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Authors: Jean Baudrillard
El consumo es de apariencias, las fronteras entre los mundos se han disuelto, la diferencia sexual se ha confundido, las catástrofes son espectáculos programados, las copias dominan a los originales; ya no estamos en el crecimiento, estamos en la excrecencia. Estamos en la sociedad de la proliferación, de lo que sigue creciendo sin ser medido por sus fines. Lo excrecente es lo que se desarrolla de una manera incontrolable, sin respeto a su propia definición, es aquello cuyos efectos se multiplican con la desaparición de las causas. El canto del carácter aleatorio y arbitrario de las representaciones no es así más que una celebración del abandono de un discurso de la historia. En clave post- nietzscheniana el movimiento postmoderno se ha empeñado en dar por hecho el fin de la historia, por el que se niega cualquier acceso a lo real o a la naturaleza mediante algún tipo de racionalidad evolutiva, pero Baudrillard lleva este canto al límite último, porque ante este tenebroso panorama, por lo menos para algunos, ni siquiera podemos hacernos, según Baudrillard, la ilusión de que todo se acaba. Este pensamiento del fin es también ilusorio, como en las condenas infernales estamos destinados a repetir en un bucle interminable de acontecimientos caóticos eternamente reciclables, repertorios simbólicos de la sociedad de los simulacros. Por su acostumbrado método de saturar y sobrepasar cualquier argumento, se ironizan hasta el escarnio las tesis neoliberales (Fukuyama) o postmodernas (Lyotard) del final de la historia. La conclusión es algo así como que el infierno de los simulacros no acaba, ni acabará nunca
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En suma, en la primera época, la obra Baudrillard a la que pertenece, con valor máximo,
La sociedad de consumo
, que aquí se presenta, mostraba con muchos momentos de fascinación para el lector, que la aplicación del análisis estructural era además de intelectualmente muy rico, bastante más complicado cuando de lo que se trataba era del análisis de sociedades complejas de fuerte cambio histórico, ocasionando seguramente más problemas que el análisis de una obra literaria concreta o de los mitos de sociedades sin historia, donde los contextos están mucho más prefijados y cerrados, y el código es más fácil de determinar e imponer a posteriori o tomando la distancia de la lejanía en la cultura, el tiempo o el espacio. La aplicación de la mirada estructuralista, a todo un modelo de sociedad como la sociedad de consumo, resultaba atractivamente ambicioso y más, tratando de clasificar y enfriar la complejidad y la conflictividad de lo social mediante un análisis derivado, en último término, de su conversión de absolutamente todo a códigos lingüísticos. En los libros —interesantes— sobre la sociedad de consumo realizados a comienzos de su carrera, la única posibilidad para Baudrillard de aplicar su modelo semiológico extremo era acabar convirtiendo cualquier actor económico, político y social en consumidor de significantes. Alcanzado tempranamente este primer límite teórico, que le proporcionó fama mundial y reconocimiento académico y periodístico internacional, la carrera de Baudrillard
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ha proseguido, practicando mucho más el género del ensayo (casi literario) que el de la sociología concreta, extrapolando todos sus primeros fundamentos o repertorios analíticos y aumentando el tono apocalíptico de sus mensajes. De tal manera que el grado en que se presenta la destrucción de representaciones de la realidad es ya absoluto, se ha terminado con el concepto de realidad misma y no de cualquier manera, sino mediante un crimen perfecto pues la información es el lugar del crimen perfecto contra la realidad. Igual que la muerte del arte se ha producido no por efecto de su escasez, sino por exceso, pues lo estético se da hoy en todos los ámbitos. La realidad ha muerto por su manipulación general, todos nos podemos recrear mediante vídeos, ordenadores, juegos de ordenador y representaciones comunicacionales, todos somos actores y nadie tiene tiempo para ser espectador; lo que no conduce a una comunicación verdadera sino a una confusión total es la función de la hiperrealidad y la realidad virtual, acabar con la realidad misma por sobre-exposición
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. En esta última versión de la peculiar semiología de Baudrillard, parece que se ha sustituido el incisivo bisturí analítico de sus primeros libros por las profecías apocalípticas bastante comerciales de su etapa más madura. Es como si ya no sólo la historia, sino la vida se hubieran acabado definitivamente, como si hubieran llegado definitivamente al último punto —muerto, por supuesto—: la confusión total
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En esta gran confusión se inscriben todos los valores que se atribuyen al pensamiento postmoderno, con que se asocia sistemáticamente a Baudrillard, que no es más que el máximo ejemplo de un viraje simbólico y culturalista para el que toda realidad social se convierte sólo en un conjunto de signos flotantes y en una lucha de representaciones, dejando al descubierto la ausencia de un discurso fundador preliminar basado en cualquier lógica o razón de progreso. Cada discurso se limita, por tanto, a generar por sí mismo, y mediante una pura combinación de signos, su eficacia, su propia fuente de autoridad. La realidad social está no sólo estructurada, sino literalmente creada por una pluralidad de lenguajes, de formaciones simbólicas sometidas a una extraordinaria dispersión cuya lógica no encuentra ninguna razón unificadora. El pensamiento de Baudrillard, por tanto, se ha ido alejando de referentes empíricos concretos y de análisis sistemáticos de las prácticas sociales. Es difícil encontrar referencias cuando se declara que el signo ya no designa nada en absoluto, sino que lleva su efecto estructural al límite, que sólo es reenviar a otros signos. El intercambio es ya imposible
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, toda la realidad se convierte entonces no ya en un espacio semiológico, sino en un (no)lugar de la manipulación semiúrgica, de una simulación integral.
