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Authors: David Eddings

Tags: #Fantástico

La rosa de zafiro (72 page)

BOOK: La rosa de zafiro
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Agachó la cabeza y tensó los músculos, empujando con vigor creciente el Bhelliom contra la reluciente marca de la castración de Azash. El dios gritaba de dolor.

—¡Me habéis fallado! —aulló y, retorciéndose como tentáculos, de ambos lados del ídolo surgieron unos brazos que se abalanzaron para agarrar a Otha... y a Annias.

—¡Oh, Dios mío! —imploró el primado de Cimmura, no a Azash, sino al Dios de su infancia—. ¡Salvadme! ¡Protegedme! ¡Perdonad...! -Elevó el tono de la voz, convertida en un articulado chillido, y el tentáculo se cerró sobre él.

No hubo ninguna clase de refinamiento en el castigo infligido sobre el emperador de Zemoch y el primado de Cimmura. Enloquecido por el dolor, el miedo y el ansia de aplicar represalias a quienes consideraba responsables, Azash se comportó como un niño enfurecido. Otros brazos acudieron restallantes a rodear a las empavorecidas víctimas y luego, con cruel lentitud, comenzaron a girar en sentidos opuestos, realizando el mismo movimiento que utiliza una lavandera para escurrir la ropa. Los dedos del dios, semejantes a anguilas, iban salpicándose de sangre y de más espantosos humores a medida que con la presión de un torniquete robaba la vida de los retorcidos cuerpos de Otha y Annias.

Repugnado, Sparhawk cerró los ojos... pero no pudo hacer lo mismo con los oídos. Los chillidos se agudizaron, adoptando una estrangulada nota hiriente.

Después callaron y entonces se oyeron dos golpes, producto del choque de los despojos de los siervos que Azash había dejado caer en el suelo.

Arissa vomitaba violentamente sobre los irreconocibles restos del que había sido su amante y padre de su único hijo cuando el vasto ídolo se estremeció y resquebrajó, produciendo con su desintegración una lluvia de cascotes de piedra esculpida. Los sinuosos brazos quedaron petrificados al desprenderse y cayeron al suelo, donde quedaron reducidos a añicos. El grotesco rostro se fragmentó. Una gran piedra golpeó el hombro acorazado de Sparhawk y su impacto casi le hizo soltar el Bhelliom. Con un gran crujido, la efigie se quebró por la cintura, y el colosal torso se volcó hacia atrás y se despedazó sobre el negro ónice. Sólo quedaba un raigón, una especie de inestable pedestal de piedra sobre el que descansaba el tosco ídolo de barro que Otha había encontrado casi dos mil años antes.

—¡No podréis!—La voz era el chillido de un animalillo, de un conejo, tal vez, o quizá de una rata—. ¡Yo soy un dios!¡Vos no sois nada!¡Sois un insecto!¡Sois como polvo!

—Es posible —concedió Sparhawk, sintiendo piedad por la patética figurilla de barro. Se desprendió de la espada y tomó firmemente el Bhelliom con ambas manos—. ¡Rosa Azul! —llamó con vehemencia—. ¡Soy Sparhawk de Elenia! ¡Por el poder de estos anillos ordeno a la Rosa Azul que devuelva esta imagen a la tierra de donde proviene! —Adelantó las dos manos y, con ellas, la Rosa de Zafiro—. Ansiabais poseer el Bhelliom, Azash —dijo—. Tenedlo pues. Tomadlo junto con lo que os trae. —Entonces el Bhelliom tocó al deforme ídolo—. ¡La Rosa Azul obedecerá! ¡Ahora! —Se tensó al ordenarlo, esperando ser destruido al instante.

El templo entero se estremeció, y Sparhawk sintió de improviso la agobiante sensación de que algo lo oprimía, como si el propio aire pesara varias toneladas. Las llamas de las enormes hogueras languidecieron, reduciéndose a un espasmódico centelleo, como si también ellas padecieran una invisible presión.

