La Tentación de Elminster (22 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Miró con fijeza la noche que empezaba a caer, pero no había nadie allí.

—Manifiesta—indicó con frialdad, pronunciando en voz alta lo que podría haber ordenado en silencio a los hechizos de protección, con la intención de impresionar, o atemorizar, a quien se encontrara allí fuera gastando bromas. Era precisa magia muy poderosa para abrir por la fuerza la puerta de la torre, con su urdimbre de glifos, capas de hechizos activos y runas encajada en el marco y esculpida en los goznes.

Demasiado poder, se le ocurrió, para malgastarlo en una broma.

Los hechizos de protección no le mostraron nada que se encontrara al acecho dentro de su campo de acción. Tal vez aquel elfo altanero había dejado un conjuro retardado tras él y se había equivocado con respecto al cronometraje. No se le ocurría nada lo bastante veloz para abrir la puerta de golpe y desaparecer del alcance de los detectores con tanta rapidez... y una magia tan poderosa como para descerrajar la puerta desde lejos dejaría rastros en los detectores. Como también lo haría un teletransporte o cualquier otro desplazamiento. La propia magia de la puerta debería impedir que cualquier hechizo lanzado sobre ella sobreviviera para llegar a tener efecto más tarde... de modo que ¿quién —o qué— había forzado la puerta?

Mardasper invocó el poder de los hechizos de protección para que cerraran y sellaran el imponente portón, y, una vez que se hubo cerrado con un fuerte retumbo, lo contempló pensativo sin tocarlo durante un buen rato. Luego murmuró palabras que nunca antes había usado, que nunca había pensado que tendría que utilizar; las palabras que obligarían al detector activado a expulsar a cualquier ser vivo portador de magia que entrara en contacto con él. Los detectores centellearon con una potente luz blanca detrás de sus ojos, sin encontrar nada. Si había seres con poderes mágicos acechando en las proximidades, o bien se encontraban ocultos en el bosque envuelto en la oscuridad nocturna...

...o allí, en la torre, en el interior de los hechizos de protección.

Mardasper miró la puerta y tragó saliva, la garganta repentinamente seca. Si había un intruso en Moonshorn, él se acababa de encerrar dentro con tal intruso.

Por los dioses celestiales. Bien, tal vez había llegado el momento de ganarse su título de Guardián de la Torre. Existía gran cantidad de magia útil —y también malinterpretada, fragmentaria u olvidada— allí dentro; armas capaces de hacer añicos un reino si caían en manos sin escrúpulos.

—Mystra, ayúdame —musitó; abrió la puerta que conducía a la escalera principal, e inició el ascenso.

La neblina tintineaba sólo de vez en cuando, y en un tono apenas audible, mientras flotaba sobre la mesa repleta de pergaminos como una anguila rondando casi invisible por entre las rocas de un arrecife oceánico. De pronto se lanzaba sobre una gema o un objeto realizado con una complicada filigrana depositados como sujetapapeles por Tabarast y Beldrune, y entonces una fría luz turquesa centelleaba unos instantes. Cuando el poder absorbido era muy fuerte, la neblina se arremolinaba en triunfales estallidos de blancas motas parpadeantes de luz que danzaban jubilosas sobre la mesa unos segundos antes de oscurecerse y fundirse de nuevo en una sinuosa bruma que notaba al azar.

Saltó de una chuchería a otra, llameando mientras absorbía energía, y creciendo cada vez más. Se encontraba en mitad de un giro cuando la puerta de la habitación se abrió de improviso, y el Guardián de la Torre atisbo al interior. Allí dentro algo había centelleado, y una lengua de luz blanca había brotado por el ojo de la cerradura...

Mardasper se detuvo en el umbral y envió un hechizo rastreador a recorrer la estancia. La neblina se desvaneció y hundió tras la mesa, hasta convertirse en casi invisible; y, cuando el hechizo la atravesó, permitió que la desperdigara en lugar de resistirse y ser descubierta.

La magia escudriñó todos los rincones de la habitación y luego retrocedió. Tras ella, el viento volvió a recomponerse con un suave suspiro, sin tintinear una sola vez.

Mardasper miró con fiereza al interior, y la llama de su refulgente ojo buscó lo que el hechizo no podía ver. Debía haber alguien o algo allí; la magia desplazadora no funcionaba dentro de Moonshom.

Su ojo maldito la vio de inmediato: una brisa que no era ninguna brisa, sino una entidad viva, flotante e incorpórea. Con furiosa precipitación el guardián la atacó con un conjuro desintegrador de estrellas, magia diseñada para desgarrar y quemar entidades espectrales y gaseosas.

Las llamas esperadas se encendieron, y a éstas acompañó el también esperado grito de agonía; pero el Guardián de la Torre no estaba preparado para lo que siguió.

En lugar de sumirse en la nada con un suspiro, la ardiente y detonante neblina se unió de repente, para alzarse con aterradora rapidez bajo la forma de una cabeza y hombros humanos, una cabeza que no era más que ojos y una larga melena que descendía sobre el busto.

