El Gran Desastre, después de todo, había traído algún beneficio. De un solo golpe le había quitado a la humanidad casi todos sus males físicos. En la prehistoria todas las tribus habían tenido sin duda su enfermedad característica, propagada por parásitos.
Los hombres de Neanderthal, si las pruebas no hubiesen desaparecido con ellos, habrían podido reconocerse por sus parásitos tanto como por su modo de tallar la piedra. Cuando los arqueólogos encontraban los vestigios de dos culturas superpuestas, decretaban que la Tribu B había vencido a la Tribu A. Probablemente era cierto. Pero la Tribu B había obtenido la victoria gracias, probablemente, a la virulencia de sus microbios.
Las reflexiones de Ish aumentaban su inquietud. Media hora más tarde, fue a ver otra vez a Bob. Caía la noche y el enfermo dormía en la oscuridad. Ish no quiso molestarle y bajó de nuevo.
Se sentó en un sillón de la sala y encendió un cigarrillo. Le hubiera gustado discutir la cuestión con alguien, pero Em no tenía mucha instrucción, y Joey era un niño sin experiencia. De todas las enfermedades, la Tribu sólo conocía la escarlatina y las anginas. Los microbios habían sido transmitidos sin duda por alguno de los miembros, o por algún animal, un perro o una vaca. Pero los habitantes de Los Ángeles se habían librado quizá de la escarlatina y podían haber conservado la tos ferina o las paperas, y quizás había aún casos de disentería en los alrededores de Río Grande.
En cuanto a Charlie, si no había padecido aquellas enfermedades venéreas de que se jactaba, había transportado por lo menos los microbios que vivían en Los Ángeles. ¡Qué mala idea la de aquella expedición! Ish sintió odio por todos los extraños. ¡Habría que recibirlos a tiros!
Una mosca le zumbó en la nariz y la apartó con un nerviosismo que no le era habitual. Josey llamó. La cena estaba servida.
La desaparición del hombre no había amenazado la existencia de la mosca doméstica, que no estaba irrevocablemente atada, como el piojo, a la suerte de los seres humanos. Como la rata, el ratón, la pulga y la cucaracha, esta habitante de las moradas del hombre sufrió sin duda los rigores del destino. Murieron centenares, millares de sus hermanas. Pero al fin sobrevivió.
Pues, como ese señor al que el príncipe Hamlet llamara «mosca de agua», la mosca disfrutaba de «la Posesión del lodo», aunque no hay referencia aquí a tierras y dominios, sino al lodo en sentido propio y figurado. Así la Biblia del rey Jaime declara recatadamente que Ahod golpeó al rey Eglon en el vientre y «salió el lodo». De modo que aunque el hombre hubiese desaparecido casi totalmente, la mosca doméstica no corría peligro mientras hubiera animales. Sus larvas se alimentaban de excrementos, como las serpientes se alimentan de ratas; los pájaros, de insectos, y los hombres, de la carne de los animales.
Sin embargo, cuando el hombre se eclipsó, los días fueron duros. En los patios de las granjas no había festines abundantes como los dones del Nilo. Ya no había letrinas descubiertas, ya no había innumerables sumideros colmados de basuras y desperdicios. Sólo, aquí y allá, unos pocos excrementos permitían que la mosca común pusiera sus huevos, criara sus larvas y lanzara a la ventura sus cohortes de zumbantes e infatigables viajeras.
Una semana más tarde, la enfermedad había extendido sus dominios. Dick, que había acompañado a Bob en la expedición, fue la segunda víctima. Luego cayeron Ezra y cinco niños. Teniendo en cuenta el número de miembros de la Tribu, la proporción de enfermos era aterradora. Se había declarado —Ish estaba seguro ahora— una epidemia de fiebre tifoidea.
Algunos de los adultos habían sido vacunados en los viejos días, pero la inmunidad debía de haber cesado hacía tiempo. Nada preservaba a los niños. Antes la fiebre tifoidea había sido combatida sobre todo con medidas profilácticas. Una vez que se declaraba la enfermedad, había que resignarse.
