La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha (20 page)

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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficción, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 1 - Tiempo de cosecha
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—¡Espera! —gritó incrédula—. ¿No lo dirás en serio que te marchas? ¿Y tu padre? ¿Y yo?

—Mi padre tendrá que cuidarse de sí mismo o pedirle una manita a la madre naturaleza —dijo Fresno, condescendiente—. Y tú, Tilo, puedes venir conmigo si quieres. Dijiste que querías, así que aquí tienes tu oportunidad. Pero es tu única oportunidad. Tienes que tomar una decisión ahora. Y si no…pues que te vaya bien.

Tilo recordó los besos de Fresno sobre su piel, la humedad de su lengua secándose al sol. Recordó sus manos recorriéndole el cuerpo.

—Fresno, no sé…cómo puedes hablarme así, como si fuese un ultimátum. Después de… ¿cómo puedes ser tan cínico? Pensé que lo que habíamos hecho significaba algo. Creía que había algo especial entre nosotros, que yo era importante para ti. Creía que…

—Creíste lo que querías creer, Tilo. Yo no te hice ninguna promesa. o lo pasamos bien, ¿o no? Y podemos volver a hacerlo. Me gustas, de verdad. En ningún momento he dicho que no puedas venir conmigo…

—No —contestó Tilo con frialdad—. Pero lo digo yo. No puedo ir contigo, Fresno. —Porque había aceptado la verdad, a su pesar. La había engañado. La había mentido. Se sintió manchada, fácil y sucia. Le había dado a Fresno lo que no podría darle a nadie más, a cambio de nada. —No quiero ir.

El chico tuvo la decencia, antes de marcharse, de parecer algo arrepentido.

—Es una pena, pero haz lo que quieras. No te he sabido ver, Tilo. Pensé que eras distinta.

—Y yo pensé que eras distinto. Adiós, Fresno.

—Vale. —Y se volvió. Entonces, se detuvo otra vez—. Dile a mi padre…bah, dile lo que te dé la gana.

Tilo vio marcharse a Fresno, alejándose de Willowstock, de los Hijos de la naturaleza, de ella. Se lo quedó mirando hasta que desapareció en distancia. Entonces cerró los ojos y escuchó el silencio. Estaba sola.

* * *

En casa de Jessica no había señales de vida, lo cual, después de lo que le había dicho a Travis por teléfono el día anterior, parecía un poco extraño. Sobre todo si tenía en cuenta al coche del señor Lane, aparcado de mala manera ante la casa como si hubiese frenado de golpe en vez de ir aminorando hasta detenerse por completo. Por supuesto, cabía la posibilidad, de que la familia se hubiese marchado en el coche de la señora Lane, pero no tenía pinta. Sí daba la impresión de que había alguien en casa. Las cortinas estaban corridas en la habitación que Travis identificó como la del señor y señora Lane, pero en ninguna otra. Dio una vuelta alrededor de la casa, echó un vistazo a través de las ventanas, tras las cuales se extendían las habitaciones desiertas de la planta baja y llamó a Jessica por su nombre a través del buzón de la puerta. Nada. Y sin embargo… bueno, salvo entrar por la fuerza, eso era lo único que podía hacer. Tenía asuntos más importantes que atender.

No obstante, cuanto más se aproximaba al hospital, más le daba la impresión de que su viaje iba a ser infructuoso. Recorría una ciudad transformada. De la noche a la mañana, Wayvale parecía haber sido transportada del tranquilo corazón de Inglaterra a una zona de guerra en Bosnia, Chechenia u Oriente Medio. Ventanas rotas. Tiendas saqueada, Coches calcinados, algunos de ellos dados la vuelta en mitad de la carretera o estrellados contra las verjas y muros de jardines que no tenían nada que ver con todo aquello. Aún había fuegos sin apagar. Las podrían ser las de Beirut, Bagdad o la Franja de Gaza. Y no había ni solo adulto. Ni rastro de oficialidad.

Pero Travis no estaba completamente solo. En las calles había n jóvenes y niños, yendo de acá para allá furtivamente corno si creyesen que no debían estar ahí, o en pequeños grupos parecidos al que había antes para protegerse de los demás. Algunos corrían, aunque Travis de que supiesen adónde, o por qué. La mayoría tenía su edad o unos aun menos, un hecho que le provocó escalofríos pese a la plácida calidez matinal. ¿Significaba eso que todos los mayores de dieciocho años estaban muertos o habían contraído la enfermedad? ¿Y qué iba a ser los niños todavía más jóvenes, los de cuatro o cinco años, los pequeños, los bebés? ¿Qué pasaría con los niños que no tenían edad para valerse por sí mismos? La enfermedad era despiadada. Podía matar incluso a aquellos que no la contraían. La catástrofe que había sobrevenido a la raza humana era tan descomunal, tan incomprensible su magnitud, que resultaba demasiado terrible su contemplación.

