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Authors: Margaret Weis,Tracy Hickman

Tags: #fantasía

La Séptima Puerta (12 page)

BOOK: La Séptima Puerta
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Marit no respondió. En su lugar, lo hizo el caballero de negro.

—El Señor del Nexo ha viajado a Abarrach, como anunció.

—¿Y Haplo está con él? —a Alfred le tembló la voz.

—Sí, Haplo está con él.

—¡Mi Señor, Xar, lo ha llevado consigo a Abarrach para curarlo! —Marit les dirigió una mirada colérica, desafiándolos a rebatir tal afirmación.

Alfred guardó silencio un instante; después, respondió con calma:

—Mi camino está claro. Me dirigiré a Abarrach. Tal vez pueda... —Dirigió una mirada a Marit y acabó la frase sin mucha convicción—: Tal vez pueda ayudaros.

Marit captó perfectamente lo que le rondaba la cabeza al sartán. Ella también volvió a ver los cadáveres vivientes de Abarrach, los cuerpos muertos convertidos en esclavos sin voluntad. Recordó la expresión atormentada de los ojos sin vida, el alma atrapada que se asomaba a través de su prisión de carne putrefacta... Y vio a Haplo...

Una negrura con un toque amarillento la cegó. No podía respirar. Unos brazos suaves la cogieron y la sostuvieron. Marit aceptó la ayuda mientras duró la oscuridad. Cuando ésta empezó a retroceder, la patryn alejó de sí a Alfred.

—Déjame sola. Ya estoy bien —murmuró, avergonzada de su debilidad—. Y, si vas a Abarrach, yo también. —Se volvió hacia el caballero de negro—. Pero ¿cómo podemos hacer para llegar allí? Nosotros no tenemos ninguna nave que...

—Encontraréis una junto a la vivienda de Xar —indicó el caballero—. O, mejor dicho, junto a su antigua vivienda. Las serpientes la han quemado.

—¿Y han dejado intacta una embarcación? No resulta lógico —apuntó Marit con suspicacia.

—Quizá tenga su lógica... para esas criaturas —replicó el caballero—. Si estáis dispuestos a marcharos, como decís, será mejor que lo hagáis pronto, antes de que regresen las serpientes. Si descubren al Mago de la Serpiente y lo localizan en campo abierto, no dudarán en atacarlo.

—¿Adonde han ido las serpientes dragón? —preguntó Alfred, inquieto.

—Están dirigiendo a los enemigos de los patryn: lobunos, snogs, caodines y dragones. Los ejércitos del Laberinto se están agrupando para el asalto final.

—Pues no quedan muchos de los nuestros para hacerles frente. —Con un gesto de la mano, Marit abarcó a los patryn mientras pensaba en el enorme número de enemigos.

—Ya vienen de camino refuerzos —dijo el caballero de negro con una sonrisa tranquilizadora—. Y nuestras primas, las serpientes, no esperarán encontrarnos aquí. Cuando nos presentemos, será una sorpresa muy desagradable para ellas. Nosotros podemos mantenerlas a raya mucho tiempo. Todo el que sea preciso —añadió, dirigiendo una extraña mirada a Alfred.

—¿Qué significa eso? —inquirió éste.

El caballero apoyó la mano en la muñeca del sartán y le dirigió una mirada penetrante. Sus verdeazulados ojos tenían el color del cielo de Pryan, del agua de Chelestra que anulaba la magia.

—Recuerda, Coren —fue su respuesta—, que la luz de la esperanza brilla ahora en el Laberinto. Y continuará brillando aunque se cierre la Puerta.

—Intentas decirme algo, ¿verdad? ¡Acertijos, profecías...! No soy muy bueno en esas cosas. —Alfred sudaba—. ¿Por qué no me lo dices abiertamente? ¡Dime qué se espera que haga!

—Hoy día, muy pocos siguen las órdenes e instrucciones —murmuró el caballero, al tiempo que sacudía la cabeza con aire sombrío—. Ni siquiera las más sencillas. —Dio una palmadita en el revés de la mano de Alfred y continuó—: Con todo, hacemos lo que podemos con lo que tenemos. Confía en tu intuición.

—¡Normalmente, mi intuición me lleva a desmayarme! —Protestó Alfred—. Tal vez esperas de mí que haga algo admirable y heroico, pero no soy el tipo. Yo sólo voy a Abarrach a ayudar a un amigo.

—Desde luego, desde luego —dijo el caballero con voz suave; después, con un suspiro, se volvió.

Marit escuchó el eco del suspiro en su interior. Le recordó el eco de las almas atrapadas de los muertos vivientes de Abarrach.

CAPÍTULO 8

NECRÓPOLIS

ABARRACH

Abarrach, mundo de fuego, mundo de piedra. El mundo de los muertos. Y de los agonizantes.

En las mazmorras de Necrópolis, la ciudad muerta de un mundo muerto, Haplo yacía agonizante.

