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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

La Rosa de Asturias (2 page)

BOOK: La Rosa de Asturias
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Hacía tres días que Rodrigo, prefecto de la marca vascona, perseguía en vano a los ladrones que habían robado uno de sus rebaños de ovejas y cuya pista había perdido otra vez. Aunque creía saber quién era el responsable, se había visto obligado a abandonar la persecución porque el grupo de guerreros que lo acompañaba era demasiado reducido y no podía correr el riesgo de enfrentarse a toda la tribu de los ladrones de ovejas.

Esa era la causa de la rabia y el malhumor general, que los hombres descargaban soltando maldiciones.

—¡Por san Jaime! ¡Cómo se reirán esos salvajes de las montañas al ver que hemos de largarnos como perros, con el rabo entre las piernas! —refunfuñó Ramiro, el lugarteniente del conde.

Este no le hizo caso y le indicó que guardara silencio.

—Cuidado: allí delante hay alguien. ¡Preparad las armas! —ordenó en voz tan queda que solo lo oyó el jinete que cabalgaba justo detrás de él y que transmitió la advertencia a los demás. En pocos instantes, todos aferraron firmemente sus escudos y bajaron las lanzas.

No obstante, el sonido que llamó la atención del conde provenía de un único hombre que se hallaba sentado en una roca, bañado por el resplandor del ocaso, rojo como la sangre. Aunque Rodrigo solo distinguió un contorno borroso, comprendió que se encontraba ante un vascón y desenvainó la espada.

El hombre se puso de pie de inmediato, bajó de la roca dando un brinco y alzó las manos indicando su intención pacífica.

—Que disfrutes de una bonita noche, conde Rodrigo —lo saludó.

—¡Será aún más bonita cuando tu sangre manche mi espada! —exclamó este por toda respuesta. Sin embargo, no arremetió, sino que se limitó a observar fijamente al vascón. Ya se había encontrado un par de veces con ese individuo y creyó recordar su nombre, pero fingió no conocerlo—. ¿Qué quieres? ¡Habla con rapidez, mi espada está sedienta!

—Quiero conversar contigo, conde Rodrigo, y hacerte un favor. —El vascón dirigió una mirada elocuente a los acompañantes del conde—. Preferiría que departiéramos a solas.

El conde negó con la cabeza.

—He confiado mi vida a mis hombres, así que habla, si quieres conservar la tuya.

—Han de jurar que no dirán nada acerca de lo que oigan —exigió el vascón.

—Mis guerreros no son unos bocazas. ¡Y ahora habla de una vez!

El conde indicó a sus hombres que rodearan al vascón y estos le apuntaron con sus lanzas. El hombre se humedeció los labios resecos y soltó una carcajada para disimular su inquietud.

—Estás buscando a los hombres que robaron tus ovejas. ¿Qué dirías si te ayudo a atrapar a su cabecilla y sus compinches?

El semblante del conde se volvió aún más sombrío.

—Si pretendes burlarte de mí, has elegido el peor día para hacerlo.

Durante un instante pareció a punto de arremeter contra el vascón con la espada, pero luego venció la curiosidad.

—Suponiendo que hablaras en serio, ¿por qué habrías de hacerlo?

—Tu enemigo me ha ofendido gravemente —contestó el vascón tras vacilar un instante.

El conde esbozó una sonrisa burlona.

—¿Y pretendes que te crea? Conozco perfectamente la relación que guardas con ese ladrón de ovejas, así que quieres que te lo quite de en medio para que en adelante seas tú quien me las robe, ¿verdad?

El hombre comprendió que esa no era una solución del agrado del conde y dijo:

—¿Qué te parecería si nuestra tribu considerara las ovejas como un tributo, en vez de robártelas?

El conde asintió.

—Una idea aceptable, pero entonces habría de ir a vuestra aldea para aceptar el juramento de lealtad, y a saber si una lucha previa.

El vascón no estaba muy de acuerdo con dicha propuesta, pero por fin inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—De acuerdo. Pero para ello habrá que distraer al guardia, y yo no puedo hacerlo. Tú, en cambio, sí estás en disposición de llevarlo a cabo —dijo el hombre, que se acercó al conde y le susurró unas palabras al oído. Rodrigo asintió con una sonrisa.

—Muy bien. Pero pobre de ti si me has mentido. ¡Las montañas no serán lo bastante altas ni remotas para preservarte de mi venganza!

El vascón rio.

—Te entregaré a tu peor enemigo y tú serás el señor de mi tribu. Considero que por ello, más que una amenaza, merezco una recompensa.

—Conservar la vida ya es recompensa suficiente —lo interrumpió Ramiro. Se fiaba aún menos de los vascones que su señor y habría preferido derribarlo de un lanzazo.

Pero el conde alzó la mano.

—¡Alto! No perdemos nada simulando que le creemos. Si sus palabras son sinceras, nos desharemos de un enemigo tozudo e incrementaremos nuestra influencia en esta comarca. Si trata de engañarnos, nuestras espadas y lanzas le darán una lección. —Luego Rodrigo volvió a dirigirse al vascón—. ¿Dices que mañana por la noche tu jefe quiere robar otro rebaño? Al parecer, cree que al habernos obligado a perseguirlo hasta aquí no nos interpondremos en su camino.

