A Dris Larbi no le gustaba meterse en la vida privada de sus chicas. O al menos eso me dijo. Era un hombre tranquilo, atento al negocio, partidario de que cada cual se lo montara a su aire, siempre y cuando no le endosaran a él la nota de gastos. Tan apacible era, contó, que hasta se había dejado la barba para contentar a su cuñado: un integrista pelmazo que vivía en Nador con la hermana y cuatro sobrinos. Poseía el DNI español y la nequa marroquí, votaba en las elecciones, mataba su cordero el día de Aid el Adha y pagaba impuestos sobre los beneficios declarados de sus negocios oficiales: no era mala biografía para alguien que había cruzado la frontera a los diez años con una caja de limpiabotas bajo el brazo y menos papeles que un conejo de monte. Precisamente ese punto, el de los negocios, había obligado a Dris Larbi a considerar una y otra vez la situación de Teresa Mendoza. Porque la Mejicana terminó convirtiéndose en algo especial. Llevaba la contabilidad del Yamila y conocía algunos secretos de la empresa. Además, tenía cabeza para los números, y eso era de mucha utilidad en otro orden de cosas. A fin de cuentas, los tres clubs de alterne que el rifeño tenía en la ciudad eran parte de negocios más complejos, que incluían facilitar el tráfico ilegal de inmigrantes —él decía tránsito privado— a Melilla y a la Península. Eso abarcaba cruces por la valla fronteriza, pisos francos en la Cañada de la Muerte o en casas viejas del Real, sobornos a los policías de guardia en los puestos de control, o expediciones más complejas, veinte o treinta personas por viaje, con desembarcos clandestinos en las playas andaluzas mediante pesqueros, lanchas o pateras que salían de la costa marroquí. Más de una vez le habían propuesto a Dris Larbi aprovechar la infraestructura para transportar algo más rentable; pero él, además de buen ciudadano y buen musulmán, era prudente. La droga estaba bien y era dinero rápido; pero trabajar ese género, cuando se era conocido y con cierta posición a este lado de la frontera, implicaba pasar tarde o temprano por un juzgado. Y una cosa era engrasar a un par de policías españoles para que no pidieran demasiados papeles a las chicas o a los inmigrantes, y otra muy distinta comprar a un juez. Prostitución e inmigración ilegal tenían menos ruina que cincuenta kilos de hachís en unas diligencias policiales. Menos malos rollos. El dinero venía mas despacio, pero gozabas de libertad para gastártelo y no se iba en abogados y otras sanguijuelas. Por su cara que no.
La había seguido un par de veces, sin ocultarse demasiado. Haciéndose el encontradizo. También había hecho averiguaciones sobre aquel individuo: gallego, visitas a Melilla cada ocho o diez días, una lancha rápida Phantom pintada de negro. No era preciso ser enólogo, o etnólogo, o como se dijera, para deducir que líquido y en tetrabrik sólo podía ser vino. Un par de consultas en los lugares adecuados permitieron establecer que el fulano vivía en Algeciras, que la planeadora estaba registrada en Gibraltar, y que se llamaba, o lo llamaban —en ese ambiente era difícil saber— Santiago Fisterra. Sin antecedentes penales, contó confidencial un cabo de la Policía Nacional muy aficionado, por cierto, a que las chicas de Dris Larbi se la mamaran en horas de servicio dentro del coche patrulla. Todo eso permitió que el jefe de Teresa Mendoza se hiciera una idea aproximada del personaje, considerándolo bajo dos aspectos: inofensivo como cliente del Yamila, incómodo como íntimo de la Mejicana. Incómodo para él, claro.
