Read La Regenta Online

Authors: Leopoldo Alas Clarin

La Regenta (64 page)

BOOK: La Regenta
3.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Enciende la lámpara del gabinete y antes hazle pasar a la huerta...—dijo Ana sorprendida y algo asustada.

El Magistral pasó por el patio al

Parque
. Ana le esperaba sentada dentro del cenador. «Estaba hermosa la tarde, parecía de septiembre; no duraría mucho el buen tiempo, luego se caería el cielo hecho agua sobre Vetusta...».

Todo esto se dijo al principio. Ana se turbó cuando el Magistral se atrevió a preguntarle por la jaqueca.

«¡Se había olvidado de su mentira!». Explicó lo mejor que pudo su presencia en el Parque a pesar de la jaqueca.

El Magistral confirmó su sospecha. Le había engañado su dulce amiga.

Estaba el clérigo pálido, le temblaba un poco la voz, y se movía sin cesar en la mecedora en que se le había invitado a sentarse.

Seguían hablando de cosas indiferentes y Ana esperaba con temor que don Fermín abordase el motivo de su extraordinaria visita.

El caso era que el motivo... no podía explicarse. Había sido un arranque de mal humor; una salida de tono que ya casi sentía, y cuya causa de ningún modo podía él explicar a aquella señora.

El Chato, el clérigo que servía de esbirro a doña Paula, tenía el vicio de ir al teatro disfrazado. Había cogido esta afición en sus tiempos de espionaje en el seminario; entonces el Rector le mandaba al
paraíso
para delatar a los seminaristas que allí viera; ahora el Chato iba por cuenta propia. Había estado en el teatro la noche anterior y había visto a la Regenta. Al día siguiente, por la mañana, lo supo doña Paula, y al comer, en un incidente de la conversación, tuvo habilidad para darle la noticia a su hijo.

—No creo que esa señora haya ido ayer al teatro.

—Pues yo lo sé por quien la ha visto.

El Magistral se sintió herido, le dolió el amor propio al verse en ridículo por culpa de su amiga. Era el caso que en Vetusta los beatos y todo el
mundo devoto
consideraban el teatro como recreo prohibido en toda la Cuaresma y algunos otros días del año; entre ellos el de
Todos los Santos
. Muchas señoras abonadas habían dejado su palco desierto la noche anterior, sin permitir la entrada en él a nadie para señalar así mejor su protesta. La de Páez no había ido, doña Petronila o sea El Gran Constantino, que no iba nunca, pero tenía abonadas a cuatro sobrinas, tampoco les había consentido asistir.

«Y Ana, que pasaba por hija predilecta de confesión del Magistral, por devota en ejercicio, se había presentado en el teatro en noche prohibida, rompiendo por todo, haciendo alarde de no respetar piadosos escrúpulos, pues precisamente ella no frecuentaba semejante sitio.... Y precisamente aquella noche...».

El Magistral había salido de su casa disgustado. «A él no le importaba que fuese o no al teatro por ahora, tiempo llegaría en que sería otra cosa; pero la gente murmuraría; don Custodio, el Arcediano, todos sus enemigos se burlarían, hablarían de la escasa fuerza que el Magistral ejercía sobre sus penitentes.... Temía el ridículo. La culpa la tenía él que tardaba demasiado en ir apretando los tornillos de la devoción a doña Ana».

Llegó a la sacristía y encontró al Arcipreste, al ilustre Ripamilán, disputando como si se tratara de un asalto de esgrima, con aspavientos y manotadas al aire; su contendiente era el Arcediano, el señor Mourelo, que con más calma y sonriendo, sostenía que la Regenta o no era devota de buena ley, o no debía haber ido al teatro en noche de
Todos los Santos
.

Ripamilán gritaba:—Señor mío, los deberes sociales están por encima de todo....

El Deán se escandalizó.

