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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

La Romana (39 page)

BOOK: La Romana
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Cuando vi que el penitente que estaba confesándose se levantaba y se alejaba, me fui derecha al confesionario, me arrodillé y, sin esperar a que el confesor hablara, dije:

—Padre Elías, no he venido a confesarme como suele hacerse habitualmente, sino a decirle una cosa muy grave y a pedirle un favor, que estoy segura usted no me negará.

En el otro lado de la rejilla, la voz del confesor, bajísima, me invitó a hablar. Yo estaba tan convencida de que allí estaba el padre Elías que casi me parecía ver su bello rostro sereno, superpuesto al cuadrilátero de la reja. Entonces, por primera vez desde mi entrada en la iglesia, sentí un ímpetu de conmoción confiada y devota. Fue como un impulso de mi ánimo a deshacerse del cuerpo y arrodillarse desnudo, con sus manchas bien claras, en aquellos peldaños delante de la reja. Realmente me pareció no ser más que un alma sin carne, libre y hecha de aire y de luz, como dicen que ocurre después de la muerte. Y también me pareció que el padre Elías, con su alma mucho más luminosa que la mía, se deshacía de la prisión corporal, hacía desaparecer la rejillas, las paredes, la sombra del confesionario y se plantaba delante de mí personalmente, deslumbrante y consolador. Tal vez sea éste el sentimiento que debiera experimentarse cada vez que uno se arrodilla para confesarse. Pero nunca lo había advertido tan bien como entonces.

Empecé a hablar con los ojos cerrados, apoyando la frente en la rejilla. Lo conté todo. Hablé de mi oficio, de Gino, de Astarita y de Sonzogno, del hurto y del delito. Dije mi nombre, el de Gino, el de Astarita y el de Sonzogno. Dije el lugar del hurto, el del delito, el de mi casa. Hasta describí el aspecto físico de las personas. No sé qué impulso me dominaba. Tal vez el del ama de casa que, tras un largo tiempo de negligencia, se decide a limpiar sus habitaciones y no descansa hasta que ha quitado la última mota de polvo, la última pelusa que ha quedado en los rincones y debajo de los muebles. Y realmente, a medida que contaba los detalles de mi historia, me parecía desembarazarme el alma de suciedad y sentirme más ligera y más limpia.

Hablé siempre con una voz igual, razonable y tranquila. El confesor me escuchó sin decir una palabra, ni interrumpirme. Cuando hube callado, siguió un instante de silencio. Después oí una horrible voz lenta, enfermiza, como arrastrándose, mientras decía:

—Hija mía, las cosas que me has dicho son terribles, espantosas, y la mente casi se niega a creerlas, pero has hecho bien en confesarte... Haré por ti todo lo que yo pueda.

Había pasado mucho tiempo desde la primera y única confesión mía en aquella iglesia. Y en el tumulto casi placentero de mi vanidad, había olvidado el detalle tan característico y amable de la pronunciación francesa del padre Elías. Y quien me hablaba ahora tenía un acento inconcreto, pero italiano sin duda alguna, por el estilo del modo de hablar peculiar y bobalicón que se nota en tantos curas. Comprendí de repente mi error y al mismo tiempo experimenté un sentimiento de espanto, como el de quien va a coger una bella flor y de pronto siente entre sus dedos la piel viscosa de una serpiente. Y a la desagradable sorpresa de hallarme frente a un confesor diferente del que había imaginado, uníase el sentimiento de horror en aquella voz oscura e insinuante. Con todo, hallé el modo de farfullar:

—¿Pero es usted realmente el padre Elías?

—Sí, el mismo en persona —contestó el sacerdote desconocido—. ¿Por qué lo preguntas? ¿Acaso has venido aquí alguna otra vez?

—Sí, otra vez.

El sacerdote guardó silencio un instante y después siguió:

—Cuanto me has dicho, hija mía, merecería ser examinado de nuevo punto por punto... No se trata de una cosa sola, sino de muchas; algunas se refieren a ti personalmente y otras se refieren a diversas personas... En cuanto a ti misma, ¿te das cuenta de haber cometido algunos pecados gravísimos?

—Sí, lo sé —murmuré.

—¿Y estás arrepentida?

—Creo que sí.

—Si tu arrepentimiento es sincero —prosiguió, hablando en tono confidencial y paternal—, puedes esperar una absolución, sin duda alguna... Pero desgraciadamente no se trata sólo de ti. Están los demás, las culpas y los delitos de los otros... Tú tienes conocimiento de un crimen espantoso, de que un hombre ha sido asesinado de una manera horrenda... ¿No sientes en tu conciencia el impulso de revelar el nombre del culpable y hacer que sea castigado conforme a su delito?

Así estaba sugiriéndome que denunciara a Sonzogno. Y no digo que, como sacerdote, se equivocara. Pero insinuada de aquel modo, con aquella voz, y en tal momento, la propuesta acrecentó mis sospechas y mi terror.

—Pero si digo quién ha sido —balbucí— me encerrarán también a mí.

