La sonrisa etrusca (4 page)

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Authors: José Luis Sampedro

Tags: #Relato

BOOK: La sonrisa etrusca
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De repente Brunettino alza los párpados y lanza una mirada agudísima. «¿Me estaría sintiendo el pensamiento? Es una tontería, pero este niño…» Las dos bolitas oscuras intimidan al viejo, que se encoge como bajo el dedo del destino. Luego los párpados se cierran lentamente, mientras florece en la boquita una sonrisa. El niño, confiándose a ese hombre, se entrega por fin a un sueño tranquilo.

El viejo respira hondo. Vuelve a asombrarle que Andrea no lo supiera y que, sin embargo, entre tantos nombres, eligiera ése… Susurra:

—Así que te llamas Brunettino, que serás Bruno…

5

Al día siguiente el viejo se echa a la calle.

—¿Sabrá volver, papá? Recuerde: 82, viale Piave.

Ni contesta. ¿Le toma por un palurdo? ¡Antes se perdería ella en la montaña!

Llega al final de la calle. Una gran plaza con intenso tráfico. Al otro lado unos jardines; por ahí no encontrará lo que busca. Retrocede dando rodeos por calles más pequeñas y prometedoras. Con sus hábitos de pastor se fija en detalles —escaparates, portales, rótulos— para recordar el camino seguido, porque en Milán el sol no se asoma a orientar a nadie. Al fin encuentra un barbero en una callecita.

Via Rossini; nombre de buen agüero. Su táctica ha dado resultado. ¡Sí, sí, buen agüero! Todo lo contrario. Ya le pone en guardia la aparatosa instalación, y le dan mala espina la untuosa palabrería y la insistencia en ofrecerle cosméticos.

Aunque los rechaza todos, al final del servicio le piden seis mil liras por un simple afeitado. ¡Seis mil liras! ¡Y sin las manos ni el pulso de Aldu en Roccasera que, por la cuarta parte, le pasa además la piedra de alumbre y le deja la cara como un jaspe todos los miércoles y sábados!

—Ahí van cinco mil y sobra —pronuncia secamente, arrojando el billete sobre el mostrador de los ungüentos—. No espero la vuelta por no seguir ni un minuto más entre ladrones. ¡Ni Fía Diávolo, que al menos se jugaba la vida!… ¿Alguien reclama?

—Oiga, caballero… —empieza el maestro. Pero se calla al ver al viejo echar mano al bolsillo con ademán resuelto.

—¡Déjele, jefe! —susurra un relamido joven con batín verde.

Hay un largo silencio en torno al viejo inmóvil, centro de miradas que chocan contra él y rebotan. Al fin, sale muy lentamente y se orienta hacia su casa. Por el camino adquiere una sencilla maquinita de hojas. Renato le ha ofrecido su afeitadora eléctrica, pero él sabe que algunos se electrocutan con eso en el cuarto de baño. Además, su maquinita no hace ruido y él quiere afeitarse a diario sin despertar a nadie. ¡Qué fracaso, la barbería! Claro, ya el día empezó mal. A solas con Renato desayunándose, mientras Andrea se duchaba, le preguntó por qué no dormía el niño con ellos, como han dormido toda la vida. Renato sonrió, condescendiente:

—Ahora se les empieza a educar más pronto. Deben dormir solos en cuanto llegan a esta edad, padre. Para que no tengan complejos.

—¿Complejos? ¿Y eso qué es? ¿Algo contagioso de los mayores?

Renato, piadosamente, conserva su seriedad y se explica en palabras sencillas, al alcance de un campesino. En suma, hay que evitar su excesiva dependencia de los padres.

El viejo le mira fijamente:

—¿De quién van a depender entonces? ¡Si todavía no anda, no habla, no se puede valer!

—De los padres, claro. Pero sin exagerar… Vamos, no se preocupe, padre; el niño está atendido como es debido, lo hemos estudiado bien Andrea y yo.

—Ya… En ese libro, claro.

—Por supuesto. Y, sobre todo, guiados por el médico… Es así, padre; no hay que provocar demasiado cariño a esa edad.