La explicación era bastante simple, pensó Ish. Charlie, hubiera tenido o no otras enfermedades, había traído por lo menos el bacilo de Eberth. Había tenido la fiebre tifoidea hacía un tiempo o recientemente, nunca se sabría. No tenía, por otra parte, ninguna importancia.
Era indudable, por lo menos, que Charlie, hombre poco limpio, había comido con los muchachos una semana. Luego, las letrinas al aire libre y las moscas habían favorecido la infección.
Se acostumbraron a hervir el agua. Quemaron las viejas letrinas y taparon los pozos. Pulverizaciones con DDT acabarían con las moscas. Pero estas precauciones llegaban un poco tarde. Todos los miembros de la Tribu habían estado expuestos ya a la infección. Los que se mantenían aún en pie gozaban de una inmunidad natural, o bien la enfermedad incubaba en ellos y en cualquier momento se declararía con todas sus fuerzas.
Todos los días aparecían nuevos casos. Bob, ahora en la segunda semana de la enfermedad, deliraba mostrando el sombrío camino que seguirían los otros. Los que no habían caído en cama estaban agotados por el esfuerzo de cuidar a los enfermos.
Apenas habían tenido tiempo de asustarse, pero el miedo rondaba estrechando cada día más su círculo. No había muertos aún, pero ningún enfermo había pasado la crisis decisiva. En los primeros años, un nuevo nacimiento parecía hacer retroceder un poco más las tinieblas. Ahora, cada vez que alguien caía enfermo las tinieblas se acercaban amenazando devorarlos. No morirían todos, naturalmente, pero la muerte de unos pocos bastaría para que la Tribu perdiese la voluntad de vivir.
George, Maurine y Molly habían recurrido a las plegarias, y algunos de los jóvenes los imitaban. Dios, sin duda, los castigaba por el crimen que habían cometido. Ralph pensó en huir con su mujer y sus hijos, que la epidemia había perdonado hasta ahora. Ish lo disuadió. Si por desgracia alguno de ellos había sufrido ya el contagio, el aislamiento y la falta de ayuda aumentarían el peligro.
Estamos a un paso del pánico, pensó Ish. Y a la mañana siguiente él mismo despertó afiebrado y deprimido. Hizo un esfuerzo, se levantó, respondió de cualquier modo a las preguntas de Em, y evitó su mirada. Bob se había agravado, y Em no abandonaba su cabecera. Ish cuidaba a Joey y Josey, en los primeros días de la enfermedad. Walt ayudaba en una casa vecina.
A la tarde, mientras se ocupaba de Joey, Ish sintió que perdía el conocimiento. Recurriendo a sus últimas fuerzas, alcanzó a llegar a la cama y se desvaneció.
Cuando recobró el sentido, parecía como si hubiesen pasado horas. Em se inclinaba sobre él. Lo había desvestido y acostado.
Débil como un niño, Ish la miró a los ojos, temiendo descubrir miedo en ella. Si Em estaba asustada, todo estaba perdido. Pero los grandes ojos negros lo miraban serenamente. ¡Oh, madre de las naciones! Ish se durmió.
Pasaron días y noches, y el delirio lo llevó lejos de la realidad. Unas formas vagas se movían a su alrededor, unas formas horribles que se acercaban a él, inasibles como la niebla. A veces reclamaba su martillo o llamaba a Joey; otras gritaba el nombre de Charlie. Pero cuando el terror llegaba al colmo, recurría a Em. Entonces una dulce mano le apretaba la suya, y en los ojos de ella no había miedo.
La semana siguiente fue más tranquila, pero se sentía tan débil y abatido que le parecía a veces que la vida se le escapaba del cuerpo, y no lo lamentaba. Pero cuando alzaba los ojos hacia Em, se sentía otra vez animado y fuerte, y cerraba los labios para retener aquella vida fugitiva que quería alejarse como una mariposa. Pero mientras tuviera a Em a su cabecera, estaba seguro, la vida seguiría alentando en él.
