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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

La reina suprema (22 page)

BOOK: La reina suprema
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Marchó hacia la puerta. Ginebra corrió a sujetarlo por el brazo.

—¿No estás enfadado?

—¿Enfadado? ¿Viéndote enferma y abrumada? —Le dio un beso en la frente—. Pero no hablemos más de esto, Ginebra. Y ahora tengo que irme. Te enviaré a Kevin; su música te animará.

Le dio otro beso y se fue. Ginebra se sentó frente al estandarte y empezó a trabajar frenéticamente.

Al día siguiente, ya tarde, se presentó Kevin, arrastrando su cuerpo contrahecho con ayuda de un bastón. El arpa, colgada de un hombro, acentuaba su aspecto de jorobado monstruoso. Ginebra creyó ver que arrugaba la nariz en un gesto de asco: súbitamente vio la habitación a través de sus ojos, atestada de enseres y con el aire viciado. Cuando levantó una mano en el gesto de la bendición druídica, Ginebra se apartó con temor: podía aceptarlo del venerable Taliesin, pero de Kevin no. Temiendo que pudiera embrujarlos, a ella y a su recién nacido, se persignó secretamente.

Elaine se ofreció cortésmente:

—Permitid que os ayude con el instrumento, maestro arpista.

Kevin se aparto, aunque su voz de cantante sonó muy amable:

—Os lo agradezco, pero nadie puede tocar a mi señora. Si la llevo a cuestas cuando apenas puedo caminar, ¿no creéis que es por algún motivo?

La muchacha inclinó la cabeza como un niño reprendido.

—No quise ofenderos, señor.

—Por supuesto. No podíais saberlo. —Y se retorció penosamente hasta depositar el arpa en el suelo—. Sois la hija del rey Pelinor, ¿verdad, señora? ¿Estáis tejiendo un estandarte para vuestro padre?

Ginebra se apresuró a intervenir.

—El estandarte es para Arturo.

Kevin lo admiró como si fuera la primera labor de una criatura.

—Es bello y quedará muy bonito en algún muro de Camelot, señora, pero no dudo que Arturo llevará el estandarte del Pendragón, como su padre antes. Pero a las señoras no les gusta hablar de batallas. ¿Queréis que toque para vosotras?

Acercó las manos a las cuerdas y comenzó a tocar. Tocó largo rato en la penumbra, y Ginebra se sintió transportada a un mundo donde no había diferencias entre lo pagano y lo cristiano, entre la guerra y la paz, donde el espíritu humano refulgía en la oscuridad como una llama votiva. Cuando se apagaron las últimas notas no pudo hablar; Elaine lloraba quedamente. Al fin dijo:

—Es imposible expresar en palabras lo que nos habéis dado, maestro arpista. No lo olvidaré jamás.

La sonrisa torcida de Kevin pareció burlarse por un momento de sus emociones.

—Veo que tenéis la lira de la señora Morgana —comentó dirigiéndose a Elaine.

—Soy la peor entre las principiantes —dijo la muchacha—. Me gusta tocar, pero a nadie le daría placer escucharme.

—Eso no es cierto —dijo Ginebra—; sabéis que nos gusta.

Kevin sonrió.

—El arpa es el único instrumento que nunca suena mal, por torpe que sea el músico. Tal vez por eso ha sido consagrada a los dioses.

Ginebra apretó los labios: ¿tenía que malograr el placer de aquella hora mencionando a sus infernales dioses? Al fin y al cabo, ese hombre era un sapo deforme que, sin su música, jamás habría podido sentarse a una mesa respetable. Que Elaine charlara con él si quería.

—Aquí hace más calor que en el infierno —dijo abriendo la puerta con irritación.

A través del cielo, ya oscurecido, flameaban lanzas de luz que parecían disparadas desde el norte. Su grito atrajo a Elaine y a la criada. Incluso Kevin, que estaba enfundando su instrumento, se arrastró hasta la puerta.

—¡Oh, qué es esto! —exclamó Ginebra—. ¿Qué presagia?

