La Romana (35 page)

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Authors: Alberto Moravia

Tags: #Narrativa

BOOK: La Romana
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—¿Siempre tienes ganas? —repetí—. ¿Incluso por la mañana? ¿Después de haber trabajado toda la mañana? ¿En ayunas? ¿Antes de comer? Eres extraordinario.

Vi que sus labios temblaban y que los ojos se le salían de las órbitas:

—Te amo.

—Pero hay el momento para el amor y él momento para lo demás. Te cito a la una precisamente para darte a entender que no se trata de amor y tú... Realmente eres extraordinario... ¿Pero no te da vergüenza?

Me miraba fijamente, sin decir nada. De pronto creí comprenderlo demasiado bien. Estaba enamorado de mí y había esperado aquella cita quién sabe durante cuánto tiempo. Mientras yo me debatía entre tantas dificultades, él no había hecho otra cosa que pensar en mis piernas, en mi pecho, en mis caderas, en mi boca.

—De manera —añadí un poco conciliadora— que si ahora me desnudara... Hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Me vinieron ganas de reír, sin malicia, pero no sin algún despecho.

—¿Y no se te ocurre pensar que yo podía estar triste o simplemente lejana de todas estas cosas... que podía tener hambre o sentirme cansada, o tener otras preocupaciones...? Nada de esto se te ocurriría, ¿verdad?

Se limitaba a mirarme. Después, repentinamente, se echó sobre mí y abrazándome con mucha fuerza hundió su rostro en la cavidad entre el cuello y el hombro. No me besaba; sólo apretaba la cara contra mi carne, como para sentir su tibieza. Respiraba con fuerza y de vez en cuando dejaba escapar un suspiro. Yo no estaba irritada con él. Estos gestos me producían la habitual y consternada compasión, y únicamente me sentía triste. Cuando creí que había suspirado bastante, lo aparté y le dije:

—Te he llamado para una cosa seria.

Me miró, me cogió una mano y se puso a acariciarla. Era tenaz y para él no había realmente otra cosa que su deseo.

—Tú eres de la Policía, ¿verdad?

—Sí.

—Bien, pues haz que me arresten, méteme en la cárcel.

Dije todo esto con decisión. En aquel momento deseaba de veras que lo hiciese.

—¿Pero por qué? ¿Qué pasa?

—Pasa que soy una ladrona —dije con fuerza—. Pasa que he robado y que por mi culpa está detenida una pobre inocente. Por esto arréstame... Iré a la cárcel de buena gana... Es lo que quiero.

Astarita no parecía sorprendido, sino aburrido. Hizo una mueca y dijo:

—Despacio... ¿Qué ha ocurrido? Explícate.

—Ya te lo he dicho, soy una ladrona, Y en pocas palabras le conté lo del hurto y cómo en mi lugar, había sido detenida la camarera. Le expliqué la maña de Gino, pero sin nombrarlo, limitándome a designarlo con el término genérico de sirviente. Sentí un violento deseo de hablarle también de Sonzogno y de su delito, pero me contuve a duras penas. Por último concluí:

—Ahora escoge tú, o haces que esa mujer salga de la cárcel o voy yo sin esperar más a entregarme en la comisaría.

—Despacio —repitió levantando una mano—. ¿Qué prisa hay? Al fin y al cabo, esa mujer está en la cárcel, pero no se la ha condenado... Esperemos.

—No puedo esperar... Está en la cárcel y parece que le pegan. No puedo esperar, tienes que decidirte ahora mismo.

Por mi tono comprendió que hablaba en serio y con una expresión de disgusto se levantó y dio unos pasos por la habitación. Después dijo como hablando consigo mismo:

—Además, hay el asunto de los dólares...

—Pero ella siempre lo ha negado... Los dólares fueron encontrados... Podremos decir que fue la venganza de alguien que la quería mal.

—Y la polvera, ¿la tienes?

—Aquí está —dije sacándola del bolso y entregándosela.