El viejo calla. ¿Cariño a medias? ¿Qué cariño será ése? ¿Controlado, reservándose?…

No estalla porque, después de todo, ellos son los padres. Pero así es como empezó mal el día, se sintió cabreado toda la mañana y, claro, se desahogó ante el robo en la barbería.

Afortunadamente, otro establecimiento le reconcilia con el barrio. Está en la vía Salvini, otra callecita donde, al pasar, le atrae una modesta portada de ultramarinos.

Además, acaba de entrar una mujer con aspecto de saber comprar. Todo promete una tienda como es debido.

En efecto, nada más entrar le envuelven los olores del país: quesos fuertes, aceitunas en orza, hierbas y especias, frutas al aire, sin envoltorios transparentes con letreros ni cartón moldeado para hacer peso… Y, por si todo fuera poco, ¡qué mujer detrás del mostrador, qué mujer!

Cuarentona, la buena edad. Fresca como sus manzanas. Se excusa con la clienta recién llegada, evidentemente de confianza, y sonríe al nuevo comprador, con los ojos vivaces más aún que con la boca glotona.

—¿El señor desea?

Y la voz. De verdadera stacca, de buena jaca.

—¿Deseo? ¡Todo! —sonríe a su vez, señalando alrededor.

Porque la tienda es un tesoro: contiene justo lo que busca y mucho más, que nunca vio en otros escaparates. Tienen hasta verdadero pan: redondo, bastones, roscas e incluso el especial para rellenar con el sofrito chorreante de salsa de tomate que rebosa al morder.

Como dice el refrán de Catanzaro: «Con el morzeddhut comes, bebes y te lavas la cara».

La señora sale del mostrador para atenderle. Buenas caderas, sin gorduras. Pantorrillas a modo, pero el tobillo fino. Y ese acento emocionante, que le impulsa a preguntar:

—Usted es del Sur, ¿verdad, señora?

—Como usted. Y de Tarento.

—Bueno, yo soy de junto a Catanzaro. Roccasera, en la montaña.

—¡Es igual! —ríe ella—. Apulia y Calabria, ¿eh?, ¡como éste y éste!

Empareja expresivamente los índices de cada mano, mientras insinúa un guiño. Ese gesto que acopla a ambas regiones parece unirles también a ellos dos en una equívoca complicidad.

El viejo escoge vituallas con calma, discute calidades y precios. Ella le atiende siguiéndole las bromas, pero sin darle confianzas excesivas, y le mira intrigada hasta que no puede callar:

—¿Cómo hace usted la compra? ¿Vive solo?

—¡No, vivo con mi nieto!… ¡Bueno, y sus padres!

Ha añadido vivamente la segunda frase y vuelve a pensar esas cuatro palabras —«Vivo con mi nieto»— jamás pronunciadas antes. «Cierto —se asombra—, es mi nieto. Soy su
nonnu
».

—Será bien guapo el chiquillo —adula ella, mirándole, calibrándole.

«¿Guapo? ¿Es guapo Brunettino?… ¡Preocupación de mujer! Brunettino es otra cosa. Brunettino es… el niño. Y ya está.»

—Vaya… —contesta evasivo, mientras piensa: «Ésta sabe vender. Si me descuido me coloca lo que quiera, pero trabajo le mando. A mí no me engatusa nadie… Bueno, es lo suyo; vive de la gente».

Recuerda a la mujer de Beppo, en el café, despachando bebidas, siempre rozagante con su buen buche. «Tú vendes con las tetas de tu mujer», dicen al marido los de confianza y él finge cabrearse para seguir la broma, porque su Giulietta es muy honrada y todos lo saben: la frase va sin mala intención. Además es verdad; el hombre ha tenido esa suerte como otros tienen otra. Pero esta mujer de la tienda es más fina. Fina, sí, ¡qué manos empaquetando y dando el cambio!