Kevin respondió en voz baja:

—Los hombres del norte dicen que son los destellos de las lanzas en el país de los gigantes. Cuando se ven en la tierra presagian una gran batalla. Y a eso nos enfrentamos, sin duda: una batalla en la que las legiones de Arturo pueden triunfar o caer para siempre en la oscuridad. Tendríais que haber ido a Camelot, señora Ginebra. No es bueno que el gran rey se preocupe ahora por mujeres y recién nacidos.

Ginebra se volvió, iracunda:

—¿Qué sabéis vos de mujeres, de recién nacidos… o de batallas, druida?

—Éste no sería mi primer combate, mi reina —dijo Kevin impasible—. Ya veis que no me he ido con las doncellas y los afeminados sacerdotes. Ni siquiera Taliesin, anciano como está, rehuirá el combate.

Se hizo el silencio. El cielo seguía cruzado por dardos luminosos.

—Con vuestro permiso, mi reina, tengo que hablar con mi señor Arturo y Merlín sobre lo que presagian estas luces para la batalla que se avecina.

Ginebra tuvo la sensación de que un cuchillo le atravesaba el vientre. Incluso ese pagano deforme podía reunirse con Arturo, mientras ella, su esposa, permanecía fuera de la vista, aunque estaba gestando la esperanza del reino. ¡Y hasta rechazaban su hermoso estandarte!

Kevin se mostró inmediatamente preocupado:

—¿Os encontráis mal, mi reina? ¡Ayudadla, señora Elaine!

Alargó hacia Ginebra una mano deformada, con la muñeca torcida. Y ella vio la serpiente azul tatuada allí. Retrocedió bruscamente, empujándolo sin saber lo que hacía. Kevin, que no se mantenía muy firme sobre los pies, cayó pesadamente al suelo.

—¡No os acerquéis! —gritó Ginebra sofocada—. ¡No me toquéis con esas malvadas serpientes! ¡Pagano del demonio, no pongáis esas sucias serpientes sobre mi recién nacido!

—¡Ginebra! —Elaine corrió hacia ella, pero en vez de apoyarla se inclinó solícitamente hacia Kevin, para ayudarlo a levantarse—. No la maldigáis, señor druida. Está enferma y no sabe lo que hace.

—¿Que no? —chilló Ginebra—. ¿Creéis que no sé cómo me miráis todos? ¡Como si fuera necia, sorda, ciega y muda! Y queréis calmarme con palabras amables, mientras a espaldas de los curas pedís a Arturo maldades paganas! ¡Salid de aquí! ¡No vaya mi recién nacido a nacer deforme por haber visto yo vuestra vil cara!

Kevin cerró los ojos, con los puños apretados, pero cargó trabajosamente el arpa al hombro. Elaine le entregó el bastón. Ginebra la oyó susurrar:

—Perdonadla, señor druida. Está enferma y no sabe…

La voz musical del arpista sonó dura:

—Bien lo sé, señora. ¿Creéis acaso que nunca he oído de otras mujeres esas dulces palabras? Lo siento. Sólo quería ofreceros placer.

Ginebra, con la cara escondida entre las manos, percibió el golpeteo del bastón que se alejaba. Aun entonces permaneció acurrucada, con los brazos sobre la cabeza. ¡Ah, la había maldecido con aquellas viles serpientes! Las sentía apuñalándola, mordiéndole el cuerpo. Las lanzas de luz la estaban atravesando, refulgían en su cerebro… Lanzó un alarido, con la cara escondida entre las manos, y cayó retorciéndose, atravesada por las lanzas.

El grito de Elaine la hizo reaccionar un poco.

—¡Ginebra! ¡Miradme, prima, decid algo! Ah, que la Santa Virgen nos proteja… ¡Traed a la partera! ¡Mirad, sangre!

—Kevin —aulló Ginebra—. Kevin ha maldecido a mi hijo. —Y se levantó frenéticamente, golpeando con los puños el muro de piedra—. ¡Que Dios me ampare! Mandad por el cura, el cura. Tal vez él pueda librarme de la maldición.

