La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (12 page)

Read La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
13.3Mb size Format: txt, pdf, ePub

Como una joven madre, esposada, con sus dos hijos llorando y aferrados a su falda mientras eran conducidos en grupo hacia una furgoneta. Como una anciana y un hombre mus joven, sacados a la calle a empujones todavía con el pijama puesto, arrastrados entre toses y estornudos de las camas en las que descansaban, visiblemente afectados por la misma enfermedad de la que se los hacía responsables, demasiado débiles como para forcejear.

Pero había algunos que estaban listos para defenderse. Un pequeño grupo compuesto en su mayoría por jóvenes se rebeló contra la descarnada redada que tenía lugar ante sus ojos mientras condenaban a la muchedumbre y a la policía. Travis apenas podía entender lo que decían, pues sus palabras eran silenciadas por el hostil clamor de aquellos que no querían escuchar, pero oyó «inocentes», «irracional» y «avergonzados». También le pareció oír algo sobre tolerancia, lo cual no dejaba de ser irónico. La principal disidente, una chica de unos veinte años con un piercing en el labio y otro en la nariz, recibió el impacto de un objeto arrojado por la muchedumbre justo encima del ojo. Enseguida empezó a sangrar. La masa se abalanzó sobre los manifestantes como un animal enloquecido al ver sangre. Los alaridos se convirtieron en gritos. Los puños que antes se zarandeaban en el aire pasaron a golpear carne. La policía intervino, sumándose a aquel violento caos. La confusión llenó las calles de sangre.

En Trafalgar Road había estallado un conflicto de grandes proporciones.

—Travis. —El adolescente dio un respingo cuando el señor Lane le cogió del hombro. Estaba lívido—. Creo que es mejor que subas al coche, ¿no te parece?

—Pero están arrestando a musulmanes solo por el hecho de serlo. No llene sentido. No hay motivo.

—La policía tendrá sus razones, Travis —dijo el señor Lane, con la frente perlada de sudor—. Por algo es la policía. Venga, al coche —dijo mientras tiraba del brazo del joven.

—Pero algo tendremos que hacer.

—No es asunto nuestro. No nos metamos. Venga, al coche —dijo, arrastrando a Travis consigo.

—¿Cómo que no es…?

—Venga —insistió el señor Lane, haciéndole caso omiso—, al coche.

Y Travis subió al coche. La verdad es que no le quedaba otra opción.

Las chicas estaban pálidas aunque, en el caso de Mel, era difícil discernir. Jessica parecía a punto de llorar. Había violencia en las calles.

No en el gueto de una ciudad dejada de la mano de Dios a la que jamás irían, no: allí mismo, donde vivían.

—¿Qué está pasando, Travis? —preguntó Mel.

Travis no movió sus ojos azules.

—La segunda fase —dijo.

* * *

Al contrario de lo que pensaba la mayoría y de lo que parecían indicar sus notas y su aspecto, Richie Coker no era tonto. Sencillamente, hacía uso de su inteligencia de un modo que la sociedad no promovía. En su currículum figuraban lecciones que no se enseñan en el colegio.

Para empezar, veía con total claridad en qué se basaba el sistema educativo británico del siglo veintiuno. ¿Logros? ¿Excelencia? Y una mierda. Se basaba en que los niños se sintiesen orgullosos de sí mismos, en dorarles la píldora con montañas de notas más altas que los montones de comida basura que servían las cocineras en el comedor. Se basaba en inflar notas para convertir suspensos en aprobados y en rebajar la media para que todo el mundo estuviese contento. En preparar a niños basura para trabajos basura en los que cobrarían una miseria a cambio de dejarse la piel. Pero Richie Coker no pensaba tomar parte en nada de eso. Primera lección: su madre no había trabajado ni un día en toda su vida, pero vivía mejor que la caterva de idiotas que sí lo hacían: el sobre semanal de beneficios sociales les proporcionaba más ingresos que muchas nóminas. Así que no formes parte del sistema: aprovéchate de él. Fracasa alegremente en el colegio y deja que aquellos que tuvieron éxito a base de esforzarse te mantengan.