—Los hombres, como ya lo ha hecho Dios —respondió inmediatamente—, sabrán valorar tu sacrificio y tu arrepentimiento. La ley, además de la pena, conoce también el perdón... Pero, a costa de algún sufrimiento, tan leve en comparación con la agonía de la víctima, habrás contribuido a restablecer la justicia tan horriblemente ofendida... ¡Oh! ¿Acaso no sientes la voz de la víctima que en vano pide piedad a su verdugo?

Siguió exhortándome, escogiendo cuidadosamente, y no sin complacencia, las palabras del vocabulario convencional propio de su oficio. Pero en mí ya no quedaba más que un gran deseo de salir de allí, casi histérico. Y dije de prisa:

—En cuanto a la denuncia, prefiero pensarlo. Mañana volveré y le diré lo que haya decidido. ¿Lo encontraré mañana?

—Naturalmente a cualquier hora.

—Está bien —dije como extraviada—. Por ahora no le pido más que se encargue de entregar este objeto.

Callé, y él, después de una breve oración, preguntándome de nuevo si estaba arrepentida y decidida a cambiar de vida, a lo que contesté afirmativamente, me dio la absolución. Me santigüé y salí del confesionario; al mismo tiempo, él abrió la portezuela y me lo encontré delante. Todos los temores que me había inspirado su voz se vieron confirmados de pronto por su figura. Era pequeño y con una gran cabeza inclinada a un lado, como si padeciera una perpetua tortícolis. Ni siquiera tuve tiempo para observarlo bien, pues era mucha mi prisa por alejarme de allí y muy grande el horror que me producía. Entreví un rostro oscuro y amarillento, con una amplia frente pálida, los ojos hundidos y extraviados en sus cuencas, una nariz arremangada con amplios orificios y una gran boca deforme, de labios amoratados y serpeantes. No debía de ser viejo, pero, simplemente, no tenía edad. Juntando sus manos sobre el pecho y con tono dolorido, dijo:

—Pero ¿por qué no has venido antes, hija mía? ¿Por qué? ¡Cuántas cosas terribles hubieras evitado!

Hubiese querido contestarle que hubiera sido mejor no haber venido nunca, pero me contuve, saqué la polvera de mi bolso y se la di diciendo con sinceridad:

—Le ruego que lo haga pronto... No puede figurarse lo que me atormenta la idea de esa pobre mujer encarcelada por mi culpa.

—Hoy mismo —contestó, apretándose la polvera contra el pecho y moviendo la cabeza con aire dolorido.

Le di las gracias en voz baja y, haciéndole con la cabeza un gesto de saludo, salí apresuradamente de la iglesia. Él se quedó donde estaba, junto al confesionario, apretando la polvera y moviendo la cabeza.

Cuando me encontré en la calle, intenté pensar fríamente en lo sucedido. Dejando aparte mis primeras confusas aprensiones, temía que aquel sacerdote no respetara el secreto de confesión y me esforzaba por explicarme a mí misma qué fundamentos podía tener mi temor. Sabía, como lo saben todos, que la confesión es un sacramento y como tal es inviolable. Sabía que era casi imposible que un sacerdote, por corrompido que estuviera, cometiera aquella violación. Pero, por otra parte, su consejo de que denunciara a Sonzogno me inducía a temer que el padre Elías se decidiera a tomar sobre sí mismo, si yo no lo hacía, el deber de revelar a la Policía el nombre del autor del crimen de la calle Palastro. Pero sobre todo su voz y su aspecto me asustaban y me hacían temer lo peor.

Soy más emotiva que reflexiva y, como ciertos animales, poseo un olfato instintivo para el peligro. Todas las razones que mi mente aducía para tranquilizarme de nada servían frente a mi presentimiento irracional. «Es verdad. El secreto de confesión es inviolable —pensaba—. Pero estoy segura de que sólo un milagro puede evitar que ese sacerdote nos denuncie a Sonzogno, a mí y a todos los demás.»

Otro hecho contribuía a infundirme el sentimiento de una desventura misteriosa que gravitaba sobre nosotros: la sustitución de mi primer confesor por este otro. Evidentemente, el padre francés no era el padre Elías, aunque me hubiera oído en el confesionario señalado con ese nombre. Entonces, ¿quién era? Me arrepentía de no haber pedido noticias de aquel religioso al verdadero padre Elías. Pero, al mismo tiempo, temía que el feo sacerdote fuera a responderme que no sabía nada, confirmando así el carácter de aparición que en mi mente adoptaba la figura del joven fraile. Y, en verdad, que tenía algo de fantasmal, lo mismo por su gran diferencia con respecto a los demás sacerdotes, como por el modo de aparecer y desaparecer de mi vida. Hasta llegué a dudar si realmente lo habría visto alguna vez, o, mejor dicho, si lo habría visto en carne y hueso, y por un momento pensé que había padecido una alucinación.