Mardasper retrocedió un paso; ¿quién era esta mujer espectral?

Unos dedos que eran más humo que carne se movieron en complicados gestos, arrastrando consigo las llamas del hechizo del guardián, y Mardasper intentó frenéticamente pensar en qué hechizo debía usar; ¡este fantasma, que no debería haber sido capaz de resistir su desintegrador de estrellas, conjuraba hechizos!

Al cabo de un instante, al espectral contorno de la hechicera le apareció una mandíbula y ésta empezó a reír; una estridente y sonora hilaridad que casi pasó desapercibida en medio del agudo siseo de la lluvia de ácido que caía sobre el guardián... y el alarido de muerte que siguió.

Los huesos humeantes y en proceso de disolución de Mardasper cayeron al suelo en medio de un torrente de ácido que levantó una nube de humo del suelo.

Una risa inhumana se elevó por encima de todo ello, melancólica y triunfal. Algunos habrían considerado aquella carcajada salvaje casi un alarido, pero había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que el remolino había reído en voz alta, y le faltaba un poco de práctica.

7
Bajo el control de mortíferos hechizos

La maldad no es ninguna extravagancia para aquellos que se sirven ante todo a sí mismos.

Thaelrythyn de Thay

El libro rojo de un mago thayviano,

publicado aproximadamente el Año de la Silla de Montar.

Era un día fresco de finales de primavera —el tercer reverdecer de Toril que había llegado y se había marchado desde que los dos magos se habían encontrado en la Roca Hendida— y el cielo llameaba rojo, rosa y dorado mientras el sol se preparaba para su puesta. Una torre se elevaba como una aguja añil en el cielo encendido, y del oeste algo pequeño y oscuro llegó volando para virar describiendo una amplia curva alrededor de la torre.

Unas cabezas se alzaron para contemplarlo: una alfombra voladora, con dos humanos sentados encima; sus oscuras figuras se recortaban contra el llameante cielo allí donde los rayos del agonizante sol no les habían proporcionado el color del cobre batido.

—Hermosa, ¿verdad? —ronroneó Dasumia, desviando la mirada de su inspección de la torre.

En sus ojos danzaba un destello verde que El había averiguado hacía ya tiempo que era presagio de peligro. La mujer se inclinó al frente sobre los codos y, apoyando la barbilla en las manos, contempló el edificio con un semblante casi satisfecho.

—Lo es, señora —respondió Elminster con precaución.

Una mirada burlona se alzó para clavarse en las órbitas del mago. «Por los dioses, realmente va a haber problemas; Mystra, defendednos.»

—Un hechicero llamado Holivanter habita aquí —dijo su ama indicando la torre—. Un tipo divertido; enseñó a los animales que convocó toda clase de canciones y cánticos cómicos. Tiene ranas parlantes, e incluso dotó a algunas de alas para que pudieran volar.

La alfombra se ladeó con suavidad alrededor de la torre en su segunda órbita alrededor de la aguja. La construcción se alzaba como una espira de un cuento de hadas en medio de unos jardines bien cuidados y rodeados por una tapia. Lámparas que despedían una luz rojiza brillaban en varias de sus ventanas, pero aparte de ello parecía tranquila, casi desierta.

—La casa de Holivanter... Bonita, ¿no crees?

—Desde luego, señora —asintió El y lo decía en serio.

—Mátalo —le espetó Dasumia.

El mago la miró atónito, pero ella asintió, y señaló la esbelta torre con una mano autoritaria.

—Señora, yo... —protestó El con el ceño fruncido.

Una llamas diminutas parecieron parpadear en los ojos de Dasumia cuando clavó la mirada en la de su acompañante. La mujer enarcó una estilizada ceja.

—¿Es amigo tuyo?

—No lo conozco —respondió El con toda sinceridad. No había modo de que pudiera enviarle una advertencia, una defensa o un hechizo curativo; el hombre estaba condenado. ¿Por qué traicionarse a sí mismo inútilmente?

Dasumia se encogió de hombros, extrajo una reluciente varita oscura de una funda sujeta a su cadera, y la extendió con lánguida delicadeza. Algo provocó que el aire se cuajara formando una línea que descendió veloz, veloz...

...Y la mitad superior de la torre de Holivanter estalló con un terrible fragor, lanzando una lluvia de cascotes al aire. Pequeñas explosiones púrpura, ámbar y azul verdoso la siguieron a medida que diferentes tipos de magia quemada guardados en el interior de la torre estallaban a su vez. El contempló la detonación mientras sus ecos rebotaban en las colinas cercanas, y los escombros caían sobre ellos. Unos dedos ennegrecidos pasaron rodando junto a la alfombra dejando una estela de llamas. Holivanter estaba muerto.

Dasumia giró sobre una cadera y se apoyó en un brazo, mientras con el otro jugueteaba con la varita.

