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Authors: Bernard Cornwell

Tags: #Aventuras, #Histórico

La tierra en llamas (20 page)

BOOK: La tierra en llamas
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Le indiqué que guardase las varas, y salí a la terraza, en mitad de la noche, bajo un cielo negro y cubierto de nubes que, enojadas, descargaban una fina llovizna. Escuché el bramido del agua al chocar contra los pilares del antiguo puente y pensé en Stiorra, mi hija.

—¿Gris? —me preguntó Finan, que estaba a mi lado.

—Quiere decir el norte —respondí—, y Bebbanburg está en el norte, y un viento del sur arrastrará sus cenizas hasta las playas de Lindisfarena.

—El norte —musitó Finan.

—Decid a los hombres que dejo la decisión en sus manos. Pueden quedarse aquí, al servicio de Alfredo, o venirse conmigo. Lo mismo os digo a vos.

—De sobra sabéis cuál será.

—Que el
Lobo plateado
esté listo al amanecer.

Cuarenta y tres hombres se vinieron conmigo. El resto se quedó en Lundene. Cuarenta y tres guerreros, veintiséis esposas, cinco furcias, un montón de chiquillos y dieciséis podencos. Hubiera querido llevarme mis caballos, sobre todo a
Smoka,
pero el barco carecía de esas estructuras de madera que sirven para que los caballos no sufran percances durante la travesía. Le acaricié el hocico con tristeza por tener que dejarlo. Skade se embarcó con nosotros: quedarse en Lundene le habría supuesto una muerte segura. Había colocado la cota de malla, mis armas, yelmos y escudos, además de un arcón con mis riquezas, bajo el altillo del timón; vi cómo ella colocaba un pequeño hatillo con sus ropas en el mismo lugar.

No disponíamos de una tripulación al completo, pero sí de los hombres suficientes, que ocuparon las bancadas de los remeros. Apuntaba el alba cuando di la orden de que colocasen la cabeza de lobo en la proa. El mascarón, con sus amenazantes fauces, se guardaba bajo el altillo de la proa, y sólo se sacaba cuando estábamos lejos de nuestras aguas. Desafiar a los espíritus que protegen nuestro terruño con tallas de dragones amenazadores, lobos que aúllan o cuervos es como tentar la mala suerte. Carente de patria, me di el gustazo de que el lobo plantase cara a los espíritus que protegían Lundene. Alfredo había enviado hombres para custodiar mi casa. Aunque aquellos guerreros pertrechados para el combate vieron cómo trajinábamos en el embarcadero cercano a la terraza, ninguno movió un dedo cuando soltamos amarras y remamos hasta que el
Lobo plateado
salió a la impetuosa corriente del Temes. Me volví y contemplé la ciudad bajo la capa de humo que se cernía sobre ella.

—¡Arriba! —gritó Finan, y veinte remos se alzaron por encima de las sucias aguas del río—. ¡Abajo! —dijo después, y el barco se puso en marcha hacia el amanecer.

Nadie me mandaba. Era un proscrito. Era libre. Volvía a ser un vikingo.

* * *

Hacerse a la mar es siempre estimulante. Todavía bajo la impresión de la desaparición de Gisela, aunque sólo en parte, aquella singladura me devolvía la esperanza. Es gratificante contemplar las olas grises desde el barco, ver cómo la cabeza de lobo arremete contra los rompientes y los surca dejando atrás un estallido de espuma, sentir el soplo del fuerte y frío viento, ver que la vela se tensa como la tripa de una mujer preñada, escuchar el murmullo del mar cuando arremete contra el casco, sentir cómo se estremece la barra del timón en la mano, como si de los propios latidos de la nave se tratase.

Cinco años hacía que no llevaba un barco más allá de las anchurosas aguas del estuario del Temes. Una vez que dejamos atrás los traicioneros bajíos de la punta de Fughelness y viramos hacia el norte, desplegué la vela, ordené que retirasen los remos y dejé que el
Lobo plateado
surcase el mar a sus anchas. Pusimos rumbo norte, hacia el ancho océano, hacia ese mar bronco y airado donde tantos barcos zozobran. A nuestra izquierda, la suave y monótona costa de Anglia Oriental; un mar gris, que se confundía con un horizonte no menos plomizo, a nuestra derecha; por delante de nosotros, lo desconocido.

Cerdic venía conmigo, igual que Sihtric, Rypere y la mayoría de mis mejores hombres. Me sorprendió que Osferth, el bastardo de Alfredo, se uniese a nosotros. En silencio, había subido a bordo casi de los últimos. Al ver cómo, sorprendido, levantaba una ceja, me dedicó una especie de sonrisa y se dirigió a su puesto en las bancadas de los remeros. Mientras trincábamos los remos a los pernos que servían para cazar la vela al largo mástil, le había preguntado si estaba seguro de la decisión que había tomado.

—¿Qué razón habría para no unirme a vos? —replicó.

—Que sois hijo de Alfredo; y sajón, por más señas —contesté.

—Como la mitad, o quizá más, de los hombres que os acompañan —repuso, echando un vistazo a la tripulación.