—¡Oh! ¡oh!—dijo—eso no, señor Arcipreste... los deberes religiosos... los religiosos... eso es....

Y tomó un polvo de rapé extraído con mal pulso de una caja de nácar. Así solía él terminar los períodos complicados.

—Los deberes sociales... son muy respetables en efecto—dijo el canónigo pariente del Ministro, a quien la proposición había parecido regalista, y por consiguiente digna de aprobación por parte de un primo del Notario mayor del reino.

—Los deberes sociales—replicó Glocester tranquilo, con almíbar en las palabras, pausadas y subrayadas—los deberes sociales, con permiso de usted, son respetabilísimos, pero quiere Dios, consiente su infinita bondad que estén siempre en armonía con los deberes religiosos....

—¡Absurdo!—exclamó Ripamilán dando un salto.

—¡Absurdo!—dijo el Deán, cerrando de un bofetón la caja de nácar.

—¡Absurdo!—afirmó el canónigo regalista.

—Señores, los deberes no pueden contradecirse; el deber social, por ser tal deber, no puede oponerse al deber religioso... lo dice el respetable Taparelli....

—¿Tapa qué?—preguntó el Deán—. No me venga usted con autores alemanes.... Este Mourelo siempre ha sido un hereje....

—Señores, estamos fuera de la cuestión—gritó Ripamilán—el caso es....

—No estamos tal—insistió Glocester, que no quería en presencia de don Fermín sostener su tesis de la escasa religiosidad de la Regenta.

Tuvo habilidad para llevar la disputa al
terreno filosófico
, y de allí al teológico, que fue como echarle agua al fuego. Aquellas venerables dignidades profesaban a la sagrada ciencia un respeto singular, que consistía en no querer hablar nunca de
cosas altas
.

A don Fermín le bastó lo que oyó al entrar en la sacristía para comprender que se había comentado lo del teatro. Su mal humor fue en aumento. «Lo sabía toda Vetusta, su influencia moral había perdido crédito... y la autora de todo aquello, tenía la crueldad de negarse a una cita». Él se la había dado para decirle que no debía confesar por las mañanas, sino de tarde, porque así no se fijaba en ellos el público de las beatas con atención exclusiva.... «Debe usted confesar entre todas, y además algunos días en que no se sabe que me siento; yo le avisaré a usted y entonces... podremos hablar más por largo». Todo esto había pensado decirle aquella tarde, y ella respondía que.... «¡estaba con jaqueca!».—En casa de Páez también le hablaron del escándalo del teatro. «Habían ido varias damas que habían prometido no ir; y había ido Ana Ozores que nunca asistía».

El Magistral salió de casa de Páez bufando; la sonrisa burlona de Olvido, que se celaba ya, le había puesto furioso....

Y sin pensar lo que hacía, se había ido derecho a la plaza Nueva, se había metido en la Rinconada y había llamado a la puerta de la Regenta.... Por eso estaba allí.

¿Quién iba a explicar semejante motivo de una visita?

Al ver que Ana había mentido, que estaba buena y había buscado un embuste para no acudir a su cita, el mal humor de D. Fermín rayó en ira y necesitó toda la fuerza de la costumbre para contenerse y seguir sonriente.

«¿Qué derechos tenía él sobre aquella mujer? Ninguno. ¿Cómo dominarla si quería sublevarse? No había modo. ¿Por el terror de la religión? Patarata. La religión para aquella señora nunca podría ser el terror. ¿Por la persuasión, por el interés, por el cariño? Él no podía jactarse de tenerla persuadida, interesada y menos enamorada de la manera espiritual a que aspiraba».

No había más remedio que la diplomacia. «Humíllate y ya te ensalzarás», era su máxima, que no tenía nada que ver con la promesa evangélica.

En vista de que los asuntos vulgares de conversación llevaban trazas de sucederse hasta lo infinito, el Magistral, que no quería marcharse sin hacer algo, puso término a las palabras insignificantes con una pausa larga y una mirada profunda y triste a la bóveda estrellada.—Estaba sentado a la entrada del cenador.