No es de extrañar, entonces, que en sus inefables
Cool memories
, Baudrillard, haciendo honor a la declaración de su título, opta, directamente, por festejar la desaparición de toda realidad descriptible y, así, con desapasionamiento absoluto y frialdad total, manejando con enorme brillantez la iluminación helada de la ironía postmoderna, se complace en reiterar su propio anuncio morboso del Apocalipsis de lo real. Frialdad para hacer el canto final al descontrol y al desencaje de todos los códigos posibles, mostrando con ello su fascinación por el cáncer, el terrorismo, el sida, la pornografía, la subcultura televisiva, la catástrofe ecológica, la degradación de lo natural y su sustitución por la copia artificial y tóxica; en suma, lo que nuestro autor considera reacciones azarosas e irónicas contra la propia seguridad de todos los sistemas ya sean biológicos, sociales, personales, políticos o comunicativos. Y la cadena de desgracias festejadas por Baudrillard, nos acaba dirigiendo, poco a poco, por la senda de la necrofilia, al lugar que lo resume todo: los simulacros no serán más que las moscas que se pasean sobre la cara de una realidad epiléptica o directamente muerta
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. Es evidente lo que siempre ha estado agazapado en la obra del último Baudrillard: la clara complacencia sardónica del que ha entonado una especie de lamento fúnebre —muy emparentado con el surrealismo— a la muerte de todo, incluso a la muerte de la muerte.
Pero con anticipación a lo que muchos llamados postmodernos luego dijeron y con un grado de brillantez intelectual, en muchos momentos, increíblemente alto, Baudrillard fue capaz de desentrañar todas las consecuencias que suponía para una sociedad moderna la primacía casi ontològica del consumo sobre la producción. Presentó como nadie, casi profetizando, que el desarrollo de la sociedad en su conjunto iba a pasar por el desarrollo mismo de una sociedad de consumo como amalgama de signos, consumo donde tanto la utilidad y funcionalidad de los productos como la racionalidad de las necesidades iba a quedar subordinada, en el seno de un universo de intercambios, a la lógica significante del valor signo y de la multiplicación jerarquizada de apariencias y espejismos. Este planteamiento acabaría conduciendo inexorablemente a Baudrillard a la negación de lo real en beneficio de un seductor orden simbólico qúe se despliega por todas partes desde los objetos a los cuerpos, desde la política al trabajo, desde los medios de comunicación al sexo, desde el arte a la guerra
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. En el fondo Baudrillard era el primero en anunciar la hegemonía —intelectualmente atractiva, si bien discutible y muy matizable desde una sociología empírica y práctica— del poder del consumo sobre la producción, pero no sólo en el espacio de los bienes físicos sino en el locus del sentido mismo: no terminamos nunca por consumir el objeto en sí, sino que los objetos son los que nos seducen, nos manipulan y nos dominan, o de otra forma, la sociedad de consumo nos acaba fatalmente consumiendo. Desde sus primeras grandes obras, Baudrillard emprendió una crítica radical del marxismo en su anhelo de colocar el trabajo y la producción como centro y base de la evolución humana, reprochándole su ingenuo realismo y su incapacidad para enfrentarse con lo simbólico; frente a ello emprendió una auténtica nueva crítica de la economía política con el fin de aprehender la complejidad semiológica del mundo del consumo que monopoliza el mundo en que vivimos. El lector a partir de aquí tiene la oportunidad de juzgar por sí mismo el éxito de esa empresa intelectual; lo que sí se le puede garantizar es que no va a conocer ni la indiferencia ni el aburrimiento al sumergirse en las páginas que ahora se abren.