Y luego estaba su padre. Richie estaba convencido de que un hijo siempre debería aprender de su padre. Le estaba eternamente agradecido por la lección que le enseñó en su ausencia, una ausencia de la que ya habían pasado seis años, una ausencia motivada por una golfa que vivía al lado y que no dejaba de pedirle a su padre que se pasase por casa a montar unas estanterías. Resultó que de tanto «montar», la dejó emba­razada. Pero bueno, Richie aprendió la segunda lección: preocúpate exclusivamente de ti mismo y haz lo que quieras. El mundo era de los fuertes, de los ganadores. Y a Richie le gustaba mucho ganar.

Por eso mismo, aquel día había sido atroz para él. ¿Qué tenía Travis Naughton en la cabeza para plantarle cara por segunda vez? Y encima por un cuatro ojos llorica como Satchwell. ¿Qué carajo sacaba de aquello? Igual era marica y le iba Satchwell. No, no con tías como Jessica Lane o hasta Morticia revoloteando a su alrededor. Pero algún motivo tenía que tener. Nadie hacía las cosas porque sí. Esta vez sí que debería haberle partido la cara a Naughton, aunque solo fuese para reafirmar su autoridad. Quizá solo eran imaginaciones suyas, pero le daba la impresión de que Lee, Wayne y Mick le miraban distinto desde entonces… con menos respeto. Y no se puede ser fuerte sin respeto.

Pero lo peor había sido el modo en el que se le quedó mirando Naughton. No lo miraba a él: miraba en su interior. Richie sintió un gran malestar, como en aquella ocasión en la que su padre le pilló aplastando caracoles contra la pared del garaje, rompiendo sus frágiles conchas hasta alcanzar su carne grisácea. Se sintió inquieto. Culpable. Richie no pudo soportar la mirada de Naughton. Había intensidad en aquellos ojos azules, una fuerza que no podía comprender y que no le gustaba.

Pero ¿y qué? Naughton ya no estaba y no le costaría recordarles a sus colegas quién mandaba. Ya había oscurecido y las calles esperaban a alguien como él. Richie estaba listo. Pantalones militares. Zapatillas de marca. Gorra de béisbol. Una sudadera gris con capucha y la palabra «guerrero» escrita en su pecho con letras rojas. Aquella noche tenía que liberar un montón de tensión.

—Richie, ¿adónde vas? —Su madre estaba hecha un ovillo en el sofá, envuelta en una manta.

—Fuera.

Estaba delgada y temblorosa, frágil y pálida.

—Esta noche no, Richie, por favor. No salgas esta noche. —Su propia madre le imploraba como Satchwell—. No me encuentro bien. Creo que tengo la enfermedad.

—¿Ah, y yo qué soy ahora, el médico? Tómate una aspirina.

—Richie, lo digo en serio, no me encuentro bien. Estoy muy mal. Creo que necesito una ambulancia.

—Pues llama a una, ya sabes cómo usar el teléfono. Tengo cosas que hacer —dijo mientras se colocaba la capucha.

—¿No puedes hacerme ese favor, Richie, cariño? Por favor… Diles que tengo la enfermedad.

—Ya te he dicho que tengo cosas que hacer, así que no me des la brasa —dijo mientras se dirigía hacia lo puerta.

—Richie, no. —Su desesperada madre no dejaba de rogar- . No te vayas. Esta noche no. No quiero estar sola esta noche. Quédate conmigo estoy enferma.

—A mí sí que me ponen enfermo tus lamentos. Deja ya de dar el coñazo.

La señora Coker se recuperó por un instante, movida por un arrebato de cólera.

—No me hables así… no te atrevas a hablarme así, Richie Coker. ¿Qué clase de hijo eres?

