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Authors: Greg Bear
Encontró los informes y se quedó pensativo, recordando la conversación de meses atrás con Jane Salter, sobre los gritos de los monos en esas viejas habitaciones del sótano.
Golpeó el suelo con el pie siguiendo el ritmo de una antigua y morbosa canción infantil y murmuró:
—Los bichos entran, los bichos salen, los monos gritarán y los simios chillarán...
Ya no había duda. Christopher Dicken era un jugador de equipo, y sólo esperaba sobrevivir con sus entrañas y sus emociones en orden.
Recogió el paquete y las carpetas y salió del despacho.
28 DE ABRIL
Kaye se colgó una bolsa del hombro. Mitch agarró las dos maletas y se detuvo junto a la puerta, que estaba abierta y sujeta por una cuña de goma. Ya habían cargado tres cajas en el coche, que estaba en el garaje del edificio.
—Me han dicho que me mantenga en contacto —dijo Kaye y le mostró a Mitch un teléfono móvil de color negro—. Marge corre con los gastos del teléfono. Y Augustine me ha pedido que no conceda entrevistas. Puedo vivir con esas limitaciones. ¿Y tú?
—Mis labios están sellados.
—¿Con besos? —bromeó Kaye, golpeándole con la cadera.
Benson les siguió hasta el garaje. Les observó mientras cargaban el coche de Mitch con una expresión de clara desaprobación.
—¿No le agrada mi idea de libertad? —le preguntó Kaye con expresión maliciosa al tiempo que cerraba la puerta del maletero con fuerza. La suspensión trasera del coche chirrió.
—Se lo lleva todo, señora —respondió Benson inexpresivo.
—Lo que no aprueba es la compañía con la que andas —le dijo Mitch.
—Bueno —bromeó Kaye deteniéndose junto a Benson y echándose el pelo hacia atrás—. Eso es porque tiene buen gusto.
Benson sonrió.
—Está usted haciendo una tontería al marcharse sin protección.
—Es posible —contestó Kaye—. Gracias por su vigilancia. Transmita mi gratitud.
—Sí, señora —dijo Benson—. Buena suerte.
Kaye le abrazó. Benson se ruborizó.
—Vamos —exclamó Kaye.
Pasó los dedos por el marco de la puerta del Buick, con el acabado azul gastado y sin brillo por el uso. Le preguntó a Mitch cuántos años tenía el coche.
—No lo sé —respondió Mitch—. Diez, quince años.
—Busca un concesionario —dijo Kaye—. Voy a comprarte un Land Rover recién salido de fábrica.
—Así me gusta, llevemos una vida de austeridad —le dijo Mitch, arqueando una ceja—. Creo que preferiría que no lo hiciésemos tan evidente.
—Me encanta cómo haces eso —comentó Kaye alzando dramáticamente sus mucho menos impresionantes cejas. Mitch se rió.
—Olvídalo entonces —añadió Kaye—. Conduce el Buick, acamparemos bajo las estrellas.
El Falcon de pasajeros de la fuerza aérea se inclinó con suavidad hacia el este. Augustine bebía una Coca-Cola y miraba frecuentemente por la ventanilla, claramente nervioso por encontrarse en el aire. Dicken no conocía ese detalle sobre Augustine, nunca antes habían volado juntos.
—Podemos defender de forma convincente el que incluso aunque los fetos de la segunda fase del SHEVA sobreviviesen al nacimiento, serían portadores de una amplia variedad de HERV infecciosos —dijo Augustine.
—¿Basándose en qué pruebas? —preguntó Jane Salter. Tenía el rostro ligeramente sonrojado debido al calor que habían pasado en el avión antes del despegue; no parecía impresionarla mucho toda esa parafernalia militar.
—Basándome en una corazonada, he tenido a los investigadores del Equipo Especial cotejando resultados de biopsias durante las dos últimas semanas. Sabemos que los HERV se expresan bajo todo tipo de condiciones, pero hasta ahora las partículas nunca habían sido infecciosas.
