—Se encuentran diez colocaciones por cada una que se pierde —decía a menudo—; pero no merece la pena encerrarse; donde no va uno a estar más de veinticuatro horas… Por ejemplo, llego un lunes a casa de Champion, en Montrouge; por la tarde, Champion me molesta con la política; puede no tener las mismas ideas que yo. Pues bien, el martes por la mañana me largo, teniendo en cuenta que no estamos ya en tiempos de esclavitud y que yo no quiero venderme por siete francos diarios.
Eran los primeros días de noviembre. Lantier trajo ramitos de violetas que distribuyó galantemente entre Gervasia y las dos obreras. Poco a poco fue multiplicando sus visitas hasta ir todos los días. Parecía querer conquistar, no sólo a la casa, sino al barrio entero; y comenzó por captarse las simpatías de Clemencia y de la señora Putois, a las que testimoniaba, sin distinción de edades, las más solícitas atenciones. Al cabo de un mes las dos obreras le adoraban. A los Boche los adulaba constantemente, iba a saludarles a la misma portería, y ellos se extasiaban con su cortesía. En cuanto a los Lorilleux, cuando supieron quién era aquel señor que se presentó a los postres el día del festín, empezaron vomitando mil injurias contra Gervasia, que se atrevía a meter en casa a su antiguo amante; hasta que un día Lantier subió a la de ellos, y con tanta habilidad les encargó una cadena para una señora conocida suya, que le rogaron se sentara, reteniéndole una hora, encantados con su conversación y se preguntaban cómo un hombre tan distinguido había podido vivir con la Banban. En fin, las visitas del sombrerero a casa de los Coupeau ya no chocaban a nadie, pareciendo completamente normales; hasta tal punto había sabido atraerse a la calle entera. Únicamente Goujet no participaba de esa simpatía. Si se encontraba en la tienda cuando el otro llegaba, se marchaba para no verse obligado a trabar relaciones con él.
En medio de aquella epidemia de cariño por Lantier, Gervasia, en las primeras semanas, vivió en gran desasosiego. Experimentaba la misma turbación que los días en que Virginia le hacía confidencias sobre él. Su enorme miedo provenía de la desconfianza que tenía en las fuerzas que podría oponerle si un día la encontraba sola e intentaba besarla. Pensaba demasiado en él, pero lentamente se fue calmando al verle tan formal, sin mirarla a la cara ni rozarla con la punta de los dedos, cuando los demás volvían la espalda. Virginia, que parecía leer en sus ojos, la hacía avergonzarse de sí misma. ¿Por qué temblar así? No podía encontrarse un hombre más delicioso. No tenía nada que temer. Y un día la morena se las ingenió de manera que reunió a los dos en un rincón y llevó la conversación sobre el tema del sentimiento. Lantier declaró, con voz solemne, escogiendo los términos, que su corazón estaba muerto, que ahora quería únicamente dedicarse a labrar la dicha de su hijo. No hablaba para nada de su hijo Claudio, que continuaba en el Mediodía. Besaba a Esteban en la frente todos los días, pero si el niño se quedaba, no sabiendo qué decirle, lo olvidaba completamente y se ponía a galantear a Clemencia. Así Gervasia, tranquilizada, sentía morir en ella el pasado. La presencia de Lantier borraba los recuerdos de Plassans y del hotel Boncœur. Viéndolo a cada instante, acabó por olvidarlo. Hasta le repugnaba el recuerdo de sus antiguas relaciones. ¡Todo había terminado, completamente terminado! Si él se atreviese un día a proponerle algo deshonesto, le respondería con un par de bofetadas y se la diría a su marido. Y de nuevo pensaba sin remordimientos, con una dulzura extraordinaria, en la buena amistad de Goujet.
