—Por supuesto que sí. Espero que los encuentres. Pero si no los encontrases, puedes quedarte con nosotros para siempre. Podrás estudiar y escoger el oficio que más te guste. ¿Qué te gustaría ser cuando seas mayor?
—Me gustaría casarme con Sarah.
Tío Andreas se echa a reír:
—No puedes casarte con Sarah. Sois hermanos. No os podéis casar. Está prohibido por la ley.
Digo:
—Entonces, me conformo viviendo con ella. Nadie puede prohibirme que siga viviendo con ella.
—Encontrarás muchas otras chicas con las que querrás casarte.
Respondo:
—No creo.
Al cabo de poco tiempo se hace peligroso pasear por la calle, por la noche está prohibido salir. ¿Qué se puede hacer cuando hay alarma y bombardeo? Durante el día doy clase a Sarah. Le enseño a leer y a escribir, le hago hacer ejercicios de cálculo. En la casa hay muchos libros, incluso encuentro en el desván los libros de Antonia de cuando era pequeña y los libros de la escuela.
Tío Andreas me enseña a jugar al ajedrez. Cuando las mujeres se acuestan comenzamos una partida y seguimos hasta muy avanzada la noche.
Al principio tío Andreas gana siempre. Cuando empieza a perder, pierde también las ganas de jugar.
Me dice:
—Eres demasiado bueno para mí, hijo mío. No tengo ganas de jugar. No tengo ganas de nada, he perdido el gusto de todo. Ni siquiera las cosas que sueño son interesantes, no sueño más que tonterías.
Trato de enseñar a Sarah a jugar al ajedrez, pero no le gusta. Se cansa, se pone nerviosa, prefiere juegos más sencillos, pero lo que más le gusta es que le lea cuentos, los que sea, aunque se los haya leído veinte veces.
Cuando la guerra se aleja y pasa al otro país, Antonia dice:
—Volvamos a la capital, a nuestra casa.
Su madre dice:
—Os vais a morir de hambre. Deja que Sarah se quede aquí algún tiempo. Por lo menos hasta que encuentres trabajo y una casa decente.
Tío Andreas dice:
—Deja también al niño. Aquí hay buenas escuelas. Cuando encontremos a su hermano, que se quede también con nosotros.
Digo:
—Yo tengo que volver a la capital para saber qué ha sido de mi madre.
Sarah dice:
—Si Klaus vuelve a la capital, yo voy con él.
Antonia dice:
—Me voy yo sola. Cuando haya encontrado un apartamento volveré a buscaros.
Da un beso a Sarah, después me besa a mí. Me dice al oído:
—Sé que la cuidarás. Confío en ti.
Antonia se va, nosotros nos quedamos en casa de tía Mathilda y de tío Andreas. Vamos limpios y estamos bien alimentados, pero no podemos salir de la casa por culpa de los militares extranjeros y del desorden reinante. Tía Mathilda tiene miedo de que pueda ocurrirnos algo.
Actualmente tenemos una habitación para cada uno. Sarah duerme en la habitación que había sido de su madre; yo duermo en la de los amigos.
Por la noche acerco una silla a la ventana, contemplo la plaza. Está casi vacía. Sólo circulan por ella algunos borrachos y unos cuantos militares. A veces un niño, creo que más pequeño que yo, atraviesa la plaza cojeando. Toca una musiquilla con una armónica, entra en una taberna, sale, entra en otra. Alrededor de medianoche, cuando cierran todas las tabernas, el niño se aleja hacia la parte de poniente sin dejar de tocar la armónica.
Una noche indico el niño de la armónica a tío Andreas:
—¿Por qué a él le dejan salir por la noche hasta tarde?
Tío Andreas dice:
—Hace un año que observo a ese niño. Vive en casa de su abuela, en las afueras de la ciudad. Es una mujer extremadamente pobre. Seguramente ese niño es huérfano. Suele tocar en las tabernas para ganar un poco de dinero. La gente se ha acostumbrado a verlo. Nadie le hará ningún daño. Está bajo la protección de la ciudad y bajo la protección de Dios.
Digo:
—Debe de ser feliz.
Mi tío dice:
—Seguramente.
Tres meses más tarde viene Antonia a buscarnos. Tía Mathilda y tío Andreas no quieren dejarnos marchar.
Tía Mathilda dice:
—Deja que se quede la pequeña. Aquí está contenta, no le falta nada.
Tío Andreas dice:
—Por lo menos deja quedar al niño. Ahora que las cosas se están arreglando, se podrían iniciar las pesquisas para localizar a su hermano.
Antonia dice:
—Papá, puedes hacer las pesquisas sin necesidad de que esté aquí. Voy a llevármelos a los dos, tienen que estar conmigo.
Ahora, en la capital, disponemos de un gran apartamento de cuatro habitaciones. Además de los dormitorios hay un salón y un cuarto de baño.
La noche de nuestra llegada leo un cuento a Sarah, acaricio sus cabellos hasta que se duerme. Oigo a Antonia y a su amigo hablando en el salón.
