—Pues permítame decirle que lo mismo nos ha pasado en México. Hemos vivido con los ojos pelones, sin saber qué hacer con la democracia. De los aztecas al PRI, con esa pelota nunca hemos jugado aquí.
—Antes, quiero decir en sus tiempos, ¿se hacían mejor las cosas?
—Se le daba tranquilidad a la gente. Había reglas conocidas por todos. Todo era previsible. Se le evitaba al pueblo la congoja de tomar decisiones propias e inciertas. Yo inventé la institución del "sobre lacrado", por ejemplo. Bastaba que un gobernador, un diputado, un presidente municipal, recibiera el sobre lacrado con instrucciones firmadas por mí, para que se hiciera lo que yo decía.
Se detuvo y pareció prepararse como un corsario que asalta el galeón de Indias cargado de oro español.
—Propongan la candidatura de X. Lo demás nos era dado por añadidura. El candidato seleccionado por mí en el sobre lacrado concitaba el apoyo general. Ay del cacique que no se plegara. Ay del gobernador rebelde. Ay del diputado con ínfulas independientes.
Se relamió los dientes dispares.
—Quedaban eliminados para siempre de la política. Y si alguno se atrevía a protestarme, yo nomás le recordaba: "Ya te deleitaste bastante con los salones de palacio. Ahora busca el hoyo de donde saliste. Te lo aconsejo para tu salud."
¿Era posible decir estas amenazas temibles con semejante bonhomía? Por lo visto, para El Anciano la serenidad y la mano de hierro iban juntas. Lección aprendida, María del Rosario.
El Anciano se acomodó la dentadura postiza,
—Sobres lacrados, urnas rellenas de antemano, carrusel, ratón loco, mapaches, es decir, todas las alquimias para ganar anticipadamente una elección con votos dobles y hasta triples, o sea más votos para el PRI que electores en las listas, amén de electores extraídos de los cementerios y hasta robo de urnas y destrucción de boletas adversas, llegado el caso. Pero todo, señor Valdivia, presidido por la majestad soberana del Presidente en turno desde la Silla del Águila a su sucesor designado:
—Tú serás Presidente.
El loro chilló: —Protesto hacer guardar las leyes... —y se atoró para que El Anciano lo mirase con cariño (el loro multicolor, verde, amarillo, rojo y azul), posado sobre su hombro de pirata político.
—Las leyes de la República —dijo, solemne, El Anciano.
—¿Las escritas?
—Las no escritas, secretario Valdivia. Piense en lo cómodo que era. Las reglas no escritas del autoritarismo eran claras. Mire nomás el relajo de la incertidumbre actual. ¿Cómo no voy a sentir nostalgia del tranquilo pasado de nuestra dictablanda priista?
Se interrumpió a sí mismo, deteniendo la posibilidad de darme la palabra con un dedo índice rígidamente erguido.
—Nuestros vicios eran en realidad virtudes. Sin embargo, digamos que me resigno al cambio. Siempre supe que algún día el sistema debía terminar. Pero la pregunta sigue pendiente: ¿con qué sustituirlo?
—Todo tiempo pasado fue mejor —dije melancólicamente.
—Sí, a pesar de que algunos políticos eran medio pendejos.
—¿Quiénes fueron sabios, entonces? —No quiénes, mi amigo, sino cómo.
—Cómo, pues.
—Cada quien mata pulgas a su manera, Valdivia. Las ambiciones excesivas, o fracasan, o se pagan caro. Hay quienes han llegado a la Presidencia creyendo que México les debía ese favor y la abandonaron creyendo que el país no los mereció y por eso ellos merecían volver al poder algún día.
—¿Piensa en alguno?
—Pienso en mi buen ejemplo. Yo no hice nada para llegar a la Silla del Águila. Esa fue mi fuerza. Llegué sin compromisos ni gratitudes.