Y entonces la vasta cúpula del templo hizo explosión, lanzando hacia el cielo los bloques hexagonales de basalto, que caerían a varios kilómetros de distancia. Con un sonido que superaba el mero fragor, las hogueras se elevaron con furia hasta convertirse en enormes pilares de llamas de intenso fulgor, que rebasaron el agujero de la bóveda para iluminar los cargados vientres de las nubes que había engendrado la tormenta. Las incandescentes columnas se remontaron sin cesar, abrasando y consumiendo, ceñidas de relámpagos, la nubosa masa, y luego aún prosiguieron su ascenso hasta la oscuridad del firmamento, alargando sus lenguas de fuego hacia las estrellas.

Implacable e inflexible, Sparhawk mantuvo la Rosa de Zafiro pegada al cuerpo de Azash, sintiendo en la muñeca el hormigueo producido por los diminutos tentáculos del dios que se aferraba a ella como agarraría un guerrero mortalmente herido el brazo de un enemigo que lentamente hiciera girar la hoja de su espada en sus entrañas. La voz de Azash, dios mayor de Estiria, era un insustancial e insignificante chillido, como el que habría exhalado una diminuta criatura al expirar. Entonces se produjo una modificación en el pequeño ídolo. Fue perdiendo consistencia y la tierra que lo formaba se deslizó, disgregada, hasta que no fue más que un informe montón.

Las grandes columnas de fuego desaparecieron y el aire que afluyó desde el exterior al templo en ruinas volvió a traer a él la gelidez del invierno.

Sparhawk no experimentó ninguna sensación de triunfo al erguir el cuerpo. Miró la Rosa Azul que relucía en su mano y captó su terror, y también oyó vagamente los quejidos de los dioses troll apresados en su corazón.

Flauta había descendido las gradas dando traspiés y sollozaba en brazos de Sephrenia.

—Ya ha pasado, Rosa Azul —dijo fatigadamente Sparhawk al Bhelliom—. Descansad ahora.

—Deslizó la joya en la bolsa y retorció con aire ausente el alambre que la cerraba.

La princesa Arissa y su hijo emprendieron una frenética carrera, descendiendo los escalones de ónice hacia el reluciente piso inferior. Tanto era su terror que ninguno de los dos parecía percatarse siquiera de la presencia del otro. Lycheas era más joven que su madre y corría con mayor velocidad. La dejó atrás, saltando, cayendo y poniéndose alternativamente en pie.

Ulath lo aguardaba abajo con semblante pétreo... y con el hacha. Lycheas emitió un solo alarido y después su cabeza salió propulsada en una trayectoria curva y aterrizó sobre el suelo de ónice, produciendo el mismo repugnante ruido que provocaría un melón al aplastarse.

—¡Lycheas! —gritó, horrorizada, Arissa cuando el cuerpo decapitado de su hijo cayó limpiamente a los pies de Ulath.

Se quedó paralizada, mirando al fornido thalesiano de rubias trenzas que había comenzado a ascender los escalones de ónice en dirección a ella, con la ensangrentada hacha levantada. Ulath no era persona que dejara las cosas a medio acabar.

Arissa rebuscó con mano temblorosa bajo el fajín que le rodeaba la cintura, sacó un pequeño frasco de vidrio y forcejeó para quitar el tapón.

Ulath no aminoró el paso.

Con el frasco ya abierto, Arissa alzó la cabeza e ingirió su contenido. Su cuerpo se puso rígido al instante, y ella exhaló un ronco grito. Después cayó, crispada, con el rostro ennegrecido y la lengua colgándole de la boca.

—¡Ulath! —llamó Sephrenia al thalesiano, que aún seguía avanzando—. No es necesario.

—¿Veneno? —le preguntó éste. La mujer asintió.

—Detesto el veneno —declaró, limpiando la sangre del filo del hacha con el pulgar y el índice. Hecho esto, lo tentó con mano de experto—. Voy a tardar una semana en pulir todas estas mellas —pronosticó con tristeza, volviéndose y comenzando a bajar, dejando a la princesa Arissa tumbada en el escalón de arriba.