Pero él la rechazó:

—No, no... No debes dármela a mí.

Pareció dudar un instante y después añadió:

—Yo puedo hacer salir de la cárcel a esa mujer, pero al mismo tiempo la Policía debería tener la prueba de su inocencia... precisamente esta polvera.

—Pues bien, llévate la polvera y devuélvesela a su dueña.

Hubo en su cara una sonrisa desagradable:

— Se ve que no entiendes estas cosas... Si recibo de ti la polvera, estoy moralmente obligado a hacerte arrestar... Si no, preguntarán cómo he podido obtener el objeto robado y quién me lo ha dado y otras cosas por el estilo... No, no... Deberías hacer que la polvera llegara a manos de la Policía, pero sin descubrirte.

— Podría mandarla por Correo.

— Por Correo no.

Dio unos pasos por el cuarto y después vino a sentarse a mi lado.

— Ya está. He aquí lo que debes hacer... ¿Conoces a algún religioso?

Me acordé del fraile con quien me había confesado al regreso de la excursión a Viterbo y contesté:

— Sí, mi confesor.

— ¿Te confiesas todavía?

— Me confesaba.

— Bien... Pues vas a tu confesor y se lo cuentas todo como me lo has contado a mí y le pides que se haga cargo de la polvera y la entregue por encargo tuyo a la Policía... Ningún confesor puede negarse a hacer una cosa así... Además, no tiene ninguna obligación de decir nada porque está vinculado por el secreto de confesión... Un día o dos después, yo telefonearé y haré... En definitiva, tu camarera será puesta en libertad.

Sentí una gran alegría y no pude por menos de echarle los brazos al cuello y besarlo. Él siguió con un acento ya trémulo y ansioso:

— Pero no deberías hacer esas cosas... Cuando necesites dinero pídemelo a mí y yo te lo daré.

— ¿Puedo ir hoy mismo al confesor?

— Desde luego.

Con la polvera en la mano, mirando fijamente el vacío, permanecí un largo rato inmóvil. Experimentaba un profundo alivio, como si la camarera fuese yo misma, y realmente creí serlo, al pensar en su gozo, tanto mayor que el mío, cuando la pusieran en libertad. Ya no me sentía triste, ni cansada, ni disgustada. Entre tanto, Astarita me hurgaba en la muñeca con los dedos, intentaba meter la mano bajo mi manga y seguir por todo el brazo. Me volví y le pregunté con dulzura, mirándolo acariciadora:

— Verdaderamente, ¿sientes tanto deseo?

Hizo que sí con la cabeza, incapaz de hablar.

— ¿Y no te sientes cansado? —proseguí con voz tierna y cruel—. ¿No piensas que es tarde y que sería mejor otro día?

Vi que con la cabeza negaba.

— ¿Tanto me amas?

— Ya lo sabes que te amo —respondió en voz baja.

Y fue a abrazarme, pero yo me solté y dije:

— Espera.

Se tranquilizó en seguida porque había comprendido que yo aceptaba. Me levanté, fui despacio a la puerta y di la vuelta a la llave. Luego fui a la ventana, la abrí, bajé las persianas y volví a cerrarla. Astarita me seguía con los ojos mientras yo andaba por la habitación con una actitud de perezosa y magnánima complacencia. Sentía sus miradas sobre mí y comprendí hasta qué punto debía serle grata mi inesperada docilidad. Una vez cerradas las persianas, me puse a canturrear en voz baja, con un tono alegre e íntimo y siempre canturreando, abrí el armario, me quité el abrigo y lo colgué. Después, sin dejar de cantar, me miré en el espejo. Me pareció que nunca había sido tan bella, con los ojos que brillaban profunda y dulcemente, con la nariz encrespada y la boca entreabierta mostrando unos dientes blancos y regulares. Comprendí que estaba tan bonita porque me sentía satisfecha de mí misma y me creía buena, y levanté un poco la voz cantando mientras empezaba a desabrocharme el vestido. Cantaba una canción estúpida que estaba de moda por entonces y que decía:

Canto quel motivetto
che mi piace tanto
e che fa dudu dudu dudu;

y aquel estúpido estribillo me parecía la vida misma, absurda sin duda, pero en ciertos momentos suave y encantadora. De pronto, cuando ya tenía desnudo el pecho, alguien llamó a la puerta.