—¿Llegó por eliminación? —me atreví a decir con un sesgo irrespetuoso.
Él no tomó el matiz en cuenta. —Llegué igual que Jesucristo —dijo inmóvil, exageradamente inmóvil, como un icono—.
¿Cuántos profetas y seudo-Mesías no andaban sueltos en Judea junto con el hijo de María?
Entonó, sorpresivamente, la letra de una vieja zarzuela española:
—Ay va, ay va, ay vámonos para Judea...
tonada que el perico recogió con su voz aguardentosa,
—Ay Ba, ay Ba, ay Babilonia que marea...
No hice caso de tamañas excentricidades.
—No es la regla, señor Presidente.
—¡Cállese la boca! Cada Presidente inventa su propia realidad, pero como la no reelección lo obliga a retirarse, la realidad ejecutiva se disipa y en su lugar aparece la leyenda histórica.
Pareció tragar bilis. Hasta verdes se le pusieron las ojeras.
—¿Qué sucede? Un ex-presidente se queda sin poder, pero rodeado de una corte de lambiscones. Ya no tiene que engañar al pueblo. Ahora lo engañan sus allegados. Le ofrecen la tentación de la venganza. Lo marean haciéndole creerse incomparable, el Gran Chingón, Napoleón y Disraeli en un solo saco...
—¿Dónde vas con mantón de Manila...?, empezó a picotear el perico y El Anciano le dio un zopapo que casi tira al pobre pájaro al piso.
—Ballena y elefante, pues. El hecho es que al cabo el pobre hombre trata a sus cómplices como trató a sus enemigos. Gasta la pólvora en infiernitos. Los colaboradores no valen el esfuerzo de aplastarlos. Mucha energía para nada.
Soltó un suspiro que el loro no se atrevió a comentar.
—Mejor solo y respetado, aunque crean que me morí hace rato.
Pausa preñada, como dicen los anglosajones.
—Míreme aquí tomando café y jugando dominó. Yo evité la triste suerte de casi todos los ex. Me escapé del círculo mortal. ¿Y sabe por qué, Valdivia? Yo no llegué a la Presidencia creyendo que me metía a la cama con mi propia estatua.
Sonrió cuando el castigado perico se le volvió a posar sobre el hombro.
—Eso no lo publique. Es la verdad.
—Señor Presidente, usted se hizo famoso porque siempre se escudó en el silencio, contestó sin hablar, elevó el gesto callado a signo de comunicación política e hizo de la respuesta elíptica un arte y de la soberanía ocular un evangelio.
Lo miré a los ojos.
—No quiero perder el tiempo, señor Presidente. He venido a que me guíe usted en el actual laberinto de la sucesión presidencial.
¿Observé una velada ternura en su mirada? ¿Agradecía mi atención, mi respeto, mi interés? ¿Me decía esa mirada:
—He conocido todas las miserias y todos los desastres. Soy el único que salió de Palacio sin haber perdido las ilusiones... porque nunca las tuve.
—Nunca perdí las ilusiones porque nunca las tuve —me dijo, haciéndose eco temible, incluso macabro, de mi pensamiento. En ese instante, como un relámpago, pasaron por mis ojos sus palabras, María del Rosario,
—Tú serás Presidente, Nicolás Valdivia, y me sentí mareado, al borde de un precipicio, mirándome reproducido en el espejo de El Anciano del Portal. ¿Acabaría yo también sentado en un café de Veracruz, jugando dominó con un perico inoportuno y hablantín sobre el hombro de mi guayabera?
La visión me hizo sudar frío en medio del pegajoso calor del Golfo de México. El Anciano me devolvió a la realidad.
—¿Cree usted que no supe desde siempre con quiénes iba a tratar al asumir la Presidencia? Carajo, señor Valdivia, los jorobados sólo se curan cuando se mueren y en la política hay legiones de corcovados incurables, ni cuando se mueren se enderezan.