Sparhawk recuperó la espada y descendió. Se encontraba sumamente cansado. Recogió cansinamente los guanteletes y atravesó el suelo plagado de cadáveres en dirección a Berit, que lo observaba con respetuosa admiración.

—Habéis lanzado con buen tino el arma —felicitó al joven, poniéndole la mano sobre el hombro—. Gracias, hermano.

La sonrisa de Berit fue radiante como la salida del sol.

—Oh, por cierto —agregó Sparhawk—, será mejor que vayáis a buscar el hacha de Bevier. Le tiene mucho cariño.

—Ahora mismo, Sparhawk.

Sparhawk miró el templo lleno de cadáveres y luego elevó la vista y, a través de la destrozada cúpula, contempló las estrellas que titilaban en el frío cielo invernal.

—Kurik —preguntó sin pensarlo—, ¿qué hora calculáis que es? —Entonces lo invadió una insoportable oleada de dolor. Fortaleció el ánimo—. ¿Estáis todos bien? —inquirió, mirando en derredor. Después exhaló un gruñido, inseguro de la firmeza de su voz, y respiró profundamente—. Salgamos de aquí —propuso con voz ronca.

Ascendieron los anchos peldaños hasta la parte de arriba y vieron que, durante la agitación del encuentro sostenido en el altar, todas las estatuas que rodeaban la pared habían quedado reducidas a añicos. Kalten se adelantó y examinó las escaleras de mármol.

—Parece que los soldados han huido.

—Sephrenia... —La voz apenas difería de un graznido.

—Todavía está viva —observó Ulath con tono levemente acusador.

—De vez en cuando ocurre esto —replicó Sephrenia—. A veces el veneno es más lento.

—Sephrenia, ayudadme. Ayudadme, por favor.

—No, princesa —rehusó Sephrenia, con tono más frío que la propia muerte—. No pienso hacerlo.

Después se giró de nuevo y ascendió la escalera junto a Sparhawk, seguida de los demás.

Capítulo 31

El viento había modificado su curso durante la noche, y ahora soplaba ininterrumpidamente por el oeste, trayendo nieve consigo. La violenta tormenta que había engullido la ciudad la noche anterior había arrancado el tejado de muchas casas y despanzurrado otras. Las calles estaban atestadas de escombros y cubiertas con una fina capa de aguanieve. Sparhawk y sus amigos cabalgaron despacio, liberados ya de apremio. El carro que Kalten había encontrado en un callejón traqueteaba tras ellos conducido por Talen, con Bevier en la carreta y el cadáver tapado de Kurik. Sephrenia les había asegurado, al ponerse en camino, que el cuerpo del escudero permanecería inmune a la corrupción que es el destino final de todos los hombres.

—Como mínimo le debo esa atención a Aslade —había murmurado, acomodando la mejilla en los relucientes cabellos negros de Flauta.

Sparhawk descubrió con cierta sorpresa que, a pesar de todo, seguía llamando mentalmente Flauta a la diosa niña. Aferrada a Sephrenia con la cara surcada de lágrimas y expresión de horror y desesperación en los ojos, ésta no presentaba, ciertamente, en esos momentos el aspecto de una diosa.

Los soldados zemoquianos y los pocos sacerdotes de Azash que seguían vivos habían huido de la desierta ciudad, y en las húmedas calles resonaba, melancólico, el eco de su paso. La capital del imperio de Otha estaba sufriendo un singular proceso de transformación. Mientras que la casi total destrucción del templo de Azash e incluso los desperfectos acaecidos en el palacio contiguo —apenas menos graves —eran comprensibles, lo que sucedía en el resto de la ciudad era del todo inexplicable. No hacía tanto tiempo que los habitantes habían abandonado la ciudad, pero sus casas se venían abajo; no todas de una vez como podía preverse, dada la explosiva naturaleza de lo ocurrido en el templo, sino de una en una o por grupos de dos o tres. Era como si el proceso de decadencia que afecta a cualquier ciudad abandonada se desarrollara en espacio de una hora en lugar de siglos. Las casas se pandeaban, crujían lúgubremente y después se hundían. Las murallas se desmoronaban, y hasta los adoquines del empedrado saltaban hacia arriba y luego se asentaban de nuevo en el suelo, rotos y diseminados.