Me pongo las zapatillas de gimnasia, bajo la escalera, corro a través de las calles que conozco. Ahora las calles, los callejones, los pasajes están iluminados, la guerra ha terminado, ya no hay que tener las luces apagadas, ya no hay toque de queda.
Me paro delante de mi casa, la luz de la cocina está encendida. Al primer momento pienso que tal vez en la casa haya gente extraña. También se enciende la luz del salón. Estamos en verano, las ventanas están abiertas. Me acerco. Alguien habla, es una voz de hombre. Miro prudentemente por la ventana. Mi madre, sentada en una butaca, escucha la radio.
Por espacio de una semana, varias veces al día, voy a observar a mi madre. Se dedica a sus cosas, va de una habitación a otra, generalmente se queda en la cocina. También se ocupa del jardín, planta y riega las flores. Por la noche se queda leyendo mucho rato en el dormitorio de mis padres, cuya ventana da al patio. Cada dos días viene una enfermera, llega en bicicleta, se queda con mi madre unos diez minutos, charla con ella, le toma la tensión, a veces le pone una inyección.
Una vez al día, por la mañana, llega una muchacha cargada con una cesta y se marcha con la cesta vacía. En cambio yo sigo haciendo la compra para Antonia, que ella podría hacer muy bien y que incluso cuenta con su amigo para que la ayude.
Mi madre está más delgada. Ya no tiene el aspecto de una vieja desaliñada como cuando la vi en el hospital. Su rostro ha recobrado la dulzura de otros tiempos, sus cabellos han recuperado el brillo y el color. Los lleva recogidos en un moño grande de una tonalidad rojiza.
Una mañana Sarah me pregunta:
—¿A dónde vas, Klaus? ¿Cómo es que desapareces siempre? Incluso de noche. Esta noche he ido a tu habitación porque he tenido una pesadilla. No estabas y he tenido mucho miedo.
—¿Por qué no vas a la habitación de Antonia cuando tienes miedo?
—No quiero. Está su amigo. Ahora se queda en casa casi todas las noches. ¿Dónde vas, Klaus?
—Me paseo. Simplemente paseo por las calles.
Sarah dice:
—Vas a pasearte por delante de la casa vacía, vas a llorar delante de tu casa vacía, ¿verdad? ¿Por qué no me llevas contigo?
Le digo:
—La casa ya no está vacía, Sarah. Ha vuelto mi madre. Vuelve a vivir en nuestra casa y yo también tengo que volver a vivir en ella.
Sarah se echa a llorar.
—¿Te irás a vivir con tu madre? ¿Ya no vivirás con nosotros? ¿Qué haré sin ti, Klaus?
Le doy un beso en los párpados:
—¿Y yo? ¿Qué haré sin ti, Sarah?
Estamos llorando los dos, nos abrazamos, tendidos en el diván del salón. Nos apretamos uno contra otro cada vez más fuerte, las piernas, los brazos entrelazados. Las lágrimas nos resbalan por la cara, nos mojan los cabellos, el cuello, las orejas. El cuerpo se agita con sollozos, temblores, frío.
Siento el pantalón mojado entre las piernas.
—¿Qué estáis haciendo? ¿Qué pasa?
Antonia nos separa, nos aparta, se sienta entre nosotros, me sacude cogiéndome por los hombros.
—¿Qué has hecho?
Grito:
—No he hecho nada malo a Sarah.
Antonia coge a Sarah en brazos:
—¡Santo Dios, era de esperar!
Sarah dice:
—Me parece que me he meado en las bragas.
Se echa a los brazos de su madre:
—¡Mamá, mamá! Klaus se va a vivir con su madre.
Antonia tartamudea:
—¿Qué? ¿Qué?
Yo digo:
—Sí, Antonia, tengo el deber de vivir con ella.
Antonia grita:
—¡No!
Pero, después, dice:
—Sí, tienes que volver con tu madre.
A la mañana siguiente Antonia y Sarah me acompañan. Nos paramos en la esquina de la calle, mi calle. Antonia me abraza, me da una llave.
—Aquí tienes la llave del apartamento. Puedes venir a casa cuando quieras. Te guardaré la habitación.
Digo:
—Gracias, Antonia. Os iré a ver siempre que pueda.
Sarah no dice nada. Está pálida, tiene los ojos enrojecidos. Contempla el cielo. El cielo azul y sin nubes de una mañana de verano. Yo miro a Sarah, una niña de siete años, mi primer amor. No habrá otro.
Me detengo delante de la casa, al otro lado de la calle. Dejo la maleta en el suelo, me siento en ella. Veo llegar a la chica de la cesta, después se va. Sigo sentado, no tengo fuerzas para levantarme. A mediodía comienzo a tener hambre, siento mareo, me duele el estómago.
Por la tarde llega la enfermera en su bicicleta. Atravieso la calle corriendo con la maleta, cojo a la enfermera por el brazo antes de que entre en el jardín:
—Señora, se lo ruego, señora. La estaba esperando.
Me pregunta:
—¿Qué te pasa? ¿No te encuentras bien?
Digo:
—No, tengo miedo. Me da miedo entrar en esa casa.
—¿Por qué quieres entrar en esa casa?
