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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

La tormenta de nieve (31 page)

BOOK: La tormenta de nieve
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–Pero es la hija de Ethel, ¿verdad? –dijo Gerlof.

–No. Ya no.

23

Al informar sobre la furgoneta negra a la central en Borgholm Tilda la había descrito como un vehículo «interesante» que se debía vigilar. Pero Öland era grande y el número de coches patrulla reducido.

¿Y lo que le había dicho Gerlof sobre un asesino con un bichero en Åludden? Eso era algo de lo que no había informado. Sin pruebas de que una barca hubiese estado en el cabo no se podía poner en marcha una investigación criminal: era necesario algo más que unos agujeros en un jersey.

–Le he devuelto la ropa a Joakim Westin –le dijo el anciano cuando la llamó.

–¿Le has hablado de tu teoría del asesinato? –preguntó Tilda.

–No…, no era el momento adecuado. Aún no está bien del todo. Seguramente creería que un fantasma había arrastrado a su mujer al agua.

–¿Un fantasma?

–La hermana de Westin…, que era drogadicta.

Luego, Gerlof le contó por encima la historia de Ethel, la hermana mayor de Joakim, una yonqui que perturbaba su tranquilidad.

–Así que esa fue la razón de que la familia se fuera de Estocolmo –comentó Tilda cuando él terminó–. Los echó de allí una muerte.

–Esa fue una de las razones. Öland también debió de atraerles.

Tilda pensó en lo cansado y demacrado que estaba Joakim Westin cuando fueron a visitarlo, y añadió:

–Creo que debería hablar con un psicólogo. O quizá con un sacerdote.

–¿Así que yo no valgo como confesor? –le espetó Gerlof.

Casi todas las tardes, al salir del trabajo, cuando Tilda pasaba junto al buzón, sentía el impulso de sacar la carta para la mujer de Martin y enviarla. Sin embargo, la misiva seguía en su bolso. Le parecía cargar con una hacha: la carta le daba poder sobre una persona a la que no conocía.

También tenía poder sobre Martin. Este seguía llamándola para charlar con ella. Tilda no sabía qué respondería si él le volvía a preguntar si podía ir a verla.

Habían pasado dos semanas sin que se comunicara un solo robo de casas en el norte de Öland. Pero una mañana sonó el teléfono de la comisaría. La llamada procedía de Stenvik, en la costa oeste de la isla, y el hombre que telefoneaba hablaba en voz baja, en cerrado dialecto ölandés. Dijo llamarse John Hagman. A ella le sonó ese nombre: Hagman era uno de los conocidos de Gerlof.

–¿Están buscando ladrones de casas? –preguntó.

–Sí, en efecto –respondió Tilda–. Había pensado llamarle…

–Sí, Gerlof me lo dijo.

–¿Ha visto algún ladrón?

–No.

Luego el hombre guardó silencio. Tilda esperó y preguntó:

–¿Ha descubierto quizá algún rastro de los ladrones?

–Sí. Han estado aquí, en el pueblo.

–¿Hace poco?

–No sé cuándo, pero tuvo que ser en otoño. Parece que han entrado en varias casas.

–Pasaré a ver –dijo Tilda–. ¿Cómo podré encontrarle?

–Ahora soy el único que vive aquí.

Tilda se apeó del coche patrulla en un camino de grava, entre una hilera de casas de verano cerradas, a unos metros sobre el estrecho y miró alrededor. El viento era muy frío y pensó en su familia. Procedían de allí, de Stenvik, y de alguna manera habían conseguido sobrevivir en aquel paisaje pedregoso.

Un anciano de baja estatura con un mono azul oscuro y gorra marrón se acercó al coche.

–Hagman –se presentó.

Señaló con la cabeza una casa marrón oscuro de una planta, con anchas ventanas.

–Allí –dijo–. Vi que el viento la había abierto. Lo mismo que la casa del vecino.

En efecto, una de las ventanas de la parte trasera estaba entreabierta. Al acercarse, Tilda comprobó que el marco estaba forzado y rajado junto a la aldabilla.

No se veían huellas bajo la ventana, pero vio que la habitación estaba desordenada; había ropa y herramientas tiradas por el suelo.

–¿Tiene la llave, John?

–No.

–Entonces entraré por aquí.

Se sujetó al marco con las manos enguantadas y se impulsó al interior en penumbra.

Entró en un pequeño trastero y dio la luz, pero no se encendió ninguna bombilla. La corriente estaba cortada.

No obstante, el rastro de los ladrones podía seguirse con claridad: todos los cajones estaban abiertos y su contenido esparcido por el suelo. Al continuar hacia el salón, vio cristales en el suelo; igual que en la casa parroquial de Hagelby.

Se acercó para ver con más detalle. Había pequeños trozos de madera entre los cristales, y tardó un rato en comprender que lo que se había roto era un barco dentro de una botella.

Unos minutos después, salía por la ventana rota. Hagman seguía de pie en la hierba.

–Han estado ahí dentro –dijo ella–, y lo han dejado todo revuelto. También han roto algunas cosas.