Ya había comenzado la noche, pero no hacía frío allí, o por lo menos no lo sentían. Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz en el gabinete:

—Bien; allá vamos. El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, no era malo estar al aire libre.

El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la dama que se iba a tratar de algo grave.

Así fue. El Magistral dijo:—Todavía no he explicado a usted por qué pretendía yo que fuese a la catedral esta tarde. Quería decirle, y por eso he venido, además de que me interesaba saber cómo seguía, quería decirle que no creo conveniente que usted confiese por la mañana.

Ana preguntó el motivo con los ojos.

—Hay varias razones: don Víctor, que, según usted me ha dicho, no gusta de que usted frecuente la iglesia y menos de que madrugue para ello, se alarmará menos si usted va de tarde... y hasta puede no saberlo siquiera muchas veces. No hay en esto engaño. Si pregunta, se le dice la verdad, pero si calla... se calla. Como se trata de una cosa inocente, no hay engaño ni asomo de disimulo.

—Eso es verdad.—Otra razón. Por la mañana yo confieso pocas veces, y esta excepción hecha ahora en favor de usted hace murmurar a mis enemigos, que son muchos y de infinitas clases.

—¿Usted tiene enemigos?—¡Oh, amiga mía! cuenta las estrellas si puedes—y señaló al cielo—el número de mis enemigos es infinito como las estrellas.

El Magistral sonrió como un mártir entre llamas.

Doña Ana sintió terribles remordimientos por haber engañado y olvidado a aquel santo varón, que era perseguido por sus virtudes y ni siquiera se quejaba. Aquella sonrisa, y la comparación de las estrellas le llegaron al alma a la Regenta. «¡Tenía enemigos!» pensó, y le entraron vehementes deseos de defenderle contra todos.

—Además—prosiguió don Fermín—hay señoras que se tienen por muy devotas, y caballeros, que se estiman muy religiosos, que se divierten en observar quién entra y quién sale en las capillas de la catedral; quién confiesa a menudo, quién se descuida, cuánto duran las confesiones... y también de esta murmuración se aprovechan los enemigos.

La Regenta se puso colorada sin saber a punto fijo por qué.

—De modo, amiga mía—continuó De Pas que no creía oportuno insistir en el último punto—de modo, que será mejor que usted acuda a la hora ordinaria, entre las demás. Y algunas veces, cuando usted tenga muchas cosas que decir, me avisa con tiempo y le señalo hora en un día de los que no me toca confesar. Esto no lo sabrá nadie, porque no han de ser tan miserables que nos sigan los pasos....

A la Regenta aquello de los días excepcionales le parecía más arriesgado que todo, pero no quiso oponerse al bendito don Fermín en nada.

—Señor, yo haré todo lo que usted diga, iré cuando usted me indique; mi confianza absoluta está puesta en usted. A usted solo en el mundo he abierto mi corazón, usted sabe cuanto pienso y siento... de usted espero luz en la obscuridad que tantas veces me rodea....

Ana al llegar aquí notó que su lenguaje se hacía entonado, impropio de ella, y se detuvo; aquellas metáforas parecían mal, pero no sabía decir de otro modo sus afanes, a no hablar con una claridad excesiva.

El Magistral, que no pensaba en la retórica, sintió un consuelo oyendo a su amiga hablar así.

Se animó... y habló de lo que le mortificaba.

—Pues, hija mía, usando o tal vez abusando de ese poder discrecional (sonrisa e inclinación de cabeza) voy a permitirme reñir a usted un poco....

Nueva sonrisa y una mirada sostenida, de las pocas que se toleraba.

Ana tuvo un miedo pueril que la embelleció mucho, como pudo notar y notó De Pas.

—Ayer ha estado usted en el teatro. La Regenta abrió los ojos mucho, como diciendo irreflexivamente:—¿Y eso qué?