—¿Y qué clase de madre eres tú? —contestó Richie—. Una vieja que se inventa que está agonizando o una chorrada así. No es más que una gripe, mamá, nada más. A veces me hago a la idea de por qué se largó papá.

—Richie.

—No, mamá. Yo también me largo, ¿qué te parece?

Era evidente que mal. Su madre siguió llamándolo después de que cerrase la puerta sin ningún miramiento y se dirigiese a disfrutar de la acogedora noche.

—¿Estás bien, mamá? ¿Puedo traerte algo más? —Mel intentaba sonar animada y segura de sí misma al dirigirse a su madre, que yacía en la cama como una inválida. La mujer tosía en voz baja y su camisón y sábanas estaban empapados de sudor.

—No, Melanie, ya has hecho… ¿Ya le has llevado el té a tu padre? —dijo, mostrándose súbitamente ansiosa.

—Sí, mamá, no te preocupes —la tranquilizó—. Pero sigue sin hambre —dijo con frialdad.

—Eres una buena chica, Melanie. ¿Cuándo va a venir el médico?

—Ya te he dicho que no coge, mamá. Las líneas están colapsadas, pero podría llamar a una ambulancia.

—No, no. No quiero darle problemas a nadie. Además, creo que ya me encuentro mejor. Creo que después de una noche de reposo…

—Eso es, mamá —dijo Mel mientras le retiraba un mechón de pelo de la cara y le agarraba de la mano. Estaba húmeda y flácida—. Ahora, intenta dormir. Volveré a verte antes de irme a dormir.

—Sí, voy a dormir. —La señora Patrick cerró los ojos, plácidamente—. Eres tan buena…

—Eso intento, mamá—susurró Mel.

Abajo, Gerry Patrick iba por la tercera lata de cerveza de la tarde. Su estado de ánimo nunca había sido especialmente alegre, pero los advertidos cambios en la programación televisiva le hacían estar de un humor de perros.

—¿Cómo está? —gruñó sin el menor interés en cuanto su hija entró en el salón.

—¿Por qué no subes a verla tú mismo? Está arriba, a mano izquierda…

—No te hagas la lista conmigo. Te lo estoy preguntando a ti.

—Bueno, me temo que no estoy cualificada para ejercer la medicina, papá, así que no sé exactamente cómo está. Pero podría ser algo grave.

—¿No has llamado al médico? Mira que te dije…

Mel le explicó de forma breve, y con un desprecio que no se molestó en ocultar, los motivos por los que resultaba imposible que recibiese atención médica en aquel momento.

—Pero, claro, si te hubieses molestado en llevar a mamá al hospital en coche, quizá allí la hubiese podido atender alguien.

—No le hace falta ir al hospital.

—Además, ahí tienen medicinas y vacunas contra la enfermedad.

—Si te crees eso, jovencita, es que eres más ingenua de lo que pensaba. Eso que dicen no se lo cree nadie.

—Y aunque fuese cierto, por nada del mundo querríamos que interrumpieses tu rutina cervecera, ¿verdad que no, papá? Desde luego, no por algo tan trivial como la salud de mamá.

—Puta listilla.

—¿Qué has dicho?

—Ya me has oído, a menos que ese potingue negro que te echas en el pelo te haya taponado los oídos.

Mel sintió lágrimas de asco, desprecio y rabia botando en sus ojos. Las ahogó desafiante, negándose a que él, su padre (papá), las viese. Ahí estaba, repantingado, gordo, calvo, un matón. Sin él, ella no existiría. Era lo que los libros viejos llamaban «un fruto de sus entrañas ». La idea le provocó arcadas.

—Bueno, veo que la conversación va a ir por los interesantes derroteros de siempre —dijo Mel, apretando los dientes—, así que mejor paso y me voy a mi cuarto.

—Más ir valdría ir a la cocina y practicar como preparar una comida decente—le recomendó su padre, despectivo—, porque no llegas a medio tenedor, Melanie. Esa basura que has preparado esta noche no se la comería ni un cerdo.

