, y una nariz prominente, estaba junto a los oficiales de seguridad con cara de perro apaleado.

El jefe del equipo de Naciones Unidas, un coronel del ejército de Estados Unidos, de Carolina de Sur, llamado Nicholas Beck, los presentó con rapidez y le pasó a Kaye una de las máscaras de Naciones Unidas. Se sintió incómoda, pero se la puso. La ayudante de Beck, una cabo negra llamada Hunter, le pasó un par de guantes quirúrgicos de látex blanco. Al ponérselos, restallaron contra sus muñecas con el familiar sonido elástico.

Beck y Hunter condujeron a Kaye y a Lado lejos de la hoguera y los jeeps blancos, por un pequeño camino que descendía a través del bosque y los matorrales hasta las tumbas.

—El jefe del consejo tiene sus enemigos. Algunos vecinos de la oposición excavaron las zanjas y luego avisaron a las oficinas centrales de Naciones Unidas en Tbilisi —le informó Beck—. No creo que los chicos de la Seguridad de la República nos quieran por aquí. No logramos obtener ninguna cooperación en Tbilisi. Con tan poco tiempo, usted fue la única que pudimos encontrar con alguna experiencia.

Tres zanjas paralelas habían sido abiertas de nuevo y señaladas con luces eléctricas alimentadas por un generador portátil y colocadas sobre altos postes clavados en el suelo arenoso. Entre los postes, extensiones de cinta plástica roja y amarilla colgaban inmóviles en la quietud del aire.

Kaye rodeó la primera zanja y levantó su máscara. Frunciendo la nariz con anticipación, olfateó. No había ningún olor especial, aparte del de la tierra y el barro.

—Tienen más de dos años —dijo.

Le dio la máscara a Beck. Lado se paró unos diez pasos detrás de ellos, reacio a acercarse a las tumbas.

—Necesitamos estar seguros de eso —dijo Beck.

Kaye se acercó a la segunda zanja, se paró y enfocó el haz de su linterna sobre los bultos de tejido, huesos oscurecidos y tierra seca.

El suelo era arenoso y seco, posiblemente parte del lecho de un antiguo arroyo del deshielo de las montañas. Los cuerpos eran casi irreconocibles, huesos marrón claro mezclados con tierra, carne arrugada y ennegrecida. El color de la ropa se había desvanecido hasta confundirse con el terreno, pero esos retales y jirones no eran uniformes del ejército: eran vestidos, pantalones, abrigos. Los tejidos de lana y algodón no se habían descompuesto totalmente. Kaye buscó restos de fibras sintéticas; podían servir para fijar un máximo de antigüedad para las tumbas. A simple vista no pudo distinguir ninguno.

Enfocó la luz hacia las paredes de la zanja. Las raíces visibles más gruesas, segadas por las palas, tenían un centímetro de diámetro. Los árboles más cercanos se erguían como fantasmas altos y delgados, a unos diez metros.

Un oficial de mediana edad de la Seguridad de la República, con el impresionante nombre de Vakhtang Chikurishvili, de tipo robusto pero atractivo, con hombros anchos y nariz gruesa de boxeador, se acercó a ellos. No llevaba máscara. Sostenía algo oscuro. Kaye tardó un par de segundos en reconocer el objeto: una bota. Chikurishvili se dirigió a Lado en un georgiano cargado de consonantes.

—Dice que el calzado es antiguo —tradujo Lado—. Que esta gente murió hace cincuenta años, tal vez más.

Chikurishvili movió los brazos en torno con enfado y soltó un rápido chorro de palabras, en una mezcla de georgiano y ruso, dirigidas a Lado y a Beck.

Lado tradujo.

—Dice que los georgianos que los desenterraron son estúpidos. Que esto no es asunto de Naciones Unidas. Que esto sucedió mucho antes de la guerra civil. Que no son osetios.

—¿Quién ha dicho algo de osetios? —preguntó secamente Beck.

Kaye examinó la bota. La gruesa suela y los bordes superiores eran de cuero, los cordones colgaban medio podridos y con restos de tejido. El cuero estaba duro como una roca. Examinó el interior. Tierra, pero sin restos de tela o calcetines, la bota no se había retirado de un pie en descomposición. Chikurishvili le devolvió una mirada desafiante, a continuación sacó una cerilla y encendió un cigarrillo.

«Amañada», pensó Kaye. Recordó las clases a las que había asistido en el Bronx, clases que finalmente la habían alejado de la medicina forense. Las visitas de campo a escenarios de homicidios reales. Las máscaras para protegerse de la putrefacción.

Beck le habló al oficial en tono apaciguador, en torpe georgiano y mejor ruso. Lado repitió sus frases de forma correcta con amabilidad. A continuación, Beck tomó a Kaye del brazo y la acompañó hasta un amplio toldo de lona que habían levantado a pocos metros de las zanjas.

Bajo el toldo, dos desvencijadas mesas desplegables sostenían restos de cadáveres. «Trabajo de aficionados», pensó Kaye. Tal vez los enemigos del jefe del
sakrebulo
habían levantado los cuerpos y tomado fotos para probar sus denuncias.

Rodeó la mesa: dos torsos y un cráneo. Había bastantes restos de carne momificada sobre los torsos y unos ligamentos extraños como cuerdas secas y oscuras en el cráneo, rodeando la frente, ojos y mejillas. Buscó señales de insectos y encontró algunas larvas muertas de moscas azules en uno de los cuellos, pero no demasiadas. Los cuerpos se habían enterrado transcurridas pocas horas desde su muerte. Supuso que no habían sido enterrados en pleno invierno, cuando no se veían moscas azules. Claro que en Georgia los inviernos a esa altitud eran suaves.

Agarró una pequeña navaja de bolsillo que se encontraba junto al torso más cercano y despegó un jirón de tejido, algo que había sido algodón blanco, y después levantó el borde de un corte cóncavo, de piel endurecida, que había sobre el abdomen. Encontró agujeros de entrada de balas en la ropa y la piel que cubría la pelvis.

—Dios —exclamó.

En el interior de la pelvis, entre tierra y restos rígidos de piel seca, se veía un cuerpo más pequeño, enroscado, poco más que un montoncillo de huesos, el cráneo destrozado.

—Coronel —se lo mostró a Beck, cuyo rostro se endureció.

No era inconcebible que los cuerpos llevasen allí cincuenta años, pero de ser así se encontraban en sorprendente buen estado. Todavía había restos de lana y algodón. Todo estaba muy seco. Toda esa zona se había desecado. Las zanjas eran profundas. Pero las raíces...

Chikurishvili habló de nuevo. Su tono parecía más cooperador, incluso culpable. Muchas culpas amontonándose con el paso de los siglos.

—Dice que ambas son mujeres —le susurró Lado a Kaye.

—Ya lo veo —comentó ella.

Rodeó la mesa para examinar el segundo torso. Éste no tenía piel sobre el abdomen. Rascó la tierra para apartarla haciendo que el torso se balancease con un ruido de calabaza seca. Otro pequeño cráneo ocupaba la pelvis, un feto de unos seis meses, igual que el anterior. Faltaban las extremidades del torso; Kaye no podía saber si las piernas se habían quedado en la tumba. Ninguno de los fetos había sido expulsado por la presión de los gases abdominales.

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