Authors: Iny Lorentz
—Siéntate, muchacho. Bruno te conseguirá un banco y te servirá un jarrón de cerveza. Y tú, Michel, sal de mi vista ya mismo, no quiero verte más por hoy. ¿Me has entendido?
Sin dignarse siquiera a mirar a Michel otra vez, condujo al hijo del orfebre al interior. Los otros muchachos lo siguieron, con la esperanza de poder conseguir por fin un lugar en el local y continuar de este modo con la conversación.
Michel los siguió con la mirada y se sacudió como un perro cuando se cae al agua. La ira contra el orfebre embustero se había aplacado y le cedió el paso a una furia incontenible hacia su padre. "¿Así que me quiere fuera de su vista?", pensó. "Está bien, le haré ese favor." Súbitamente decidido, rodeó la casa, entró por la puerta trasera y subió la escalera angosta que conducía al altillo que compartía con sus dos hermanos menores. En la habitación había tres sacos de paja cubiertos con unas colchas delgadas, además de unos cuantos ganchos de madera para las pocas prendas que poseía. En una época también había un arcón contra la pared, pero el padre se lo dio al segundo hijo mayor cuando se fue a Meersburg.
Michel envolvió su ropa de repuesto en una sábana y luego anudó las puntas para formar un atado. Luego desarmó su saco de paja y tanteó en busca de un paquetito envuelto en un retazo de tela que tenía escondido allí. Ese paquetito contenía toda su fortuna: las monedas que los clientes satisfechos le habían dado de propina sin que su padre o sus hermanos lo notaran. En realidad, era dinero que debería haberle entregado a su padre, ya que el único que tenía permiso de conservar su propina era Bruno. Guardó el paquetito debajo de la camisa y abandonó la habitación sin hacer ruido.
En la escalera se detuvo varias veces a escuchar. Alcanzó a oír la voz estruendosa de su padre que parecía hacer estallar la taberna. Cuando se dirigía a los clientes, su voz generalmente sonaba entre jovial y devota, mientras que a sus hijos casi siempre les gritaba. Un maestro no podría haber sido más severo que su propio padre. En casa, solo había sido un siervo que no recibía paga, y tenía bien claro que tampoco podría esperar tener una vida mejor en otra parte. Pero tal como estaban las cosas, prefería trabajar para un granjero a cambio de unas pocas monedas. Aunque primero debía encontrar a Marie.
El destino parecía estar de su parte, ya que cuando se deslizó por la salida lateral y corrió por el pasillo angosto que había entre la taberna y la casa vecina, no se topó con nadie hasta después de tres calles. Sin embargo, solo se atrevió a tomar un respiro una vez que hubo dejado atrás a los guardias que custodiaban aburridos la puerta del Rin. Atravesó, gracias a la desidia de los guardias, el puente hacia Petershausen. En una hora se haría de noche, pero como el cielo despejado prometía una luna clara, decidió seguir a Marie todo el tiempo que pudiese. Su padre o sus hermanos no comenzarían a buscarlo sino hasta la mañana siguiente, y para entonces quería estar lo suficientemente lejos como para disuadirlos de la idea de perseguirlo.
Michel ahuyentó de sus pensamientos a su familia y su casa paterna y pensó qué hacer cuando encontrara a Marie. Ella estaba herida y seguramente se encontraría muerta de hambre y sed. Michel se reprochó no haberse atrevido a coger de la cocina un pan y algo de salchicha o de jamón. Conseguiría algo para comer en Wollmatingen o en Hegne, para lo cual tendría que sacrificar sus primeras monedas. Un vistazo a la luna que ya asomaba por encima de los árboles le recordó lo rápido que transcurría el tiempo, y entonces apuró el paso. Caminó hasta que las piernas se le pusieron duras como el plomo y el estómago empezó a crujirle ruidosamente.
Finalmente, al llegar el amanecer, estaba tan cansado que se echó un rato a la vera del camino a descansar entre la maleza. Pero apenas hubo cerrado los ojos lo asaltaron unas pesadillas en las que veía a Marie muerta delante de él, apaleada por su propio padre, mientras que un guardia lo ataba a la picota y lo azotaba hasta que aparecía en el purgatorio. Se despertó bruscamente, gritando, y decidió seguir su camino a pesar del cansancio. Por unas pocas monedas, adquirió en una taberna un vaso de vino y un trozo de carne asada fría. Solo se quedó el tiempo necesario para deglutir la comida, ya que el temor por la suerte de Marie no lo dejaba en paz; quería alcanzarla tan pronto como pudiese.
Durante el día se cruzó muchas veces con cocheros y viajeros que iban camino de Constanza. Michel apenas se atrevía a saludar, y menos aún a preguntar por Marie. Bastaría con que uno solo de esos viajeros fuera a la taberna de su padre y mencionara ese encuentro para que sus parientes supieran en qué dirección debían buscarlo.
Estaba a punto de caer la noche cuando vio acercarse a dos jinetes. Reconoció a los dos alguaciles de la corte que habían llevado a Marie fuera de la ciudad y salió a su encuentro. Como ellos no se detenían, tomó las riendas de uno de los caballos.