Cuando Em se alejaba, Ish se quedaba pensando que ella no resistiría mucho tiempo. En cualquier momento caería agotada. La fiebre la perdonaría quizá. Pero la carga era excesiva.
Poco a poco iba recobrando la lucidez. Algunos enfermos habían muerto, lo presentía, pero ignoraba quiénes o cuántos. No se atrevía a preguntarlo.
Una vez oyó que Jeanie lloraba a gritos la muerte de un niño. Em la consoló con unas pocas palabras y la animó a seguir luchando. George vino a la casa, convertido en un viejo descuidado y sucio que no tenía tiempo de lavarse. Maurine había tenido una recaída y su nieto estaba agonizando. Em no le habló de Dios, pero le devolvió la confianza y las fuerzas. George se fue con la cabeza alta y diciendo algo que parecía una oración. Las tinieblas avanzaban y la llamita de la vela vacilaba y humeaba; pero Em no conocía la desesperación y animaba a todos.
Es curioso, pensó Ish, le faltan los dones que me parecen más indispensables. No tiene ni gran inteligencia ni gran instrucción. No tiene muchas ideas. Y sin embargo, hay en ella grandeza y seguridad. Sin ella, en estas últimas semanas todos nos hubiéramos abandonado a la desesperanza y la muerte.
Un día, sin embargo, Em vino a sentarse en la cama, y traía en el rostro las huellas de un indecible cansancio. Ish sintió miedo. Luego, de pronto, se sintió feliz, pues sabía que ella nunca se hubiera mostrado así si el futuro no estuviese asegurado. No obstante, nunca había visto en un rostro humano una fatiga semejante. Y comprendió que detrás de esa fatiga había una enorme pena.
Comprendió también que él ya no era un enfermo, sino un convaleciente, quizá menos cansado que ella, y que podía ayudarla a llevar aquella carga.
La miró y sonrió, y a pesar de su agotamiento ella le sonrió también.
—Dime, quiero saber —murmuró Ish.
Em titubeó e Ish pensó apresuradamente: ¿Sería Walt? No, Walt no había estado enfermo. Aquel mismo día Em le había llevado un vaso de agua. ¿Jack? No, estaba seguro de haber oído su voz; era un muchacho tan fuerte. ¿Josey entonces? ¿O Mary? ¿Varios quizá?
—Dímelo, estoy bastante bien —insistió, y con desesperación pensó: No, no él. No era un niño vigoroso, pero los más débiles son a veces quienes mejor soportan las enfermedades. No, no él.
—Cinco en toda la calle, han muerto cinco.
—¿Quiénes? —preguntó Ish invocando todo su valor.
—Todos niños.
—¿Y los nuestros? —gritó Ish, aterrorizado, sintiendo que ella no quería decírselo.
—Sí, hace cinco días —dijo Em.
Y en sus labios se formó un nombre, e Ish comprendió antes de haber oído. Joey.
¿Para qué seguir viviendo? El resto importaba poco. ¡El elegido! Los demás podían haber muerto; sólo él era capaz de llevar la antorcha. ¡El hijo prometido! Ish, inmóvil, cerró los ojos.
La convalecencia de Ish duró varias semanas. Recuperaba lentamente las fuerzas, pero había perdido el gusto de vivir. El espejo le mostró unas estrías grises en el pelo. ¿Soy viejo ya?, se preguntó. No, no eran los años. Pero nunca sería el de antes. Había perdido el coraje y la confianza de la juventud.
Había tenido siempre el orgullo de ser sincero consigo mismo y mirar la vida de frente. Advertía ahora que evitaba pensar en ciertos temas. Un resto de debilidad, sin duda. Pasaría un tiempo, y seguiría adelante.
Otras veces —y eso lo asustaba— se negaba a admitir la realidad. Hacía proyectos como si Joey aún estuviese allí, refugiándose en un mundo de fantasías. Siempre había tenido esa tendencia, y así había podido soportar la soledad después del Gran Desastre. Ahora la realidad le parecía demasiado inhóspita. Recordó un verso de sus lecturas de aquellos años:
Nunca más la confianza feliz de la mañana.