—Todavía no sabemos para qué demonios sirven las partículas no infecciosas, si es que sirven para algo —dijo Salter. Los otros miembros del equipo, más jóvenes y con menos experiencia, se mantenían sentados en silencio, contentándose con escuchar.
—Para nada bueno —comentó Augustine, tamborileando sobre el brazo del asiento. Tragó saliva y volvió a mirar por la ventanilla—. Los HERV siguen produciendo partículas virales que no son infecciosas... hasta que el SHEVA codifica un equipo de herramientas completo, todo lo necesario para que un virus pueda ensamblarse y salir de la célula. Tengo la opinión de seis expertos, incluida la de Jackson, que afirman que el SHEVA podría «enseñar» a otros HERV cómo volver a ser infecciosos. Serían más activos en individuos cuyas células se estuviesen dividiendo con rapidez, o sea, fetos con SHEVA. Podríamos tener que enfrentarnos a enfermedades que no hemos visto en millones de años.
—Enfermedades que podrían no ser ya patógenas para los humanos —especuló Dicken.
—¿Podemos asumir ese riesgo? —preguntó Augustine. Dicken se encogió de hombros.
—Entonces, ¿qué vas a recomendar? —preguntó Salter.
—Washington ya está bajo toque de queda, e impondrán la ley marcial en cuanto a alguien se le ocurra romper una luna de cristal o volcar un coche. Nada de manifestaciones ni de discursos agitadores... Los políticos odian que se les linche. No tardará mucho. La gente corriente se comporta como el ganado, y ya ha habido relámpagos suficientes como para poner nerviosos incluso a los vaqueros.
—No es una comparación muy afortunada, doctor Augustine —dijo Salter con sequedad.
—Bueno, ya la mejoraré —contestó Augustine—. No funciono bien cuando estoy a siete mil metros.
—¿Crees que van a imponer la ley marcial —dijo Dicken—, y que podemos secuestrar a todas las mujeres embarazadas y arrebatarles sus bebés... como precaución?
—Es horrible —admitió Augustine—. La mayoría de los fetos, si no todos, probablemente morirán. Pero si sobreviven, creo que podremos defender el que habrá que secuestrarlos.
—Eso será como echar gas al fuego —dijo Dicken.
Augustine asintió pensativo.
—Me he estado devanando el cerebro intentando encontrar una solución diferente. Me encantaría escuchar alternativas.
—Puede que no debamos enturbiar más el agua en este momento —dijo Salter.
—No tengo intención de decir ni hacer nada ahora mismo. El trabajo continúa.
—Será mejor que andemos sobre seguro —añadió Dicken.
—Absolutamente —asintió Augustine con una mueca—. «Terra firma», y cuanto antes, mejor.
—Todo el mundo tiene motivos para protestar —comentó Mitch mientras salían de la ciudad por la carretera estatal 26, manteniéndose alejados de las grandes autopistas. Demasiadas manifestaciones, de camioneros, motoristas, incluso ciclistas, todos reclamando su oportunidad para ejercer la desobediencia civil, habían provocado el corte de las rutas principales. Tal como estaban las cosas, habían tenido que esperar veinte minutos en pleno centro mientras la policía limpiaba toneladas de basura arrojadas durante las protestas de los trabajadores de los servicios de limpieza.
—Les hemos fallado —dijo Kaye.
—Tú no les has fallado —replicó Mitch, mientras intentaba encontrar un camino lateral por el que poder girar.
—Lo estropeé todo y no fui capaz de convencerles —murmuró Kaye nerviosa, para sí misma.
—¿Algo va mal? —preguntó Mitch.
—Nada —contestó arisca—. Sólo todo el maldito planeta.
En West Virginia, entraron en un camping KOA y pagaron treinta dólares por una noche. Mitch montó la ligera tienda, que había comprado en Austria antes de conocer a Tilde, y un hornillo bajo un roble joven con vistas a un valle en el que dos tractores descansaban ociosos sobre un campo cuidadosamente labrado.