Pensaba en todo eso mientras observaba a la pareja. Los había visto de modo casual desde su automóvil paseando cerca del puerto, en el Mantelete, junto a las murallas de la ciudad vieja; y tras seguir adelante un trecho maniobró para regresar de nuevo, aparcar e ir a tomar un botellín a la esquina del Hogar del Pescador. En la placita, bajo un arco antiquísimo de la fortaleza, Teresa y el gallego comían pinchos morunos sentados junto a una de las tres desvencijadas mesas de un chiringuito. Hasta Dris Larbi llegaba el aroma de la carne especiada sobre las brasas, y tuvo que reprimirse —no había almorzado— para no ir hasta allí y pedir algo. A su lado marroquí lo volvían loco los pinchitos.
En el fondo todas son iguales, se dijo. No importa lo serenas que parezcan, cuando se les cruza una buena herramienta se lían la manta a la cabeza y no atienden a razones. Estuvo un rato mirándola de lejos, con la Mahou en la mano, intentando relacionar a la joven que él conocía, la mejicanita eficiente y discreta detrás del mostrador, con aquella otra vestida con tejanos, zapatos de tacón muy alto y una chaqueta de cuero, el pelo con la raya en medio, liso y tirante hacia atrás para recogerse en la nuca a la manera de su tierra, que conversaba con el hombre sentado junto a ella a la sombra de la muralla. Una vez más pensó que no era especialmente bonita sino del montón; pero que según se arreglara, o según qué momento, podía serlo. Los ojos grandes, el pelo tan negro, el cuerpo joven al que le sentaban bien los pantalones ajustados, los dientes blancos y sobre todo la manera dulce de hablar, y la forma en que escuchaba cuando le decías algo, callada y seria como si pensara, de manera que te sentías atendido, y casi importante. Sobre el pasado de Teresa, Dris Larbi sabía lo imprescindible, y no deseaba más: que tuvo problemas serios en su tierra, y que alguien con influencias le procuró un sitio donde ocultarse. La había visto bajar del ferry de Málaga con su bolsa de viaje y el aire aturdido, desterrada a un mundo extraño del que ignoraba las claves. A esta palomita se la comen en dos días, llegó a pensar. Pero la Mejicana había demostrado una singular capacidad de adaptarse al terreno; como esos soldados jóvenes de origen campesino, acostumbrados a sufrir bajo el sol y el frío, que luego, en la guerra, resisten cualquier cosa y son capaces de soportar fatigas y privaciones, enfrentándose a cada situación como si hubieran pasado la vida en ella.
Por eso lo sorprendía su relación con el gallego. No era de las que se enredaban con un cliente o con cualquiera, sino de las resabiadas. De las que se lo pensaban. Y sin embargo allí estaba, comiendo pinchos morunos sin apartar los ojos del tal Fisterra; que tal vez tuviese futuro por delante —el propio Dris Larbi era una prueba de que podía llegar a medrarse en la vida—, pero de momento no tenía donde caerse muerto, y lo más probable eran diez años en cualquier prisión española o marroquí, o un navajazo en una esquina. Es más: estaba seguro de que el gallego tenía que ver con las recientes e insólitas peticiones de Teresa de asistir a algunas de las fiestas privadas que Dris Larbi organizaba a uno y otro lado de la frontera. Quiero ir, propuso ella sin más explicaciones; y él, sorprendido, no pudo ni quiso negarse. Vale, de acuerdo, por qué no. El caso es que allí había estado, en efecto, ver para creer, la misma que en el Yamila iba de estrecha y de seria detrás de la barra, muy arreglada ahora y con mucho maquillaje y bien guapa, con aquel mismo peinado de raya en medio muy tirante hacia atrás y un vestido negro de falda corta, escotado, de esos que se pegan a un cuerpo que no estaba mal, y sobre el tacón alto unas piernas —nunca antes Dris Larbi la había visto así— en realidad bastante potables. Vestida para matar, pensó el rifeño la primera vez, cuando