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Authors: María Gudín

Tags: #Fantástico, Histórico, Romántico

La reina sin nombre (28 page)

BOOK: La reina sin nombre
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—¿Adónde iré? Ahora Albión es el lugar al que pertenezco. Iré contigo. Adonde tú vayas, iré yo. No soy de vuestra raza pero siempre he vivido entre los albiones, quiero estar contigo… —después seguí como dudando— siempre.

Él sonrió, su blanca dentadura brilló al sol, y de sus ojos salió un rayo de contento. Nunca le había visto así, las privaciones y dolores de los últimos meses se trocaron en mi corazón en una gran alegría. Hubiéramos seguido así mirándonos bajo los árboles y junto al río pero oímos las voces de los hombres que lo reclamaban. Los de Arán nos contemplaban divertidos. Al fin, él, con un suspiro, se volvió a sus hombres que le llamaban.

—¡Capitán! ¡Se van los prisioneros!

—Sí, Tibón, dejadles ir, no podemos llevar a tantos cautivos hasta Albión. Seguiremos nuestro camino, allí nos esperan.

Recogieron a los heridos y enterraron a los muertos. Aster supervisaba la operación. Revisé las heridas de los caídos en la batalla, la mayoría no estaban tan graves como para no poder cabalgar. Mientras curaba a uno y a otro, mi corazón estaba lleno de paz, sólo levemente oscurecido por una sombra: la copa, la copa de Enol perdida que llevaría a su dueño a la ruina o a la felicidad.

Los hombres acabaron de enterrar a los muertos y yo de ver a los heridos. Después Aster ordenó que me cedieran uno de los caballos de los caídos en la lucha.

—A ver, hija de druida, te enseñaré a montar en este penco —dijo Fusco.

Intentaba subirme al caballo y me caía una y otra vez. Fusco reía y Lesso se sumó a sus carcajadas. Se acercó Tibón a ver qué estaba pasando.

—Nunca ha montado nada más que en una mula.

Me molestaba que se riesen de mí, más aún cuando tras haber montado en la mula y en el caballo de Tassio yo pensaba que sabía cabalgar. Sin embargo, era muy distinto trotar en una mula o en el percherón de Tassio, que en el nervioso caballo negro, guiado siempre antes por un guerrero de mano nervuda y fuerte.

Entonces noté una mano que me cogía por la cintura, un hombre más alto que yo, que me tomaba por detrás y me levantaba como una pluma hasta el caballo. Era Aster.

—¡So…! ¡Caballo…! Tranquilo, caballo.

Él tenía un don especial para amansar bestias. Vi su mano de dedos largos y fuertes acariciar el cuello del caballo; después me cogió la mano.

—Acaríciale. Le tranquilizarás.

Deseé que él no me soltase la mano. Luego, torpemente, acaricié la cerviz del caballo, que relinchó suavemente como un quejido. Después Aster tomó las riendas desde abajo y le hizo trotar suavemente. Los demás hombres le miraban asombrados pero contentos. Nunca habían visto a su jefe y señor en aquella actitud, como jugando con el caballo y conmigo.

—Ponle al trote —dijo—, no te tirará.

Le dio una palmada a la grupa del caballo y yo me mantuve en él, haciendo un esfuerzo.

—Vamos, en marcha.

Emprendimos el regreso hacia el norte y hacia el oeste. Me cansaba cabalgar porque, aunque el penco se portaba bien, yo notaba las piernas doloridas por la falta de costumbre. Al llegar a la parte más alta de la montaña, me paré y bajé del caballo para descansar; los hombres sonrieron compadecidos de mi falta de pericia. Sola en aquel altozano, divisé los valles amarillos y lejanos que quedaban ya atrás. Me alejé de la meseta sin tristeza alguna.

Al frente de la comitiva, abriendo camino, cabalgaba Aster. Los días eran claros, con una brisa fresca que procedía del Cantábrico, al mediodía el sol calentaba nuestros cuerpos y los espíritus se esponjaban por la alegría. A menudo los hombres cantaban una trova de tiempos inmemoriales, de batallas y de guerra.

Regresábamos hacia el castro en el Eo, atravesando la elevada cordillera de Vindión. Aquellos días de fines de otoño nos mostraron todo su esplendor y vimos cómo las hojas de los árboles de la montaña se cubrían de carmín, de tonos anaranjados y rojizos. Así se encontraba mi corazón, lleno de una vergüenza nueva y de una inquietud ya conocida para mí.