—Dime —dijo al cielo, en una voz suave que hizo que Elminster se pusiera inmediatamente en tensión— por qué me acabas de desobedecer. ¿Te resulta difícil matar magos?

—Parece... innecesario —repuso él, eligiendo las palabras con sumo cuidado, en tanto que el temor rebullía en su interior—. ¿No nos dice Mystra que debe impulsarse el uso de la magia, en lugar de guardarla celosamente u obstaculizarla?

Ah, Mystra. Su mandato lo había conducido allí, para servir a este diablo seductor. Casi había olvidado qué se sentía al ser un Elegido de la diosa; pero, en sus sueños, El a menudo se arrodillaba y rezaba, o repetía sus decretos y consejos, por temor a que se le olvidaran si no lo hacía. En ocasiones temía que la dama Dasumia le estuviera robando los recuerdos con magia furtiva o encerrándolos tras un muro de brumas del olvido, para convertirlo por completo en su criatura. Cualquiera que fuera la causa, con el paso de los meses cada vez le costaba más recordar nada de su vida con anterioridad a la Roca Hendida...

—Ya veo. —Dasumia emitió una risita—. Los sacerdotes de la Señora de la Magia dicen tales cosas, sí, para impedir que eliminemos a los ladrones que roban pergaminos... o a los aprendices desobedientes. Sin embargo, yo no les presto demasiada atención. Cada mago que puede rivalizar conmigo reduce mi poder. ¿Por qué debería yo ayudar a tales adversarios potenciales a ascender hasta el punto de llegar a desafiarme? ¿Qué obtendría con eso?

Se inclinó al frente para golpear ligeramente la rodilla de Elminster con la vara. Éste intentó no mirar las diminutas luces verdes que empezaron a centellear alrededor de ella y a deambular, casi perezosamente, por toda su extensión.

—Te he visto arrodillado ante Mystra, por la noche —le dijo ella—. Le rezas y suplicas, sí, pero dime: ¿cuántas veces te habla ella?

—Nunca, últimamente —admitió El, la voz tan apagada y triste como la desesperación que sentía. A todo lo que podía aferrarse ahora era a sus pequeñas traiciones, y si ella las descubría algún día...

—Ahí lo tienes: estás solo, abandonado para que te las arregles como puedas. Si existe una Mystra que sienta algún interés por los magos mortales, se limita a observar mientras los fuertes progresan a costa de los más débiles. Nunca olvides eso, Elminster.

«Confío en que tus tareas no se hayan resentido de mi ausencia —observó a continuación, sentándose muy erguida, en tanto que su voz adoptaba un tono más enérgico; levantó la varita para apuntar al rostro de su aprendiz como si se tratara de una espada—. ¿Cuántos esqueletos completos están listos?

—Treinta y seis —respondió él.

Ella volvió a enarcar la ceja, a todas luces impresionada, y se inclinó al frente para mirarlo fijamente a los ojos, arrastrando la mirada de él al encuentro de la suya con el simple poder de su presencia. Elminster intentó no hacer una mueca ni apartarse. En ciertos aspectos, la dama Dasumia resultaba tan, tan... digamos, impresionante vista de cerca y con una presencia tan irresistiblemente poderosa como la mismísima y divina Mystra. ¿Cómo, le preguntó una vocecita desde el fondo de su mente, podía ser aquello?

—Has trabajado duro —musitó ella—. Creí que pasarías algún tiempo intentando tener acceso a mis libros, y otro más revolviendo mi torre antes de sacar las palas. Me complaces.

El inclinó la cabeza, en un intento de que su rostro no manifestara su satisfacción... y alivio. Así pues, ella no había descubierto sus labores de rescate.

Mediante sus propios hechizos, su tan obediente siervo había curado a un criado y trasladado luego a éste rápidamente a una tierra lejana, cargado de provisiones y lívido de terror. La mujer se había llevado a aquel hombre a su lecho pero se cansó de él al inicio del Año de las Doncellas Brumosas, y una mañana decidió transformarlo en un gusano gigante y lo dejó empalado en uno de los espetones oxidados de detrás de los establos, para que muriera en una lenta y terrible agonía. El había sustituido al criado por el cuerpo transformado de un hombre que había muerto de fiebres. Una interferencia imprudente, tal vez. Un desatino que acabaría siendo su perdición; eso también. Pero tenía que hacer tales cosas, de una forma u otra; realizar pequeñas bondades para compensar las maldades mayores y más audaces de ella.

No había sido su primera pequeña traición contra su crueldad... pero existía siempre la posibilidad de que fuera la última.

—Mi honradez siempre ha sobrepasado a mi ambición —dijo en tono serio.

—Un discurso precioso, de verdad —repuso ella, recuperado el tono burlón—. Casi creo que sigues los dictados de Mystra al pie de la letra.

Se estiró como una gran gata y usó la varita por encima del hombro para rascarse la espalda, con lo que quedó al alcance de Elminster.

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