Al llegar una mañana al taller, Clemencia contó cómo había encontrado la víspera, hacia las once, al señor Lantier del brazo de una mujer. Al contarlo se acompañaba de palabras soeces, poniendo toda la malignidad posible para molestar a la patrona. Sí, sí, el señor Lantier subía por la calle Notre-Dame de Lorette; la mujer era rubia, una de esas zorras del bulevar, muerta de hambre y con el trasero desnudo bajo su vestido de seda. Ella los había seguido por broma. La zorra había entrado en una salchichería a comprar jamón. A continuación, en la calle Rochefoucauld, el señor Lantier se había parado en la acera, ante una casa, en espera de que la mujer, que había subido sola, le hiciese señas desde la ventana para que subiera. Pero ya podía Clemencia hacer los más repugnantes comentarios, que Gervasia continuaba impasible planchando un vestido blanco. En algunos momentos le hacía sonreír. Estos provenzales, decía ella, andan siempre locos tras las mujeres; pareciera que constituían una necesidad para ellos; capaces serían de recogerlas con pala de un montón de basura. Y por la noche, cuando llegó el sombrerero, se divertía con las chuflas de Clemencia, que le intrigaba con su rubia. Sin embargo, él parecía orgulloso de haber sido sorprendido. Era una antigua amiga, que veía de vez en cuando sin molestar a nadie; una muchacha muy chic, que tenía una habitación con muebles de palisandro; y citaba los antiguos amantes que había tenido: un vizconde, un almacenista de loza, el hijo de un notario. Le encantaban las mujeres que olían bien. Y acercaba a la nariz de Clemencia su pañuelo, que la otra le había perfumado. En ese momento entró Esteban. Entonces él tomó su aire grave y besó al niño, añadiendo que la aventurilla no tenía consecuencias y que su corazón estaba muerto. Gervasia, inclinada sobre la labor, movió la cabeza con aire de aprobación. Y fue Clemencia quien se llevó el castigo por su malignidad, pues bien sintió que Lantier la pellizcaba, disimuladamente, sintiendo en el alma y llena de celos no apestar a almizcle como la zorra del bulevar.
Al llegar la primavera, Lantier habló de venirse a habitar en el barrio para estar más cerca de sus amigos. Quería un cuarto amueblado en una casa limpia. La señora Boche y la misma Gervasia se desvivieron por encontrarle uno. Se miró en todas las calles próximas; pero no era cosa fácil. Deseaba un gran patio, un piso bajo, en fin, toda clase de comodidades. Y todos los días, en casa de los Coupeau, medía la altura de los techos, estudiaba la distribución de las piezas, deseando encontrar un sitio como aquél. ¡Oh!, no hubiera pedido otra cosa: se habría hecho de buena gana un huequecito en aquel rincón tranquilo y cálido. Y siempre terminaba su examen con esta frase:
—¡Caramba, vosotros sí que estáis bien instalados!
Una noche, cenando en su casa, al terminar de comer los postres, soltó la frase consabida. Coupeau, que había empezado a tutearle, le dijo bruscamente:
—Pues que se quede aquí, cordera, si no tienes inconvenientes… Ya nos arreglaremos…
Dijo que el cuarto de la ropa sucia, bien limpio, sería una linda pieza. Esteban dormiría en la tienda, sobre un colchón tirado en el suelo.
—No, no —dijo Lantier—; no puedo aceptar. Os molestaría demasiado. Yo sé que lo hacéis de todo corazón, pero sería insoportable estar así unos sobre otros. Además, me gusta tener mi libertad. Tendría que atravesar por vuestro cuarto, lo que no siempre sería agradable.
—¡Oh, animal! —repuso el plomero, ahogándose de risa, golpeando en la mesa para aclararse la voz—. ¡Qué tonterías dices!… Pero, cabeza de aserrín, ¡qué poca imaginación! Hay dos ventanas en el cuarto. Pues bien, con echar una abajo ya está hecha la puerta. Así podrás entrar por el patio, e incluso, si nos parece, atrancamos esta puerta de comunicación. Dicho y hecho, tú estás en tu casa y nosotros en la nuestra.
