La Rosa de Asturias (31 page)

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Authors: Iny Lorentz

Tags: #Intriga, #Histórico, #Drama, #Romántico

BOOK: La Rosa de Asturias
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—Si denominas pájaros a los francos, mi señor, entonces así es.

Yussuf Ibn al Qasi hizo una reverencia ante el emir, pero no logró disimular su temor. En los últimos años habían sucedido muchas cosas en el norte de España que no eran del agrado de Abderramán. A ello se añadía que el miedo ante los francos paralizaba a los habitantes sarracenos de las regiones fronterizas, al igual que a los reyes y condes cristianos que se habían hecho fuertes en las montañas junto a la costa de Cantabria, Galicia y Asturias y que pagaban tributos para que las huestes del islam no los arrojaran al mar.

—¡El miedo ante los francos es nuestra arma más poderosa! —exclamó Abderramán, arrancando a Yussuf de su ensimismamiento.

—¿A qué te refieres, señor?

—Silo de Asturias teme por su corona, aun cuando esta solo es un aro de hojalata; no tolera que los francos adquieran demasiado poder o incluso se apoderen de las tierras a este lado de los Pirineos. Aunque es el hijo de una sarracena, piensa como un visigodo y no ha olvidado que antaño los francos expulsaron a su pueblo de la Galia —dijo Abderramán con una sonrisa de complacencia, y acto seguido devoró algunos granos más.

Su huésped no supo qué contestar. Al igual que Aurelio, su antecesor, Silo de Asturias no era un soberano capaz de causar temor en la lejana Córdoba. Cuando hacía un tiempo algunos gobernadores tomaron partido por el califa Al Mahdi —quien como abásida era un enemigo mortal del omeya Abderramán—, Silo se vio obligado a apaciguar las rebeliones en su propia tierra y no pudo sacar ventaja de la nueva situación. Pero dado que el abásida no estaba en situación de apoyar a sus seguidores en la lejana España, estos se dirigieron a los francos, cuyas ansias de conquistar tierras habían vuelto a renacer bajo el rey Pipino y su hijo Carlos.

—Bien, Yussuf, pareces dubitativo. ¿Es que tú no crees que Silo de Asturias prefiera pagarnos tributos a nosotros en vez de someterse a los francos? Porque Carlos no se dará por satisfecho con menos.

Yussuf Ibn al Qasi le tendió la cáscara de la granada al esclavo negro y se lavó las manos, pero él mismo ignoraba si lo hacía para ganar tiempo hasta que se le ocurriera una respuesta adecuada o si el temor paralizaba sus ideas.

—Si el franco apoya la punta de su espada contra la garganta de Silo, este se someterá a Carlos y se declarará su vasallo —dijo por fin.

—Sería un necio si no lo hiciera —se burló el emir—. Pero al mismo tiempo albergará la esperanza de que mi ejército lo salve de los francos.

—Eso no resultará fácil, señor: los francos son como un torrente que se derramará por encima de las montañas.

Abderramán sacudió la cabeza.

—¿Qué harás, amigo Yussuf? ¿Te resistirás a la corriente o te dejarás arrastrar por ella? Que venga el franco, para que los valís del norte, que dirigen la mirada hacia Bagdad, comprendan lo que les espera si retiro mi mano protectora.

—Pero ¿qué harás con aquellos que han vuelto a someterse a ti o que siempre te han sido fieles, señor? —preguntó Yussuf en tono asustado.

El emir cogió el cuenco que sostenía el esclavo y derramó el agua en el sendero. Formó un charco del que surgían varias piedras grandes y Abderramán las señaló.

—Eso es lo que les ocurrirá a los francos. Inundarán el norte, pero se estrellarán contra los muros de las grandes ciudades. No están en condiciones de atacar fortalezas, sino que han de sitiarlas, como hicieron en Pavia, la capital de los longobardos. Así que enviaremos una cantidad suficiente de provisiones y soldados a Zaragoza y a las otras ciudades, para que estas estén bien abastecidas y puedan resistir durante muchas lunas. Tú te encargarás de trasladar cada grano de trigo y cada oliva que pudiera servir de alimento tras las murallas protectoras. En esta guerra, amigo mío, el hambre es un arma más afilada que la espada. Además, me encargaré de que el rey Carlos no permanezca demasiado tiempo en España.

Yussuf contempló al emir con expresión perpleja.

—¿Cómo pretendes conseguir eso, mi amo y señor?

Abderramán sonrió, satisfecho.

—Los francos tienen enemigos dispuestos a desenvainar sus espadas a cambio de oro. Nos saldrá más a cuenta hacer uso de esa gente que presentar batalla. En una guerra abierta caerían demasiados hombres buenos, a quienes necesito para castigar a traidores como Solimán Abd al Arabi, una vez que Carlos se haya batido en retirada —dijo el emir en tono duro.

Yussuf comprendió que Abderramán no perdonaría a nadie que lo hubiese traicionado y soltó un suspiro de alivio, puesto que había logrado demostrar al emir su no siempre tan firme fidelidad. El encargo de trasladar todos los cereales del norte a las ciudades le demostró que aún conservaba la confianza del soberano y disfrutaba de su favor.