El sol se había puesto hacía veinte minutos y el cielo estaba moteado de pequeñas nubes. El aire comenzaba a enfriarse. Kaye sentía el pelo sucio y el elástico de las medias le hacía daño.
Otra familia había montado dos tiendas a unos cien metros de ellos, aparte de eso, el cámping estaba vacío.
Kaye entró en la tienda.
—Ven aquí —le dijo a Mitch. Se sacó el vestido y se tumbó sobre el saco de dormir que Mitch había desenrollado. Mitch dejó el hornillo en el suelo y metió la cabeza en la tienda.
—Dios, mujer —dijo con admiración.
—¿Puedes olerme? —le preguntó Kaye.
—Desde luego, señora —le respondió imitando el acento de Carolina del Norte del agente Benson. Se deslizó en el interior junto a ella—. Todavía hace algo de calor.
—Yo te huelo a ti —le dijo Kaye. Tenía una mirada ansiosa y seria. Le ayudó a quitarse la camisa, y él se deshizo de los pantalones antes de buscar el neceser con los útiles de afeitado, donde guardaba los condones. Mientras abría uno de los envoltorios, ella se inclinó sobre él y le besó en el pene erecto.
—Esta vez no —le dijo. Le pasó la lengua con suavidad y alzó la mirada—. Quiero sentirte, sin nada entre nosotros.
Mitch le sujeto la cabeza y le apartó la boca de su cuerpo.
—No —dijo.
—¿Por qué no? —preguntó Kaye.
—Eres fértil —le contestó Mitch.
—¿Cómo demonios lo sabes?
—Puedo verlo en tu piel. Puedo olerlo.
—Apuesto que sí —le respondió Kaye con admiración—. ¿Puedes oler algo más? —Se acercó más a él, colocándose sobre su cabeza y pasando la rodilla al otro lado.
—La primavera —contestó Mitch, devolviéndole el favor.
Kaye arqueó la espalda, medio se volvió y le acarició con habilidad, mientras él metía la cara entre sus piernas.
—Bailarina de ballet —dijo Mitch con la voz ahogada.
—Tú también eres fértil —dijo ella—. No me has dicho lo contrario.
—Hum.
Kaye volvió a elevar el torso, se apartó de él y se encaró con Mitch.
—Estás emitiendo.
Mitch mostró cara de asombro.
—¿Qué?
—Estás emitiendo SHEVA. Yo doy positivo.
—Buen Dios, Kaye. La verdad es que sabes cómo estropear el momento. —Mitch se apartó para sentarse en un extremo de la tienda—. No pensaba que pudiese pasar tan rápido.
—Algo opina que soy tu mujer —dijo Kaye—. La naturaleza dice que vamos a estar juntos durante mucho tiempo. Quiero que sea cierto.
Mitch se sentía completamente perdido.
—Yo también, pero no hay necesidad de comportarse como idiotas.
—Todo hombre quiere hacer el amor con una mujer fértil. Lo lleváis en los genes.
—Eso es una completa gilipollez —replicó Mitch, y se apartó de ella—. ¿Qué coño estás tramando?
Kaye se agachó y se apoyó sobre las rodillas. Aquella mujer le hacía palpitar la cabeza. Toda la tienda olía a ellos dos y no podía pensar con tranquilidad.
—Podemos demostrar que se equivocan, Mitch.
—¿Sobre qué?
—Antes me preocupaba que el trabajo y la familia no encajasen. Ahora no hay conflicto. Soy mi propio laboratorio.
Mitch negó con vehemencia.
—No.
Kaye se recostó a su lado, apoyando la cabeza en sus brazos.
—Muy directo, ¿no?
—No tenemos ni la más remota idea de qué va a suceder —dijo Mitch.
