El brujo se tocó con la lengua un diente que se movía, escupió sangre que le brotaba de un labio partido. Sentía cómo en la espalda y en los brazos le estaban saliendo cardenales, cómo se le inflamaba —hasta el tamaño de una coliflor, le parecía— la oreja azotada por el cinto. Junto a él, en el suelo, Cahir se removía desmañadamente, la mano puesta en la mejilla. En sus antebrazos crecían a ojos vista unas rayas rojas.
Sobre la tierra cayó una lluvia que apestaba a azufre, cenizas del último cohete.
Angouléme sollozaba con tristeza, sujetándose el hombro. Milva tiró el cinturón, tras un instante de duda corrió hacia ella, la abrazó y la acarició sin palabras.
—Propongo —habló el vampiro con una voz fría— que os deis la mano. Propongo que nunca, pero nunca jamás, volvamos a tocar este asunto.
De pronto les golpeó una susurrante racha de viento, venida de las montañas, en la que daba la sensación de que resonaban unos aullidos, gritos y voces fantasmales. Las nubes arrastradas por el cielo tomaban formas fantásticas. La hoz de la luna se volvió roja como la sangre.
El coro rabioso y el revuelo de las alas de los chotacabras les despertaron antes del alba.
Se pusieron en camino a poco de salir el sol, cuyo fuego cegador encendió después la nieve de las cimas de las montañas. Se pusieron en marcha mucho antes de que el sol consiguiera mostrarse por detrás de las cumbres. Antes de que se viera que el cielo estaba cubierto de nubes.
Cabalgaban entre bosques, y el camino conducía cada vez más alto y más alto, lo que se dejaba notar por los cambios en la vegetación. De pronto se acabaron los robles y los ojaranzos, entraron en la lobreguez de los hayedos, acolchados de hojas caídas, que olían a moho, a tela de araña y hongos. Hongos había en abundancia. El húmedo final del verano había hecho crecer a los hongos como en un verdadero otoño. La cubierta de hayas desaparecía a trechos entre los sombrerillos de los boletos, los mizcalos y las oronjas.
Los hayedos estaban silenciosos, parecía que la mayor parte de los pájaros cantores había volado ya a sus cuarteles de invierno. Sólo los empapados cuervos cracaban al pie de la vegetación.
Luego se acabaron las hayas, aparecieron los abetos. Olía a resina.
Cada vez con más frecuencia tropezaban con montecillos pelados y abras donde el viento les golpeaba. El río Neva espumeaba entre saltos y cascadas, sus aguas —pese a las lluvias— estaban cristalinas y transparentes.
En el horizonte se elevaba la Gorgona. Cada vez más cerca.
Desde los angulosos costados de la poderosa montaña se deslizaban todo el año glaciares y nieves, a causa de lo cual la Gorgona tenía siempre el aspecto de estar cubierta por un echarpe blanco. La cumbre de la Montaña del Diablo, como la cabeza y el cuello de una misteriosa prometida, estaba incansablemente envuelta en el velo de las nubes. A veces la Gorgona, como una bailarina, agitaba su blanca cubierta, una vista hermosa pero que traía la muerte. Desde los despeñaderos de las paredes de la montaña bajaban avalanchas que arrastraban todo en su camino hasta llegar al desgalgadero situado al pie de monte, y aún más abajo, por la pendiente, hasta el gran bosque de abetos junto al desfiladero de Theodula, junto a los valles del Neva y Sansretour, sobre los ojos negros de los lagos de las montañas.
El sol, que pese a todo había conseguido atravesar las nubes, se esfumó demasiado deprisa. Simplemente se escondió detrás de la montaña al oeste, quemándola con su resplandor dorado y púrpura.
Pernoctaron. El sol salió.
Y llegó el momento de separarse.
Se rodeó minuciosamente la cabeza con el pañuelo de seda de Milva. Se colocó el sombrero de Regis. Volvió a revisar la situación del sihill en la espalda y de ambos estiletes en las cañas de las botas.
Al lado, Cahir afilaba su larga espada nilfgaardiana. Angouléme se cruzaba la frente con una cinta de algodón, se guardaba en la caña el cuchillo de cazador que le había regalado Milva. La arquera y Regis estaban montados. El vampiro le había dado a Angouléme su caballo negro, él estaba sobre la mula Draakul.
Estaban listos. Sólo les quedaba por hacer una cosa.
—Venid aquí, todos.
Se acercaron.