— No puedo —dije tranquilamente—. Más tarde.

— Es una cosa urgente —respondió la voz de mi madre.

Tuve una sospecha. Fui a la puerta y la entreabrí, asomándome.

Mi madre me hizo una seña para que saliera y cerrara la puerta. Después, en la sombra del recibidor, susurró:

— Ahí hay alguien, que dice que quiere absolutamente hablar contigo.

— ¿Y quién es?

— No lo sé. Un joven moreno.

Lentamente entreabrí la puerta de la sala y miré. Apoyado en la mesa, vi un hombre que me daba la espalda. Reconocí inmediatamente a Giacomo por la nuca y cerré la puerta a toda prisa diciéndole a mi madre:

— Dile que vengo en seguida... Y no lo dejes salir de la sala.

Me aseguró de que así lo haría y volví a entrar en mi cuarto. Astarita seguía sentado en la cama, tal como lo había dejado.

— Pronto —le dije—. Pronto... Lo siento, pero tienes que marcharte.

Se turbó y empezó a farfullar no sé qué palabras de protesta. Pero no le dejé acabar y seguí:

— Mi tía se ha encontrado mal en plena calle... Mamá y yo tenemos que ir al hospital... Pronto, de prisa...

Era una mentira un poco descarada, pero en aquel momento no se me ocurrió otra cosa. Él me miraba, como atontado, y no parecía creer en su mala suerte. Me di cuenta que se había descalzado y apoyaba en el suelo los pies enfundados en unos calcetines de rayas de colores.

— ¿Por qué me miras así? Tienes que irte —insistí, exasperada.

— Está bien, me voy —dijo inclinándose para calzarse.

Yo le tendía ya el abrigo, pero comprendí que tenía que prometerle algo si quería que interviniera a favor de la camarera. Así pues, mientras le ayudaba a enfilar las mangas del abrigo, dije:

— Perdona, estoy realmente mortificada... Vuelve mañana por la noche, después de cenar... entonces estaremos juntos en paz... Por otra parte, hoy hubiera tenido que despedirte en seguida... Es mejor que haya ocurrido esto.

Astarita no dijo nada y yo lo acompañé hasta la puerta cogiéndolo de la mano, como si fuera la primera vez que estaba en mi casa, tal era mi temor de que entrara en la sala y viese a Giacomo. Ya en la puerta le recordé:

— Mira, que hoy mismo voy al confesor.

Respondió con un gesto de asentimiento como para decirme que estaba entendido. Tenía una expresión de disgusto y de frialdad. En mi impaciencia no esperé su despedida y casi le di con la puerta en la cara.

Capítulo V

Al acercarme a la puerta de la sala y mientras ponía la mano en la manija comprendí de pronto que, a menos que mediara un milagro, estaba apunto de crear entre Giacomo y yo las mismas infelices relaciones que mediaban entre Astarita y yo. Me daba cuenta en aquel momento que aquel mismo sentimiento de sujeción, de temor y de ciego deseo que Astarita experimentaba por mí lo sentía yo por Giacomo, y aunque entendía que, si deseaba ser correspondida, debería comportarme de otro modo, me sentía invenciblemente empujada a ponerme frente a él en una situación de dependencia, ansiosa y sumisa. No sabría decir cuáles eran los motivos de esa condición de inferioridad, aparte de que saberlos equivaldría a anularla. Sólo advertía que el instinto me aseguraba que estábamos hechos el uno y el otro de materias distintas, la mía más dura que la de Astarita, pero más frágil que la de Giacomo, y que así como había algo que me impedía amar a Astarita, también debía de haber algo que le impedía a Giacomo amarme, y que, igual que el amor de Astarita por mí, el mío por Giacomo había nacido mal y acabaría peor.

