La sombra (58 page)

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Authors: John Katzenbach

BOOK: La sombra
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Pero en aquel momento de vacilación, su presa surgió de la sombra que formaban dos rocas y, con un alarido y un impulso tremendo, se abalanzó sobre el viejo policía empuñando su cuchillo.

Winter se giró hacia el sonido que se le venía encima y bajó el hombro para encajar la fuerza del impacto. Fue como si un trozo de noche se hubiera lanzado contra él. Intentó sacar su arma pero no lo logró, tambaleándose ante aquella embestida salvaje.

Lanzó un grito de pavor, sabiendo que probablemente era un cuchillo lo que cortaba la oscuridad intentando hundírsele en el pecho. Levantó la mano libre para defenderse del golpe. Por un segundo sintió una afilada cuchillada en la palma de la mano y trató de sujetar la hoja antes de que le alcanzara el pecho, pero cerró los dedos en torno a la muñeca de la Sombra.

Se dio cuenta de que el mismo mundo oscuro y resbaladizo que lo había traicionado a él, haciéndole perder el equilibrio en las rocas, había mermado la fuerza de la embestida de aquel asesino. En lugar de atacar con la precisión de una serpiente letal, tuvo dificultades, resbaló y perdió parte de su fuerza, con lo cual el cuchillo se le desvió ligeramente. A pesar de que Winter lo tenía agarrado por el brazo, la hoja consiguió terminar su recorrido y rasgó los pliegues sueltos de su cazadora llegando hasta la camisa, donde, por un instante, se quedó enredada igual que un pez en una red.

El impulso de la embestida hizo que Winter se desplomara de espaldas. Se sintió caer y chocar con fuerza contra las rocas, pero todavía tenía agarrado el antebrazo del otro: no podía soltarlo si deseaba conservar la vida. Entonces clavó los dedos en la carne para mantener el cuchillo a raya, sin dejar de forcejear por apuntarle con el revólver. La Sombra trató de aferrarlo, y Simon sintió que su muñeca derecha de pronto quedaba sujeta por una poderosa mano.

Enzarzados el uno en el otro, ambos hombres se debatieron sobre las rocas, fuerza contra fuerza, intentando conseguir una ventaja que pudieran transformar en muerte. Winter apoyó una rodilla contra una piedra e hizo palanca para rodar hacia fuera, desestabilizando a su atacante. Ambos hombres gruñían por el esfuerzo, sin decirse nada, dejando que la lucha hablara por ellos.

Winter sentía sobre sí la rasposa respiración de la Sombra, y lanzó un alarido de dolor cuando éste le mordió la base del cuello. La Sombra retrocedió, y Winter le propinó un golpe con el hombro en la nariz, haciéndolo gruñir. Pero el impulso del golpe hizo que los dos perdieran el equilibrio. Igual que un árbol viejo resistiéndose a un viento huracanado, ambos se tambalearon y terminaron cayendo pesadamente. Todavía enganchados el uno con el otro como en una danza mortal, cayeron rodando de la escollera, tropezaron un par de veces contra los afilados bordes de las rocas y finalmente se precipitaron en las densas y oscuras aguas.

Por un instante se zambulleron bajo el agua, aún enlazados entre sí, aún forcejeando. Luego sacaron la cabeza los dos a la vez por encima de la superficie, negra como la tinta.

Winter tragó aire al tiempo que ambos giraban rápidamente entre las olas. Ya no tenía nada bajo los pies, nada en lo que pudiera cobrar impulso. Volvieron a hundirse y volvieron a salir, pataleando, a respirar boqueando.

La Sombra empujaba el cuchillo inexorablemente hacia sus costillas, intentando clavárselo en el corazón. Winter trató de utilizar el revólver que aún empuñaba, sin saber si mojado funcionaría, pero su agresor era demasiado fuerte. El arma se agitó a escasos centímetros de donde una bala podría causar mucho daño, mientras la punta del cuchillo se obstinaba en poner fin a la pelea.

Por tercera vez se sumergieron bajo el vaivén de las olas, y a Winter el peso del agua lo golpeó igual que un puñetazo. Cuando nuevamente emergieron, Winter se dio cuenta de que se habían alejado de la playa y la escollera. Por un instante, mientras se debatían en la negrura que los rodeaba, alcanzó a distinguir los ojos de la Sombra. Y lo que vio en la oscuridad final de aquella última noche fue algo a la vez horroroso y simple. Estaban enzarzados en una extraña igualdad de fuerzas y sólo había una manera de inclinar la balanza. Y en aquel preciso instante supo lo que tenía que hacer.

«La única manera de matarlo consiste en dejar que me mate a mí.»

De modo que Simon de repente atrajo la mano que empuñaba el cuchillo hacia su costado y permitió que la hoja lo hiriera por encima de la cadera, justo por debajo de las costillas y lejos del estómago, en lo que esperaba no fuera un golpe mortal. El súbito dolor que sintió fue afilado, una sensación húmeda y horrible.