la recogió con un par de coches y cuatro chicas europeas para llevarla al otro lado de la frontera, más allá de Mar Chica, a un chalet de lujo junto a la playa de Kariat Árkeman. Después, metidos en jarana —un par de coroneles, tres funcionarios de alto rango, dos políticos y un rico comerciante de Nador—, Dris Larbi no le había quitado ojo a Teresa, curioso por averiguar lo que llevaba entre manos. Mientras las cuatro europeas, reforzadas por tres jovencísimas marroquíes, entretenían a los invitados de manera convencional en aquel tipo de situaciones, Teresa entabló conversación un poco con todo el mundo, en español y también en un inglés elemental que hasta ese momento Dris Larbi ignoraba que ella controlara, y que él desconocía por completo salvo las palabras goodmorning, goodbye, fuck y money. Teresa estuvo toda la noche, observó desconcertado, tolerante y hasta simpática de aquí para allá, como tanteando con cálculo el terreno; y tras esquivar el avance de uno de los políticos locales, que a esas horas iba ya bastante cargado de todo lo ingerible en estado sólido, líquido y gaseoso, terminó decidiéndose por un coronel de la Gendarmería Real llamado Chaib. Y Dris Larbi, que como esos maîtres eficientes de hoteles y restaurantes se mantenía en discreto aparte, un toque aquí y otro allá, una indicación de cabeza o una sonrisa, procurando que todo transcurriese a gusto de sus invitados —tenía una cuenta bancaria, tres puticlubs que mantener y docenas de emigrantes ilegales esperando luz verde para ser transportados a España—, no pudo menos que apreciar, como experto en relaciones públicas, la soltura con que la Mejicana se trajinaba al gendarme. Que no era, y eso lo advirtió preocupado, un militar cualquiera. Porque todo traficante que pretendiera mover hachís entre Nador y Alhucemas tenía que pagarle un impuesto adicional, en dólares, al coronel Abdelkader Chaib.
Teresa aún asistió a otra fiesta, un mes más tarde, donde se encontró de nuevo con el coronel marroquí. Y mientras los observaba charlar aparte y en voz baja en un sofá junto a la terraza —esta vez se trataba de un lujoso ático en uno de los mejores edificios de Nador—, Dris Larbi empezó a asustarse y decidió que no habría una tercera vez. Llegó a pensar incluso en despedirla del Yamila; pero se veía atado por ciertos compromisos. En aquella compleja cadena de amigos de un amigo, el rifeño no controlaba las causas últimas ni los eslabones intermedios; y en esos casos más valía ser cauto y no incomodar a nadie. Tampoco podía negar cierta simpatía personal por la Mejicana: ella le caía bien. Pero eso no incluía facilitarle las gestiones al gallego ni a ella los polvos con sus contactos marroquíes. Sin contar con que Dris Larbi procuraba mantenerse lejos de la planta del cannabis en cualquiera de sus formas y transformaciones. Así que nunca más, se dijo. Si ella quería cascársela a Abdelkader Chaib o cualquier otro por cuenta de Santiago Fisterra, no era él quien iba a poner la cama.
La previno como él solía hacer esas cosas, sin meterse mucho. Dejándolo caer. En cierta ocasión en que salían juntos del Yamila y bajaron caminando hasta la playa mientras conversaban sobre una entrega de botellas de ginebra que debía hacerse por la mañana, al llegar a la esquina del paseo marítimo Dris Larbi vio al gallego que esperaba sentado en un banco; y sin transición, a medio comentario sobre las cajas de botellas y el pago al proveedor, dijo: ése es de los que no se quedan. Nada más. Luego guardó silencio un par de segundos antes de seguir hablando de las cajas de ginebra, y también antes de darse cuenta de que Teresa lo miraba muy seria; no como si no entendiera, sino desafiándolo a seguir, hasta el punto de que el rifeño se vio obligado a encogerse de hombros y añadir algo: o se van o los matan.
—Qué sabrás tú de eso —había dicho ella.