El emir contempló a su fiel seguidor y adivinó sus pensamientos. Los
banu qasim
eran el clan más importante del norte y durante mucho tiempo dudaron entre unirse a Solimán Ibn Jakthan al Arabi el Kelbi y aliarse con los francos, o seguir manteniéndose fieles a Córdoba. Puesto que Yussuf Ibn al Qasi había acudido ante su presencia, el emir creyó poder confiar en él. Pero con respecto a los gobernadores de cuya fidelidad no estaba seguro, debía actuar con rapidez.

—He nombrado a un nuevo valí de Barcelona —dijo, como sin conceder importancia a la información.

Sorprendido, Yussuf alzó la cabeza.

—¿Acaso allí lo reconocerán?

—Ya ha ocupado la ciudad y mantendrá cerradas las puertas ante los francos. Sabrás, amigo Yussuf, que en todas las poblaciones tengo fieles servidores que me apoyan. Además, los hermanos Abdul y Fadl acompañaron a ese hombre, y nadie quiere enemistarse con esos valientes guerreros.

Yussuf Ibn al Qasi no dudó de que aquello fuera una advertencia. Ahora él debía convencer a los miembros rebeldes de su familia de que volvieran a someterse al emir, algo con lo cual él también estaba de acuerdo. Aunque era musulmán y por sus venas corría sangre árabe que había heredado por línea materna, también era lo bastante visigodo como para detestar a los francos, que habían demostrado ser enemigos de su pueblo.

Complacido, Abderramán constató que había encauzado correctamente las ideas de su seguidor y se despidió con gesto afectuoso. Mientras Yussuf abandonaba el jardín en compañía de un criado, el emir siguió caminando y entró en el palacio cuyos arcos y columnas soportaban todo el peso del edificio y recordaban las tiendas del desierto del que antaño había llegado su familia. Córdoba aún no podía compararse con Damasco, el diamante de la corona de los omeyas, pero Abderramán estaba decidido a modificar dicha situación. Ya había ordenado a arquitectos y constructores que levantaran nuevos edificios y mezquitas que debían hacerlo olvidar la nostalgia por Siria y Arabia. Durante un momento, el emir se sumió en sus sueños, en los que Córdoba se convertía en una gema resplandeciente. Pero no tardó en regresar a la realidad. Antes de intervenir en el futuro debía encargarse de que su poder y su influencia no mermaran. Los francos suponían un peligro mucho mayor de lo imaginado por sus fieles y él hacía todo lo posible para ocultarles ese hecho. El ejército de Carlos estaba formado por hombres de hierro que no retrocederían ante nadie, y cualquier ataque de su propia caballería se estrellaría frente a los caballeros armados. El emir sabía que no podía alcanzar una victoria en el campo de batalla, así que debía echar mano de otros medios para impedir que los francos se instalaran en España.

Tras renovar dicho propósito, se dirigió a la parte delantera de su palacio, al que podían acceder los huéspedes, y entró en una habitación ocupada por dos hombres que permanecían junto a la ventana con la vista clavada en una pequeña fuente. Ambos lo superaban en altura en más de un palmo. Sus cabellos eran de un rubio claro y una barba hirsuta les cubría las mejillas. Sus ropas de lana e hilo consistían en pantalones largos, camisas y túnicas hasta las rodillas de colores tan apagados que, al lado del atuendo de seda y terciopelo azul del emir, parecían sombras borrosas.

Encima de un arcón reposaban espadas largas y rectas, tan pesadas que solo unos individuos tan descomunales como ellos habrían sido capaces de blandirlas. Abderramán prefería la elegante cimitarra y estaba convencido de poder derrotarlos a ambos con ella. Sin embargo, su propósito no consistía en medirse con esos hombres, sino en ganarlos para sí, y sobre todo a sus señores.

—¡La paz sea con vosotros! —los saludó y se llevó brevemente la mano a la boca y la frente.

—Que Odín dé fuerza y poder a tu brazo —contestó en lengua árabe, aunque con un deje gutural, uno de los dos visitantes, el que llevaba las ropas más oscuras.

—Alá ya lo ha hecho —lo corrigió Abderramán con suavidad y, con un movimiento elegante, tomó asiento en el diván, cuyos cojines lo acariciaban con la misma tersura que las manos de sus concubinas. Sus huéspedes, acostumbrados a sentarse en bancos duros o, como mucho, sobre una piel de cordero, tomaron asiento con tanta cautela como si temieran hundirse hasta el suelo.

—¿Traéis un mensaje de vuestro señor? —preguntó el emir.

El hombre trajeado de oscuro asintió.

—Tanto el rey Sigurd como su pariente, el duque Widukind, os envían saludos.

—Recibo ambos con beneplácito —dijo Abderramán con una sonrisa amable, pero estaba tan tenso como lo estuvo cuando huyó de los esbirros de los abásidas.

—Sigurd quiere que te comunique que no puede encabezar un ataque contra los francos.

Un hálito de desilusión atravesó el rostro del emir, pero lo dejó seguir hablando.