Seguimos el curso del río hacia su cabecera, la corriente se alejaba de nosotros y se hundía hacia abajo en la meseta. Pronto se hizo de noche.

Hicieron una gran fogata, Tibón comenzó a tocar una melodía antigua y dulce con su flauta. Las notas se elevaban al cielo, de las gargantas de muchos de los hombres surgió un cántico de años pasados, cuando los padres de los pueblos de las montañas de Vindión cruzaron el mar y llegaron a Tarsis, la ciudad de oro. Después las canciones hablaron de los viajes de los hijos de Aster hacia las islas del norte, donde encontraron su destino en forma de una diosa. En el cielo iban apareciendo las estrellas poco a poco. El cántico me llevaba una y otra vez hacia Aster, y a menudo notaba que él también fijaba sus ojos en mí.

Poco a poco murieron las notas de las canciones. Los hombres dormían pero yo acurrucada junto al fuego no podía conciliar el sueño. En la hoguera, las llamas fueron apagándose y quedó solamente el rescoldo de las brasas. En la noche, se oía únicamente chisporrotear los restos de la fogata y, más allá, el gorgoteo continuo del agua de un río cercano.

Me parece que es hoy cuando me levanto de mi lecho de hojarasca atraída por el ruido del agua, salgo del claro y veo en el cielo las estrellas de la noche desdibujadas por el fulgor de la luna que brilla alto en el firmamento.

Noto aún ese momento. Me abrigo con la capa de pieles que Lesso me ha dado y me siento junto al río. La luna riela en el agua. Soy feliz, no sé cuál es el motivo, quizá la noche o la luz de la luna o el ruido del agua. En ese momento de felicidad advierto a Aster junto a mí.

—Jana, hija de los manantiales, ¿no duermes?

—No puedo.

—Yo tampoco —dijo él—. ¿Miras el reflejo de la luna en el agua?

—Sí —contesté como si estuviese esperando su presencia—. La luna cambia la noche. La hace más amable y suave, borra los miedos.

—¿A qué tienes miedo?

—A perder este momento… a que algo me vuelva a separar de ti.

—No podremos estar juntos al volver a Albión.

—Me conformo con estar cerca de ti.

—Entonces… ¿no quieres conocer nuevos mundos?

—Ya no.

Mi negativa sonó dulce. Él se arrodilló a mi lado y me tomó la mano; después la soltó y se sentó junto a mí. Lanzó una piedra plana hacia el río y la piedra, iluminada por la luna, voló sobre el agua trazando tres arcos en el aire; tocó la estela que formaba el brillo de la luna sobre el agua sin romperla.

—Ves… la estela de la luna no cambia —dijo—, sólo el agua va mudando. Así somos nosotros, tú y yo, tú eres el reflejo de la luna sobre el agua en una noche oscura; yo soy esa agua oscura que discurre sin fin. Calmas la tristeza que me atenaza a menudo el corazón.

No entendí lo que me decía. Lo hice mucho más tarde. Pero en aquel momento supe que sus palabras hablaban de amor y de contrariedades. Después me sentí triste, pensé en las dificultades que habíamos atravesado y también en la copa de Enol, perdida ya quizá para siempre.

—Aster, la copa de Enol. Se ha perdido. Hay alguien que la busca.

Él se puso serio y pensativo.

—¿Quién podrá ser?

—Un hombre del sur, me quería a mí y a la copa. Sabía dónde se hallaba escondida, ¿sería Lubbo?

—Lubbo está al oeste, en Bracea, con Kharriarhico.

—Pues entonces… no sé quién la busca. Hablaron de un hombre llamado Juan… Juan de Besson.

—No he oído hablar de él.

—¡Oh, Aster! He descubierto que esa copa puede usarse para el bien pero también puede hacer daño a quien no sabe utilizarla, un hombre murió…

Le expliqué lo que había ocurrido cuando los bagaudas tomaron el vino en la copa.

—Ahora entiendo por qué Enol no quería que cayese en manos de Lubbo, también creo que lo importante no es el contenido de la copa sino el ánimo con el que se bebe de ella.

Después no hablamos más, permanecimos el uno junto al otro oyendo el ruido del agua correr e iluminados por la luna. Las horas de la noche transcurrieron lentamente, las estrellas fueron cambiando su lugar en el cielo y nosotros seguíamos allí, sin separarnos, casi sin hablar, dejando que las constelaciones siguieran su curso en el firmamento; sin esperar nada, sin desear nada más que todo permaneciese eternamente igual.