Y lo dijo con un tono de superioridad y un cierto desdén que hicieron sentirse a Dris Larbi un poco ofendido. Qué se habrá creído esta apache estúpida, llegó a pensar. Abrió la boca para decir una grosería, o quizá —no lo tenía decidido— para comentarle a la mejicanita que él de hombres y de mujeres sabía unas cuantas cosas después de pasar un tercio de su vida traficando con seres humanos y con coños; y que si no le parecía bien, estaba a tiempo de buscarse otro curro. Pero se quedó callado porque creyó comprender que ella no se refería a eso, a los hombres y las mujeres y a los que te follan y desaparecen, sino a algo más complicado de lo que él no estaba al corriente; y que en ocasiones, si uno era capaz de observar ese tipo de cosas, se traslucía en la forma de mirar y en los silencios de aquella mujer. Y esa noche, junto a la playa donde aguardaba el gallego, Dris Larbi intuyó que el comentario de Teresa tenía menos que ver con los hombres que se van que con los hombres a los que matan. Porque, en el mundo del que ella procedía, que te mataran era una forma de irse tan natural como otra cualquiera.
Teresa tenía una foto en el bolso. La llevaba en la cartera desde hacía mucho tiempo: desde que el Chino Parra se la hizo a ella y al Güero Dávila un día que celebraban su cumpleaños. Estaban los dos solos en la foto, él llevaba puesta la chamarra de piloto y le pasaba un brazo por los hombros. Se veía bien chilo riéndose frente a la cámara, con su facha de gringo flaco y alto, la otra mano colgada por el pulgar en la hebilla del cinturón. Su gesto risueño contrastaba con el de Teresa, que apuntaba sólo una sonrisa entre inocente y desconcertada. Contaba apenas veinte años entonces, y además de chavisima parecía frágil, con los ojos muy abiertos ante el flash de la cámara, y en la boca aquella mueca algo forzada, que no llegaba a contagiarse de la alegría del hombre que la abrazaba. Tal vez, como ocurre en la mayor parte de las fotografías, la expresión era casual: un instante cualquiera, el azar fijado en la película. Pero cómo no aventurarse ahora, con la lección sabida, a interpretar. A menudo las imágenes y las situaciones y las fotos no lo son del todo hasta que llegan los acontecimientos posteriores; como si quedaran en suspenso, provisionales, para verse confirmadas o desmentidas más tarde. Nos hacemos fotos, no con objeto de recordar, sino para completarlas después con el resto de nuestras vidas. Por eso hay fotos que aciertan y fotos que no. Imágenes que el tiempo pone en su lugar, atribuyendo a unas su auténtico significado, y negando otras que se apagan solas, igual que si los colores se borraran con el tiempo. Aquella foto que guardaba en la cartera era de las que se hacen para que luego adquieran sentido, aunque nadie sepa eso cuando la hace. Y al cabo, el pasado más reciente de Teresa daba a esa vieja instantánea un futuro inexorable, al fin consumado. Ya era fácil, desde esta orilla de sombras, leer, o interpretar. Todo parecía obvio en la actitud del Güero, en la expresión de Teresa, en la sonrisa confusa motivada por la presencia de la cámara. Ella sonreía para agradar a su hombre, lo justo —ven aquí, prietita, mira el objetivo y piensa en lo que me quieres, mi chula—, mientras se le refugiaba en los ojos el presagio oscuro. El presentimiento.
Ahora, sentada junto a otro hombre al pie de la Melilla antigua, Teresa pensaba en esa foto. Pensaba en ella porque apenas llegados allí, mientras su acompañante encargaba los pinchitos al moro del hornillo de carbón, un fotógrafo callejero con una vieja Yashica colgada al cuello se les había acercado, y cuando le decían que no, gracias, ella se preguntó qué futuro podrían leer un día en la foto que no iban a hacerse, si la contemplaran años más tarde. Qué signos iban a interpretar, cuando todo se hubiera cumplido, en aquella escena junto a la muralla, con el mar resonando a pocos metros, el oleaje batiendo las rocas tras el arco del muro medieval que dejaba ver un trozo de cielo azul intenso, el olor a algas y a piedra centenaria y a basura de la playa mezclándose con el aroma de los pinchitos especiados dorándose sobre las brasas.