Los dos hombres ya se habían vaciado alguna que otra jarra de cerveza en la taberna de su padre alguna vez, y lo saludaron sorprendidos:
—Hola, Michel, ¿hacia dónde te diriges tan tarde?
—Buenas noches, Burkhard, buenas noches, Hannes. ¿Habéis llevado a Marie bien lejos ya?
—Ya lo creo, Michel. Te aseguro que no volverán a verla muy pronto en Constanza.
El hombre a quien Michel había llamado Burkhard se rió de lo que había dicho como si se tratara de un buen chiste, pero enseguida se puso serio y le clavó a Michel una mirada penetrante.
—¿Por qué lo preguntas? No andarás detrás de esa pequeña ramera, ¿o sí?
Michel se sintió tan turbado ante la pregunta que los alguaciles de la corte se echaron a reír.
—Con que esa hembra te calentó la sangre ¿eh, Michel? Te recomiendo que la olvides. No vale la pena que un joven decente como tú se meta en dificultades por ella.
Michel meneó la cabeza con obstinación.
—De todos modos, podéis decirme en qué dirección se fue.
Burkhard vaciló, pero su acompañante no lo pensó dos veces.
—La llevamos a la encrucijada de Radolfzell. Allí tomó el camino que iba hacia el sur. Supongo que bajará hasta el Rin. Para los marineros y los cocheros, una prostituta nueva es siempre bienvenida. Pero ahora, adiós, Michel. Queremos estar de regreso en Allensbach antes de que anochezca.
Y, diciendo esto, espoleó a su caballo y se alejó a todo galope. Burkhard lo siguió meneando la cabeza.
—¿Por qué le mentiste al muchacho? Tú también viste que la mujerzuela tomó el camino que iba a Singen.
Su compañero se encogió de hombros.
—¿Acaso quieres que Michel cometa alguna locura por una ramera? Yo no. Que vaya a Radolfzell y baje hasta el Rin. Para entonces se le habrán ido las ganas. Además, los marineros lo conocen y lo llevarán de vuelta a Constanza. En tres días el muchacho estará de regreso en su casa. Su padre nos lo agradecerá, seguro, y nos dará alguna que otra jarra de cerveza gratis.
—Un trago en la taberna de Guntram Adler no estaría nada mal. La suya es la mejor cerveza de Constanza.
Burkhard decidió ir a buscar al padre de Michel al día siguiente, en cuanto llegara.
Entretanto, Michel seguía andando con renovadas esperanzas. Poco antes del atardecer llegó a la encrucijada de Radolfzell y dobló en dirección hacia el sur. Se desencontró con Marie por menos de media hora. Cuando, después de una marcha agotadora a través de Schiener Berg, llegó a la localidad de Stein am Rhein y preguntó por ella, solo recibió como respuesta movimientos negativos de cabeza.
Pero en algo se equivocaban Burkhard y Hannes. Michel no regresó a casa, y nadie salió en su búsqueda. Si bien su padre protestó durante algún tiempo por aquel malcriado ingrato, terminó por encogerse de hombros y tratar de olvidarlo. Tenía suficientes hijos todavía y no necesitaba llorar por la partida de Michel. Sin embargo, los clientes continuaron preguntándole por el muchacho, recordándole por mucho tiempo el día en que Marie Schärerin había sido desterrada y Michel Adler había partido tras ella.
Mientras Michel giraba el asador en el local paterno, Matthis Schärer tomaba una decisión. Su cabeza, que no había podido pensar con claridad desde el momento en que la desgracia se había cernido sobre él, había vuelto a trabajar. No importaba que Marie hubiese sido condenada, azotada y expulsada de la ciudad: ella seguía siendo su hija. No permitiría que le sucedieran aún más desgracias. Pero no tenía sentido salir corriendo tras ella y quedarse parado como un mendigo en la calle, esperando que algún alma caritativa se apiadara de ellos. No. Tenía que regresar a casa, enganchar los caballos y acudir en su ayuda con suficiente equipaje y una bolsa llena de oro.
La llevaría a un lugar donde pudiese vivir en paz y olvidar aquel horrible suceso. Lamentablemente no podría alojarla en la hermosa finca que había adquirido en Meersburg, porque allí el obispo Otto von Hachberg tenía un poder aun más ilimitado que en Constanza, que, en su calidad de ciudad libre imperial, debía preservar una cierta independencia. Pero sus socios comerciales en Laufenburg seguramente lo apoyarían y le ayudarían a adquirir una propiedad.
Enfrascado en esos pensamientos, maese Matthis estrechó la mano de su cuñado y se apuró a regresar a su casa con la agilidad de un muchacho.
—Prepara un par de prendas para Marie y dile a Holdwin que enganche el caballo al coche y ensille el caballo de reserva —le gritó a Wina, que lo recibió en la puerta con el rostro pálido de miedo. Ya había subido la escalera hasta la mitad cuando vio que el ama seguía parada en la entrada, inmóvil y tiesa.
—¿Qué es lo que sucede?
—Es el licenciado. Está arriba.