—Los daneses no podemos permitirnos entrar en batalla contra los francos. Pero nuestros hermanos sajones aborrecen a dicho pueblo, que no deja de inmiscuirse en sus asuntos, exigirles tributos y les apremian para que abjuren de Odín y adoren a ese individuo que fue tan débil que los romanos, que ni siquiera son capaces de sostener una espada, pudieron clavarlo en la cruz. En la medida de lo posible, nosotros los daneses proporcionaremos armas y otros bienes a los sajones. ¡Pero los mercaderes y los herreros exigen dinero por sus productos!

El danés contempló al emir con mirada impaciente. Abderramán se percató de su codicia, pero se limitó a sonreír. El dinero era el menor de sus problemas. Sus cámaras del tesoro estaban repletas, y siempre había preferido dejar que el oro luchara por él en vez de sacrificar a sus guerreros en batallas inútiles.

—Ofrecí a vuestro rey Sigurd y al duque de los sajones que los apoyaría con oro si desenvainaban sus espadas contra los francos.

El emisario vestido con ropas más claras, que hasta entonces no había abierto la boca, le pegó un codazo a su acompañante.

—Supongo que ese gnomo teme a Carlos, puesto que quiere comprar nuestras espadas para que le quitemos de encima a los francos, ¿verdad? —dijo en su propia lengua, que a Abderramán le sonaba como el gruñido de los cerdos, malditos por el Profeta.

El danés palideció y le pisó el pie al otro.

—¡Imbécil! Aquí incluso las paredes tienen oídos y comprenden nuestra lengua. Si enfadas al emir, nos hará despellejar vivos.

Luego se dirigió a Abderramán con una sonrisa forzada.

—Mi amigo sajón está impaciente por cruzar su espada con las de los francos. Es un primo de Widukind, el gran líder de su pueblo, y él le enseñará al franco Carlos cuáles son sus límites.

—¡Le deseo la bendición de Alá en ello! —Aunque los daneses se negaban a aceptar su propuesta, Abderramán se dio por conforme. Una rebelión de los sajones, a quienes Carlos ya creía sometidos, le proporcionaría la posibilidad de reforzar su reino, pese al peligro franco.

—¿Qué barbulla el hombre? —preguntó el otro sajón, que no entendía el árabe.

—Os desea a tu duque y a ti que Tor os otorgue la fuerza necesaria para expulsar a ese miserable franco de vuestras tierras. Ahora hemos de averiguar cuánto está dispuesto a pagar por ello.

El danés sonrió con expresión expectante. Si bien los sajones correrían con el riesgo que suponía esa guerra, la mayor parte del oro de los sarracenos debía pasar a manos danesas.

Cierto era que también los herreros y los comerciantes de armas francos saldrían ganando, ya que las espadas francas eran más afiladas y duras que las forjadas con el hierro del norte y por ello muy apreciadas. La idea de que los francos pudieran caer bajo espadas forjadas en su tierra natal divertía al emisario de Sigurd, pero este extremo prefirió no comentarlo con el emir de Córdoba.

—Será una guerra dura en las que muchas armas resultarán melladas —dijo, procurando obtener la mayor cantidad de oro posible.

Abderramán habría estado dispuesto a entregarle la mitad del contenido de su cámara del tesoro solo para deshacerse de los francos, pero sabía que eso lo lograría por una suma mucho menor. Batió palmas llamando a los criados y cuatro de ellos aparecieron con un cofre forrado de cuero negro, lo depositaron en el suelo y abandonaron el recinto tras hacer una profunda reverencia.

El emir señaló la llave del cofre.

—Ábrelo —ordenó a uno de los daneses. El interpelado obedeció y clavó la mirada en las brillantes monedas de oro.

—Llevad este oro a Dinamarca y Sajonia, usadlo para avivar las llamas de la guerra. Si Carlos se viera obligado a retirarse de España por vuestra culpa, Sigurd y Widukind volverán a recibir la misma suma.

Al ver cómo cambiaba la expresión de esos hombres del norte al oír sus palabras, Abderramán casi soltó una carcajada, porque era evidente que ambos se preguntaban cuánto oro podían guardar en sus propios bolsillos. Sin embargo, el emir pensaba poner coto a su codicia, porque el contenido de ese cofre debía ayudar a los sajones en la guerra, no a enriquecer a unos simples emisarios.

Así que volvió a cerrar la tapa, hizo girar la llave y de nuevo dio unas palmadas. Entregó la llave al esclavo que apareció en el acto y le ordenó que la envolviera en seda y la sellara.

—Entregad este paquete al rey de los daneses, y que le llegue intacto. Le enviaré un mensaje para decirle en qué ha de gastar el oro.

Abderramán contestó a las miradas decepcionadas de ambos emisarios con una sonrisa bondadosa. Llamó a un segundo esclavo que portaba dos pesados saquitos de terciopelo quien, ante una señal del emir, los depositó en las manos de ambos huéspedes.

—¡Coged este oro en señal de agradecimiento por los fieles servicios que prestáis a vuestro señor!

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