Sacó una bolsa de plástico transparente y le enseñó los trozos de madera que había recogido; los restos del barco.

–¿Es uno de los de Gerlof?

Hagman miró apenado los restos y asintió.

–Él tiene una casa aquí, en el pueblo, y ha vendido barcos en botellas y modelos a escala a muchos de los veraneantes.

Tilda se guardó la bolsa en el bolsillo de la chaqueta.

–¿Y no ha visto ni oído nada en estas casas por la noche?

Hagman negó con la cabeza.

–¿Ningún coche extraño por los alrededores?

–No –contestó el hombre–. Los propietarios cada año regresan a la ciudad en agosto. En septiembre, una empresa estuvo por aquí arreglando unos suelos. Luego nadie…

Tilda lo miró.

–¿Un empresa de parqué?

–Sí, trabajaron en la casa durante varios días. Pero luego la cerraron bien antes de irse.

–¿No era una empresa de fontanería? ¿Fontanería Kalmar? –preguntó ella.

Hagman negó con la cabeza.

–Eran entarimadores –aseguró–. Chicos jóvenes.

–Entarimadores… –repitió Tilda.

Recordó los suelos recién acuchillados de la casa parroquial de Hegelby y se preguntó si habría encontrado una pista.

–¿Habló con ellos?

–No.

Tilda dio una vuelta con Hagman por las otras casas de la zona y anotó cuáles tenían las ventanas rotas.

–Tendremos que informar a los propietarios –dijo cuando regresaron al coche patrulla–. ¿Tiene usted contacto con alguno de ellos?

–Sí, con algunos –respondió Hagman–. Con los que tienen buenos modales.

Cuando Tilda regresó a la comisaría, hizo una docena de llamadas a los propietarios de casas de Öland y de los alrededores de Kalmar que habían denunciado robos durante el otoño.

De todos aquellos con los que pudo hablar, cuatro habían hecho acuchillar el parquet de su casa de verano durante el año. Todos habían contratado una empresa del norte de Öland:
SUELOS Y PARQUETS MARNÄS
.

También llamó a la casa parroquial de Heglby, cuyo propietario había regresado ya del hospital. El hombre, Gunnar Edberg, tenía la mano escayolada, pero se encontraba bien. También habían contratado a la empresa de Marnäs para arreglar el suelo.

–Hicieron un buen trabajo –dijo Edberg–. Trabajaron cinco días a principios de verano, pero nunca los vimos; estábamos en Noruega.

–¿Les dejaron las llaves sin conocerlos?

–Es una empresa de confianza –replicó–. Conocemos al propietario; vive en Marnäs.

–¿Tiene su número de teléfono?

Ahora Tilda tenía una pista, y tan pronto como acabó de hablar con Gunnar Edberg llamó al dueño de
SUELOS Y PARQUETS MARNÄS S. A.
Fue directa al grano: quería los nombres de los acuchilladores que habían trabajado en el norte de Öland durante los últimos años. Recalcó que no eran sospechosos de nada, y que la policía apreciaría que, de momento, no les dijera nada a sus empleados sobre el asunto.

No tuvo problemas. El dueño de la empresa le dio dos nombres con dirección y número personal:

Niclas Lindell

Henrik Jansson

Buenos chicos ambos, aseguró. Amables, hábiles y responsables. Unas veces trabajaban juntos, otras solos: por lo general, en casas de gente que vivía en la isla todo el año, mientras estaban de vacaciones, y en casas de veraneo cuando los propietarios volvían a la ciudad. Había mucho trabajo.

Tilda le dio las gracias y le hizo una última pregunta: ¿Le podía proporcionar una lista de las casas en las que habían trabajado Lindell y Jansson durante el verano y el otoño?

Esos datos se guardaban en el ordenador de la empresa, le dijo el hombre. Imprimiría la información y se la enviaría por fax.

Tras colgar, Tilda encendió su ordenador y buscó información sobre Lindell y Jansson en el registro de la policía. Henrik Jansson había sido detenido y condenado por conducción ilegal en Borgholm hacía siete años: tenía diecisiete años y conducía sin carnet. No había nada más sobre él o Lindell.

Después el fax se puso en marcha y apareció la lista de
SUELOS Y PARQUETS MARNÄS
.

Tilda comprobó enseguida que, de las veintidós direcciones de casas que habían contratado reparación de suelos, siete habían denunciado robos durante los últimos tres meses.

Niclas Lindell había trabajado en dos casas. Pero Henrik Jansson lo había hecho en todas.

Tilda sintió la misma ansiedad que un cazador cuando un alce aparece en el bosque. Luego se dio cuenta de otra cosa: durante una semana de agosto, Henrik Jansson había estado en la casa de Åludden. Según la información, el trabajo había consistido en «acuchillado de la planta baja».

¿Significaría algo?

Henrik Jansson vivía en Borgholm. Según los datos de la empresa de parquet ese día se encontraba en una casa de las afueras de Byxelkrok, y tal como estaban las cosas, en aquel mismo momento podía estar trabajando tranquilamente. Tilda necesitaba más tiempo antes de llamarlo a declarar.

