La Tentación de Elminster (33 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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¿Iba a quedar reducido a un torso indefenso, incapaz de hacer otra cosa que contemplar cómo lo mataba poco a poco?

Unos cuantos segundos más tarde, mientras observaba las indiferentes estrellas con ojos anegados en lágrimas, comprendió que la respuesta iba a ser... sí.

Se preguntó cuánto tiempo lo haría padecer la niebla, y luego decidió que ya no le importaba. Casi su último pensamiento fue la pesarosa comprensión de que todos aquellos que mueren lo bastante despacio para darse cuenta de lo que sucede deben ir a parar a un lugar donde ya nada importa.

Él era... Él era Paeregur Amaethur Donlas, y había encontrado su deprimente fin sobre una roca en las tierras agrestes del maldito Gran Ducado de Langalos a principios del verano del año setecientos sesenta y siete (según el calendario del Valle), sin nadie que lo llorara ni conociera su fallecimiento, ni el de sus cantaradas allí a su lado.

Bueno, pues muchísimas gracias a todos los dioses vigilantes.

El último pensamiento de Paeregur fue que realmente debía recordar el nombre de aquella estrella... y también de aquella otra...

La cripta de la familia Foscaluna estaba recubierta de zarzas, enredaderas y árboles retorcidos y encorvados, deformados por hechizos de protección que mantenían sus poderes todavía siglos después. La casa Foscaluna, una feliz mezcla de sangre elfo y humana, había sido famosa por su magia cruel» pero ningún Foscaluna había deambulado por Faerun desde hacía unos ciento dieciséis inviernos... y Westgate se sentía bastante satisfecho por ello. Se habían terminado los poderosos hechizos que podían desafiar a un monarca o desconcertar a supuestos nobles, y ya no era necesario ser educado con mestizos elegantes, apuestos, cultos, demasiado graciosos... y excesivamente insistentes en lo referente a la imparcialidad y la honradez en el gobierno. Incluso había un letrero, mucho más reciente que las puertas atrancadas con hechizos: «Contemplad cómo acaban todos los que insisten en exceso».

Elminster sonrió con severidad al pequeño rótulo, lo primero que se deshizo convertido en polvo al contacto con el más potente de sus conjuros. Las protecciones situadas al otro lado tanto tiempo atrás vendrían a continuación. Estaba a punto de amanecer en Westgate, y deseaba encontrarse a salvo en el interior del mausoleo antes de que las gentes salieran a la calle.

Los guardas de la esquina seguían bostezando y dormitando contra el muro exterior de la cripta cuando Elminster se deslizó al interior. Durante el corto paseo por el sendero bordeado de estatuas que llevaba hasta la entrada al mausoleo, la magia de El había consumido una sorprendente cantidad de detonadores y trampas mágicas. Una actividad curiosa para alguien que estaba al servicio de Mystra; pero, bien mirado, Mystra tenía que ver con una considerable colección de «cosas curiosas». Lo que él iba a hacer allí era una de sus más importantes tareas como Elegido, una a la que dedicaba mucho tiempo últimamente, y una que parecía despertar un regocijo casi infantil en la Dama de los Misterios.

Elminster Aumar haría cualquier cosa por verla sonreír de aquel modo.

Las defensas de la puerta —una trampa que proyectaba un rayo y una urdimbre de trampas que propulsaban cuchillos— eran todas de esperar, estaban previstas y quedaron anuladas en segundos. Dado que la gente tenía que entrar de cuando en cuando en los sepulcros familiares por motivos legítimos —entierros, no robos— tales defensas debían ser de una categoría menor. Un instante después Elminster se encontraba en el interior de la oscura estancia, con la puerta cerrada a su espalda y sellada por un hechizo, y un resplandor creado por él que se iba encendiendo por todas partes a lo largo del bajo techo plagado de telarañas.

A su alrededor, los Foscaluna se deshacían en el interior de sarcófagos de piedra amontonados que debían de ascender a casi un centenar. Los más antiguos eran los de mayor tamaño, esculpidos con floridas escenas en los costados, así como con efigies de los difuntos en las tapas; los más recientes eran simples cajas de piedra, en algunas de las cuales faltaba incluso el nombre. Por fortuna ninguno de ellos era un no muerto; de todos modos ya empezaba a hacerse tarde y nunca había sido de su agrado acelerar la parte divertida.

Los inteligentes y acaudalados Foscaluna habían tenido incluso la consideración de colocar una losa funeraria en el centro de la cripta, una mesa alta sobre la que dejar el ataúd del difunto más reciente durante un último servicio de recuerdo, antes de ser colocado, a fuerza de brazos, sobre uno de los montones de cadáveres que ocupaban las paredes, para dejarlo allí en eterno descanso. O al menos hasta que un despabilado Elegido de Mystra hiciera su aparición.

