Los ojos del cardenal se entrecerraron. Su mente por un instante pensó lo peor. Arrimó la carta al candelabro y la observó mientras la llama prendía en una de sus esquinas. El mensaje terminó convertido en cenizas sobre una bandeja de plata.
Iuliano desvió su vista hacia los frescos del techo. Tuvo una corazonada, una pista salida de aquella carta, un indicio insignificante, pero el único dato desde que se produjera la devastadora noticia.
El cardenal cerró los ojos y deseó que su sospecha no fuera cierta. Sin embargo, todo parecía indicar que había dado con la verdad.
El encapuchado entró en las ruinas de la iglesia. Conocía bien ese lugar, un templo arcaico y sombrío, iluminado esa noche por el baño plateado de una luna pletórica. Entró en la nave principal, de la que solo restaban las paredes y columnas y donde la hierba crecía entre las baldosas.
Un vaho helado salió de su boca. Recorrió con la vista el ábside posterior y encontró los frescos resquebrajados que una vez decoraran el templo: la Natividad del niño judío en Belén. Retiró con lentitud su capucha a pesar del intenso frío. Dejó que su mirada se detuviera en cada rincón de aquel templo benedictino mientras se acariciaba distraídamente el tatuaje del cuello. Sus ojos se concentraron en las losetas del suelo que se encontraban a unos cuarenta pies.
Avanzó con paso firme por aquella ruina del ducado de Ferrara, en silencio, como disfrutando de cada momento, sus cabellos, tan claros que parecían blancos, flotando sobre su cabeza como formando un misterioso halo. Llegó a la zona que buscaba, justo a un costado del altar que ahora solo era una pequeña explanada de suelo enlosado. Allí había estado enclavada la pila bautismal.
Lord Kovac se arrodilló y manipuló entre las losas hasta que, palpando, encontró el hueco, el mismo hueco que en algún momento había albergado el
Necronomicón
, excavado por el brujo italiano Gianmaria, de quien solo quedaban cenizas al pie de una hoguera.
El húngaro sonrió expectante.
Un poco más de trabajo y consiguió levantar la falsa loseta. Al cabo de no mucho tiempo el acceso al escondite estaba abierto. Del falso suelo afloró un penetrante olor mezcla de herrumbre y pergamino. Sin detenerse, introdujo su mano en él decidido a tomar lo que había ido a buscar: la esfera que en ese lugar había ocultado su Gran Maestro.
La expresión de Kovac mostró incredulidad. Una vena apenas visible se destacó en su cuello, justo debajo de donde se perfilaban las líneas tatuadas de su pentáculo invertido. Hurgó presuroso en todos los recovecos de la oquedad, pero al incorporarse solo pudo contemplar su mano vacía llena de tierra.
Había viajado en galeón a Italia desde el Nuevo Mundo para llegar allí en aquella fecha exacta, justo en esa noche fría en que los resplandores azulados de la luna lo bañaban todo. Su aliento gélido pareció detenerse en la garganta. Elevó los ojos hacia el enorme disco lunar que aparecía por encima del antiguo crucifijo gótico mientras sentía crecer el terror.
La esfera no estaba allí.
Se irguió y cubrió de nuevo su cabeza con la capucha. Miró a su alrededor; tenía los ojos inyectados en sangre, como una alimaña desesperada. Envuelto en su capa corrió por la iglesia derruida hasta llegar al bosque. Lo sabía.
Todos sus planes escapaban fuera de control.
La noche era tenebrosa y cerrada, la niebla ocultaba totalmente el castillo medieval. La vigilancia se había incrementado en el exterior, sobre todo a la hora del crepúsculo, tras la llegada a Puglia del cortejo inquisitorial al completo. Una guardia de arcabuceros patrullaba los jardines, entre la niebla, custodiando con celo los carruajes de los altos cargos de la Iglesia. Los ballesteros, por su parte, asomaban por las troneras de los muros en un constante escrutinio del perímetro exterior, asustados, como si esa niebla portase legiones fantasmales de bárbaros invasores.
Todo un entramado de seguridad estéril, pues ya había sido violada. El secreto más preciado que atesoraba aquella fortificación ya no estaba allí. El corazón amurallado e inexpugnable del castillo del Monte había sido saqueado.
Durante los últimos meses la Santa Inquisición había montado en él su laboratorio teológico más valioso, había convertido el baluarte militar en un lugar de investigación que contenía un arma más letal que la pólvora o el fuego griego; textos incisivos, pergaminos que bien podían tronar como millares de cañones y calcinar en un instante ideas milenarias perpetuadas a través de los siglos.
El Vicario de Cristo había confiado el desarrollo de esa peligrosa ciencia al Santo Oficio y este, a su vez, había utilizado al brujo Darko para terminar el trabajo. El anciano moldavo era el único que podía decodificar el
Necronomicón
, y eso había prolongado su vida. El Gran Brujo tuvo que aceptar un trato, un trato misericordioso ofrecido por el propio cardenal luliano que lo salvaba de una larga tortura y la muerte en la hoguera. Darko trabajó día y noche para servir en bandeja el más temido conocimiento a los inquisidores, los dueños de su vida en la mazmorra, los mismos que le exigían hasta el último aliento.