Me rasqué incómodamente la espalda. No pude evitarlo, tan solemne, sombrío y hasta fatal era el tono parlante del Viejo.
—Para mí —prosiguió— el político debe ser como un aviador japonés: con pistolas pero sin paracaídas.
Hizo un insólito gesto de galán de cine, extraído de alguna antiquísima película de Tyrone Power.
—Pero entre el extremo del Quasimodo y del kamikaze, yo escogí ser El Zorro. Al enmascarado se le supondrán todas las perfecciones.
¿Suspiró? Tomé el asiento de la silla con las dos manos. El Anciano lo advirtió y me dijo con voz compasiva:
—No se apure. No he lanzado mi último suspiro. ¡Cuántas veces no me habrán dado por muerto! Me adelanté. Me aventuré.
—No se me muera sin enterarme primero, señor Presidente.
—¿De qué? —dijo el perico, como si estuviera entrenado para esa pregunta. Tuve que reír.
—Del secreto que no suelta.
No se inmutó. Lo esperase o no, mi pregunta no alteró su tranquilidad.
—Nadie debe saberlo todo —dijo al cabo—. No es bueno para la salud.
—¿O más bien dicho, nadie puede saberlo todo?
—Qué noble es usted, Valdivia. Póngase chango. No, no se trata de poder, sino de deber.
—Es que nos acercamos a la hora límite. Yo le voy a implorar, como el joven que usted mismo fue, que no me mande de regreso a México con las manos vacías...
—Yo nunca fui joven —me respondió con un dejo de amargura—. Tuve que sufrir y aprender mucho antes de ser Presidente.
Si no, se sufre y aprende en la Presidencia, pero a costa del país.
Me miró con franco desprecio.
—¿Qué se cree usted?
Hizo una pausa.
—Es necesario haber perdido mucho para ser alguien antes y después de ejercer el poder.
—Pero a veces el que pierde con tanto secreto, tanta intriga palaciega, tanta ambición personal, no es el poderoso, es el pueblo. Y eso es una catástrofe —dije con mi tono más digno.
—Las catástrofes son buenas —se relamió el viejo como el gato de Alicia—. Refuerzan el estoicismo del pueblo.
—¿Más? —dije con cierta exasperación.
El Anciano me miró con una mezcla de piedad, simpatía e impaciencia.
—Mire: Todos creen que me pueden encerrar en un asilo de ancianos. No cuentan con mi astucia. Yo me hago indispensable con mi astucia. El papaloteo verbal se lo dejo al perico. Por eso está usted aquí, porque yo sé algo que todos quisieran saber y que podría ser la clave para la sucesión presidencial.
Angostó diabólicamente la mirada, María del Rosario.
—¿Cree que voy a soltar prenda para que me tiren a la basura? ¿Está usted pendejo o nomás se hace?
—Yo lo respeto, señor Presidente.
—Lo dicho. Sigo con la boca cerrada.
—Créame que su franqueza no disminuirá mi respeto.
Rió. Se atrevió a reír.
—Será que soy muy mañoso, camarada Valdivia. Creo en la ley de la compensación política. Lo que doy con una mano, lo quito con la otra. Si yo le doy lo que quiere, ¿qué le quito en cambio?
Inquirí, inquieto:
—Quiere usted decir, ¿qué espera de mí?
Contestó como una flecha:
—O de quienes lo mandaron aquí.
—Mi protección —murmuré, dándome cuenta inmediata de mi estupidez.
El Anciano que nunca reía dejó de hacerlo pero mantuvo una gran sonrisa.
—Nunca crea en lo improbable. Sólo crea en lo increíble.
Cogí la ocasión del rabo:
—Pero usted no me ofrece ni lo improbable ni lo increíble. No me da nada.
Ah qué caray. ¿Qué tal si le digo que México necesita la esperanza? ¿Crear ilusiones absolutas y realidades relativas? ¿Animar la fantasía?