El corazón me latía aceleradamente y me faltaba la respiración aun antes de verlo y de hablarle. Tenía miedo de dar algún paso en falso, de dejar ver mi ansiedad y mi deseo de gustarle y por esto mismo de perderlo otra vez, y para siempre. Ésta es realmente la peor maldición del amor: que nunca es correspondido y que cuando amamos no somos amados y cuando somos amados no amamos. Nunca se da el caso de que dos amantes sean iguales por sentimiento y por deseo, aunque éste es el ideal al que tienden todos los hombres, cada uno por su camino. Yo sabía que, precisamente porque estaba enamorada de Giacomo, él no lo estaba de mí. Y sabía también, aunque no quisiera confesármelo que, hiciera lo que hiciese, no lograría que se enamorara. Todo esto pasó por mi mente mientras, mortalmente turbada, vacilaba tras la puerta de la sala. Sentíame aturdida, dispuesta a cometer las peores tonterías y esto me irritaba. Por último, me armé de valor y entré.

Giacomo estaba aún como lo había visto antes: apoyado en la mesa, de espaldas a la puerta. Pero, al oírme entrar, se volvió y mirándome con una atención suspensa y crítica, dijo:

—Pasaba por aquí y se me ha ocurrido hacerte una visita... Tal vez he hecho mal.

Me di cuenta de que hablaba despacio, como si quisiera observarme bien antes de excederse en palabras y me turbé al pensar en cómo debía parecerle entonces, tal vez diferente y menos atractiva que el recuerdo que le había impulsado a visitarme al cabo de tanto tiempo. Me tranquilizó recordar de pronto que poco antes me había parecido bonita al contemplarme en el espejo. Un poco apurada dije:

—No, no has hecho mal, has hecho muy bien... Iba a salir ahora para ir a comer... Podemos comer juntos.

—Pero, ¿me reconoces? —preguntó tal vez con ironía—. ¿Sabes quién soy?

—Ya lo creo que te reconozco —dije de la forma más tonta.

Y antes de que mi voluntad pudiera influir en mis gestos, le había cogido una mano y me la llevaba a los labios mirándolo con amor. Él pareció confundido y esto me gustó. Le pregunté:

—¿Por qué no has vuelto por aquí, malo más que malo?

A mi voz ansiosa y tierna respondió moviendo la cabeza:

—He tenido mucho que hacer.

Yo había perdido el seso completamente. Y desde los labios llevé su mano a mi corazón, bajo el pecho, diciéndole:

—Mira cómo me late el corazón.

Y al mismo tiempo me llamaba estúpida porque pensé que no debía haber hecho aquel gesto ni dicho aquellas palabras. Hizo una mueca como de turbación y, asustada, añadí inmediatamente:

—Voy a ponerme el abrigo y vuelvo en seguida... Espérame.

Me sentía tan fuera de mí y tenía tanto miedo de perderlo que, al pasar por el recibidor, di con furia una vuelta a la llave de la puerta de casa y la saqué de la cerradura. Así, si se le ocurría marcharse mientras yo me vestía no podría salir. Entré en mi cuarto, me puse ante el espejo y con el borde del pañuelo me quité toda la pintura de los ojos y de los labios. Después volví a pintarme los labios más discretamente. Fui al perchero en busca del abrigo y no lo encontré.

Por un momento me sentí confusa, pero después recordé que lo había puesto en el armario y lo saqué. Me miré al espejo y pensé que mi peinado era demasiado aparatoso. Rápidamente me despeiné y me arreglé el cabello como solía llevarlo cuando era novia de Gino. Y mientras me peinaba, me juré a mí misma que en lo sucesivo reprimiría los impulsos de mi pasión controlando estrictamente mis gestos y mis palabras. Por fin estuve dispuesta para salir. Pasé al recibidor y me asomé a la sala para llamar a Giacomo.

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