Después de un momento de silencio el sombrerero murmuró:
—Así no digo que no…, y, no obstante, va a ser mucha carga para vosotros.
Evitaba mirar a Gervasia. Pero evidentemente esperaba una palabra por su parte para aceptar. A ésta le contrariaba la ocurrencia de su marido; no era que el ver a Lantier vivir en su casa la hiriese ni la inquietase demasiado, sino que se preguntaba dónde iba a poner la ropa sucia. Entretanto, el plomero hacía ver las ventajas que les reportaría el arreglo. El alquiler de 500 francos era demasiado elevado, y de esta manera el amigo les pagaría el cuarto amueblado, a veinte francos por mes; no sería caro para él, y sin embargo les ayudaría a pagar el cuarto. Añadía que él se encargaría de agenciarse un gran cajón, que pondrían debajo de la cama, en el que cabría toda la ropa sucia del barrio. Gervasia dudó, consultó con la mirada a mamá Coupeau, a quien Lantier había conquistado desde hacía algún tiempo, trayéndole pastillas de goma para su catarro.
—Usted no nos molestará —terminó por decir—. Ya encontraremos el medio de organizamos.
—No, no, gracias —repitió el sombrerero—. Sois demasiado buenos y sería abusar por mi parte.
Coupeau ya no se pudo contener: ¿es que iba a estar haciendo remilgos toda la noche? ¡Cuando se lo decían era de todo corazón! ¿No comprendía que les hacía un favor? Y con una voz furibunda gritó:
—¡Esteban, Esteban!
El niño se había dormido sobre la mesa; levantó la cabeza sobresaltado.
—Oye, dile que tú lo quieres… Sí, a este señor… Dile muy fuerte: ¡Lo quiero!
—¡Lo quiero! —balbuceó Esteban, con vocecita turbia por el sueño.
Todos se echaron a reír, y Lantier, con su aire solemne, estrechó la mano a Coupeau por encima de la mesa, diciendo:
—Acepto… Por una y otra parte se procede con amistad, ¿no es así? Acepto por el niño.
Al día siguiente, el propietario, señor Marescot, vino a pasar una hora en la portería de los Boche, y Gervasia lo aprovechó para hablarle del asunto. Primero se mostró inquieto, rechazó, enfadándose, como si le hubiera propuesto echar abajo la de la casa. Después de una minuciosa inspección del sitio, y una vez que hubo mirado arriba para cerciorarse de si los pisos superiores se resentirían, acabó por dar la autorización, pero a condición de no tener que hacer desembolso alguno. Los Coupeau tuvieron que firmarle un papel por el que se comprometían a dejar la casa como estaba a la terminación del contrato de alquiler. Esa misma noche, el plomero trajo a unos compañeros: un albañil, un carpintero y un pintor, buenos muchachos que harían aquella pequeñez después de su jornada, por hacerle un favor. La colocación de la nueva puerta y la limpieza de la habitación no costaron menos de un centenar de francos, sin contar el vino con el que se regó la tarea. El plomero dijo a sus camaradas que les pagaría más adelante, con el primer dinero que cobrara de su inquilino. En seguida se trató de amueblar el cuarto. Gervasia puso allí el armario de mamá Coupeau; añadió una mesa y dos sillas, sacadas de su propia pieza, y tuvo que comprar un lavabo y una cama con su ropa completa, en total ciento treinta francos, que tenía que pagar a razón de 10 francos por mes. Si durante diez meses los veinte francos de Lantier se los comían las deudas contraídas, más tarde sacarían un buen provecho.