—Creeré que me engaña.
—¿Ya ve? Y sin embargo le estoy diciendo la puritita verdad.
Y le doy, además, la clave de mi secreto, por si de veras quiere entenderla.
—Me regala usted una piedrecita. Yo quiero la roca entera, señor Presidente.
—Una piedrecita arrojada al agua hace una ola chiquitita, pero la ola chica hace las olas grandes.
Pausa. Suspiro. Resignación.
—Y al cabo, todas las olas son igualitas.
Recuperó en un instante el vigor que se le iba como las olas si el Golfo de México fuese una gigantesca coladera. Y quizá, esa tarde, lo era. En mi primera visita, El Anciano había evocado las mareas de invasores que entraron a México por Veracruz. Lo propio de las mareas, sin embargo, es retirarse, llevándose consigo parte de la tierra, quizá la tierra que la tierra ya usó, ya no quiere o ya no necesita. ¿Qué se llevaban las corrientes del Golfo? Todo, pensé, si el Viejo lo permitía. Nada, si su terquedad le prohibía al mismísimo mar moverse.
—La bruma de la conspiración cubre a México y nadie tiene la cabeza más alta que el aire que respira —dijo, por primera vez, con ensoñación (una ensoñación contradictoria y poco justificada), mirando hacia los muelles, el Castillo, el mar...
—Un aire contaminado, señor.
—Yo sólo le digo una cosa —repuso El Anciano con su mirada, su tono habituales—. Para respirar a gusto, para disipar la bruma, para acabar con las conspiraciones, se necesita devolverle al país una ilusión.
—¿Otra vez? —pregunté, resignado.
—Hablo de un símbolo —la voz del ex-presidente ganó en autoridad—. Engañado, perdido, corrupto, nuestro país sólo se salva si encuentra el símbolo que le dé nuevas esperanzas.
—No hemos hecho más que renovar esperanzas cada seis años para perderlas en seguida. ¿Usted tiene la clave de la esperanza perpetua?
Ahora sí que calló y pensó largo rato. Evité mirarlo, por simple buena educación. Me di cuenta de que los zopilotes ya no volaban sobre Ulúa. Me pregunté si eso ya lo había notado en enero, cuando vine a ver al Anciano por vez primera. La sensación de que los zopites no circulaban en los cielos era quizá sólo una repetición, una reprise, de algo que ya había visto y que ahora, como si la vida fuese un sueño, veía por primera vez, habiéndolo sólo soñado antes. ¿O era al revés? ¿Lo vi ayer para soñarlo hoy?
—Este era un gato con los pies de trapo —interrumpió el perico...
—El símbolo que le dé nuevas esperanzas.
—¿Otra vez?
Ahora sí que calló. Me atreví a hablar en nombre de él.
—Lo acaba usted de decir. Todo en México requiere un simbolismo. ¿Lo tiene usted?
Afirmó con la cabeza entrecana. Las vastas entradas en la frente le daban gran nobleza a sus facciones. Alzó la mirada.
—¿No se ha preguntado por que no vuelan los zopilotes sobre Ulúa?
Ahora me tocó a mí negar sin palabras, con otro movimiento de cabeza.
—Tuve un ministro muy bruto e indiscreto. Lo metí al orden diciéndole: Ten cuidado. Te andan acusando.
—¿De qué, señor Presidente?
—De andar diciendo la verdad. Guardó silencio, María del Rosario. Creo que entendí, María del Rosario. —¿Aún no es el momento? —No. Aún no.
—¿Qué mensaje me llevo a la capital? —Cuando los coyotes aúllan, aúlla con ellos. No vayan a creer que eres gato.
—¿Quieres que te lo cuente otra vez? —canturreó el loro.
—Gracias, señor Presidente. ¿Eso es todo? —No. Hay algo más. Pero es sólo para ti, Valdivia. —Lo escucho, señor.