Yacía en un lecho de piedra, con una piedra por almohada. No resultaba cómoda, pero Haplo ya no tenía necesidad de comodidades. Había sufrido terribles dolores, pero lo peor de ellos ya había pasado. Era insensible a todo, salvo a la quemazón de su respiración entrecortada. Cada inspiración le resultaba más difícil que la anterior y Haplo estaba un poco temeroso de aquel último aliento, aquel espasmódico jadeo final que sería insuficiente para mantenerlo con vida; temía el sofocamiento, el estertor. Lo imaginaba y temía que fuera parecido a la ocasión, en Chelestra, en que había creído que se ahogaba.

Entonces, había llenado de agua sus pulmones y el líquido le había dado la vida. Esta vez, no lograría llenarlos de nada y sólo pugnaría por mantener a raya la oscuridad en una lucha aterradora, pero misericordiosamente breve.

Y su Señor estaba allí, a su lado. Haplo no estaba solo.

—Esto no me resulta fácil, hijo mío —musitó Xar en tono grave.

El Señor del Nexo no lo decía con sarcasmo, ni con ironía. Al contrario, lo sentía de veras. Xar estaba sentado junto al duro lecho de Haplo con los hombros hundidos y la cabeza gacha. Parecía mucho más viejo de lo que era en realidad (y tenía muchísimos años). Sus ojos observaban la agonía de Haplo con un intenso brillo de lágrimas contenidas.

Xar podría haber matado a Haplo, pero no lo hizo.

O podría haberle salvado la vida, pero tampoco hizo nada en tal sentido.

—Es preciso que mueras, hijo mío —murmuró—. No me atrevo a dejarte vivir. No puedo fiarme de ti. Para mí, eres más valioso muerto que vivo. Por eso debo dejarte morir. Pero no puedo matarte. Yo te di la vida y sí, supongo que eso me da derecho a quitártela. Pero no puedo hacerlo. Tú eras uno de los mejores y yo te quería mucho. Aún te quiero y te salvaría si... si tan sólo...

Xar no terminó.

Haplo guardó silencio, no protestó ni suplicó por su vida. Sabía el dolor que aquello debía causarle a su Señor y sabía que Xar lo habría rescatado de aquella situación, si hubiese modo de hacerlo. Pero Xar tenía razón: el Señor del Nexo ya no podía seguir confiando en su «hijo». Haplo se enfrentaría a él y seguiría haciéndolo hasta que, como en aquel momento, hubiese agotado el último ápice de sus fuerzas.

Xar cometería una estupidez si le devolvía aquella fuerza a Haplo. Una vez muerto, el cadáver de éste —una pobre cáscara sin voluntad y sin alma— se sometería a las órdenes de Xar. Haplo —el Haplo vivo, pensante— no lo haría nunca.

—No hay más remedio —dijo Xar, cuyos pensamientos corrían paralelos a los de Haplo, como sucedía a menudo—. Debo dejarte morir, ¿comprendes, hijo mío? Estoy seguro de que sí. De este modo, me servirás en la muerte como has hecho en vida, sólo que mejor. Sólo que mejor. —El Señor del Nexo exhaló un suspiro—. Pero todo esto sigue sin ser fácil para mí. Eso lo entiendes también, ¿verdad, hijo mío?

—Sí —susurró Haplo—. Lo entiendo.

Y así se quedaron los dos, juntos, en la oscuridad de la mazmorra. Reinaba el silencio, un profundísimo silencio. Xar había ordenado a los demás patryn que los dejaran a solas. Los únicos sonidos eran los jadeos entrecortados de Haplo, las esporádicas preguntas de Xar y el susurro de las respuestas de Haplo.

—¿Te importa si hablamos? —Preguntó Xar—. Si te duele, no insistiré.

—No, mi Señor. No siento el dolor. Ya no.

—Un sorbo de agua, para aliviar la sequedad.

—Sí, mi Señor. Gracias.

El tacto de Xar era frío. Sus manos apartaron de la frente febril de Haplo los mechones de cabello empapado en sudor, levantaron la cabeza del agonizante y llevaron a sus labios un vaso de agua. Después, con suavidad, el Señor del Nexo depositó de nuevo a Haplo sobre el lecho de piedra.

—Esa ciudad en la que te encontré, la ciudad de Abri... Una ciudad en el Laberinto. Nunca había sabido de su existencia. No me sorprende, por supuesto, ya que se levanta en el centro mismo de nuestra prisión. A juzgar por su tamaño, calculo que Abri lleva en pie mucho tiempo.

Haplo asintió. Estaba muy cansado, pero era consolador oír la voz de su Señor. Lo asaltó un vago recuerdo de cuando era niño, montado a espaldas de su padre. Los bracitos menudos rodeaban aquellos hombros musculosos y la cabecita se apoyaba en ellos. Oía la voz de su padre y, al mismo tiempo, la notaba resonar en su pecho. Oía la voz de su Señor y, al mismo tiempo, las palabras de éste le producían una sensación extraña, como si llegaran hasta él a través de la piedra dura y fría.