La instalación del sombrerero tuvo lugar en los primeros días de junio. La víspera, Coupeau se ofreció para ir a su casa y traerle el baúl y evitarle de este modo el franco y medio que le iba a costar un coche, pero Lantier pareció contrariado y dijo que su baúl pesaba demasiado. Al parecer quería seguir ocultando hasta el último momento el sitio donde se hospedaba. Llegó hacia las tres de la tarde. Coupeau no se encontraba allí. Y Gervasia, que estaba en la puerta de la tienda, se quedó pálida al reconocer el baúl que venía en el coche. Era su antiguo baúl, aquel con el que había hecho el viaje desde Plassans, ahora descascarillado, roto, sostenido por cuerdas. Lo veía venir, como a menudo se había figurado; se imaginaba que el mismo coche, el coche en que aquella perdida de bruñidora se había reído de ella, se lo devolvía. Entretanto, Boche echaba una mano a Lantier. La planchadora los siguió muda, un poco aturdida. Cuando hubieron depositado la carga en medio del cuarto, dijo ella por hablar:
—Bueno, ya está todo listo.
Después, recobrándose, viendo que Lantier, ocupado en desatar las cuerdas ni la miraba siquiera, añadió:
—Señor Boche, va usted a beber un traguito.
Se fue a buscar una botella y vasos, en el preciso momento en que Poisson pasaba por la acera, uniformado. Gervasia le hizo un guiño, acompañado de una sonrisa, que el guardia municipal comprendió perfectamente. Cuando estaba de servicio y le guiñaba el ojo quería decir que le ofrecía un vasito de vino, y hasta había veces que se paseaba durante horas enteras delante de la planchadora, en espera de aquel guiño. Entonces, para no ser visto, pasaba por el patio y apuraba su vaso a escondidas.
—¡Ah!, ¡ah! —exclamó Lantier cuando le vio entrar—. ¿Es usted, Badinguet?
Le llamaba Badinguet por broma, por burlarse del emperador. Poisson aceptaba el mote con su tiesura habitual, sin que fuera posible averiguar si aquello lo molestaba o no. Por lo demás, los dos hombres, aunque separados por sus convicciones políticas, habían llegado a ser buenos amigos.
—Ya sabrá usted que el emperador fue guardia municipal en Londres —dijo Boche a su vez—. Sí, palabra de honor; recogía a las mujeres borrachas.
Gervasia llenó tres vasos. Ella no quiso beber, sentía el corazón sobresaltado, pero permaneció allí, mirando cómo Lantier quitaba las últimas cuerdas, llena de curiosidad por saber qué contenía el baúl. Recordaba que había en él, en un rincón, un montón de calcetines, dos camisas sucias, un viejo sombrero; ¿estarían todavía esas cosas allí? ¿Se iría a encontrar con los pingajos del pasado? Lantier, antes de levantar la tapa, tomó un vaso y bebió.
—A la salud de ustedes.
—A la suya —respondieron Boche y Poisson.
La planchadora llenó de nuevo los vasos. Los tres, se limpiaron los labios con la mano. Por fin el sombrerero abrió el baúl. Estaba lleno de una mezcolanza de periódicos, libros, trajes viejos y ropa blanca en paquetes. A continuación fue sacando una cacerola, un par de botas, un busto de Ledru-Rollin con la nariz rota, una camisa bordada y un pantalón de trabajo. Y Gervasia, inclinada, sentía subir un fuerte olor a tabaco y a hombre sucio, que no se cuida más que del exterior de su persona. No, el viejo sombrero no estaba en el rincón de la izquierda; en su lugar había un paquete que ella no conocía, algún regalo de mujer. Se calmó y experimentó una vaga tristeza, y continuó mirando los objetos que salían, preguntándose si serían de sus tiempos o de tiempos de otras.
—Dígame, Badinguet, ¿no conoce usted esto? —inquirió Lantier.
Le metía por la nariz un librito impreso en Bruselas:
Los amores de Napoleón III
, adornado con grabados. Entre otras anécdotas, allí se refería cómo el emperador había seducido a la hija de un cocinero, niña de trece años, y el grabado representaba a Napoleón III, con las piernas al aire, únicamente vestido con el cordón de la Legión de Honor, persiguiendo a una muchachilla que huía de su lujuria.