—Así es, conde Rodrigo —se apresuró a contestar el vascón.

—¡Bien! Aguardaremos su llegada. Si no acude, será mejor que no te apresures a presentarte ante mí otra vez. ¡Adiós!

El conde indicó a sus hombres que lo siguieran y el vascón se quedó a solas. En su rostro se reflejaban la codicia y cierto triunfo. Si el conde no cometía un error, en pocos días se convertiría en el amo de su tribu y por fin ocuparía el puesto que tanto ansiaba desde hacía años.

2

El conde Rodrigo indicó a su lugarteniente que se aproximara.

—¿Está todo dispuesto?

—¡Lo está, don Rodrigo! —exclamó Ramiro. Debido a la excitación se dirigió a su señor con su nombre castellano en vez de emplear la variante visigoda, Roderich.

El conde agitó la cabeza, contrariado, pero no hizo ningún comentario, sino que atisbó entre los árboles del denso bosque en el que él y sus jinetes se ocultaban, procurando no perder de vista el prado y los tres pastores que vigilaban unas docenas de ovejas. Cuatro grandes perros blancos y negros rodeaban el rebaño.

«Una imagen muy tentadora para mi enemigo», pensó Rodrigo, aún preocupado por la posibilidad de que él y sus hombres fueran descubiertos.

—¡Evitad que vuestros caballos relinchen! —La advertencia era innecesaria, puesto que todos sabían lo que estaba en juego. Solo lograrían atrapar a los ladrones de ovejas si lograban que cayeran en la trampa.

—Uno de los pastores ha hecho una señal. ¡Al parecer, él o uno de los perros ha notado algo! —Aunque Ramiro habló en un susurro, su jefe le lanzó una mirada de desaprobación.

También el conde Rodrigo se había percatado de que los perros estaban inquietos. En general, tres pastores y cuatro perros eran suficientes para amedrentar a media docena de ladrones de ovejas, pero quizá su enemigo personal se acercaba en compañía de un grupo de guerreros no menor que el que lo acompañaba a él. Había elegido a los hombres de su guardia de corps con esmero: cada uno de ellos era capaz de enfrentarse a dos o tres adversarios. Además montaban a caballo y, gracias a sus largas lanzas, aventajaban a cualquier guerrero de a pie.

—¡Están allí arriba! —Uno de sus soldados indicó una ladera rocosa a la izquierda del prado.

El conde también los vio: al menos dos docenas de hombres se acercaban sigilosamente al amparo de las rocas, muchos más de los que él había esperado. Los vascones avanzaban con el viento en contra, pero el perro ovejero igualmente los había venteado. Obedeciendo una señal de un pastor, los perros condujeron el rebaño hacia el bosquecillo en el que se ocultaban los jinetes.

El conde Rodrigo comprendió que esos condenados salvajes de las montañas le habrían robado otro rebaño si el traidor no lo hubiese advertido y, con expresión airada, dirigió una señal a sus hombres.

—Esta vez les daremos una lección. No tomaremos prisioneros, a excepción de… —se interrumpió, indicando a uno de los vascones— ese rubio de allí. ¡A ese dejadlo con vida! Todavía nos hace falta.

—¿Quieres que lo tomemos prisionero? —preguntó Ramiro.

—Sí, pero ha de estar herido. Ileso no nos serviría de nada. ¡Y ahora guardad silencio! Los bellacos se aproximan.

El conde procuró desenvainar su espada sin hacer ruido y esbozó una mueca de rabia. Esa noche los ladrones de ovejas pagarían por todas las molestias causadas durante años. Clavó la mirada en el cabecilla de los vascones, no muy alto pero musculoso. Ya no sabía cuántas veces le había tomado el pelo ese canalla. Era de suponer que hacía años que su mujer ya no guisaba sus propios corderos, dada la cantidad de animales que su marido les había robado a sus vecinos y llevado a casa.

Entretanto, los atacantes se habían acercado y se abalanzaron sobre los pastores, profiriendo alaridos. Al principio, estos alzaron sus cayados rematados con puntas de hierro, ideales para luchar contra los osos, los lobos y los ladrones de ganado, pero luego retrocedieron asustados ante los numerosos vascones e impulsaron a las ovejas cuesta abajo.

—Bien hecho —murmuró el conde, refrenando a su inquieta cabalgadura. Sus hombres también ansiaban echarse sobre los ladrones—. ¡Aguardad! —ordenó, alzando el brazo con ademán autoritario—. Hemos de esperar a que todos los atacantes se encuentren en el prado, no quiero que uno de ellos se escabulla entre las rocas y escape. Nuestros caballos han de dirigirse allí arriba.

Uno de los hombres rio, pero calló de inmediato cuando Ramiro le pegó un golpe. Afortunadamente, los vascones hacían tanto ruido que no lo hubiesen oído. Seguros del éxito, se reunieron en la parte superior del prado y su cabecilla les indicó que se dividieran y cogieran las ovejas.

Ese era el momento que había esperado Rodrigo.