Tras varios días de marcha, cruzamos las nevadas montañas de Vindión. A lo lejos, el monte Cándamo con sus laderas cubiertas por fresnos, olmos, chopos y sauces. La comitiva marchaba deprisa, todos estaban deseosos de llegar a la costa, al gran castro junto al Eo. Todos menos Aster y yo. Por las noches, nos alejábamos del fuego de los hombres y sin que nadie nos observase hablábamos como en aquellos días en el bosque de Arán. Supe muchas cosas de él. Le escuchaba sin interrumpirle, me contó de Ongar y de sus gentes, de los monjes de la cueva, de las luchas en Montefurado, de los hombres de las rocas, de las diferentes familias en Albión y sus disputas. Nunca hablaba de su padre.

Aquel día, por primera vez cabalgamos junto, ya no nos importaba que los demás nos viesen en una especial intimidad, íbamos a la cabecera de los hombres. Detrás, los de Arán guardaban nuestras espaldas. Al llegar a aquel repecho del camino, recuerdo cómo Aster cambió su expresión y con un gesto me indicó que le siguiera, dejando atrás al resto de la comitiva.

Lesso, Tassio y Fusco entendieron que queríamos estar solos y retrasaron el paso del resto de los hombres, nosotros seguimos adelante flanqueados por las crestas nevadas de la cordillera, sin percibir que nos encontrábamos prácticamente solos. Entonces él, que me precedía, se detuvo y miró al frente a la gran montaña.

Con fuerza, como pidiendo ayuda, me gritó:

—Ven conmigo.

Espoleó su caballo, y yo le seguí con dificultad. Al llegar a lo más alto de la montaña, desmontamos junto a unos pinos, allí atamos los caballos y proseguimos andando entre riscos, en un lugar donde la vegetación era rala. Aún siento cómo aquel sol de otoño tardío calienta mis espadas y puedo ver en mi imaginación cómo, a un lado, los picos de piedra gris se elevan rasgados por estratos de roca calcárea.

Aster calla y su silencio es angustiado. Seguimos caminando, el ascenso se me hace costoso. Él no se cansa, camina por delante fuerte y erguido y yo jadeo tras él. Miro con cuidado el suelo, mi falda larga a veces se me engancha entre las piedras. He de mirar con cuidado dónde sitúo el paso. Mi pie tropieza y las medias de lana, bajo las calzas de cuero, se desgarran por las zarzas. Hemos de subir a una roca, él me espera, me coge con sus brazos y me eleva. Me sonríe animándome, pero sigue caminando. Tiene prisa, intuyo que algo le impulsa a encontrar un lugar de las montañas. Llegamos al fin a otro valle y veo al frente multitud de picos irregulares de piedra. Aquellas montañas son tan altas que no han sido exploradas, quizá sólo los hombres de Ongar se atreven a llegar allí. Mas lejos las montañas son más bajas y abren paso a un valle labrado por las nieves de invierno. Allí la hierba es más mullida y las ovejas abrevan en un riacho, entre piedras calizas.

Dejamos de lado dos picos tan elevados que es imposible ascenderlos y al otro lado del collado continúa un camino hacia otra cumbre, es un camino estrecho pero transitado, sube gradualmente rodeado por las faldas de la montaña. El sendero se aleja cumbreando la montaña hasta que, antes de llegar a la cima, tuerce y la rodea. Tras el pico se esconde el monte Cándamo. Y allí vive un dios.

Al mirar el sendero que rodea la montaña, Aster se detiene y se vuelve hacia mí. En él algo se ha abierto, algo profundo y encerrado en su alma que nunca antes ha sido revelado a nadie.

—¿Ves ese sendero que se aleja elevándose hacia el monte? —me señala—. Allá a lo lejos, tras el monte Cándamo, está Ongar. Huíamos hacia allí, escapando de Lubbo. Allí, en aquellas piedras, a mitad de camino hacia la cumbre, tuvo lugar la batalla.

—¿Qué ocurrió?

—Allí murieron mi madre y mis hermanos. Me cogieron prisionero.