Entre otras cosas, ahora descubría no sé qué parecido con el Cristo representado habitualmente en las imágenes sagradas. Pero si aquello era verdad, si realmente Cristo se me había aparecido en el momento del dolor y había escuchado mi confesión, la sustitución por aquel sacerdote feo y desagradable tenía desde luego algo de mal agüero. Por lo menos parecía indicar que, en el momento de mi mayor angustia, la religión me abandonaba. Y era como abrir un cofre en el que se conserva un tesoro en monedas de oro y encontrar, en vez de monedas, polvo, telas de araña y excrementos de rata.

Volví a casa con el presentimiento de unas desventuras que nacerían de mi confesión, y me metí inmediatamente en la cama, sin cenar, convencida de que ésa iba a ser la última noche que pasaría en mi casa antes de mi detención. Pero he de decir que ya no sentía miedo alguno, ningún deseo de huir de mi destino. Pasado el primer terror, que nacía en mí de una debilidad nerviosa común a casi todas las mujeres, se imponía ahora a mi ánimo, más que la resignación, una voluntad de aceptar la suerte que me amenazaba. Y hasta sentía una especie de voluptuosidad al dejarme caer hasta el fondo de lo que imaginaba iba a ser el último peldaño de la desesperación. Incluso me parecía estar como protegida por la misma llegada de la desventura y pensaba con cierto placer que, fuera de la muerte, que tampoco me daba miedo, no podía sucederme nada peor.

Pero el día siguiente esperé en vano la prevista visita de la Policía. Pasó todo el día y pasó el siguiente sin que ocurriera nada que pudiese justificar mis aprensiones. Durante todo aquel tiempo no había salido de casa, ni siquiera de mi habitación, y pronto me cansé de pensar en las consecuencias de mi imprudencia. Volví a pensar en Giacomo y me di cuenta de que deseaba volver a verlo, por lo menos una vez, antes de que la denuncia del sacerdote, que todavía consideraba inevitable, surtiera sus efectos. El tercer día por la tarde, casi sin pensarlo, me levanté de la cama, me vestí cuidadosamente y salí a la calle.

Conocía la dirección de Giacomo y en unos veinte minutos llegué ante su casa. Pero cuando iba a entrar en el portal me di cuenta de que no le había anunciado mi llegada y sentí un repentino movimiento de timidez. Temía que fuera a recibirme de mala manera o que incluso me echara. Mi paso, que era impaciente, se hizo más lento, y con el ánimo lleno de tristeza me detuve ante una tienda, preguntándome si no sería mejor volverme atrás y esperar que él se decidiera a visitarme. Comprendía que era mejor, sobre todo en los primeros tiempos de nuestras relaciones, demostrar mucha prudencia y perspicacia y no darle a entender que estaba enamorada y no podía vivir sin él. Por otra parte, me parecía bastante amargo volverme atrás, sobre todo por la inquietud que suscitaba en mí el hecho de la confesión y necesitaba verlo, aunque sólo fuera para distraerme de mis preocupaciones.

Mis miradas se detuvieron en el escaparate de la tienda ante la que me había detenido, en el que había corbatas y camisas, y me acordé de pronto de que le había prometido comprarle una corbata nueva para sustituir la suya, ya deshilachada. Cuando uno está enamorado, la mente no razona bien. Me dije que así podría aducir un pretexto para mi visita, sin darme cuenta de que precisamente el regalo confirmaba el carácter inferior y ansioso de mi sentimiento por él.

Entré en la tienda y, después de una larga elección, compré una corbata gris con rayas rojas, la más bonita y la más cara. El dependiente, con esa cortesía un poco indiscreta de los vendedores que pretenden influir en las compras de los clientes, me preguntó si la persona a la que iba destinada la corbata era morena o rubia.

—Es moreno —contesté lentamente.

Y noté que pronunciaba la palabra «moreno» con voz acariciante y que enrojecía a la idea de que el dependiente pudiera haber notado el matiz.

La viuda Medolaghi vivía en el cuarto piso de un edificio viejo y triste cuyas ventanas daban al paseo junto al Tíber. Subí a pie ocho tramos de escalera y llamé, sin recobrar el aliento, a una puerta sumergida en la sombra. Casi inmediatamente se abrió la puerta y Giacomo apareció en el umbral.

—¡Ah! ¿Eres tú? —dijo, sorprendido. Evidentemente, esperaba a alguien.

—¿Puedo pasar?

—Sí, sí, pasa por aquí.

Desde el recibidor, casi a oscuras, me condujo a una salita. También estaba sombría a causa de los cristales de las ventanas, de colores rojos. Entreví una serie de muebles negros taraceados de nácar. En el centro había una mesa redonda con un florero de cristal azul de forma anticuada. Había bastantes alfombras y una piel de oso blanco bastante raída. Allí todo era viejo, pero limpio y ordenado y como conservado en el profundo silencio que parecía reinar en la casa desde tiempo inmemorial. Fui a sentarme al fondo del salón en un canapé y pregunté:

—¿Esperabas a alguien?

—No, no... Pero ¿por qué has venido? Realmente, aquellas palabras eran poco acogedoras. Pero no me pareció irritado, sino sólo sorprendido.

—He venido a saludarte —respondí sonriendo— porque me imagino que ésta será la última vez que nos veamos.

—¿Por qué?

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