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Authors: Jean Baudrillard

La sociedad de consumo (12 page)

BOOK: La sociedad de consumo
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El análisis exige, por supuesto, que se compruebe la abundancia a través de las cifras, un balance del bienestar. Pero las cifras no hablan por sí solas y nunca se contradicen. Sólo las interpretaciones hablan a veces junto a las cifras y a veces en contra de ellas. Cedámosles la palabra.

La más vivaz, la más obstinada, es la versión idealista:

—el crecimiento es la abundancia;

—la abundancia es la democracia.

Ante la imposibilidad de llegar a la conclusión de la inminencia de esa felicidad total (ni siquiera en el nivel de las cifras), el mito se hace más realista. Ésta es la variante reformista ideal: las grandes desigualdades de la primera fase del crecimiento disminuyen; con más «ley de bronce de los salarios» los ingresos se armonizan. Por supuesto, hay ciertos hechos que desmienten la hipótesis de un progreso continuo y regular hacia una igualdad cada vez mayor (los «otros Estados Unidos»: 20% de pobres, etcétera), pero esos hechos señalan una disfunción provisoria y una enfermedad infantil. El crecimiento, así como ciertos efectos que provocan desigualdad, implica una democratización del conjunto a largo plazo. Según Galbraith, así es como se elimina de la orden del día el problema de la igualdad/desigualdad. Éste era un problema ligado al de la riqueza y la pobreza que las nuevas estructuras de la sociedad «afluente» resorbieron a pesar de la redistribución desigual. Son «pobres» (20%) quienes quedan, por una razón o por otra, fuera del sistema industrial, fuera del crecimiento. El principio del crecimiento está a salvo: es homogéneo y tiende a homogeneizar a todo el cuerpo social.

La cuestión fundamental que se plantea en este nivel es la de la «pobreza». Para los idealistas de la abundancia, es «residual» y será reabsorbida por un aumento del crecimiento. Sin embargo, parece perpetuarse a lo largo de las generaciones post-industriales y todos los esfuerzos por eliminarla (en los Estados Unidos, en particular, con la «Gran Sociedad») parecen toparse con algún mecanismo del sistema que la reproduciría funcionalmente en cada estadio de la evolución, como una suerte de volante de inercia del crecimiento, como una especie de motor indispensable de la riqueza global. ¿Debemos creerle a Galbraith cuando imputa esta pobreza residual inexplicable a las disfunciones del sistema (prioridad a los gastos militares e inútiles, atraso de los servicios colectivos en relación con el consumo privado, etcétera) o debemos
invertir
el razonamiento y pensar que
el crecimiento, en su movimiento mismo, se funda en ese desequilibrio
? En lo anterior, Galbraith es muy contradictorio: todos sus análisis terminan por demostrar, de alguna manera,
la implicación funcional que tienen los «vicios» en el sistema del crecimiento
, sin embargo, retrocede ante las conclusiones lógicas que pondrían en tela de juicio el sistema mismo y lo reajusta todo en una óptica liberal.

En general, los idealistas se atienen a esta comprobación paradójica: a pesar de todo, y por una inversión
diabólica
de sus fines (que, como todo el mundo sabe, sólo pueden ser
benéficos
), el crecimiento produce, reproduce y restituye la desigualdad social, los privilegios, los desequilibrios, etc. Admitiremos, como lo hace Galbraith en
La sociedad afluente
, que en el fondo el aumento de la producción es lo que hace las veces de redistribución («Tanto más habrá… Y terminará habiendo suficiente para todos.» Ahora bien, estos principios que corresponden a la física de los fluidos
nunca
son verdaderos en un contexto de relaciones sociales, en el que funcionan —ya lo veremos luego— precisamente a la inversa). Y, además, se esgrime un argumento para uso de los «menos privilegiados»: «Hasta aquellos que están en la base de la escala tienen más que ganar de un crecimiento acelerado de la producción que de cualquier otra forma de redistribución.» Pero todo esto es engañoso pues, si bien el crecimiento inaugura el acceso de
todos
a un ingreso y a un volumen de bienes superior en lo absoluto, lo característico, en el plano sociológico, es el
proceso de distorsión
que se instituye en el seno mismo del crecimiento, el
índice de distorsión
que sutilmente estructura y da su verdadero sentido al crecimiento. ¡Es más sencillo atenerse a la desaparición espectacular de cierta carestía extrema o de ciertas desigualdades
secundarias
, juzgar la abundancia basándose en cifras y cantidades globales, en aumentos
absolutos
y en productos nacionales
brutos
, que analizar en términos de estructuras! Estructuralmente, lo significativo es el índice de distorsión. Éste es el indicador que marca internacionalmente la distancia creciente entre países subdesarrollados y naciones sobre desarrolladas, pero también en el interior de estas últimas, la «desaceleración» de los bajos salarios en relación con los ingresos más elevados, de los sectores que decrecen en relación con los sectores punteros, del mundo rural respecto del mundo urbano e industrial, etc. La inflación crónica permite ocultar esta pauperización relativa desplazando todos los valores nominales hacia arriba, mientras que el cálculo de las funciones y de los medios relativos haría aparecer regresiones parciales en la parte baja del cuadro y, de todas maneras, una distorsión estructural en toda la superficie del cuadro. No sirve de nada alegar siempre el carácter provisorio o coyuntural de esta distorsión cuando uno puede ver que el sistema se mantiene allí en virtud de su propia lógica y para asegurar su finalidad. Lo máximo que se puede admitir es que se estabilice alrededor de cierto índice de distorsión, es decir, incluyendo,
sea cual fuere el volumen absoluto de las riquezas
, una desigualdad
sistemática.