Aquel movimiento tomó por sorpresa a la Sombra y le hizo perder el equilibrio, y en aquel breve instante no aprovechó del todo la ventaja que le había dado Winter. Su entrenamiento y su instinto, que deberían haberlo inducido a desplazar hacia arriba con fuerza la punta del cuchillo, y así matar al viejo policía, fallaron quizá por primera vez en su vida.

Al notar que el cuchillo titubeaba en su cuerpo, Winter adelantó los brazos violentamente aferrando el revólver con ambas manos. Apoyó el arma contra el pecho de la Sombra y, al tiempo que lanzaba un tremendo alarido de dolor y rabia que se elevó por encima del estrepitoso oleaje, recurrió a la vieja arma que había usado tantos años para solicitarle un último servicio.

El agua amortiguó el ruido de los disparos, pero sintió el retroceso del revólver en la mano y supo que cada una de las balas estaba alcanzando su objetivo.

Apretó el gatillo cinco veces.

Una ola le mojó la cara y sintió que la Sombra de repente, casi con delicadeza, dejaba de aferrarle y se apartaba de él. Winter boqueó intentando tomar aire.

En los últimos retazos de oscuridad de la noche, Simon Winter distinguió una expresión de confusión y sorpresa en el semblante del asesino. Notó que su mano soltaba el cuchillo, y que a continuación éste caía de su costado y se perdía en las oscuras aguas. El viejo policía vio cómo la muerte empezaba a hacer presa en su adversario, pero de pronto lo invadió un último arranque de cólera que borró todo el dolor y la conmoción: extendió la mano por encima de una ola, cogió el pelo blanco de la Sombra y lo acercó a sí para meterle el cañón del revólver en la boca, para asombro del otro, agonizante. Y le susurró en tono áspero:

—Por Sophie, maldito seas, y por todos los demás también.

Sostuvo el revólver firme para que aquellas palabras calaran en los últimos instantes de la vida de la Sombra, y a continuación disparó el tiro final.

El ruido levantó un breve eco por encima de las olas y después se perdió en el murmullo del mar.

Walter Robinson conducía el coche lentamente por la carretera de acceso formada por arena y coral que discurría junto al mar. En la mano izquierda llevaba un potente foco que horadaba los últimos restos de la noche igual que un estoque que atravesara varios pliegues de tela. Paseó el haz de luz en un arco por el tramo de playa vacío, lo hizo bailar sobre las olas que venían a romper a la orilla y lo siguió con la mirada, buscando a Simon.

—¿Tú crees que estará aquí? —preguntó Espy en voz baja.

—En alguna parte tiene que estar —respondió Robinson no muy seguro—. Tienen que estar los dos.

Ella no contestó y continuó escrutando la oscuridad, más gris por momentos. Los guijarros de la carretera crujían bajo los neumáticos del coche, y el inspector maldijo el ruido que hacían. Espy intentó distinguir por separado todos los sonidos del final de la noche: el motor del vehículo; los neumáticos; la respiración áspera de Walter, tan diferente del suave sonido que emitía cuando dormía a su lado; el rumor y la salpicadura del oleaje contra la playa. Se dijo que si lograba separar cada sonido, identificarlo y descartarlo, al fin se encontraría con un tono único que sería distinto, y correspondería a Simon Winter.

«O bien a la Sombra», pensó.

Había visto a Walter zambullirse igual que un buceador en el grupo de ancianos congregados frente al edificio y empezar a hacerles preguntas como un poseso: «¿Han visto a un hombre mayor? ¿Han visto a un hombre con un cuchillo?» El rabino y Frieda Kroner lo acompañaban y hablaban con agitación en varios idiomas, como un par de intérpretes simultáneos. La gente que rodeaba al inspector estaba asustada y conmocionada, y no parecía capaz de decir nada, hasta que una anciana, cogida del brazo de un hombre tan anciano como ella, levantó una mano trémula.

—Yo lo he visto —dijo—. He visto una cosa.

—¿El qué? —exigió Robinson.

—A un hombre. No llevaba cuchillo, pero era un hombre alto y de pelo blanco.

—Sí, sí, ¿dónde?

—Salió corriendo —dijo la anciana. Alzó la mano y Espy vio un dedo huesudo, temblando en el aire como bajo una ráfaga de viento, que apuntaba hacia la playa—. Salió corriendo en esa dirección como alma que lleva el diablo...

Ya no sabía cuánto tiempo llevaban buscando al viejo policía. Diez minutos que parecían horas. Media hora que resultaba más larga que cualquier día que hubiera conocido. Se le antojó que cada minuto que transcurría se reía cruelmente de ellos, se burlaba de su búsqueda.

—Podría estar en cualquier parte. —Maldijo para sus adentros—. Ni siquiera sabemos si han venido en esta dirección...

—Yo creo que sí —replicó Robinson sin dejar de pasear el foco por la playa y las olas, con la cabeza medio fuera de la ventanilla del coche—. Si hubiera ido hacia el norte, habría ido hacia las luces de la ciudad. No; le convenía venir hacia aquí, buscando la oscuridad.

—¿Y Simon?

—Simon lo habrá perseguido, seguro.

Espy respiró hondo.