Sí, nunca más. Joey se había ido, y la sombra de Charlie pesaba sobre la Tribu, y había nacido el imprescindible Estado, con la muerte en las manos. Y todos sus proyectos, nacidos en la alegría de la mañana, habían fracasado. ¿Por qué? Cansado, se refugiaba entonces en los sueños.
Cuando pudo pensar con más calma, sintió amargamente la ironía de la vida. Las desgracias esperadas no llegan nunca. Y los planes mejor concebidos no pueden impedir una imprevisible catástrofe.
Estaba solo la mayor parte del día. Había otros enfermos, que cuidaba la agotada Em. Le hubiera gustado hablar con Ezra, pero su amigo no había dejado la cama. Excepto Em y Ezra, ahora que Joey se había ido, no deseaba ver a nadie.
Una tarde Ish despertó de su siesta y encontró a Em sentada a su cabecera. La miró con los ojos entornados, fingiéndose dormido. Parecía fatigada, pero ya no con aquel cansancio indecible de hacía un tiempo. Aunque triste aún, había recobrado la serenidad. Em no conocía la desesperación. E Ish no buscaba ya el miedo en su rostro.
Em alzó la cabeza, vio los ojos abiertos de Ish, y sonrió. Había llegado el momento, comprendió él, de enfrentar la realidad.
—Quiero hablarte —dijo con una voz que era apenas un soplo, como si aún estuviese dormido.
Hubo una pausa.
—Sí —murmuró ella—. Estoy aquí... Habla... Estoy aquí...
—Quiero hablarte —repitió Ish sin atreverse a empezar.
Se sentía pequeño y humilde, como un niño asustado que antes de interrogar a su madre trata de animarse y alejar los temores. Pero ya no era un niño, y temió que ella no pudiese devolverle la paz.
—Quisiera hacerte algunas preguntas —balbuceó—. Cómo...
Se interrumpió otra vez.
Em le sonrió, apenada por su debilidad, pero no le pidió que postergaran la conversación.
—Sí —dijo Ish desesperadamente—. Sé qué piensan George y los otros. Oí algo, a pesar de la fiebre. ¿Es... es un castigo?
Miró a Em y por vez primera en el curso de aquellas semanas vio miedo en su rostro, o una sombra de miedo. Le he hecho daño, pensó Ish con terror. No obstante, tenía que seguir, o un muro de dudas y mentiras se alzaría entre ellos.
—Ya sabes lo que quiero decir —continuó—. ¿Es porque matamos a Charlie? ¿Dios nos castigó? ¿Ojo por ojo, diente por diente? ¿Por eso todos... y Joey...? Quizá se sirvió de Charlie como instrumento para manifestarnos su cólera.
Calló. El horror contraía el rostro de Em.
—¡No, no! —gritó ella—. ¡También tú! ¡Discutí tanto con los otros, sola, cuando estabas enfermo! No podía explicarlo, pero sabía que era imposible. No encontraba argumentos. Sólo podía darles valor.
Em se detuvo, como agotada por su vehemencia.
—Sí —continuó—, perdí todo mi valor, como sangre. Salía de mí, me sentía cada vez más débil, y me preguntaba: ¿Habrá bastante?
¿Habrá bastante?
Y tú delirabas y hablabas de Charlie.
Em calló de nuevo, e Ish no supo qué decirle.
—Oh —dijo ella—, no me pidas más valor. No sé razonar. No he estudiado. Sólo sé que hicimos lo que nos pareció mejor. Si Dios existe, si pecamos, como pretende George, fue porque somos como él nos hizo. Y no creo que él nos tienda trampas. Oh, eres más instruido que George. No traigas otra vez el Dios de la venganza, el Dios de la cólera, el que no nos enseña las reglas del juego y luego nos castiga si nos equivocamos. ¡No lo traigas otra vez, te lo ruego! ¡No tú!