—Poca gracia le hará a vuestro padre que os hayáis puesto de mi lado.

—¿Acaso le debo algo? —replicó con acritud—. ¿No pretendía que fuera monje o cura y así olvidarse hasta de que existo? Si me hubiera quedado en Wessex, ¿qué trato me habría dispensado? ¿De favor? —continuó con una risotada amarga.

—Es posible que nunca más volváis a Wessex —le dije.

—Si así fuera, daría gracias a Dios —respondió, al tiempo que esbozaba una sonrisa—. Ya no huele mal, mi señor —añadió.

—¿Cómo?

—El hedor de Lundene; ya no se nota —apuntó.

Y así era. Estábamos en mar abierto. Atrás quedaban las calles llenas de inmundicia. Navegamos a vela durante todo el día. Aparte de unos cuantos botes de pescadores que, al ver nuestra erguida cabeza de lobo, se apartaron de nuestra ruta, mientras sus ocupantes remaban como locos para huir de la amenaza del
Lobo plateado,
no nos cruzamos con ningún barco. Al caer la tarde, nos acercamos a la costa, arriamos la vela y, a golpe de remo, nos adentramos en un brazo de mar poco profundo para pasar la noche. El año ya estaba avanzado para una travesía como la que habíamos emprendido, y no tardó en envolvernos el relente nocturno. Como no llevábamos caballos, no podíamos explorar aquellos parajes en busca de un lugar adecuado para desembarcar. Nada temía porque, a excepción de una cabaña con techumbre de caña al norte y a lo lejos, no veía ningún lugar habitado, y quienesquiera que viviesen en aquella choza tendrían más miedo de nosotros que nosotros de ellos. Pisábamos un lodazal de juncos, largas hierbas y entrantes bajo un cielo barrido por el viento. Hablo de acampada cuando en realidad lo único que hicimos fue extender nuestras capas sobre una espesa franja de malas hierbas y madera de deriva. Dejé vigías en el barco y aposté centinelas en los extremos del islote. La noche estaba nubosa; encendimos hogueras y pasamos el rato cantando.

—Necesitamos más hombres —me comentó Finan, sentado a mi lado.

—Lo sé —repuse.

—¿Dónde los encontraremos?

—En el norte —le dije.

Me disponía a ir a Northumbria, lejos de Wessex y sus curas, un lugar donde un buen amigo mío tenía una fortaleza en un recodo de un río, y mi tío usurpaba una plaza fuerte a la orilla del mar. Volvía a mi tierra.

—Si nos atacasen… —comenzó a decir Finan, sin concluir la frase.

—Eso no pasará —contesté con aplomo.

Cualquier barco, por el mero hecho de salir al mar, se convertía en posible señuelo de piratas. Pero el
Lobo plateado
era un barco de guerra, no un mercante. Más largo que cualquiera de las naves de carga, ancho de casco y de poco calado, poseía la agilidad propia de un buque de guerra. Visto desde lejos, eran tantas las mujeres que iban a bordo, que cualquiera habría pensado que íbamos armados hasta los dientes. Un par de barcos podrían atreverse con nosotros, pero hasta eso me parecía improbable, dada la cantidad de presas fáciles que surcaban el mar.

—Pero sí, no os falta razón, necesitamos hombres y plata —admití.

—¿Plata? ¿Qué otra cosa guardáis en el interior de ese enorme cofre? —me preguntó con una sonrisa, moviendo la cabeza hacia el barco varado.

—Plata; pero necesitamos más, mucha más —respondí, para añadir al ver la cara de sorpresa que ponía—: Soy el señor de Bebbanburg —le expliqué— y, para tomar esa fortaleza, necesito hombres, Finan. Tres mesnadas por lo menos, y aun así me quedaré corto.

Asintió.

—¿De dónde vamos a sacar la plata?

—La robaremos, claro está.

Se quedó mirando el refulgente corazón de la fogata, donde la madera de deriva ardía con fuerza. Hay quien asegura que es posible predecir el futuro gracias a las cambiantes formas que se observan en las ascuas llameantes; quizás estuviese tratando de adivinar lo que el destino nos tenía reservado. De repente, frunció el ceño.

—La gente ha aprendido a guardar la plata —dijo en voz baja—. Hay demasiados lobos, y las ovejas se han vuelto precavidas.

—Cierto —repuse.

Durante mi infancia, cuando los hombres del norte aparecieron de nuevo en las costas de Britania, saquear era como un juego de niños. Los vikingos desembarcaban, mataban y robaban. Pero, en aquel momento, todo objeto de valor se guardaba tras una empalizada custodiada por lanzas, aunque todavía quedaban monasterios e iglesias que fiaban su defensa a su dios crucificado.

—Y no podéis robar iglesias —añadió Finan, que debía de estar pensando lo mismo que yo.

—¿Cómo que no?

—La mayoría de los hombres son cristianos y os seguirán a donde haga falta, pero no cruzarán el umbral del infierno —dijo.

—En ese caso, robaremos a los paganos —repliqué.

—Los paganos, señor, son quienes se dedican al saqueo.

—En ese caso, disponen de la plata que me hace falta.