Elminster tarareó una cancioncilla de la desaparecida Myth Drannor mientras depositaba su capa sobre la vacía losa; se trataba de una capa grande pero corriente de cuero forrado que no tenía un color muy definido en ninguna parte y además lucía una variedad de remiendos que se salía de lo corriente. El interior de la capa contenía varios bolsillos grandes y toscos, aunque parecían planos y vacíos cuando El los palmeó cariñosamente antes de alejarse para pasear por la estancia atisbando en los rincones oscuros, los féretros e incluso en la parte inferior de la losa funeraria.

Cuando regresó del paseo, deslizó los dedos al interior de un bolsillo superior y extrajo un frasco envuelto en un cordón y lleno de un líquido ambarino. Alzándolo, el mago murmuró:

—Mystra, por vos, como siempre. Una pálida sombra del fuego de vuestro contacto. —Tras un largo trago, El tapó el frasco, suspiró satisfecho, y volvió a guardarlo... en un bolsillo que seguía pareciendo vacío.

Rebuscó en el siguiente bolsillo vacío con ambas manos y sacó una varita guardada en un raído estuche de piel de wyvern. Había usado dos conjuros muy metódicos y había arrastrado el estuche durante un buen rato por los ásperos bloques de piedra de un viejo castillo para conseguir que tuviera aquel aspecto tan vetusto. Aun se sentía más orgulloso de la varita, que lucía el descolorido tono de décadas de uso, conseguido en unos minutos a base de grasa de ganso, arena y hollín. Veamos, Eaergladden Foscaluna había muerto en la miseria, implorando a sus parientes unas cuantas monedas de cobre para comprar un pollo asado... pero ¿quién excepto un tal Elminster seguía vivo para recordar aquello? Un mago tan experto como Eaergladden muy bien podría haber tenido una varita, y desde luego un libro de hechizos —El volvió a introducir la mano en el bolsillo vacío y sacó un libro voluminoso y desgastado con cantoneras de latón grandes y muy abolladas— que tal vez no habría vendido durante su último año de vida. Sin mencionar la acostumbrada daga, hechizada para que no se oxide ni pierda el brillo, y para que reluzca cuando se lo ordenen; aquellos hechizos estaban hechos para durar, digamos, tres siglos mediante un conjuro de larga permanencia de uno de los aprendices mythdrannores más mediocres.

El alzó con calma la tapa del ataúd de Eaergladden, murmuró: «Bien hallado, mago supremo de los Foscaluna», y depositó con cuidado la varita, la daga y el libro de hechizos en los lugares adecuados alrededor del esqueleto momificado que había sido Eaergladden. Luego cerró el ataúd y regresó junto a la capa en busca de unos escritos —realizados sobre pergamino cuidadosamente envejecido— y un librito muy estropeado de comentarios sobre magia, runas copiadas y hechizos a medio finalizar que deberían conducir incluso a un idiota a la creación de un hechizo que imbuiría de modo temporal a los que carecían de dotes mágicas con la capacidad de conjurar un encantamiento colocado en ellos por un mago.

Este trabajo ocupaba gran parte de su tiempo al servicio de Mystra, estos días; siguiendo sus instrucciones, Elminster viajaba por todo Faerun para visitar ruinas y las tumbas de magos difuntos, con la intención de depositar «antiguos» pergaminos, libros de hechizos, objetos encantados de poca importancia, e incluso alguno que otro bastón para que alguien lo encontrara más adelante; y tales restos eran en realidad objetos que él acababa de crear, y a los que había dado un aspecto envejecido. Casi siempre, parte de los tesoros que dejaba para otros incluían notas que podrían conducir a cualquiera con un don para la magia a experimentar y crear con éxito un «nuevo» hechizo.

A Mystra no le importaba demasiado quién encontraba aquellos objetos mágicos o cómo los usaban... siempre y cuando cada vez se usara más magia y más personas pudieran manejarla, en lugar de hacerlo sólo unos pocos archimagos que se las daban de grandes señores ante los pobres en hechizos o estériles para la magia, como había sucedido en la época de la desaparecida Netheril. A El le encantaba aquella clase de trabajo y siempre tenía que combatir una tendencia a permanecer demasiado tiempo en las ruinas y criptas, permitiendo, travieso, que tanto sus luces como efectos mágicos fueran vistos por otros, para de esa forma atraer a exploradores aventureros hacia los objetos que dejaba.

—Tan sutiles como una horda de orcos —había calificado Mystra en cierta ocasión tales tácticas, mientras fruncía coquetonamente los labios. El sabía que estaba en lo cierto.

Por lo tanto, en esta ocasión tomó con decisión su capa, llevó a cabo el poderoso conjuro que Azuth le había entregado y que eliminaba todo rastro o ecos mágicos de su visita, y se marchó bajo la apariencia de una sombra. La solícita sombra volvió a colocar algunos de los protectores y trampas tras de sí antes de volver a deslizarse al exterior y a la calle, a pocos centímetros de la espalda de un centinela cuya atención estaba puesta en una moneda de oro que parecía haber caído del cielo momentos antes. Sin que nadie la viera, la sombra adquirió solidez y se alejó calle abajo.