Los ojos se le llenaban de lágrimas calientes, medio por el temor, medio por otra emoción que no podía precisar... algo muy cercano al puro goce físico. Su cuerpo la deseaba con tal intensidad, la deseaba ahora mismo. Si cedía, sabía que sería el acto sexual supremo de toda su vida. Y si cedía ahora, temía no poder perdonárselo nunca.
—Sé que crees que estamos bien juntos, y sé que serás un buen padre —dijo Kaye entrecerrando los ojos. Levantó una pierna muy lentamente—. Si no hacemos algo ahora, quizá no suceda nunca, y nunca lo sabremos. Sé mi hombre. Por favor.
Mitch no pudo contener las lágrimas y escondió el rostro. Ella se enderezó a su lado y le abrazó, disculpándose, sintiendo sus estremecimientos. Él murmuró una serie confusa e incoherente de palabras sobre como las mujeres simplemente no lo comprendían, nunca lo comprenderían.
Kaye lo tranquilizó y se recostó a su lado. Durante un rato, la brisa agitó la lona de la tienda.
—No tiene nada de malo —dijo ella. Le limpió la cara y se inclinó, asustada de lo que había provocado—. Quizá sea lo único que está bien.
—Lo lamento —dijo Kaye con frialdad mientras cargaban el coche.
Una corriente fría de aire matutino llegaba desde la granja más allá del cámping. Las hojas del roble susurraban. Los tractores permanecían inmóviles frente a los perfectos y vacíos surcos.
—No hay nada que lamentar —dijo Mitch, agitando la tienda. La plegó y la metió en una larga bolsa de tela, luego, con ayuda de Kaye, retiró los palos de la tienda y los plegó.
No había hecho el amor durante esa noche, y Mitch había dormido muy poco.
—¿Sueños? —preguntó Kaye mientras bebían café caliente preparado en el hornillo de campamento.
Mitch negó con la cabeza.
—¿Y tú?
—No dormí más que un par de horas —dijo—. Soñé con el trabajo en EcoBacter. Un montón de gente entraba y salía. Tú estabas allí.
Kaye no quiso contarle que en el sueño no le había reconocido.
—No parece muy emocionante —respondió Mitch.
Mientras viajaban, no vieron apenas nada fuera de lo corriente, fuera de lugar. Se dirigieron hacia el oeste por la carretera de doble carril, pasando por pequeños pueblos, pueblos mineros, pueblos viejos, cansados, repintados y reparados, remendados, con sus viejas casonas de antiguos vecindarios ricos transformadas en
bed-and-breakfasts
para jóvenes acomodados de Filadelfia, Washington e incluso Nueva York.
Mitch encendió la radio y escucharon las noticias sobre vigilias con velas ante el Capitolio, ceremonias para honrar a los senadores muertos y funerales por el resto de los asesinados durante los disturbios. Se hablaba de los esfuerzos para conseguir una vacuna, de cómo los científicos pensaban que ahora la antorcha había pasado a manos de James Mondavi o tal vez a un equipo de Princeton. Jackson parecía estar en declive, y a pesar de todo lo que había sucedido, Kaye sintió pena por él.
Comieron en el High Street Grill de Morgantown, un restaurante nuevo decorado para parecer antiguo y consagrado, con artículos coloniales y gruesas mesas de madera recubiertas de plástico transparente. El cartel de la entrada delantera declaraba que el restaurante era «tan sólo algo más viejo que el milenio y mucho menos importante».
Kaye observaba atentamente a Mitch, mientras picoteaba el sándwich que había pedido.
Mitch rehuía su mirada y contemplaba a los clientes que les rodeaban, todos dedicados con decisión a llenar sus depósitos corporales. Las parejas de más edad permanecían en silencio; un hombre solitario dejó su gorro de lana sobre la mesa, junto a una taza de café espumoso; tres chicas adolescentes se sentaban en la barra tomándose un helado con ayuda de largas cucharillas de acero. El personal era joven y amable, y ninguna de las camareras llevaba máscara.