—Pronto se hará de día —dijo—. Puede que entonces lo encontremos.

—Será demasiado tarde —repuso Robinson. Su mano aferró con fuerza el volante. Le entraron ganas de acelerar, lanzarse hacia delante, cualquier cosa que le proporcionara la sensación de formar parte de aquella persecución, y no simplemente de estar deambulando sin rumbo fijo.

La joven observó la mandíbula tensa del inspector, vio cómo la frustración le contraía los músculos del antebrazo. Se sentía impotente, como un médico junto a la cama de un paciente terminal. Volvió la cara y siguió escuchando los sonidos que le llegaban. Una sirena a lo lejos, una ola de grandes dimensiones rompiendo con estrépito, su propio pulso en los oídos.

Y entonces, de pronto captó algo diferente. Un crujido como el que provocaría alguien al pisar una rama seca, un ruido que llegó directamente hasta ella, como el susurro de un amante.

—¡Para el coche! —chilló.

—¿Qué? ¿Qué pasa? ¿Has visto algo?

—¿Has oído eso?

—¿El qué? —respondió Robinson—. ¿Qué tenía que oír?

Pero Espy ya estaba apeándose sin esperar a que se detuviera el coche. Cuando sus pies aterrizaron sobre el firme arenoso, gritó por encima del hombro:

—¡Un disparo, he oído un disparo!

Robinson se apresuró a echar el freno de mano y saltó en pos de ella.

Simon Winter se mecía en la cresta de las olas igual que un niño en su cuna. Sentía que se le escapaba la sangre por la herida del costado y tenía la sensación de estar envuelto en una inmensa tibieza.

Pensó en Frieda Kroner y el rabino, y les dijo en voz alta:

—Ya estáis a salvo. He hecho lo que me pedisteis.

En aquel mismo instante visualizó el rostro de su vecina y pensó: «Sophie Millstein, ya he pagado mi deuda.»

No sentía dolor alguno, y eso lo asombraba. Todas las muertes que había visto a lo largo de tantos años siempre iban acompañadas de heridas y desgarros, y siempre había dado por sentado que la violencia era la novia del dolor. El hecho de que lo único que experimentaba fuera un leve mareo lo tenía intrigado.

El peso de su mano le recordó que todavía sostenía el revólver, ya vacío. Se reclinó hacia atrás, como si pretendiera recostarse en las olas, y durante unos momentos estudió la posibilidad de simplemente dejar que el arma resbalara de sus dedos y se hundiera en las aguas negras que había bajo sus pies, pero no se atrevió a hacer algo así. Interiormente le dijo al arma: «Has hecho lo que te pedí, y te estoy agradecido. Ha sido justo lo que esperaba, y no te mereces que te abandone después de prestarme este servicio, pero no sé si me quedan fuerzas para sostenerte.»

Aun así, lo intentó, y la primera vez falló; luego escupió un poco de agua de mar y consiguió introducir el arma en la pistolera, lo que le produjo una satisfacción inmensa.

Simon hizo una inspiración profunda. Se puso una mano sobre la herida sangrante y con la otra dio una amplia brazada, nadando por un instante.

Se dijo que no estaría mal morir en la playa, que cuando se despidiera de la vida sería agradable tener un suelo firme bajo los pies para que al enfrentarse a la muerte pudiera hacerlo de frente. Pero el tramo alargado de tierra se encontraba a más de cincuenta metros de distancia, un esfuerzo imposible, y notaba el tirón de la marea que lo alejaba cada vez más de la costa.

Volvió a nadar con su brazo libre, pero de pronto lo invadió el agotamiento, y pensó que poder escoger el lugar donde morir era un lujo que pocas personas podían permitirse, y que no debía prestar atención a aquel detalle sino aceptar lo que pudieran depararle los minutos siguientes. Pero, incluso con aquel pensamiento martilleándole la cabeza, descubrió que su brazo superaba el cansancio producto de la persecución, la lucha y la herida, y una vez más volvía a forcejear contra la corriente.

Aquello le hizo sonreír.

«Siempre he sido testarudo —pensó—. Lo fui de pequeño y luego de joven, y después pasaron los años y me convertí en un viejo testarudo, y eso es lo que soy, y luchar es una buena manera de morir.»

Pataleó con fuerza, en un intento de nadar con las últimas fuerzas que le quedaban. Aspiró a duras penas una bocanada de aire y vio algo que lo dejó atónito: un haz de luz procedente de la playa, entre el gris del alba. Al principio creyó que era la muerte que venía a buscarlo, pero enseguida advirtió que no era nada tan romántico. Era algo terrenal que lo buscaba a él. Levantó el brazo libre por encima de las olas en el momento en que la luz sondeaba el aire a su altura, y por fin ésta se quedó fija iluminando su mano en alto.

—¡Ahí! —gritó Espy Martínez—. ¡Dios mío, es él! ¡Simon! —gritó en dirección al viejo policía—. ¡Simon! ¡Estamos aquí!

—¿Ves a...? —empezó Robinson, pero ella terminó la frase:

—No; está solo.

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