Su desesperado plan había culminado con éxito, pero el precio superaba lo que cualquiera de ellos habría estado dispuesto a pagar. No había sensación de triunfo en su logro, ni asomo de la exaltación que suelen experimentar los guerreros tras una victoria. Ello no se debía, no obstante, a la penosa carga que transportaba la carreta, sino a algo de más profunda raigambre.

—Todavía no lo entiendo —confesó Bevier, pálido por la pérdida de sangre y con expresión intensamente turbada.

—Sparhawk es Anakha —le explicó Sephrenia—. Es una palabra estiria que significa «sin destino». Todos los hombres están supeditados a un destino..., todos los hombres salvo Sparhawk.

De algún modo él actúa fuera de los márgenes del destino. Sabíamos que vendría, pero ignorábamos cuándo... y también quién sería. Él es distinto de todo hombre que ha vivido en el mundo. El forja su propio destino, y su existencia aterroriza a los dioses.

Dejaron atrás la ciudad de Zemoch y el lento deterioro que se había apoderado de ella bajo el ladeado azote de la nieve, cuya caída desviaba el viento del oeste, y tomaron el camino que conducía a Korakach, situada a unas ochenta leguas al sur. Con todo, tardaron mucho rato en dejar de oír el estruendo de los edificios derribados. Hacia media tarde, se refugiaron para pasar la noche en un pueblo abandonado. Todos estaban muy fatigados, y la idea de cabalgar aunque sólo fuera un kilómetro más les repelía sobremanera. Ulath preparó la cena sin ni siquiera intentar recurrir a su acostumbrada excusa y se acostaron cuando aún no había comenzado a disminuir la luz del día.

Sparhawk se despertó de repente, sobresaltado al descubrir que estaba a lomos de su caballo. Cabalgaban junto al borde de un acantilado azotado por el viento bajo el cual golpeaba las rocas, chorreando espuma, un embravecido mar. El cielo era amenazador y el viento que venía del mar, glacial. Sephrenia iba a la cabeza, con Flauta acurrucada en sus brazos. Los demás avanzaban detrás de Sparhawk, arrebujados en las capas con pétreas expresiones de estoica resistencia en los rostros. Todos parecían estar allí: Kalten y Kurik, Tynian y Ulath, Berit y Talen y Bevier. Sus caballos caminaron pesadamente por el sinuoso y erosionado sendero que bordeaba el largo acantilado en dirección a un abrupto promontorio que proyectaba un curvado saliente de piedra sobre las aguas, en cuya punta crecía un nudoso y retorcido árbol inclinado por el embate del viento.

Al llegar junto al árbol, Sephrenia refrenó el caballo y Kurik se acercó a ella para bajar a Flauta. El escudero pasó con expresión inmutable junto a Sparhawk. Éste sentía que había un error en todo aquello —un terrible error —pero no podía precisar de qué se trataba.

—Atención —les dijo la niña—. Estamos aquí para poner punto final a esto, y no tenemos mucho tiempo.

—¿A qué os referís exactamente con «poner punto final a esto»? —le preguntó Bevier.

—Mi familia ha convenido en que debemos situar el Bhelliom fuera del alcance de los hombres y los dioses. Nadie debe ser capaz de encontrarlo ni utilizarlo de nuevo. Los demás me han concedido una hora... y todo su poder... para llevar a cabo este cometido. Puede que advirtáis cosas que son imposibles, hasta es posible que las hayáis percibido ya. No os preocupéis por ello y no me importunéis con preguntas. Disponemos de poco tiempo. Éramos diez cuando emprendimos la empresa, y ahora también somos diez. Así ha de ser.

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