En efecto, la única manera de salir del punto muerto idealista, de esa comprobación sombría de las disfuncíones, es admitir que aquí se aplica una
lógica sistemática
. Ésta es también la única manera de superar la falsa problemática de la abundancia y de la escasez que, como la cuestión de confianza en el medio parlamentario, cumple la función de asfixiar todos los problemas.

En realidad, la «sociedad de la abundancia» no existe ni nunca existió, como tampoco una «sociedad de carestía», puesto que toda sociedad, sea cual fuere e independientemente del volumen de bienes que produzca o la riqueza de que disponga, se articula sobre un
excedente estructural
y, a la vez, sobre una
carestía estructural
. El excedente puede ser la parte de Dios, la parte del sacrificio, el gasto suntuario, la plusvalía, la ganancia económica o los presupuestos de prestigio. De todas maneras esa porción de lujo es lo que define la riqueza de una sociedad, al mismo tiempo que su estructura social, pues siempre es prerrogativa de una minoría privilegiada y cumple precisamente la función de reproducir el privilegio de casta o de clase. En el plano sociológico, no hay equilibrio. El equilibrio es la fantasía ideal de los economistas que contradice, si no ya la lógica misma del estado de sociedad, al menos la organización social que puede verificarse en todas partes. Toda sociedad produce diferenciación, discriminación social y esta organización estructural se asienta (entre otras bases) en la utilización y la distribución de las riquezas. El hecho de que una sociedad entre en una fase de crecimiento, como nuestras sociedades industriales, no modifica en nada este proceso, por el contrario, en cierto modo, el sistema capitalista (y productivista en general) ha llevado a su máxima expresión esa «desnivelación» funcional, ese desequilibrio, al racionalizarlo y generalizarlo en todos los niveles. Las espirales del crecimiento se ordenan alrededor del mismo eje estructural. Desde el momento mismo en que uno abandona la ficción del producto nacional bruto como criterio de la abundancia, comprueba que
el crecimiento no nos acerca a la abundancia ni nos aleja de ella. Ambos están lógicamente separados por toda la estructura social
que es aquí la instancia determinante. Cierto tipo de relaciones sociales y de contradicciones sociales, cierto tipo de «desigualdad» que antes se perpetuaba en el inmovilismo, hoy se reproduce en el crecimiento y a través de él
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.

Esto impone adoptar otra perspectiva respecto del crecimiento. Ya no diremos con los eufóricos: «El crecimiento produce abundancia, por lo tanto, igualdad», ni tampoco nos situaremos en el punto de vista inverso extremo: «El crecimiento es productor de desigualdad.» Dejando de lado el falso problema de establecer si el crecimiento es igualitario o provoca desigualdad, diremos que EL CRECIMIENTO MISMO ES FUNCIÓN DE LA DESIGUALDAD. La necesidad de mantenerse del orden social «desigual», de la estructura social de privilegio, es lo que produce y reproduce el crecimiento como su elemento estratégico. Por decirlo de otro modo, la autonomía interna del crecimiento (tecnológico, económico) es débil y está en segundo lugar en relación con lo que determina la estructura social.

La sociedad de crecimiento resulta en su conjunto de una concesión mutua entre los principios democráticos igualitarios, que así pueden sostenerse mediante el mito de la Abundancia y el Bienestar, y el imperativo fundamental de mantener un orden de privilegio y dominación. Lo que la sustenta no es el progreso tecnológico; esta visión mecanicista es la misma que alimenta la creencia ingenua de la abundancia futura. Por el contrario, esta doble determinación contradictoria es la que sustenta la posibilidad del progreso tecnológico, así como gobierna la aparición, en nuestras sociedades contemporáneas, de ciertos procesos igualitarios, democráticos y «progresistas». Pero, no podemos dejar de ver que tales procesos emergen
en dosis homeopáticas
, destilados por el sistema en función de su propia supervivencia. En este proceso sistemático, la igualdad misma es una función (segundaria y derivada) de la desigualdad. Como lo es el crecimiento. La tendencia a la igualación de los ingresos (pues éste es el nivel donde se juega principalmente el mito igualitario) es necesaria para lograr la interiorización de los procesos de crecimiento, tendencia que, como vimos, es tácticamente reconstituyente del orden social, vale decir, de una estructura de privilegio y de poder de clase. Todo esto muestra que los síntomas de democratización son sólo
pretextos
necesarios para la viabilidad del sistema.