La voz de Wina sonó débil, como si temiera que Ruppert la escuchase.
El rostro de Matthis Schärer se puso morado. El odio que le inspiraba aquel hombre que había dado la razón a los calumniadores de su hija arruinando la vida de su pequeña le hizo bullir la sangre de modo tal que el mundo a su alrededor comenzó a desnivelarse y tuvo que detenerse a tomar aire. Bajó la cabeza, subió las escaleras pisando fuerte y abrió la puerta de su despacho de par en par. Pero no encontró a nadie allí. Cuando se dio vuelta, vio que Linhard salía de la sala, espiaba un instante en la entrada y volvía a retroceder enseguida. Matthis corrió hacia allá e irrumpió en la sala, donde hacía menos de veinticuatro horas había estado celebrando el contrato de matrimonio con Ruppert y sus invitados. Allí encontró al licenciado con el cochero Utz Käffli sentados a su mesa y bebiendo en sus vasos de plata. Linhard, que parecía la personificación del remordimiento, se ocultó tras la espalda del cochero, como buscando protección.
Ruppert se arrellanó en la silla preferida de Matthis con las piernas groseramente abiertas y miró al padre de Marie con una sonrisa burlona.
Matthis Schärer agitó los puños.
—¿Qué estáis haciendo aquí? ¡No toleraré la presencia de un calumniador como vos en mi casa! ¡Vamos, fuera de aquí! Salid ya mismo, y llevaos esta chusma con vos.
El licenciado tomó un pedazo de pergamino que había sobre la mesa y se lo extendió con tal displicencia que parecía que nada hubiese sucedido.
—¿En vuestra casa? Teniendo en cuenta que, de haber desposado a vuestra hija, yo habría recibido una cuantiosa dote y luego vuestra herencia, el tribunal episcopal de Constanza me ha otorgado todo vuestro patrimonio en concepto de indemnización por la ofensa que vos y vuestra hija me habéis infligido, y, por supuesto, también por la pérdida de la herencia futura. De modo que moderad vuestro tono de voz, ya que ahora sois vos quien está de visita aquí.
Mientras Ruppert parecía tan relajado como si estuviese hablando del tiempo, Utz Käffli provocó al dueño de casa.
—Ahora has caído en el mismo lugar donde está tu hija, Matthis Schärer: en el fango.
En ese momento, maese Matthis comprendió la dimensión de la conspiración de la que él y Marie habían sido víctimas. Ahora, cuando ya era demasiado tarde, se dio cuenta de que su Marie jamás había mantenido una relación impropia con Linhard, Utz o cualquier otro hombre.
La desgracia cayó sobre él como una ola de fuego hasta cortarle la respiración y abrasarle las ideas. Habían encarcelado a su hija a pesar de que era inocente, la habían ultrajado salvajemente para poder presentarla ante el tribunal como prostituta. Matthis recordó sus gritos de dolor durante los azotes y casi se ahoga de odio hacia el hombre que le había hecho eso y que ahora, con una sonrisa de superioridad, le ponía delante de sus narices un papel que lo despojaba de todo cuanto poseía. Al parecer, el licenciado Ruppertus Splendidus había planeado todo con una perfección tan diabólica que ahora él, Matthis Schärer, ni siquiera estaba en condiciones de darle a su única hija un pedazo de pan, y menos aun de brindarle un futuro.
—Ahora entiendo. Querías arrojarme a la desgracia desde el principio. Por tu culpa mi hija ha sido desterrada y no tiene patria, tal vez incluso esté muerta.
Ruppert se rió.
—Cúlpate a ti mismo. Cuando te pedí la mano de tu hija, viniste como va una abeja hacia la miel y te paseaste por toda la ciudad, pavoneándote orgulloso por el grandioso yerno que habías ganado. ¿Acaso creíste de verdad que yo me rebajaría a contraer matrimonio con la hija de un ridículo advenedizo?
No pudo continuar, ya que Matthis se abalanzó sobre él, lo tomó por el cuello y comenzó a ahorcarlo con todas sus fuerzas. El licenciado no tenía ninguna oportunidad de defenderse contra la furia desatada de aquel hombre de complexión maciza. El cochero saltó en su ayuda cuando el rostro de Ruppert ya estaba comenzando a ponerse morado. El cochero intentó golpear a Matthis, pero no logró detener al comerciante. Finalmente, tomó su mano derecha y la arrancó de un tirón de la garganta de Ruppert.
Matthis Schärer intentó hacer a un lado al cochero, pero en ese momento sintió un halo ardiente en su cabeza.
Utz aprovechó la ventaja y lo golpeó varias veces con todas sus fuerzas. Maese Matthis lo miró fijamente, con los ojos inyectados de sangre, e intentó decir algo pero su voz ya no lo obedecía. De pronto, cayó pesadamente y quedó tendido en el suelo, inerte.
Utz le dio un par de puntapiés en el cuerpo.
—¡Gracias a Dios! Está listo.
Mientras Linhard observaba a su licenciado con la boca abierta y los ojos desorbitados por el miedo, Ruppert se masajeó el cuello e increpó a Utz.