—¡Adelante! —gritó y azuzó a su semental. Mientras cabalgó entre los árboles avanzó con cautela, pero en cuanto alcanzó el prado clavó espuelas. A sus espaldas, sus jinetes surgieron del bosque y se abalanzaron sobre los sorprendidos enemigos.

El jefe de los vascones ordenó a sus hombres que corrieran hacia la ladera rocosa y él también trató de ponerse a salvo, pero los jinetes de Rodrigo lo habían previsto y les cortaron el paso lanza en ristre. En las montañas, los vascones eran enemigos peligrosos que atacaban por la espalda y trepaban con tanta agilidad como sus cabras. Pero allí, en ese prado que solo mostraba una ligera pendiente, estaban atrapados. Rodeados por la pinza formada por los jinetes mejor armados que ellos, los ladrones de ovejas intentaron huir, pero fue sin éxito. Algunos incluso arrojaron las lanzas y trataron de ponerse a salvo brincando sobre las rocas, pero fueron estos los primeros en morir.

El cabecilla de los vascones intentó formar un círculo defensivo con los sobrevivientes, pero los astures aprovecharon la ventaja ofrecida por sus lanzas más largas. Ninguno de ellos sufrió heridas graves, mientras que los vascones cayeron uno tras otro.

Al final, los únicos que seguían en pie eran el cabecilla y el muchacho rubio. Tras intercambiar una mirada, soltaron un rugido y se lanzaron contra los astures.

El conde Rodrigo advirtió que el rubio, herido en el muslo y el hombro, procuraba seguir luchando; luego se vio frente al cabecilla de los ladrones, que mantenía los ojos puestos en su cabalgadura. Rodrigo, sospechando que el bellaco quería matar a su semental con el fin de derribarlo, obligó al animal a retroceder. Antes de que el vascón pudiera seguirlo, Ramiro y otros hombres lo asaetaron con las lanzas.

Mientras el vascón caía al suelo, Ramiro soltó una carcajada de alivio.

—Ese ha robado la última oveja de nuestro rebaño, don Rodrigo.

—Envolved el cadáver en una manta y cargadlo a lomos de un caballo. ¿Qué pasa con el rubio? ¿Sigue con vida?

Ramiro asintió.

—Sí, señor. Aunque no comprendo por qué no lo matamos a él también.

—Te he dicho que aún lo necesitamos, así que encárgate de que siga con vida durante el tiempo suficiente. Nuestros heridos permanecerán aquí y ayudarán a los pastores a arrojar a los ladrones al precipicio más próximo. ¡Los demás, seguidme!

El conde Rodrigo estaba satisfecho. Se lamentaba de no haber matado al cabecilla él mismo, pero su semental era demasiado valioso para dejar que un salvaje de las montañas le clavara una lanza. Además, su adversario era un ladrón, y como tal había muerto.

—¡En marcha! Aún hemos de hacer una pequeña excursión hasta las montañas de allí delante. Coge dos jinetes, Ramiro, transporta al herido más allá de la frontera y déjalo tendido a un lado del camino. Procura que los habitantes os vean, pero no os dejéis atrapar.

—¡Desde luego que no, conde Roderich! —contestó su lugarteniente: había recordado a tiempo que su señor prefería que le hablara en visigodo y se despidió con una sonrisa alegre.

—Volveréis a reuniros con nosotros poco antes de que alcancemos nuestro objetivo. ¡Y ahora daos prisa! —El conde saludó a Ramiro y a sus dos acompañantes con una breve inclinación de la cabeza y emprendió la expedición seguido de sus hombres, que saboreaban su reciente victoria y estaban dispuestos a seguirlo hasta las puertas del infierno.

3

Atónita, Maite contempló a los jinetes que entraron en su aldea con expresión altiva, como si estuvieran en su derecho, y deseó que su padre estuviera allí para enseñarles los dientes a esos tunantes. Se trataba de dos docenas de guerreros con armadura de hierro, espada y casco. Casi todos sujetaban una larga lanza con la derecha y conducían a los caballos con la izquierda; llevaban los escudos en la espalda, como si no tuvieran nada que temer, pero se trataba de guerreros astures, los peores enemigos que Maite podía imaginar.

Su jefe era un auténtico visigodo, un hombre que incluso sentado en la silla de montar parecía alto y que llevaba una cota de malla de estilo sarraceno; los cabellos rubios le llegaban hasta los hombros y la mirada de sus ojos azules era tan fría como el hielo. Con aire desdeñoso, contempló la aldea, cuyas casas eran de madera y piedra. Consideraba que Askaiz era un pueblucho cuyo habitante más rico apenas poseía más bienes que el más pobre y en el que la mujer del jefe debía lavar su ropa al igual que la más humilde de las siervas.

Pero el conde no había acudido allí para contemplar el villorrio. Hizo una señal a uno de sus hombres y este hizo avanzar un caballo de carga, cortó las cuerdas que sostenían un bulto alargado envuelto en una tela sujeta al lomo del animal y lo dejó caer al suelo. Luego cogió la tela, tiró de ella y descubrió un cadáver ensangrentado.

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