La Romana (7 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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Pero cuando nuestros deseos se hubieron saciado y quedamos tendidos el uno junto al otro, lánguidos y extenuados, sentí un miedo enorme de que Gino, ahora que me había poseído, ya no quisiera casarse conmigo. Entonces me puse a hablar de la casa en la que viviríamos después de nuestro matrimonio.

La villa de la dueña de Gino me había impresionado mucho, y ahora estaba convencida de que no podía haber felicidad si no era entre cosas bonitas y limpias. Me daba cuenta de que nunca llegaríamos a estar en condiciones de poseer, no ya una casa como aquélla, sino ni siquiera una habitación de una casa así, pero me esforzaba con obstinación por superar esa dificultad explicándole que aun en una casa pobre podía haber algo semejante a las ricas si estaba verdaderamente limpia como un espejo. Después del lujo, y tal vez más que el mismo lujo, la limpieza de la villa había despertado en mi mente un verdadero hormiguero de reflexiones. Intentaba convencer a Gino de que la limpieza podía hacer parecer bella hasta una cosa fea, pero, en realidad, desesperada por la idea de mi pobreza y consciente al mismo tiempo de que el matrimonio con Gino era el único medio de que disponía para salir de ella, quería sobre todo convencerme a mí misma.

—Aunque sólo sean dos habitaciones, si están limpias, con los suelos fregados cada día —explicaba—, los muebles sin polvo, los metales brillantes y todo en orden, los platos donde deben estar, los trapos donde deben guardarse, los paños en su sitio y los zapatos en el suyo, puede ser una casa bonita... Se trata sobre todo de barrer bien y fregar los suelos y quitar el polvo a las cosas cada día... No debes juzgar por la casa en que ahora vivimos mi madre y yo porque mi madre es desordenada y nunca le queda tiempo, pero nuestra casa será un espejo, te lo prometo.

—Sí, sí —dijo Gino—, la limpieza ante todo... ¿Sabes qué hace la señora cuando encuentra un granito de polvo en un rincón? Llama a la doncella, la obliga a arrodillarse y se lo hace coger con los dedos, como se hace con los perros cuando se hacen sus necesidades... Y tiene razón.

—Yo —afirmé— estoy segura de que mi casa estará más limpia y ordenada que ésta... Ya lo verás.

—Pero tú seguirás haciendo de modelo —dijo Gino burlonamente—, y no te ocuparás de la casa.

—¡Qué modelo ni qué...! —repliqué con vivacidad—. No volveré a hacer de modelo. Estaré en casa todo el día, te la tendré limpia y ordenada y me ocuparé de la cocina... Mi madre dice que eso significa hacer de criada, pero cuando se quiere a alguien, también hacer de criada es un placer.

Así estuvimos charlando mucho tiempo. Poco a poco sentí que mis temores se desvanecían y dejaban lugar a la habitual e infatuada confianza. ¿Cómo iba a dudar? Gino, no sólo aprobaba mis proyectos, sino que hasta los discutía en sus detalles, los perfeccionaba, les añadía algo de su propia cosecha. Como creo haber dicho ya, debía ser relativamente sincero. Era un mentiroso que acababa por creer en sus propias mentiras.

Después de haber charlado quizás un par de horas, me adormecí dulcemente y creo que también Gino se durmió. Nos despertó un rayo de luna que, entrando por el ventanuco del sótano, iluminaba el lecho y nuestros cuerpos tendidos en él. Gino dijo que debía de ser muy tarde, y en realidad el despertador que había en la mesilla señalaba algo más de medianoche.

—¡Lo que va a hacerme mi madre ahora! —dije saltando de la cama y empezando a vestirme a la luz de la luna.

—¿Por qué?

—Es la primera vez en mi vida que vuelvo a casa tan tarde. De noche, nunca salgo sola.

—Puedes decirle —propuso Gino levantándose también— que hemos dado un paseo en coche y que hemos tenido que detenernos en el campo por una avería en el motor.