Pues no pienses en ello, se ordenó Travis a sí mismo. Céntrate en el aquí y ahora, y punto. En el presente, en la gente a la que quería, (ni lo que tenía que hacer y para quién.

El cristal del hospital de Wayvale brillaba bajo el sol.

Jessica no se equivocó al hablar de las cifras. Hordas de personas habían peregrinado a las catedrales del mundo moderno para salvar sus vidas. Aquellos que se habían quedado en las inmediaciones del hospital habían fracasado.

Travis no quiso creerlo… al principio, claro. Intentó convencerse de que los conductores y pasajeros de la enorme masa de vehículos que se amontonaban en silencio, atascando y saturando todas las carreteras que conducían al hospital, estaban dormidos después de tanta inactividad y tantas horas de espera. Pero no lo consiguió, porque aquella no era la realidad.

Todos y cada uno de ellos estaban muertos.

Conforme avanzaba, horrorizado, a través de aquel laberinto de, vehículos, todas las caras que vio (no se atrevió a mirarlas fijamente) a través de las lunas o las ventanas laterales y traseras estaban cubiertas por las marcas carmesíes de la enfermedad. La del hombre que tenía ante él, que miraba embobado hacia el frente con la cabeza de su mujer apoyaba en el hombro. La de la anciana del asiento trasero, que oprimía su cara contra la de la ventana con la impaciencia de un niño en Navidad y la boca abierta de par en par. La del conductor solitario que parecía haber intentado cambiar el cede del equipo de música de su coche antes de que la música pasase a ser una cuestión muy secundaria. Todos ellos estaban muertos. Hasta el último de ellos…

Salvo uno. A Travis le dio un vuelco el corazón.

Una niña de unos siete, quizá ocho, arios se aferraba a su madre, cuya cabeza descansaba sobre el volante. Estaba viva. Travis la vio moverse, cambiando continuamente el contorno de su abrazo como si quisiese dar con poderes mágicos capaces de revivir a la gente.

No podía dejar a la niña ahí.

—¿Hola? —dijo mientras le daba unos golpecitos a la ventana del copiloto—. ¿Pequeña? —No respondió, así que tiró de la manilla y la puerta se abrió—. ¿Pequeña?

La niña volvió la cabeza hacia él. Debió de ser bonita antes de que el pánico y el dolor la marcasen.

—Me llamo Travis —dijo, cortés—. ¿Cómo te llamas?

—Laura. —contestó la niña—. Mi mamá está dormida.

—Sí lo está. —Travis extendió la mano abierta con la palma hacia arriba al interior del coche—. Será mejor que la dejemos sola un rato, ¿eh, Laura? ¿Qué te parece? Vamos a dejar que mamá se eche una buena siesta ella solita. —Hizo una pausa. La niña parecía estar planteándoselo—. ¿Por qué no vienes conmigo?

Ella negó cabeza, triste pero decidida.

—Quiero esperar a que mamá se despierte.

—Sí, pero puede que tarde un rato. Parece que tu mamá necesita descansar un montón. No pasa nada, Laura. Puedes confiar en mí. ¿Por qué no…?

La tocó. Mala idea.

La niña gritó con una histeria tan cruda y desgarradora que Travis retrocedió por instinto. Cuando lo hizo, la niña cerró la puerta de golpe con una mano mientras sujetaba a su madre con la otra. Pero siguió gritando. Empezó a zarandear a su madre. Sin dejar de gritar. Aquello era más de lo que Travis podía soportar. Contuvo un grito desesperación y echó a correr. El hospital. Aún debía de quedar esperanza en el hospital.

Y así debió de ser, en su momento. ¿Por qué si no iba a haber coches blindados, vehículos militares y centinelas en sus inmediaciones? ¿Poe qué si no iba a haber un cordón de barreras en torno al edificio? Para mantener el orden. Para impedir que una muchedumbre presa del pánico entrase en tromba al hospital y abrumase al personal médico que quizá podría ayudarles. Pero si aquella esperanza existió, había desaparecido. Como los soldados que abandonaron los vehículos. Como los agentes de policía que habían vigilado las barricadas. Como la muchedumbre que cargó contra las defensas en algún momento… Era obvio lo que había ocurrido: varias barreras estaban rotas, uno de los coches blindados estaba volcado sobre un lado y había cuerpos esparcidos por el asalto.

Abatidos a tiros. En las inmediaciones de un hospital. En Inglaterra.

Por lo menos no había nadie para impedirle el paso a Travis.

No llegó más allá de la recepción. No le hizo falta. Había suficientes cadáveres como para confirmar, sin el menor atisbo de duda, lo que ya sabía desde que salió de casa. Cadáveres sobre carritos. Cadáveres sobre carriolas. Cadáveres amontonados contra la pared, como si fueran borrachos. Cadáveres con batas blancas. Cadáveres con uniforme enfermera y de agentes de policía… entre ellos no estaba el tío Phil, gracias a Dios. Pero todos contaban la misma historia siniestra y fatídica.

No había cura para la enfermedad.