—¿Y qué hay de ella? —me preguntó Finan en un susurro, mirando a Skade, acurrucada cerca de donde yo estaba, por detrás del círculo de personas que se arremolinaba junto a la fogata.

—¿Qué pasa con ella?

—Las mujeres no la pueden ni ver, mi señor. Le tienen miedo.

—¿Por qué?

—De sobra lo sabéis.

—¿Por bruja? —me volví para mirarla—. Skade, ¿sois capaz de predecir el futuro? —le pregunté.

Me miró en silencio durante un rato. Un ave nocturna graznó en las marismas y quizás aquel grito estridente la devolvió a la realidad, porque enseguida agitó la cabeza en sentido afirmativo.

—A veces llego a vislumbrarlo, mi señor —respondió.

—En ese caso, decidnos qué veis —le ordené—. Poneos en pie y decidnos qué columbráis.

Vaciló un momento y se puso en pie. Con los cabellos negros sueltos, como si fuera soltera, y un rostro tan pálido que resplandecía, envuelta en una capa de paño negro, más parecía una alargada y espectral figura surgida de la noche. Los graznidos se fueron apagando hasta desaparecer. Observé que algunos de los míos se santiguaban.

—Decidnos lo que veis —insistí.

Alzó su lívido rostro hacia las nubes, y así se quedó durante un buen rato, sin despegar los labios. Todos guardamos silencio. De repente, se estremeció y, sin querer, no pude por menos que acordarme de Godwin, el hombre al que había matado. Siempre temidos por quienes los rodean, hay hombres y mujeres que son capaces de escuchar los cuchicheos de los dioses. Estaba convencido de que Skade podía ver y oír cosas que a nosotros nos estaban vedadas. Al cabo de un rato, cuando ya parecía que no iba a decirnos nada, rompió a reír.

—Decidnos —le insté, molesto.

—Os pondréis al frente de ejércitos, mi señor, tan numerosos que ensombrecerán la faz de la tierra —dijo—; a vuestro paso y con la sangre de vuestros enemigos, las cosechas se multiplicarán.

—¿Y qué será de esta gente? —le pregunté, señalando a los hombres y mujeres que la escuchaban.

—Vos, su señor, les proporcionaréis riquezas; gracias a vos se harán ricos.

Hubo murmullos alrededor de la hoguera. Les gustaba lo que oían. Los hombres siguen a un señor sólo si éste les colma de regalos.

—¿Y cómo podemos estar seguros de que no mentís? —le pregunté.

—Si miento, mi señor, que caiga ahora mismo fulminada —repuso, abriendo los brazos, dispuesta a aceptar el golpe del martillo de Thor. Aparte del lamento del viento entre las cañas, el crepitar de la madera de deriva y la cadencia susurrante del agua al compás de la marea, no se oyeron otros ruidos.

—¿Y en cuanto a vos? ¿Qué será de vos? —me interesé.

—Seré más grande que vos, mi señor —contestó, entre los abucheos de algunos de los presentes; pero su respuesta no me molestó.


¿A qué os referís, Skade? —le pregunté.

—Correré la suerte que las hilanderas decidan, mi señor —respondió.

Le hice un gesto para que se sentase. Me remonté a muchos años atrás, cuando otra mujer, también al tanto de los cuchicheos de los dioses, me había dicho que me pondría al frente de ejércitos. En aquel momento, sin embargo, era el más despreciable de los hombres, un hombre que había quebrantado el juramento que había pronunciado, un hombre que huía de su señor.

Estamos unidos por juramentos de lealtad. Cuando un hombre me jura fidelidad, sé que es más que un hermano para mí, mi vida es suya igual que la suya me pertenece, y eso era lo que había jurado a Alfredo. En eso pensaba, mientras los míos volvían a canturrear y Skade seguía acurrucada a mis espaldas. Como hombre que había jurado lealtad a Alfredo, estaba obligado con él. En vez de eso, había faltado a mi juramento, lo que me privaba de todo honor y me convertía en un hombre despreciable.

No fijamos el curso de nuestras vidas. Las tres hilanderas tejen los hilos.
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decimos, y así es: el destino es inexorable. Mas si estamos obligados a aceptar nuestro destino y las hilanderas saben cuál ha de ser, ¿a cuenta de qué tantos juramentos? Se trata de un asunto que me ha traído de cabeza durante toda la vida. Lo más parecido a una respuesta que he encontrado es que quienes tales promesas hacemos somos hombres y nuestro destino está en manos de los dioses. Los juramentos no son sino vanas tentativas del hombre por domeñar su destino. Atisbar la senda de nuestros afanes queda fuera de nuestro alcance. Pronunciar un juramento es como gobernar un barco: si el viento y las corrientes del destino son demasiado fuertes, hasta la barra del timón ha de ceder. Así, hacemos juramentos, pero nada podemos contra el destino. Al huir de Lundene había renunciado a mi honor, pero el destino ya se había encargado de arrebatármelo antes. Así me consolaba aquella noche oscura en la fría costa de Anglia Oriental.

Y también por otro motivo. Me desperté en mitad de la noche, y me acerqué al barco. Con la subida de la marea, la popa se mecía con suavidad.

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