Luis Enrique Alonso
Universidad Autónoma de Madrid
Hoy nos rodea por completo una especie de evidencia fantástica del consumo y de la abundancia, conformada por la multiplicación de los objetos, de los servicios, de los bienes materiales y que constituye un tipo de mutación fundamental en la ecología de la especie humana. Para hablar con propiedad, digamos que los individuos de la opulencia ya no están rodeados, como ocurrió siempre, tanto por otras personas como por objetos. Estadísticamente, y siguiendo una curva creciente, cada individuo tiene menos trato cotidiano con sus semejantes que con la recepción y manipulación de bienes y de mensajes, desde la organización doméstica, muy compleja con sus decenas de esclavos técnicos, hasta el «mobiliario urbano» y toda la maquinaria material de las comunicaciones y de las actividades profesionales, hasta el espectáculo permanente de la celebración del objeto en la publicidad y los centenares de mensajes periodísticos llegados desde los medios de comunicación de masas, desde la agitación menor de los aparatos vagamente obsesivos hasta los psicodramas simbólicos que alimentan los objetos nocturnos que nos atormentan hasta en nuestros sueños. Los conceptos de «medio» y de «ambiente» nunca estuvieron tan en boga como desde que, en el fondo, vivimos menos en la proximidad de las demás personas, en su presencia y en su discurso, que bajo la mirada muda de objetos obedientes y alucinantes que nos repiten siempre el mismo discurso, el de nuestro poderío estupefacto, de nuestra abundancia virtual, de la ausencia de unos respecto de los otros. Así como el niño lobo se vuelve lobo a fuerza de vivir con ellos, nosotros también nos hacemos lentamente funcionales. Vivimos el tiempo de los objetos. Y con esto quiero decir que vivimos a su ritmo y según su incesante sucesión. Hoy somos nosotros quienes los vemos nacer, cumplir su función y morir, mientras que, en todas las civilizaciones anteriores, eran los objetos, instrumentos o monumentos perennes, que sobrevivían a generaciones de hombres.
Los objetos no constituyen una flora ni una fauna. Sin embargo, dan la impresión de una vegetación proliferante, de una jungla, en la que el nuevo hombre salvaje de los tiempos modernos no consigue hallar fácilmente los reflejos de la civilización. Son una fauna y una flora producidas por el hombre que terminan por cercarlo y sitiarlo como en las malas novelas de ciencia ficción, una fauna y una flora que hay que tratar de describir rápidamente, tales como las vemos y las vivimos, no olvidando nunca que, en su fasto y su profusión, son
producto de una actividad humana
y que están dominadas, no por leyes ecológicas naturales, sino por la ley del valor de intercambio.
«En las calles más animadas de Londres, las tiendas se apretujan unas contra otras y, detrás de sus ojos de vidrio sin mirada, se exhiben todas las riquezas del universo, chales de la india, revólveres norteamericanos, porcelanas chinas, corsés de París, pieles de Rusia y especias de los trópicos. Pero todos esos artículos, que han visto tantos países, llevan en la frente fatales rótulos blancuzcos donde aparecen grabados números arábigos seguidos de lacónicos caracteres: L, s, d (libra esterlina, chelín, penique). Tal es la imagen que ofrece la mercancía cuando aparece en la circulación.» (Marx,
Contribución a la crítica de la economía política.
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La
acumulación
, la
profusión
, es evidentemente el rasgo descriptivo más llamativo. Las grandes tiendas, con su exuberancia de conservas, de ropa, de bienes alimentarios y de confección, son el paisaje primario y el lugar geométrico de la abundancia. Pero todas las calles, con sus escaparates colmados, brillantes (pues el bien más copioso es la luz, sin la cual la mercancía no sería lo que es), su exhibición de embutidos, toda la fiesta de alimentos y vestidos que ponen en escena, estimulan la salivación feérica. En la acumulación hay algo más que la suma de los productos: es la prueba del exceso, la negación mágica y definitiva de la rareza, de la escasez, la presunción maternal y lujosa de Jauja. Nuestros mercados, nuestras arterias comerciales, nuestros supermercados imitan así una naturaleza recobrada, prodigiosamente fecunda: son nuestros valles de Canaán donde corren, en lugar de la leche y la miel, las olas de neón sobre el kétchup y el plástico. Pero ¡qué importa! Allí está la esperanza violenta de que toda esa riqueza sea, si no suficiente, hasta demasiado y demasiado para todo el mundo: al comprar una porción, se está llevando uno la pirámide entera, que parece a punto de desmoronarse, de ostras, de carnes, de peras o de espárragos en lata. Y este discurso metonímico, repetitivo, de la materia consumible, de la
mercancía
, se convierte, mediante una gran metáfora colectiva, gracias a su exceso mismo, en el imagen del
don
, de la prodigalidad inagotable y espectacular que es la imagen de la
fiesta.