Ahora era el purpurado quien visitaba la fortaleza con el aliento entrecortado. Iuliano recorría aquel lugar donde solo existía lo que no podía explicarse, un lugar que sufría la ausencia de la reliquia dorada, consciente de que aquellos eran días negros para él. El fracaso rondaba al cardenal como un buitre, le acechaba y le atormentaba por las noches.
Darko esperaba el castigo del Gran Inquisidor, un golpe terrible que no tardó en llegar.
—¿Qué ha sucedido? —murmuró luliano bajo su capa negra nada más llegar junto a él.
En el claustro de la quinta torre, en la cúspide de la fortaleza, en un ambiente húmedo y oscuro, Darko permanecía sentado y aferrado a su bastón.
—Es verdad… —susurró el viejo—, los rumores que os han traído desde Roma son ciertos. Aquí ya no hay nada que podáis buscar. El mapa ha desaparecido.
El cardenal observó al brujo.
—¿Quién? —preguntó.
—Aún no logro siquiera imaginarlo. No puedo concebir quién pudo entrar en esta fortaleza y robar la esfera delante de mis narices. —El viejo levantó las cejas—. ¿Acaso sospecháis vos de alguien?
El recién llegado se acercó al astrólogo y le levantó con un gesto brusco la barbilla.
—Vuestros ojos… ¿Qué les ha sucedido? —indagó.
El moldavo apenas sonrió.
—Dios me los ha quitado por pretender descifrar su secreto. No pudieron resistir a los vapores de la solución. He logrado crearla, pero nunca podré ver el mapa ni sus efectos revelados.
El inquisidor retiró su mano.
—Pero estamos en el camino correcto. Es señal de que el mapa de la esfera es auténtico.
—Solo que ya no es nuestro —graznó el anciano.
—Pronto aparecerá, pronto…
Darko tomó el bastón con ambas manos y dirigió sus ojos quemados a donde suponía que se encontraba su oponente.
—¿Qué queréis ahora de mí, Excelencia?
El cardenal se volvió hacia sus custodios y les ordenó que se retiraran. Tanto el alguacil como la escolta armada esperaron en el pasillo. Iuliano y el Gran Brujo estaban por fin a solas.
—He venido a que confeséis —dijo con voz pausada pero intensa—. Tengo la extraña sensación de que existe un cabo suelto, alguna pieza perdida en este rompecabezas. He recibido una carta de Santiago de Guatemala. Un inquisidor de prestigio, fray Bernardo, me ha notificado la confesión miserable de un hereje en el Nuevo Mundo. Su nombre era Dariusz Hässler, un alemán detenido por asesinato de niños en aquellas tierras. ¿Le conocíais?
El moldavo se pasó la mano por las mejillas demacradas.
—Jamás oí ese nombre.
—Este inquisidor desconoce que vos sois el Gran Brujo pero sabe que os mantenemos custodiado. El informe dice algo más. Que el Gran Maestro de los Brujos aún conserva a una discípula que intentará sacar el mapa de su encierro. —Luliano se quedó en silencio, acusador, expectante.
—No sé a qué os referís…
Iuliano movió el brillante rosario que colgaba de su mano.
—Hablad, no he venido hasta aquí en vano. Decidme quién es la mujer que me estáis ocultando y que pudo robar la esfera del castillo delante de todos sin incriminaros.
—¡Eso es una locura! —exclamó el anciano astrólogo.
—¿Acaso mis suposiciones son descabelladas? Vos estáis preso y bajo mi yugo, el mapa silenciado y custodiado por el Santo Oficio… ¿Creéis que no sé que un robo entraría en los planes que pergeña vuestra mente retorcida y blasfema?
—¿Y qué ganaría con ello si aún sigo encerrado en esta fortaleza? —soltó el moldavo.
El cardenal luliano caminó en círculos alrededor del brujo.
—Ganaríais tiempo.
—¿Tiempo… para qué? ¡Estoy ciego, postrado! ¿No lo veis? ¿Para qué necesitaría tiempo un viejo inservible como yo?
—Para maquinar vuestros planes anticristianos y apocalípticos.
—¡Ya nada de eso es posible! Fui derrotado por la Iglesia y aquí preso me tenéis. Ved el despojo en que me he convertido.
—¿Quién es vuestra discípula? —insistió el Gran Inquisidor con tono tranquilo.
—No existe. Creedme… No os miento.
El cardenal sonrió. Darko escuchó el silencio y se tranquilizó. El embate más feroz había pasado. Iuliano detuvo su caminar a espaldas del anciano, se acercó a su oído y murmuró:
—No lo preguntaré más: ¿de verdad no conocéis a Dariusz Hässler, ese brujo de Santiago de Guatemala? —repitió el inquisidor.
—Jamás oí hablar de él —respondió el brujo moldavo.
Inmediatamente sintió un cosquilleo en la nuca que envolvió su cuello flácido y lentamente fue convirtiéndose en dolor.