Sin prestar atención al torrente de agua y sangre que le empapaba los muslos, se arrastró hasta su estandarte, haciendo una y otra vez la señal de la cruz, frenéticamente, hasta que todo se esfumó en oscuridad y pesadillas.

Días más tarde comprendió que había estado peligrosamente enferma, a punto de desangrarse al perder el feto de cuatro meses.

«Arturo. Ahora debe de odiarme. No pude siquiera alumbrar a su hijo… Kevin, fue Kevin quien me maldijo con sus serpientes.» Vagaba entre horribles sueños de serpientes y lanzas Cierta vez, cuando Arturo trató de sostenerle la cabeza, dio un respingo de terror al ver las serpientes que parecían retorcerse en sus muñecas.

Aun cuando estuvo fuera de peligro no recobró las fuerzas. Yacía en una melancólica apatía, sin moverse, con lágrimas en las mejillas. Ni siquiera tenía fuerzas para enjugarlas. Era una locura pensar que Kevin la había maldecido. No era su primer aborto.

El cura estaba de acuerdo con eso. Dios no usaría las manos de un sacerdote pagano para castigarla.

—Si hay alguna falta debe de ser vuestra —le dijo severamente—. ¿Tenéis algún pecado inconfeso en la conciencia, señora Ginebra?

¿Inconfeso? No: hacía tiempo que había sido absuelta por amar a Lanzarote. Sin embargo… había fallado.

—No pude persuadir a Arturo de que abandonara sus serpientes paganas —dijo débilmente—. ¿Es posible que Dios haya castigado a mi hijo por eso?

—No habléis de castigar al niño. Él está en el seno de Cristo. Si hay castigo, es contra vos y contra Arturo —respondió el sacerdote.

—¿Qué puedo hacer como penitencia para que Dios envíe un hijo de Arturo a Britania?

—¿Realmente habéis hecho todo lo posible para que Britania tenga un rey cristiano? ¿O acallasteis vuestras palabras por complacer a vuestro esposo? —inquirió el sacerdote.

Ya sola, Ginebra contempló largamente el estandarte. Noche a noche ardían en el cielo las luces del norte. Un emperador romano había cambiado el destino de Britania al ver en el cielo el signo de la cruz. Si ella lograse dar un signo así a Arturo…

—Ven, ayúdame a levantarme —ordenó a su criada—. Tengo que terminar el estandarte.

Aquella noche Arturo llegó precisamente cuando Ginebra daba las últimas puntadas. Las mujeres estaban encendiendo las lámparas.

—¿Cómo estás, querida? Me alegra verte levantada y trabajando. —Le dio un beso—. No tienes que sufrir tanto. Todavía somos jóvenes. Es posible que Dios nos envíe muchos hijos.

Pero ella vio su expresión vulnerable y comprendió que Arturo compartía su dolor. Lo asió por la mano para obligarlo a sentarse a su lado, frente al estandarte.

—¿Verdad que es bonito? —preguntó, como una criatura en busca de alabanzas.

—Muy bello. Creía no haber visto obra tan hermosa como la vaina de mi
Escalibur
, pero ésta es aún mejor.

—Y en cada puntada he tejido oraciones para ti y para tus compañeros. Escúchame, Arturo. ¿No crees que Dios nos ha castigado porque no somos dignos de dar otro rey a este país? Todas las fuerzas del mal pagano se han aliado contra nosotros. Tenemos que combatirlas con la cruz, a través de Cristo.

Arturo le cubrió una mano con la suya.

—Es una locura, amor mío. Bien sabes que sirvo a Cristo lo mejor posible.

—¡Pero despliegas esa bandera de serpientes sobre tus hombres!

—No puedo faltar a la Dama de Avalón.

—¡ Ah, Arturo! —exclamó Ginebra, severa—. Si me amas, si quieres que Dios nos envíe otro heredero, hazlo. ¿No ves que nos ha quitado a nuestro hijo para castigarnos?