Por extraño que fuese, no fue aquel panorama plagado de de muertos que hizo que Travis saliese a toda prisa del Wayvale, Era el letrero de la pared que indicaba la dirección hacia la «sala de maternidad»…y los gemidos lastimosos, medio imaginarios (tenían que ser imaginarios) de bebés recién nacidos. Corrió a través de las calles casi sin darse cuenta de la desolación, preocupándose apenas por la dirección de sus zancadas. Corrió hasta que sus pulmones y piernas ardieron, hasta que cada rasposa respiración le costaba su esfuerzo agónico. Lo más probable es que hubiese seguido corriendo incluso entonces, de no ser por un coche que estuvo a punto de atropellarlo. Menuda tontería por su parte, la verdad. Travis sabía cómo cruzar una carretera con cuidado desde que tenía cuatro años. Se lo enseñó su padre. Y una cosa que nunca había que hacer era cruzar el asfalto a todo correr sin mirar en ambas direcciones antes. Parecía que, incluso en aquellos días dominados por la enfermedad, merecía la pena recordar algunas más básicas.

Las ruedas chirriaron. Un capó azul brilló bajo el sol. Travis se paró en seco y se protegió con los brazos. Pero el coche se detuvo a tiempo. Por pelos.

—¿Travis? —¿alguno de sus ocupantes le conocía? Una chica se bajó lento del copiloto. ¿Era Cheryl Stone?

—Pero mira que eres gilipollas. ¿Es que quieres matarte, Naughton? reconoció al imponente conductor, que apagó el motor antes de bajarse del coche. Era Joe Drake, un chico que iba a su mismo curso en antes de que le expulsasen por provocar un incendio en los laboratorios.

Había más chicos en los asientos traseros. Todos ellos adolescentes. Ni un adulto.

Cheryl Stone reía, pero tenía los ojos abiertos de par en par, llenos de miedp y no paraba de moverse, como un animal temeroso de un cazador.

—Trav, hemos robado un coche. Bueno, lo robó Joe.

—No te infravalores, nena —sonrió Joe, que no parecía tener ni pizca de miedo—. Lo elegiste tú. Los elegiste todos.

Porque el coche de Joe no era el único. Tras él había varios más: tres, cuatro… Sus conductores iban encapuchados. Eran los amigotes de Drake. Vándalos y gamberros. A Travis le sorprendió no ver a Richie Coker con ellos.

—¿Qué hacéis? —preguntó mientras boqueaba para coger aliento, con el corazón y la cabeza latiendo con fuerza por el esfuerzo—. Si habíais pensando en ir al hospital…

—¿Y por qué íbamos a ir ahí? —gruñó Drake—. No estamos enfermos.

—Mis padres… han muerto, Travis —dijo Cheryl Stone. Después dejó escapar una risa escalofriante—. Ahora estoy con Joe. Va a cuidad de mí. ¿A que sí, Joe?

—Claro, muñeca. Voy a cuidar como no te imaginas —prometió Joe Drake mientras le guiñaba un ojo con complicidad a Travis.

Travis sintió un arrebato de rabia. Hasta Cheryl Stone se merecía algo mejor.

—Bueno, entonces ¿a dónde vais?

—Al colegio. Al cole —dijo Cheryl con una risita ahogada.

—¿Qué?

—A terminar lo que empecé antes de que me echasen.

—¿Qué?

—Vamos a quemarlo, Naughton —dijo Joe Drake, relamiéndose—. Hasta que no queden más que cenizas. El colegio de secundaria Wayvale va a arder hasta los cimientos.

6

—No irás en serio —dijo Travis, sorprendido—. ¿Quemar el colegio?

—Ya te digo que si voy en serio. —Joe Drake se dirigió hacia el maletero del coche—. ¿Quieres ver si voy en serio o no, Travis?

Abrió el maletero: estaba repleto de latas de gasolina, que a su vez estaban llenas hasta los topes. Drake agitó una de ellas para demostrarlo.

—Y el resto, igual. —Dijo señalando hacia los coches que le acompañaban—. Más que suficiente para provocar una buena fogata, ¿no te parece, Naughton? Con todos los pupitres, sillas, libros, taquillas, redacciones y toda la mierda que contiene el colegio para avivarla. Sí, esa pocilga va a alimentar una hoguera digna de verse. ¿Te vienes?

—Sí, ven con nosotros, Travis —le rogó Cheryl Stone mientras le colocaba las manos sobre los hombros—. Puedes venir con nosotros.

—Me parece que no. Y tú tampoco deberías tomar parte en esto, Cheryl —le animo Travis—. No está bien. Van a provocar un incendio.

—¿Qué no está bien? —Joe Drake soltó una carcajada—. ¿Quién te crees que eres, Naughton, un santo de los cojones? Los incendios ya no son un delito. ¿Quién me va a detener? Si no hay policías, no hay delitos. Ahora podemos hacer lo que nos apetezca sin que nadie nos detenga.

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