—Ya sabe usted que yo, en general, soy enemigo de las preocupaciones que toman por religión muchos espíritus apocados.... A usted no sólo le es lícito ir a los espectáculos, sino que le conviene; necesita usted distracciones; su señor marido pide como un santo; pero ayer... era día prohibido.

—Ya no me acordaba.... Ni creía que.... La verdad... no me pareció...

—Es natural, Anita, es naturalísimo. Pero no es eso. Ayer el teatro era espectáculo tan inocente, para usted, como el resto del año. El caso es que la Vetusta devota, que después de todo es la nuestra, la que exagerando o no ciertas ideas, se acerca más a nuestro modo de ver las cosas... esa respetable parte del pueblo mira como un escándalo la infracción de ciertas costumbres piadosas....

Ana encogió los hombros. «No entendía aquello.... ¡Escándalo! ¡Ella que en el teatro había llegado, de idea grande en idea grande, a sentir un entusiasmo artístico religioso que la había edificado!».

El Magistral, con una mirada sola, comprendió que su cliente («él era un médico del espíritu») se resistía a tomar la medicina; y pensó, recordando la alegoría de la cuesta:—«No quiere tanta pendiente, hagámosela parecida a lo llano».

—Hija mía, el mal no está en que usted haya perdido nada; su virtud de usted no peligra ni mucho menos con lo hecho... pero... (vuelta al tono festivo) ¿y mi orgullito de médico? Un enfermo que se me rebela... ¡ahí es nada! Se ha murmurado, se ha dicho que las hijas de confesión del Magistral no deben de temer su manga estrecha cuando asisten al
Don Juan Tenorio
, en vez de rezar por los difuntos.

—¿Se ha hablado de eso?—¡Bah! En San Vicente, en casa de doña Petronila—que ha defendido a usted—y hasta en la catedral. El señor Mourelo dudaba de la piedad de doña Ana Ozores de Quintanar....

—¿De modo... que he sido imprudente... que he puesto a usted en ridículo?...

—¡Por Dios, hija mía! ¡dónde vamos a parar! ¡Esa imaginación, Anita, esa imaginación! ¿cuándo mandaremos en ella? ¡Ridículo! ¡Imprudente!... A mí no pueden ponerme en ridículo más actos que aquellos de que soy responsable, no entiendo el ridículo de otro modo... usted no ha sido imprudente, ha sido inocente, no ha pensado en las lenguas ociosas. Todo ello es nada, y figúrese usted el caso que yo haré de hablillas insustanciales.... Todo ha sido broma...; para llegar a un punto más importante, que atañe a lo que nos interesa, a la curación de su espíritu de usted... en lo que depende de la parte moral. Ya sabe que yo creo que un buen médico (no precisamente el señor Somoza, que es persona excelente y médico muy regular), podría ayudarme mucho.

Pausa. El Magistral deja de mirar a las estrellas, acerca un poco su mecedora a la Regenta y prosigue:

—Anita, aunque en el confesonario yo me atrevo a hablar a usted como un médico del alma, no sólo como sacerdote que ata y desata, por razones muy serias, que ya conoce usted; a pesar de que allí he llegado a conocer bastante aproximadamente a la realidad, lo que pasa por usted... sin embargo, creo...—le temblaba la voz; temía arriesgar demasiado—creo... que la eficacia de nuestras conferencias sería mayor, si algunas veces habláramos de nuestras cosas fuera de la Iglesia.

BOOK: La Regenta
3.29Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Christmas Crush by S.C. Wynne
Swimming to Ithaca by Simon Mawer
The Good Soldiers by David Finkel
My Life in Heavy Metal by Steve Almond
In a Lonely Place by Dorothy B. Hughes
03-Strength of the Mate by Kendall McKenna
Further Than Passion by Cheryl Holt
Book of Numbers: A Novel by Joshua Cohen