De repente, el timbre del teléfono rompió el silencio. Miró el reloj, ya eran las cinco y cuarto. Estaba casi segura de quién era.

–Comisaría de Marnäs, Davidsson.

–Hola, Tilda.

Había acertado.

–¿Cómo estás? –preguntó Martin.

–Bien –contestó ella–, pero ahora no tengo tiempo de hablar. Estoy ocupada en algo importante.

–Espera, Tilda…

–Adiós.

Colgó sin sentir la menor curiosidad sobre qué quería. Sintió una liberación al ver que Martin Ahlquist, de repente, era tan insignificante para ella. En aquellos momentos, el entarimador Henrik Jansson era el hombre de su vida.

Su meta era encontrar a Henrik y detenerlo: y de camino a la comisaría, preguntarle un par de cosas. Quería saber por qué había maltratado al jubilado, pero también por qué había roto la botella con el barco de Gerlof.

Invierno de 1960

Ese año, el verano fue inusitadamente lluvioso en Öland, y nuestro segundo invierno en Åludden fue peor que el primero. Mucho más frío, y con mucha más nieve. Durante enero y febrero, según recuerdo, la escuela de Marnäs estuvo cerrada los lunes, pues las máquinas quitanieves no tenían tiempo de limpiar las carreteras tras las nevadas del fin de semana
.

MIRJA RAMBE

Mi madre, Torun, continúa pintando, a pesar de que su vista no se ha recuperado tras el día de la tormenta de nieve. Apenas ve y ya no puede leer.

Las gafas no le son de gran ayuda. En Borgholm encontramos una lámpara halógena montada en un trípode. Tiene una luz blanca resplandeciente, y cuando la encendemos nuestras dos oscuras habitaciones parecen un estudio de cine. En medio de ese resplandor solar, mi madre se sienta y pinta con las gamas más oscuras que puede mezclar.

Las espátulas y los pinceles de Torun borronean, como ratas estresadas, los tensos lienzos. Mi madre pinta la nevasca en la que se perdió el invierno pasado, y acerca tanto el rostro al lienzo que tiene la punta de la nariz continuamente ennegrecida. Fija la mirada en las negras sombras crecientes: yo creo que, mientras pinta, siente que aún se encuentra fuera, entre los muertos de las charcas de la ciénaga.

Cubre con pintura lienzo tras lienzo, pero como no hay nadie que quiera comprar o siquiera exponer los cuadros, guarda las telas enrolladas en un cuarto vacío y seco, junto a la cocina.

Yo también pinto mucho, cuando sobran papel y colores, sin embargo, el ambiente en la casa del fin del mundo sigue siendo sombrío. Nunca tenemos dinero, y Torun no ve lo suficiente como para seguir limpiando casas.

A principios de noviembre, mi madre cumple cuarenta y nueve años. Lo celebra sola con una botella de vino tinto y empieza a decir que su vida se ha acabado.

La mía parece no haber empezado.

Tengo dieciocho años, he terminado la escuela y me he hecho cargo de algunos trabajos de limpieza de Torun a la espera de tiempos mejores. Me he perdido los años cincuenta por completo. Al final de la década, llegan a mis manos unos viejos números del
Bildjournalen
, y por ellos me entero de que, aparte de la muerte de Stalin y del miedo a la bomba atómica, ha sido la época de los jóvenes con calcetines blancos cortos, guateques y
rock and roll
: pero en el campo no había nada de eso. Nuestra radio era vieja y lo máximo que emitía era una mezcla de voces fantasmales y chasquidos. Tras la dulce temporada de playa, la vida en la costa se transforma en nueve meses de oscuridad, viento, largos caminos embarrados, ropa mojada y constantes pies helados.

Este año, el único consuelo es Markus.

Markus Landkvist ha llegado de Borgholm ese mismo otoño y se ha mudado a una pequeña habitación en Åludden. Markus tiene diecinueve años, uno más que yo, y trabaja como ayudante en las granjas de la comarca, a la espera de hacer el servicio militar.

No es mi primer amor, pero significa un claro paso adelante. Mis enamoramientos anteriores habían consistido en quedarme mirando fijamente a algún chico al otro lado del patio, confiando en que se acercara y me tirara del pelo.

Markus es alto y rubio y el más guapo de la región, por lo menos eso pienso yo.

–¿Sabías que Åludden está embrujada? –le pregunto al encontrarnos por primera vez en la cocina.

–¿Qué?

No demuestra el menor miedo o siquiera interés, pero ahora que he empezado me veo obligada a continuar:

–Los muertos viven en el establo –digo–. Susurran a través de las paredes.

–Es solo el viento –dice él.

No es exactamente amor a primera vista, pero empezamos a relacionarnos. Yo soy muy habladora, y Markus callado. Aunque creo que le gusto. Lo dibujo en mi imaginación antes de dormirme y empiezo a soñar con escaparme de la finca con él.

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