—Nuestra gente no es constructora de ciudades —continuó Xar.

—Los sartán... —susurró Haplo.

—Sí, lo imaginaba. Los sartán que, hace mucho tiempo, desafiaron a Samah y al Consejo de los Siete. En castigo por su rebelión, fueron enviados al Laberinto con sus enemigos. ¡Y nosotros no nos volvimos contra ellos para matarlos! Qué extraño.

—No tanto —dijo Haplo, pensando en Alfred.

No era tan extraño, en efecto, cuando dos personas tenían que luchar para sobrevivir en una tierra terrible que está dispuesta a destruirlas a ambas. Él y Alfred sólo habían podido sobrevivir porque se habían ayudado mutuamente. Ahora, Alfred estaba en el Laberinto, en Abri, tal vez ayudando al pueblo de la ciudad a sobrevivir.

—Este Vasu, el líder de Abri, ¿es un sartán, verdad? —Continuó Xar—. Medio sartán, al menos. Sí, eso imaginaba. No llegué a conocerlo, pero percibí su presencia con la periferia de mi mente. El dirigente es muy poderoso y muy
capaz
. Un buen líder. Pero ambicioso, desde luego; sobre todo, ahora que sabe que el mundo no se limita a los muros de Abri. Vasu, me temo, querrá su parte. Quizá lo querrá todo. Su naturaleza sartán lo impulsará a ello y me temo que no puedo permitirlo. Es preciso eliminarlo. Y puede haber más como él. Todos aquellos de nuestro pueblo cuya sangre ha sido contaminada por los sartán. Me temo que intentarán desafiar mi mando.

Me temo...

«Te equivocas, mi Señor —respondió Haplo en silencio—. A Vasu sólo le importa su pueblo, no el poder. Pero él no tiene miedo. Vasu es lo que tú fuiste, mi Señor. Pero a él no le sucederá lo que a ti: él no sentirá miedo. Tú te desembarazarás de él porque le tienes miedo. Después, destruirás a todos los patryn que tienen antepasados sartán. Luego, acabarás con los patryn que eran amigos de los anteriores y, por fin, no quedará nadie más que la persona a la que más temes: tú mismo».

—El final es el principio —murmuró Haplo.

—¿Qué? —Xar se inclinó hacia adelante, atento y vehemente—. ¿Qué has dicho, hijo mío?

Haplo ya no estaba allí. Se hallaba en Chelestra, el mundo del agua, flotando a la deriva en su mar, sumergiéndose lentamente bajo las olas como ya había hecho en otra ocasión... Pero esta vez ya no sentía miedo. Sólo estaba un poco triste, un poco pesaroso porque dejaba asuntos pendientes, sin terminar.

Sin embargo, quedaban otros que recogerían lo que él se había visto obligado a dejar caer. Alfred, torpe y bamboleante... un dragón dorado que surcaba los cielos. Marit, amada, llena de vigor. La hija de ambos, desconocida. No; eso no era del todo cierto. El la conocía, había visto su rostro... el rostro de sus hijos... en el Laberinto. Alfred, Marit, su hija... todos ellos flotando a la deriva sobre las olas.

La ola lo impulsaba hacia arriba, lo acunaba y lo mecía, pero Haplo la vio como había sido una vez: una ola de marea que se alzaba hasta formar un muro espantoso que se abatía sobre el mundo para inundarlo, arrasarlo y despedazarlo.

Samah...

Y luego el reflujo. Desechos y restos flotando en el agua, y los supervivientes agarrados a ellos, hasta que hallaron un puerto seguro en playas extrañas. Por un tiempo florecieron... Pero la onda debía corregirse a sí misma.

Lenta, muy lentamente la ola volvió a crecer en dirección opuesta. Una gigantesca montaña de agua, que amenazaba con volver a abatirse sobre el mundo.

Xar...

Haplo se debatió brevemente. Resultaba duro.... sí, resultaba duro marcharse. Sobre todo, ahora que por fin empezaba a comprender...

Empezaba... Xar estaba hablándole, engatusándolo. Decía algo de la Séptima Puerta. Era un poema infantil. El final es el principio.

De debajo del lecho de piedra le llegó un gañido apagado que resultó más audible que la voz de Xar. Haplo reunió las fuerzas justas para mover la mano y notó un lametón húmedo en los dedos. Con una sonrisa, acarició las sedosas orejas del perro.

—Nuestro último viaje juntos, muchacho —murmuró—. Pero no hay salchichas.

El dolor había vuelto. Intenso. Muy intenso.

Una mano asió la de él. Una mano nudosa y vieja, fuerte y sostenedora.

—Calma, hijo mío —respondió Xar en el mismo tono de voz—. Descansa tranquilo. Abandona la disputa. Vamos...

El dolor era agónico.

—Vamos...

Haplo cerró los ojos, exhaló su último suspiro y se hundió bajo las olas.

CAPÍTULO 9

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