—No debes hablar así —dijo Arturo con firmeza—. Es una tontería supersticiosa. He venido a decirte que los sajones se están reuniendo. Avanzaremos para presentar batalla en el Monte Badon. Ojalá estuvieras en condiciones de ir a Camelot, pero no podrá ser…

—¡Ah, bien sé que soy un estorbo! —repuso Ginebra amargamente—. Es una pena que no muriera con mi recién nacido.

—No, no digas eso —protestó él con ternura—. Sé que triunfaremos. Tienes que rezar por nosotros día y noche, Ginebra. —Y se levantó, agregando—: No partiremos hasta el alba. Trataré de venir esta noche a despedirme, junto con tu padre, Gawaine y Lanzarote. ¿Podrás recibirlos?

Ginebra inclinó la cabeza.

—Haré lo que mi rey y señor mande. Pero ¿por qué te molestas en pedirme que rece, si no he podido convencerte de que cambies ese estandarte pagano por la cruz de Cristo? Dios no permitirá que un hijo tuyo reine sobre este país, porque no te decides a hacer de él un país cristiano.

Arturo le soltó la mano. Por fin dijo en voz queda:

—Mi querida señora, en el nombre de Dios, ¿eso crees?

Ella asintió con la cabeza, sin poder hablan y se limpió la nariz con la manga, como los niños.

—No creo, señora, que Dios obre así ni que le importe tanto cuál sea nuestra bandera. Pero si para ti es tan importante. —Tragó saliva—. No soporto verte tan afligida, Ginebra. Si enarbolo el estandarte de Cristo y la Virgen, ¿dejarás de llorar y rezarás por mí con toda el alma?

Ella levantó la cabeza transformada por una loca alegría.

—¡Oh, Arturo, he rezado tanto…!

—Así sea —suspiró el rey—. Te lo juro, Ginebra: sólo llevaré a la batalla tu estandarte de Cristo y la Virgen.

Sobre mis legiones no flameará otro símbolo. Amén.

Le dio un beso, pero Ginebra creyó verlo muy triste. Le estrechó las manos y se las besó; por primera vez las serpientes tatuadas no eran sino imágenes descoloridas; en verdad había sido una locura pensar que podían dañarla, a ella o a su hijo.

Arturo llamó a su escudero, que permanecía a la puerta, y le ordenó que llevara el estandarte para enarbolarlo sobre el campamento.

—Marchamos mañana al amanecer —dijo— y todos tienen que ver el estandarte con la Virgen y la cruz flameando sobre la legión de Arturo.

El escudero pareció sobresaltarse.

—Señor… Señor… ¿qué tengo que hacer con la enseña del Pendragón?

—Entregádsela al mayordomo para que la guarde donde sea. Marcharemos bajo la bandera de Dios.

Arturo dedicó a Ginebra una sonrisa sin alegría.

—Vendré a verte al atardecer, con tu padre y algunos parientes. Haré que mis mayordomos traigan comida para que cenemos aquí. Hasta entonces, querida esposa.

Y se fue.

Finalmente la pequeña cena se celebró en uno de los salones, pues la alcoba de Ginebra no habría podido albergar cómodamente a tantos. Las señoras se pusieron los mejores vestidos de que disponían y se peinaron con cintas; tras el lúgubre encierro de esas semanas, cualquier tipo de festejo era estimulante. El festín (aunque poco mejor que el rancho de los soldados) se sirvió en mesas de caballete. Casi todos los consejeros de Arturo estaban en Camelot, incluido el obispo Patricio, pero entre los invitados se contaban Taliesin, los reyes Lot y Uriens y el duque Marco de Cornualles, además de Lionel, el heredero de Ban de la baja Britania. Lanzarote encontró tiempo para sentarse junto a Ginebra y mirarla a los ojos con desesperanzada ternura.

—¿Estáis repuesta, mi señora? Estuve preocupado por vos.

—Y aprovechó las sombras para besarla: apenas un roce de suaves labios contra la sien.

También el rey Leodegranz, ceñudo y nervioso, fue a besarla en la frente.

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