El encapuchado de nariz aguileña había desaparecido por una esquina exactamente en el mismo tiempo que se tarda en realizar una profunda inspiración de aire, cuando un caballo oscuro apareció al trote por entre el constante río de gentes que deambulaban a pie y se detuvo frente al guarda.

Éste levantó la mirada, enarcando una ceja a modo de pregunta y desafío a la vez, y se encontró con un joven elfo vestido con una túnica burdeos y una espléndida capa, que contemplaba con atención la moneda que el guarda sostenía en la encallecida mano.

—¿Sí? —inquirió el centinela, cerrando precipitadamente los dedos sobre ella—. ¿Qué es lo que quieres, extranjero?

—¿Es mythdrannor, verdad? —preguntó el elfo en voz baja—. ¿La encontraste por aquí?

—Más bien me la he ganado honradamente —refunfuñó el otro, ruborizándose.

El elfo asintió, y su mirada descansó durante un buen rato sobre la cripta cubierta de maleza ante la que el centinela montaba guardia. Los Foscaluna, esa casa bastarda de magos aficionados. Y todos aquellos que habían encontrado el camino de regreso a casa para morir allí compartían ahora un panteón, como los que gustan a los humanos. En buen estado, por lo que podía ver, con sus defensas todavía activas. Estaba demasiado bien cerrado para que un pájaro curioso o unas ardillas corretonas recogieran una moneda y la llevaran fuera de aquellos muros. Entrecerró los ojos, y su rostro se endureció como el pedernal, ante lo cual el guarda alzó cauteloso su arma y se encogió detrás de ella.

Ilbryn Starym dedicó al hombre una sonrisa sin alegría y espoleó su montura en dirección a Las Estrellas y la Espada.

Los hechiceros que llegaban a Westgate siempre se alojaban en esa posada, con la esperanza de estar presentes cuando Alshinree se dejara caer por allí y realizara su danza en trance. Alshinree empezaba a hacerse mayor y a perder su lozanía, y sus danzas ya no eran el acontecimiento que habían sido, con el local atestado de hombres que la miraban con avidez. También su danza tenía por lo general mucho de actuación y de alcoholizados farfulleos... pero algunas veces, algo más a menudo que una vez al mes, sucedía. Una Alshinree en estado de trance pronunciaba palabras de hechizos desconocidos desde la caída de Netheril, consejos que podrían provenir de la misma Dama de los Misterios, así como instrucciones detalladas sobre la localización, trampas e incluso contenidos de ciertas tumbas de archimagos, desmoronadas escuelas de hechicería, escondites mágicos y también —en algunas ocasiones— templos dedicados a Mystra largo tiempo olvidados y abandonados.

Cosas desagradables les sucedían a los magos que intentaban hablar con Alshinree fuera de la Espada o que probaban de coaccionarla o molestarla entre sus paredes, de modo que se conformaban con alquilar habitaciones en la posada con tanta asiduidad que a algunos casi se los podía considerar como residentes fijos. Aun cuando cierto mago humano —un tal Elminster, antiguo mago de la corte de Galadorna, antes de la caída de ese reino— no hubiera tomado habitación en la Espada, allí se reunían aquellas gentes de Westgate con más probabilidades de haberlo visto por la zona u oído algo sobre sus hazañas y actividades actuales.

Las miradas severas que le dedicaban todos los guardas y muchos de los comerciantes junto a los que pasaba penetraron de repente en su conciencia; Ilbryn parpadeó, miró en derredor, y descubrió que conducía su sobresaltada montura al galope por la calle. Tiró de las riendas y, a partir de ese instante, hizo que el caballo avanzara al paso. El brillante letrero de Las Estrellas y la Espada, animado mágicamente, apareció ante él, y el campeón del honor de los Starym encaminó su montura por entre la atareada muchedumbre, en pos de algunas respuestas, o incluso del hombre que perseguía.

Mientras sujetaba las riendas con una sola mano para hacer sonar con la otra el tirador que haría acudir a los encargados para ocuparse de su corcel, Ilbryn descubrió que algo que llevaba en una bolsa colgada al cinto había ido a parar a su mano, y estaba ahora apretado entre sus dedos: un pedazo de tela roja que había formado parte del manto oficial del mago de la corte de Galadorna. El manto de Elminster.

El elfo lo contempló, y su apuesto rostro se convirtió de repente en una pétrea máscara. Sus ojos centelleaban tan amenazadores que los dos mozos retrocedieron asustados y hubo que convencerlos para que se acercaran.

Cuando saltó de la silla y extendió la mano hacia la manija de la puerta de madera de la Espada, finamente tallada, Ilbryn Starym sonreía con suavidad.

Y, tal como lo expresó uno de los mesoneros:

—¡Era peor su sonrisa que su mirada furiosa!

Sin dejar de sonreír, Ilbryn colocó una mano a su espalda —la que parpadeaba con el recién adquirido resplandor de un mortífero conjuro, listo para ser lanzado— y con la otra abrió la puerta y entró.

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