—No me creerá.

Salimos apresuradamente de la villa y Gino me acompañó en el coche hasta mi casa. Yo estaba segura de que mi madre no creería la historia de que se había estropeado el motor, pero no imaginaba que su intuición llegara a adivinar exactamente lo que había ocurrido entre Gino y yo. Llevaba conmigo las llaves del portal y de la puerta del piso. Entré, subí corriendo la escalera y abrí la puerta. Esperaba que mi madre se hubiera acostado ya, y me confirmó esta esperanza ver que todo estaba a oscuras. De puntillas, sin encender luces, me dispuse a ir a mi cuarto cuando alguien me cogió por el pelo con una violencia terrible. En la sombra, mi madre, pues era ella, me arrastró, a la habitación grande, me echó sobre el diván y, en el más profundo silencio, empezó a golpearme con el puño cerrado. Yo intentaba protegerme con el brazo, pero mi madre, como si lo estuviera viendo a la luz del día, hallaba siempre el modo de descargar algún puñetazo por debajo, en plena cara. Por último se cansó y sentí que se sentaba a mi lado en el diván, jadeando con fuerza. Después, se levantó, fue a encender la luz central y se puso delante de mí, con las manos en las caderas, mirándome fijamente. Bajo aquella mirada, me sentí llena de embarazo y de vergüenza y traté de arreglarme el vestido y acabar con el desorden en que me había dejado aquella especie de lucha. Ella dijo con su voz normal:

—Apuesto cualquier cosa a que tú y Gino habéis hecho el amor.

Hubiera querido decirle que sí, que era verdad, pero temía que me golpeara otra vez. Y más que el dolor, me asustaba, ahora que había luz, la exactitud de sus golpes. Me repugnaba ir por ahí con un ojo hinchado; y, sobre todo, que Gino me viera así.

—No, no hemos hecho el amor —contesté—. Se ha estropeado el coche en el campo y nos hemos retrasado.

—Pues yo sigo diciendo que habéis hecho el amor.

—No, no es verdad.

—Sí es verdad. Ve a mirarte en el espejo... Estás verde.

—Será que estoy cansada... pero no hemos hecho el amor.

—Sí lo habéis hecho.

—No, no lo hemos hecho.

Lo que me asombraba y me preocupaba vagamente era que no se transparentase ninguna irritación en aquella insistencia suya, sino más bien una curiosidad muy fuerte y nada ociosa que yo no hacía más que intuir. En otras palabras, mi madre quería saber si me había entregado a Gino, no para castigarme o reprocharme, sino porque por algún motivo suyo particular, tenía deseos de saberlo. Pero era demasiado tarde, y aunque estaba segura de que no volvería a pegarme, seguí negando obstinadamente. Entonces, de pronto, se acercó a mí y trató de cogerme por un brazo. Levanté la mano como para protegerme, pero ella dijo:

—No te toco, no tengas miedo..., pero ven conmigo.

Yo no comprendía a dónde quería llevarme, pero obedecí, asustada. Sin dejar de tenerme cogida por el brazo, mi madre me hizo salir del piso, bajamos la escalera y salimos juntas a la calle. A aquella hora, estaba desierta y en seguida me di cuenta de que mi madre caminaba junto a la acera hacia la lucecita roja de la farmacia nocturna, donde estaba el puesto de socorro. En el umbral de la farmacia, intenté resistir por última vez, pero ella me dio un tirón y entré, cayendo casi de rodillas. En la farmacia no estaban más que el farmacéutico y un médico joven. Mi madre dijo al médico:

—Ésta es mi hija... Quiero que la examine.

El médico nos hizo pasar a la trastienda donde estaba la camilla del puesto de socorro y preguntó a mi madre:

—Ahora dígame qué tiene... ¿Por qué he de examinarla?

—Ha hecho el amor con el novio esta puerca, y me asegura que no es verdad —gritó mi madre—. Quiero que la vea y me diga la verdad.