«¿Será tan honrada? —duda el viejo, que en eso siempre acierta—. Aquí en la ciudad es otra vida…» Pero le aflora en la mente otro tema obsesivo e interroga de pronto:

—Dispense mi pregunta, señora, pero es por mi nieto: ¿hasta qué tiempo han dormido con ustedes sus hijos pequeños?

—¡Ay, no hemos tenido hijos!… Dios no nos mandó ninguno.

«¿En qué estaría pensando Dios teniendo a mano esta hembra?», cavila el viejo mientras se disculpa, confuso. Ella quita importancia, comprendiendo… Y, para cortar el silencio, cambia de tema:

—Siento no poderle mandar su paquete a casa. Tenemos un chico para eso, pero hoy está enfermo. Y mi marido ha salido a reponer el género.

Una mujer con detalles: sabiendo que no está bien en el hombre llevar paquetes por la calle. El viejo se despide:

—Adiós, señora…, señora…

—Maddalena, para servirle. Pero ¡nada de adiós! ¡A rivederci! Porque volverá usted, ¿verdad? Aquí tenemos de todo.

—¿Quién no volvería para verla?… Seguro, a rivederci.

Ya en la calle, aún le dura la sonrisa al viejo. Pero «¿cómo no habrá tenido hijos esa mujer, con tales carnes y del Sur?… En fin, no es cosa mía y da gusto tratarla. Además, la tienda es mi solución. De todo y a precios decentes. Desde ahora, siempre me amanecerá como Dios manda».

Lo tenía decidido desde que Andrea le retiró del armario su queso de cabra y su cebolla para el desayuno —«Jesús, papá, apesta el cuarto», exclamó ella— pretendiendo sepultarlo en las cajitas como ataúdes del frigorífico. Esconderá sus vituallas en los bajos del sofá-cama, entre los hierros de la complicada armadura, metidas en bolsas de plástico por el olor, que además ayudará a ocultar el cigarrillo, pues Andrea se resigna a que fume donde no anda el niño. Por suerte, de olfato andan muy mal su nuera y la asistenta. Se comprende: la vida milanesa mata los sentidos.

De modo que, a partir de ahora, se desayunará como los hombres, con olores y sabores de verdad, partidos con su navaja sobre auténtico pan y remojados en el buen tinto rascagaznates que Andrea no ha encontrado pretexto para rechazar en la cocina.

«Al menos por la mañana me libraré del panetto, de sus pastas preparadas para recalentar, de sus congelados y de todas las porquerías de fábrica… ¡Tú y yo,
Rusca
, comeremos siquiera una vez al día lo bueno de la tierra!»

Se sienta en un banco de la gran plaza y empieza a liar un cigarrillo para fumar fuera de casa. Algún transeúnte le mira con curiosidad. Al ir a pasar la lengua sobre el borde engomado del papel un pensamiento le detiene la mano en el aire:

«¡Pues puede que en esto lleve la razón Andrea y que no le siente bien el humo al niño…! ¿Tú qué dices,
Rusca
? El caso es que a ti te calma, pero el médico dice que a mí no me conviene. Y ahora, además del Cantanotte, necesito durar por Brunettino…

Reconócelo,
Rusca
, el humo no es bueno para él, aunque sólo fumemos en mi cuarto.»

Moja el papel, pega el cigarrillo y lo enciende con un fósforo. Aspira parsimoniosamente, pero no le sabe como siempre. Se siente culpable fumando: es una traición a Brunettino.

6

Es un sacrificio ir suprimiendo el tabaco, pero en cambio son un gozo sus desayunos clandestinos, sobre todo el de tres días más tarde, cuando no debería comer nada. Le van a sacar sangre a las nueve para el análisis prescrito por el famoso doctor, a cuya consulta le llevó Andrea la víspera. Prescrito, en realidad, por la ayudante aquella o lo que fuese —tan gorda como Andrea es delgada, pero hablando lo mismo—, pues, tras mucha recepción organizada, espera, pasillos y otros ritos preliminares, no llegaron a penetrar en el santuario del médico. El viejo ríe, pensando cómo le va a gustar a Andrea, cuando se levante y aparezca en la cocina, ver con qué docilidad se abstiene de comer nada.