—Es mi casa, mi madre. Tengo miedo de mi madre, hace siete años que no la veo.
Tartamudeo y estoy temblando. La enfermera dice:
—Cálmate. Debes de ser Klaus. ¿O eres Lucas?
—Yo soy Klaus. Lucas no está. No sé dónde está. Nadie lo sabe. Por eso tengo miedo de ver a mi madre. Solo. Sin Lucas.
Dice:
—Sí, ya comprendo. Has hecho bien esperándome. Tu madre se figura que mató a Lucas. Vamos a entrar juntos. Sígueme.
La enfermera toca el timbre, mi madre grita desde la cocina:
—Entre. Está abierto.
Atravesamos la galería, nos paramos en el salón. La enfermera dice:
—Tengo una gran sorpresa para usted.
Mi madre aparece en la puerta de la cocina. Se seca las manos en el delantal, me mira con ojos desencajados, dice en voz baja:
—¿Lucas?
La enfermera dice:
—No, es Klaus. Pero seguro que Lucas también vendrá.
Mi madre dice:
—No, Lucas no vendrá. Lo maté. Maté a mi niño, no volverá nunca más.
Mi madre se sienta en una de las butacas del salón, tiembla. La enfermera le sube la manga de la bata, le pone una inyección. Mi madre se deja hacer. La enfermera dice:
—Lucas no ha muerto. Fue trasladado a un centro de readaptación. Ya se lo dije.
Digo:
—Sí, un centro de la ciudad de S. Fui a buscarle. El centro había sido destruido por los bombardeos, pero Lucas no estaba en la lista de los muertos.
Mi madre pregunta en voz baja:
—¿No mientes, Klaus?
—No, mamá, no miento.
La enfermera dice:
—Lo que es seguro es que usted no lo mató.
Mi madre ahora está tranquila. Dice:
—Tenemos que ir a ese sitio. ¿Con quién fuiste tú, Klaus?
—Con una señora del orfanato. Me llevó ella. Tenía familia cerca de la ciudad de S.
Mi madre dice:
—¿Orfanato? Me habían dicho que te habían metido en casa de una familia. Una familia que se ocupaba mucho de ti. Tienes que darme su dirección, quiero darles las gracias.
Vuelvo a tartamudear.
—No sé su dirección. Me quedé poco tiempo. Porque fueron deportados. Después me ingresaron en un orfanato. No me faltaba nada, todo el mundo se mostró muy amable conmigo.
La enfermera dice:
—Me voy. Tengo muchísimo trabajo. ¿Quieres acompañarme, Klaus?
La acompaño a la puerta de la casa. Me pregunta:
—¿Dónde has pasado estos siete años, Klaus?
Le digo:
—Ya ha oído lo que le he dicho a mi madre.
Dice:
—Sí, lo he oído. Sólo que no es verdad. No sabes mentir, pequeño. Nosotros hicimos averiguaciones en los orfanatos y no te encontramos en ninguno. ¿Cómo encontraste la casa? ¿Cómo sabías que había vuelto tu madre?
Me quedo callado. Dice ella:
—Guárdate tu secreto. Seguro que tienes tus razones. Pero no olvides que hace años que cuido a tu madre. Cuanto más cosas sepa de ella, más podré ayudarla. Te presentas de pronto con la maleta, tengo todo el derecho a preguntarte de dónde sales.
Digo:
—No, usted no tiene ningún derecho. Estoy aquí, no hay más. Dígame cómo debo actuar con mi madre.
Dice ella:
—Actúa como te parezca. Si es posible, ten paciencia. Si sufre alguna crisis, me llamas por teléfono.
—¿Cómo es una crisis?
—No tengas miedo. No será peor de lo que hoy ha ocurrido. Grita, tiembla, nada más. Ten, aquí tienes mi número de teléfono. Si hay algún problema, me llamas.
Mi madre duerme en una de las butacas del salón. Cojo la maleta y voy a la habitación de los niños, al extremo del pasillo. Sigue habiendo las dos camas, camas para personas mayores que nuestros padres habían comprado antes de que ocurriera «aquello». Todavía no he encontrado la palabra para describir lo que nos ocurrió. Podría hablar de drama, de tragedia, de catástrofe, pero para mí no es más que «aquello», algo para lo cual no hay palabra alguna.
La habitación de los niños está limpia, también las camas. Es evidente que nuestra madre nos esperaba. Pero al que espera sobre todo es a mi hermano Lucas.
Comemos en la cocina en silencio cuando, bruscamente, mi madre dice:
—No estoy nada arrepentida de haber matado a tu padre. Si conociese a la mujer culpable de que quisiera dejarnos también la mataría, a ella también la mataría. Si herí a Lucas fue por culpa de ella, todo fue por culpa de ella, no por la mía.
Digo:
—Mamá, no te atormentes. Lucas no murió a consecuencia de la herida, volverá.
Mi madre me pregunta:
—¿Cómo va a encontrar la casa?
Digo:
—Igual que yo. Si yo la he encontrado, también él puede encontrarla.
Mi madre dice:
—Tienes razón. Por nada del mundo nos iremos de aquí. Él nos buscará aquí.