Por lo demás, esos pocos síntomas son en sí mismos superficiales y sospechosos. Galbraith se regocija de que la desigualdad como problema económico (y por lo tanto, social) haya disminuido: «no es que haya desaparecido», dice, «sino que la riqueza ya no aporta las ventajas fundamentales (poder, goce, prestigio, distinción) que implicaba en otras épocas.» Terminado el poder de los propietarios y de los rentistas, los que ejercen ahora el poder son los expertos y los técnicos organizados y ¡hasta los intelectuales y los científicos! Terminado el consumo ostentoso de los grandes capitalistas y de los demás
Citizen Kane
, terminadas las grandes fortunas, los ricos se fijan casi como una ley consumir menos (
under-consumption
). En suma, sin querer hacerlo, Galbraith muestra claramente que, si hay igualdad (si la pobreza y la riqueza ya no son un problema), ello se debe a que la igualdad económica ya no tiene importancia real. Los criterios de valor no están allí, sino en otra parte. La discriminación social, el poder, etc., que continúan siendo lo
esencial
, fueron trasladados a otra esfera diferente de la del ingreso o la riqueza pura y simple. En tales condiciones, poco importa que, llevada la situación al extremo, todo los ingresos sean iguales y el sistema hasta puede permitirse el lujo de dar un gran paso en ese sentido,
porque la determinación fundamental de la «desigualdad» ya no está allí
. El saber, la cultura, las estructuras de responsabilidades y de decisión, el poder, todos estos criterios, aunque en gran medida cómplices de la riqueza y del nivel de ingreso, relegaron considerablemente a estos últimos, así como superaron a los signos exteriores del estatus, en el orden de los determinantes sociales del valor, en la jerarquía de los criterios de «poderío». Galbraith, por ejemplo, confunde el
subconsumo
de los ricos con la abolición de los criterios de prestigio fundados en el dinero. Ciertamente, el hombre rico que conduce su automóvil 2CV ya no deslumhra, es más sutil: se diferencia aún más, se «sobre distingue» por su
manera
de consumir, por el estilo. Mantiene absolutamente su privilegio, pasando de la ostentación a la discreción (ultra ostentosa), pasando de la ostentación cuantitativa a la distinción, del dinero a la cultura.

En realidad, hasta esta tesis que podríamos llamar «de la tendencia a la baja del índice de privilegio económico» debe tomarse con cautela. Pues el dinero, siempre se transmuta en privilegio jerárquico, en privilegio de poder y de cultura. Podemos admitir que ya no es decisivo (¿alguna vez lo fue?). Lo que Galbraith y muchos otros parecen no ver es que el hecho de que la desigualdad económica ya no constituya un problema es en sí mismo un problema. Dando por sentada, con alguna precipitación, la atenuación de la «ley de bronce de los salarios» en el campo económico, estos autores se atienen a ese dato sin tratar de elaborar una teoría más amplia de esa ley de bronce, ni de ver cómo esa ley, al desplazarse del campo de los ingresos y del «consumo», ahora bendecidos por la Abundancia, hacia un campo social mucho más general o, más sutil, se hace más irreversible.

SISTEMA INDUSTRIAL Y POBREZA

Cuando uno retoma así,
objetivamente
, más allá de la liturgia del crecimiento y de la abundancia, el problema del sistema industrial en su conjunto, advierte que hay dos opciones fundamentales que resumen todas las posiciones posibles:

1. La opción Galbraith (y de muchos otros). La posición idealista mágica consiste en conjurar en el exterior del sistema, como deplorables, ciertamente, pero accidentales, residuales y corregibles a largo plazo, todos los fenómenos negativos —disfunciones, factores de deterioro de la calidad de vida, pobreza— y en preservar así la órbita encantada del crecimiento.

2. Considerar que el sistema vive del desequilibrio y de la carestía estructural, que su lógica —y esto no es coyuntural, sino estructural— es totalmente ambivalente: el sistema sólo puede sostenerse reproduciendo la riqueza y la POBREZA, tanto satisfacción como insatisfacción, tanto deterioro de la calidad de vida como «progreso». Su única lógica es sobrevivir y su estrategia en ese sentido es mantener la sociedad humana siempre pisando en falso, en déficit perpetuo. Se sabe que la
guerra
por sobrevivir y resucitar ha ayudado, tradicional y poderosamente, al sistema. Hoy los mecanismos y las funciones de la guerra se han integrado en el sistema económico y en los mecanismos de la vida cotidiana.

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