El médico, que empezaba a divertirse, se mordió el bigote sonriendo y dijo:

—Pero esto no es un diagnóstico, sino un peritaje.

—Llámelo como le parezca —contestó mi madre sin dejar de gritar—, pero yo quiero que la examine. ¿No es usted médico? ¿No está obligado a examinar a la gente que se lo pide?

—Calma, calma... ¿Cómo te llamas? —me preguntó el médico.

—Adriana —contesté.

Sentía vergüenza, pero no mucha. Al fin y al cabo, las escenas de mi madre y mi dulzura eran conocidas en todo el barrio.

—Y aunque lo hubiera hecho —insistió el médico, que parecía darse cuenta de mi embarazo y procuraba evitarme el examen—, ¿qué de malo habría en ello? Después se casarán y todo acabará bien.

—Usted ocúpese de sus asuntos.

—Calma, calma —repitió el médico con gracia. Y después, volviéndose a mí:

—Ya ves que tu madre lo desea de veras, desnúdate... Es un momento y después te vas. Hice de tripas corazón y dije:

—Está bien, sí, he hecho el amor... Vámonos a casa, mamá.

—¡Oh, no, querida! —replicó ella, autoritaria—. Tú debes hacerte examinar.

Resignada, dejé caer la falda al suelo y me eché boca arriba en la camilla. El médico me examinó y dijo a mi madre:

—Tenía usted razón, lo ha hecho. ¿Está contenta ahora?

—¿Qué le debo? —preguntó mi madre buscando en el bolsillo. Entre tanto, yo saltaba de la camilla y volvía a vestirme. Pero el médico rechazó el dinero y me dijo:

—¿Quieres a tu novio?

—Naturalmente —respondí.

—¿Y cuándo os casáis?

—No se casarán nunca —gritó mi madre. Pero yo afirmé tranquilamente:

—Pronto... Cuando tengamos los papeles. Debía de haber en mis ojos tanta y tan ingenua confianza que el médico sonrió con afecto, me dio un cachetito en la mejilla y nos empujó suavemente hacia la calle.

Yo esperaba que al llegar a casa mi madre me cubriera de insultos y tal vez volviera a pegarme. Pero en cambio, sin decir palabra, encendió el gas, a aquella hora tan tardía, y empezó a prepararme una cena. Puso en el fuego una cacerola y después fue a la habitación grande, quitó de la mesa las cosas que la cubrían y dispuso los cubiertos para mí. Yo estaba sentada en el diván donde poco antes me había arrastrado por el pelo y la miraba en silencio. Me sentía bastante desconcertada, porque no sólo no me hacía ningún reproche, sino que dejaba ver en su semblante no sé qué mal reprimida satisfacción.

Cuando hubo terminado de preparar la mesa, volvió a la cocina y al cabo de un rato vino con la cacerola:

—Ahora come.

A decir verdad, tenía mucha hambre. Me levanté y fui a ocupar, un poco embarazada, la silla que mi madre me ofrecía. En la cacerola de barro había un pedazo de carne y dos huevos, una cena insólita.

—Pero esto es mucho —dije.

—Come, te hará bien... Necesitas comer —repuso.

Realmente era extraordinario su buen humor, tal vez un poco maligno, pero nada hostil. Al cabo de un rato añadió, casi sin acrimonia:

—Gino no ha pensado en darte de comer, ¿eh?

—Nos dormimos —contesté—. Y después ya era demasiado tarde.

Ella no dijo nada y quedó de pie mirándome mientras yo comía. Siempre lo hacía así: me servía y me miraba mientras yo comía. Luego, ella se iba a comer a la cocina. Nunca comía conmigo, desde hacía ya mucho tiempo, y cada vez comía menos: lo que yo dejaba o cosas diferentes pero de menor calidad. Yo era para ella como un objeto precioso y delicado que debe ser tratado con toda clase de consideraciones, el único que se posee, y esa actitud servil y teñida de admiración, hacía tiempo que ya no me extrañaba. Pero esta vez, su serenidad, su alegría me causaban una incómoda inquietud. Al cabo de un rato dije:

—Estás enfadada conmigo porque hemos hecho el amor, pero él ha prometido casarse conmigo... Nos casaremos en seguida.