—¿No? Qué pena, porque la he preparado para uno de ellos.

—Serás… —Gerry Patrick se dispuso a agarrarla, pero Mel esquivó su gesto con facilidad.

—Con cuidado, papá —le advirtió desde la puerta—. No querrás que se lo diga a Travis.

Mel subió las escaleras hacia su cuarto, su santuario, mientras su padre gritaba algunas sugerencias desagradables para el entrometido chico de los Naughton.

Hubo un tiempo, pensó después de cerrar la puerta y tirarse sobre la cama, en el que creía que todos los padres eran como el mío. Por aquel entonces, imaginaba que las palizas y la violencia formaban parte de la rutina hogareña que tenía lugar entre padres e hijas. No obstante, poco a poco aprendió que no era así. Cuando vivía, el padre de Travis crió a su hijo con cabeza, cariño y amor, y cuando murió, Mel deseó haber sido ella la que sufrió la pérdida. En cuanto al padre de Jessica, puede que quisiese tratar a su princesa como a una princesita, puede que le costase hacerse a la idea de que estaba creciendo, incluso puede que fuese un poco estirad y carca, pero saltaba a la vista que haría cualquier cosa por su hija. Sin embargo, Mel estaba maldita con Gerry. Pero no por mucho tiempo más Cada palabra que le dijo a Travis durante la fiesta de Jessica iba totalmente en serio: buscaría un trabajo y un piso cuanto antes, y su madre y ella serían libres de las garras manchadas de nicotina de su padre.

Si es que su madre quería ir. Por desgracia, y por increíble que pudiera parecer, no había ninguna garantía de ello. Independiente de que su madre quisiese a su marido o no (desde luego, lo razonable sería que no), le profesaba una lealtad ciega, contra viento y marea, aunque fuese un perfecto desgraciado. El anillo de bodas que llevaba su madre bien podía ser un grillete. Era una esclava, no una esposa, y la ley lo consentía. ¿Cómo iba entonces a casarse Mel? Nunca.

Hombres…

Como los chicos. Solía guardar las distancias con los chicos, al menos de cara a mantener una relación. En eso Travis tenía razón. De hecho, Travis era el único chico con el que había salido y eso fue hace… ¿cuánto?

* * *

¿Tres años? Mucho antes de empezar a salir con Jess. Y solo lo hizo porque confiaba en Travis. Y en cualquier caso, había sido una relación muy inocente, basada en cogerse de la mano y abrazarse. Intentaron besarse después de un tiempo, pero no terminó de funcionar. Sabían cómo hacerlo y todo eso, pero por algún motivo, no se sentían cómodos. Era como sobrepasar los límites. Quizá se conociesen el uno al otro desde hacía mucho tiempo. Quizá lo que sentían el uno por el otro (Mel estaba bastante segura de que era amor) era un amor fraternal, como el de unos hermanos. Lo cual le parecía bien a Mel. Travis y él dejaron de salir, pero siguieron estando juntos, unidos por una amistad más fiel que la de muchas parejas casadas.

Pero tampoco le molestó demasiado que Travis cortase con Jessica. Mel echó una mirada por encima del hombro para comprobar (aunque no hiciese falta) que había cerrado la puerta y abrió el cajón de su mesita de noche, del que extrajo una foto en la que salían Jessica y ella. Se la habían sacado en una fiesta el pasado invierno. Estaban cogidas del hombro, sujetando una bebida alcohólica con la mano libre. Las dos chicas reían como si la vida no albergase ningún peligro. Mel era la oscuridad, Jessica, la luz. Mel se quedó observando la foto como había hecho antes en muchas ocasiones. Esbozó una altiva sonrisa.

Other books

Marigold's Marriages by Sandra Heath
Sabotaged by Margaret Peterson Haddix
Overdrive by Dawn Ius
Surrender Your Grace by Maddie Taylor
The Habsburg Cafe by Andrew Riemer