«Eso de ayunar antes de los análisis —piensa mientras paladea su requesón con cebolla y aceitunas— son tonterías de los médicos. Teatro para cobrar más. Análisis, ¿para qué?

De todos modos va a resultar malo, ¿verdad,
Rusca
? ¡Ya te encargarás tú!»

La sangre no la extraen en la consulta del famoso, sino en el Hospital Mayor. Le lleva Renato en su coche; tiene tiempo y le coge de paso hacia la fábrica, en la zona industrial de Bovisa. Aparca, entran y le guía por los corredores y ventanillas de la burocracia hospitalaria hasta la misma sala de espera, donde le repite una vez más sus instrucciones:

—Ya sabe, padre, a la salida tome un taxi en la misma puerta para volver a casa.

El padre escucha atento, pero su sonrisa se hace desdeñosa cuando Renato se aleja. «A estos muchachos de ahora me hubiera gustado verles durante la guerra, huyendo de los tedescos por una ciudad desconocida… ¡Tomar un taxi: en eso estoy pensando! ¡Lo menos diez mil liras!»

La señora Maddalena le explicó la víspera —esa mujer lo soluciona todo— que el autobús 51 pasa ante el Hospital y tiene parada en el piazzale Biancamano desde donde, por la via Moscova y los jardines llegará derecho a su casa. Por eso hace oídos sordos a Renato y por eso otro paciente de su edad, que se ha dado cuenta de todo, le mira luego con ojos cómplices.

El viejo, por su gusto, se marcharía sin pincharse, pero el famoso doctor exigirá el análisis para seguir la rutina. «Rutina y comedia, eso es lo que me cabrea… ¿Me creen un viejo chocho? ¿Piensan que he venido a curarme? ¡Desgraciados! Si no fuera porque el hijoputa del Cantanotte todavía respira, ¡maldita sea!, cualquier día hubiera yo consentido en salir del pueblo, donde acabaría a gusto en mi cama, entre los amigos y con mi montaña a la vista, la Femminamorta tranquila bajo el sol y las nubes.»

Porque el Cantanotte respira, aunque ya no se tiene de pie, inmovilizado hasta la cintura por la parálisis. Pero sigue resollando, con sus gafas negras de fascista de toda la vida. El viejo hubo de afrontar esa visión el día de su marcha, porque el muy perro se hizo bajar a la plaza en un sillón por sus dos hijos, tan pronto alboreó. Allí se juntó con un grupo de aduladores, dándole conversación a la puerta del Casino, mientras llegaba el momento de disfrutar del gran espectáculo.

El gran espectáculo, el adiós del viejo, que ahora lo revive mientras aguarda que le llame la enfermera. La plaza, como en una amarillenta fotografía y, en su centro, el coche de Renato rodeado de chiquillos. Acota su desnivelado suelo un cuadrilátero irregular de fachadas expectantes cuyas puertas y ventanas, aún pareciendo cerradas, son implacables observatorios de la vida local y acechan aquel día el mutis final del viejo Salvatore.

Especialmente enfrentados, como siempre, los dos lados mayores del rectángulo: el de la iglesia y el Casino, presidido por el Cantanotte, y el del café de Beppo con el Municipio, territorio del viejo y sus camaradas, con la vivienda del propio Salvatore, heredada del suegro, junto al café.

La luz matinal iba afirmándose mientras el viejo procuraba ganar tiempo, con la loca esperanza de que la parálisis del enemigo le subiera de pronto como espuma de gaseosa, hasta ahogar el odiado corazón; pero en vano tocaba su bolsita de amuletos por encima de la camisa, pidiendo ese milagro. El viejo había cogido ya su manta y su navaja, porfiaba con su hija sobre si se llevaba también la lupara, el antiguo retaco que fue su primera arma de fuego, su investidura de hombre. Renato se impacientaba al recordar el encargo de Andrea en Roma que les retrasaría. Cuando estaba a punto de asomar el sol ya no aguantó más:

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