De pie en lo alto del monte, Aster parecía ver el pasado. Como en el bosque de Arán, se apoyó en mí, bajó la cabeza y calló. Pasó un tiempo. Después, sin hablar todavía, nos sentamos en la hierba verde pero seca por el calor, uno al lado del otro. Él dirigió la mirada a lo lejos y habló:

—Yo caminaba delante con un grupo pequeño de hombres, no tendría más de doce años. Albión estaba rodeado de suevos, su fin parecía inminente. Mi padre, Nicer, determinó que las mujeres y los niños que quedaban en el castro salieran hacia Ongar, por uno de los pasajes subterráneos que horadan la ciudad. Yo iba con los hombres de la expedición. Mi padre se despidió de mí, recuerdo aún hoy como me indicó que debía ser valiente y que debía proteger a mi madre. Ante aquellas palabras de mi padre me sentí lleno de coraje y capaz de todo. Salimos de noche por un camino escondido. Burlamos la vigilancia de los hombres de Lubbo y caminamos dos días, íbamos despacio, mi padre había ordenado que se evacuara la ciudad poco a poco, la lucha en las murallas y afuera en la costa era encarnizada, él no sabía cuánto iban a poder resistir. La primera que abandonó la ciudad fue mi madre, iría hacia Ongar, a las montañas blancas y altas, al este de donde procedía su familia. Si aquella expedición salía bien, otros huirían después. Caminábamos lentamente en una comitiva alargada. Detrás, los niños y las mujeres, algunos a pie y otros en carros. Delante nosotros, los jóvenes guerreros, no éramos más de veinte hombres, ninguno pasaba la veintena, poco diestros todavía en el manejo de las armas.

Aster se detuvo, y se miró las manos, recias, con cicatrices de lucha. Yo imaginé las manos de Aster, adolescentes, suaves y no curtidas aún por la brega, cargando con una espada de peso quizá superior a sus fuerzas. El hijo de Nicer prosiguió lentamente:

—Llegamos a este lugar. Recuerdo que, al mirar atrás, las nubes se arremolinaban preludiando tormenta, y que el ambiente pasaba de estar oscuro a ser gris o azul transparente. Era un día extraño. Mi madre caminando delante, mi hermano Nicer de unos tres años revolviéndose en sus brazos, a veces gritaba. Veo cómo los bosques quedan atrás, ya no nos protegen, a la vegetación se impone la roca, el lugar era como ahora un páramo yermo y elevado, con los valles al fondo. Nada nos ocultaba del enemigo; no lo sabíamos, pero los traidores nos aguardaban, no lejos de aquí. Detuvimos la marcha porque muchos estaban cansados. Ongar no está lejos, oculta entre los montes de piedra, con su entrada escondida a través de los siglos, y protegida por desfiladeros. Mi madre cogió al pequeño Nicer entre sus brazos y le dio algo de comer. Él se aprieta contra mi madre y ella lo acaricia; está saciado, ríe y da palmas. Ya es un niño grande, pesa ya mucho en los brazos de Baddo, mi madre. Ella lo deja entre la paja del carro, con los otros, y el viejo criado procedente de Ongar sonríe entre sus barbas canosas al chico. Doy una orden y se reemprende la marcha. Mi madre camina tras el carro mirando al niño. El camino asciende por la cumbre, en las faldas de la montaña pacen caballos salvajes de grandes patas lanosas y blancas, como aquellos que aún se ven allí. Yo sabía que al llegar a la cumbre podríamos ver el mar y que más adelante el camino se haría más fácil. Presiento algo y giro la cabeza, mi madre mira en mi dirección. De pronto, unos gritos salvajes, precipitándose por detrás desde el otro lado del collado. Mi madre, los niños, los ancianos y la carga están entre ellos y mi pequeño ejército de una veintena de hombres, entonces diviso una multitud de mercenarios suevos descendiendo de la montaña. Se dirigen hacia mi madre y los otros. Las flechas salen de sus arcos por centenares, atraviesan el cielo. Grito a los jóvenes guerreros que me acompañan, que vuelvan atrás, mientras tanto mi madre y los demás son rodeados. Ella cae, herida por una flecha, a mis hermanos los acuchillan, un guerrero cuado coge a mi madre malherida y la agarra por los cabellos. Le da un tajo en la garganta y la degüella, los demás gritan. Nos lanzamos contra ellos, llenos de horror y ciegos de rabia; allí luchamos, con denuedo, con desesperación. Sin experiencia. Pronto nos rodearon. El capitán Ogila evitó mi fin porque me quería prisionero en Albión. El resto de la historia quizá la has oído.

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