Iuliano tiró con fuerza de su rosario de plata aprisionando su garganta. Las cuentas se hundieron en la carne y la lengua del astrólogo asomó evidenciando los síntomas de su asfixia. Se llevó las manos al cuello dejando caer el bastón, pero el rosario le apretaba como una boa y las venas de la frente comenzaron a hincharse hasta que casi pudo ver a la Parca en lo más profundo de la negrura de sus ojos quemados. Estaba empezando a comprender lo que significaba morir en total oscuridad. Los ojos azules del cardenal mostraban placer mientras sus oídos aguardaban una confesión. Darko alzó una mano temblorosa y suplicante y el rosario cedió aflojándose.
—¡Lo conozco! —agregó tomando aire—. ¡Por lo que más queráis, ya basta! —gimió. Despacio, el anciano levantó las manos temblorosas y se secó las lágrimas que había derramado en su lucha por sobrevivir.
Iuliano volvió a hablarle muy cerca, al oído.
—¿Era vuestro discípulo? ¡Confesad! —Escupió en su cara.
—Sí —admitió jadeando y asomó la lengua reseca intentando aspirar algo de aire. El anciano tembló como una hoja—. Yo mismo lo envié. Pensé que allí estaría a salvo para esperar mis instrucciones, pero Cristo parece distribuir a sus sabuesos por doquier y sé que cayó presa del fuego de los inquisidores.
—¿Y la discípula…? ¿Quién es? ¿Fue ella quien robó la esfera? —preguntó sin vacilación.
—No lo sé —confesó.
—¿No lo sabéis?
—¡Nooo! —gritó el viejo moldavo.
Iuliano lo tomó de las solapas y lo zarandeó hasta tirarlo al suelo húmedo. Darko se golpeó el rostro contra la piedra al caer y apretó la mandíbula; sabía que ese era el precio que debía pagar por jugar con fuego.
El cardenal volvió a rodearle la garganta con el rosario de plata y tiró de él. Con la rodilla en su nuca presionó para asfixiarlo, su mirada era cada vez más exaltada. Se tomó el tiempo necesario hasta casi ahogarlo y ver cómo su lengua asomaba seca y desvaída.
—¿ Quién es la discípula que os ayuda? —clamó al instante.
El brujo sentía la imperiosa necesidad de respirar pero le era imposible. Sentía próxima su muerte y el fin del interrogatorio y comprendió que su única salida sería la confesión.
—¡Vuestra hija! —consiguió decir en un murmullo.
El rosario de plata se aflojó de golpe y cayó súbitamente al suelo. El anciano pareció perder el conocimiento, su rostro mostraba a un hombre débil y desfallecido. El Gran Inquisidor Iuliano se puso en pie horrorizado. Deseaba no haber escuchado aquellas palabras. Lentamente, levantó a Darko y lo apoyó contra el muro, debajo de la tronera por la que entraba un aire helado. Este se apoyó también en ella y se quedó en silencio. Miró a su alrededor como examinando la dimensión de una nueva realidad.
—¿Mi hija? —susurró conmovido.
—Sí. Ella…
Algo había salido mal. Sin duda.
La hija del cardenal Iuliano había dado inicio a un verdadero desastre.
El monje escribía en soledad. Oculto por la capucha su cabello castaño y su rostro duro, enjuto, se concentraba en el trazo de su pluma que garabateaba lenta sobre un grueso pergamino envejecido. La mano creaba con pericia las bellas letras de un latín escolástico y apologista en un mensaje repetitivo de exhortaciones religiosas y condenas seculares. Escribía bajo la luz de una vela casi derretida, forzando sus ojos del color de la miel, ya no dulces ni inquisitivos como antaño, sino decididos, desengañados tras tantas traiciones y sufrimientos sobrellevados pese a su relativa juventud, con un pulso firme que creaba sentencias, piedad y condena. Siendo inquisidor y estando aún en la treintena su mano había condenado a ciento cuarenta y cuatro herejes a la purificación de la hoguera y autorizado la quema de brujas y demonólatras, de sodomitas y heterodoxos letrados. Los reos más peligrosos de Europa le esquivaban y le temían como si se tratase del mismo ángel de la muerte, siendo conocido como el Ángel Negro.
En ese instante los pasos de un semental sonaron secos en Chamonix. El jinete cruzó al galope por el campo cubierto de nieve en dirección a la sede del archiducado. Sus vestimentas lo delataban: un mensajero del Santo Oficio. Finalmente, llegó a la fortaleza y descabalgó. Un mayordomo lo estaba esperando.
El aliento del inquisidor se convirtió en frío vaho debido a las bajas temperaturas de febrero, y desde su escribanía pudo escuchar el paso del caballo resonando en el patio. Acomodó el rosario sobre la carta que le inspiraba: una carta rota y corregida que escribió en prisión en el momento más lúgubre de su vida titulada Ecclesia Matrix, en referencia a la Madre Iglesia a la que siempre había pertenecido y de la que se veía repudiado. El monje había pasado de perseguidor a perseguido, de magistrado a prófugo de sus propias leyes. Mojó de nuevo la pluma en el tintero y prosiguió con su trabajo.