Ella contestó inmediatamente:

—No estoy enfadada contigo. Al principio estaba furiosa porque te había esperado mucho tiempo durante toda la noche y llegaste a preocuparme. Pero no pienses más en eso y come.

Su tono evasivo y falsamente apaciguador, semejante al que se adopta con los niños cuando no se quiere contestar a sus preguntas, aumentó mis sospechas. Insistí:

—¿Por qué? ¿No crees que se casará conmigo?

—Sí, sí, lo creo, pero ahora come.

—No, tú no lo crees.

—Lo creo, no temas... Come.

—No como más —declaré exasperada— si antes no me dices la verdad... ¿Por qué pones esa cara tan alegre?

—No pongo ninguna cara alegre.

Cogió la cacerola de barro vacía y se la llevó a la cocina. Esperé que volviera y le dije de nuevo:

—¿Estás contenta?

Me miró un momento en silencio y después contestó con una seriedad amenazadora:

—Sí, estoy contenta.

—¿Y por qué?

—Porque ahora estoy segura de que Gino no se casará contigo y te dejará plantada.

—No es verdad. Ha dicho que se casará conmigo.

—No, no se casará. Ahora ya ha obtenido lo que quería... No se casará y te dejará plantada.

—Pero, ¿por qué no va casarse? Tiene que haber una razón.

—No se casará y te dejará. Se divertirá contigo y ni siquiera te dará nunca un alfiler porque es un pobre muerto de hambre, y te abandonará.

—¿Y estás contenta por eso?

—Naturalmente, porque ahora estoy verdaderamente segura de que no os casaréis.

—¿Y qué te importa? —exclamé furiosa y dolorida.

—Si hubiera querido casarse contigo, no habría hecho el amor —dijo de pronto—. Yo fui novia de tu padre dos años y hasta unos meses antes de casarnos no había hecho más que darme algún beso, pero éste se divertirá contigo y un día te dejará plantada, ya lo verás... y estoy contenta de que te deje, porque si se casara contigo estarías arruinada.

Yo no podía dejar de reconocer para mis adentros que algunas de las cosas que decía eran verdad y se me llenaron los ojos de lágrimas.

—Ya lo sé —dije—. Tú no quieres que tenga una familia... Lo que quieres es que me haga de la vida como Angelina.

Angelina era una muchacha del barrio que después de dos o tres noviazgos se había dedicado abiertamente a la prostitución.

—Lo que quiero es que estés bien —repuso astutamente.

Y, recogidos los platos, los llevó a la cocina para limpiarlos.

Cuando estuve sola reflexioné un buen rato sobre las palabras de mi madre. Las comparaba con las promesas y la conducta de Gino y me parecía imposible que ella tuviera razón. Pero me desconcertaba su seguridad, su calma, su tono desenfadado y casi profético. Mientras tanto, mi madre lavaba los platos en la cocina. Después oí cómo iba poniéndolos en la alacena y pasaba a su habitación. Al cabo de un rato, cansada y humillada, apagué la luz y me reuní con ella en la cama.

El día siguiente me pregunté si tendría que contar a Gino las dudas de mi madre y después de muchas vacilaciones, decidí no hacerlo. En realidad, ahora tenía tanto miedo de que Gino me abandonara, como insinuaba mi madre, que temía sugerirle ese propósito si le contaba lo que decía mi madre. Descubría por primera vez que al entregarse a un hombre, una mujer se pone en sus manos y ya no dispone de ningún medio para obligarle a actuar según su voluntad. Pero seguía convencida de que Gino mantendría sus promesas, y su actitud, cuando volví a verlo, me confirmó en esta convicción.

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