—Cahir, hijo de Ceallach —comenzó Geralt, intentando no sonar patético—. Te insulté con una sospecha sin fundamento y me comporté vilmente hacia ti. Con el presente acto me disculpo, ante todos, bajando la cabeza. Me disculpo y te pido que me perdones. También a todos vosotros os pido perdón, porque fue vil el obligaros a contemplar y escuchar aquello.
«Desahogué sobre Cahir y sobre vosotros mi furia, mi rabia y mi pena. Que surgía de que yo sé quién nos traicionó. Sé quién nos traicionó y raptó a Ciri, a quien nosotros queremos salvar. Mi furia nace de que se trata de una persona que me fue antaño muy cercana.
«Dónde estamos, qué pretendemos, por dónde vamos y adonde nos dirigimos... todo resultó descubierto con ayuda de la magia escaneadora, descubridora. No es demasiado difícil para una maestra de la magia el descubrir y observar a distancia a una persona que fuera antes bien conocida y cercana, con la que se tuvo un largo contacto psíquico que permitiera crear una matriz. Pero la hechicera y el hechicero de los que hablo cometieron un error. Se han desenmascarado. Se equivocaron al contar a los miembros del grupo, y este error los traicionó. Díselo, Regis.
—Geralt puede tener razón —dijo Regis con lentitud—. Como todos los vampiros, soy invisible para las sondas mágicas de visión y escaneo, o sea, a los encantamientos descubridores. Se puede seguir a un vampiro con un encantamiento analítico, de cerca, pero no es posible descubrir a distancia a un vampiro con un hechizo escaneador. Un hechizo escaneador no mostrará al vampiro. Allí donde esté el vampiro el buscador contestará que no hay nadie. Así que sólo un hechicero pudo haberse equivocado con nosotros: escaneó a cuatro donde en realidad había cinco, es decir, cuatro personas y un vampiro.
—Nos aprovecharemos de este error de los hechiceros —siguió de nuevo el brujo—. Yo, Cahir y Angouléme iremos a Belhaven a hablar con el medioelfo que ha contratado a asesinos contra nosotros. No le preguntaremos al elfo por orden de quién actúa, porque eso ya lo sabemos. Le preguntaremos dónde están los hechiceros a cuyas órdenes actúa. Y cuando nos enteremos de dónde es, iremos allí. Y nos vengaremos.
Todos guardaron silencio.
—Hemos dejado de contar las fechas, por eso ni siquiera nos dimos cuenta de que ya estamos a veinticinco de septiembre. Hace dos días fue la noche del Equilibrio, el equinoccio. Sí, precisamente esa noche en la que pensáis. Veo vuestro desaliento, veo lo que tenéis en los ojos. Recibisteis la señal entonces, en aquella terrible noche cuando en el campamento vecino los mercaderes se daban ánimos con aquavit, cantos y fuegos artificiales. Seguramente recibisteis también los presentimientos menos claramente que Cahir y yo, pero os lo imagináis. Lo sospecháis. Y me temo que vuestras sospechas son ciertas.
Graznaron los cuervos que volaban sobre la abra.
—Todo apunta a que Ciri está muerta. Hace dos noches, en el equinoccio, recibió la muerte. En algún lugar lejano, sola, entre enemigos y gente extraña.
»Y a nosotros no nos queda más que la venganza. Una venganza terrible y cruel, de la que todavía circularán leyendas dentro de cien años. Leyendas que la gente temerá escuchar cuando caiga la noche. Y a aquéllos que quisieran repetir tal crimen, les temblará la mano al pensar en nuestra venganza. ¡Daremos un ejemplo por el miedo que los atemorice! El método de don Fulko Artevelde, el sabio don Fulko que sabe cómo hay que tratar a los miserables y a los canallas. El ejemplo por el miedo que daremos le asombrará hasta a él.
»¡Así que comencemos y que el infierno nos ayude! Cahir, Angouléme, a los caballos. Vamos a ir Neva arriba, a Belhaven. Jaskier, Milva, Regis, vosotros os dirigiréis hacia Sansretour, a la frontera con Toussaint. No os perderéis, el camino os lo marca la Gorgona. Hasta la vista.
Ciri acariciaba al gato negro, el cual, con la costumbre de todos los gatos del mundo, volvió a la choza en los pantanos cuando el hambre, el frío y las incomodidades vencieron a su amor por la libertad y la golfería. Ahora estaba tendido en las rodillas de la muchacha y ponía el cuello bajo su mano con un ronroneo que evidenciaba su intenso placer.
Lo que la muchacha estaba contando no le importaba un pimiento al gato.
—Aquélla fue la única vez que soñé con Geralt —siguió Ciri—. Desde aquel momento, desde que nos separáramos en la isla de Thanedd, desde la Torre de la Gaviota, nunca lo había visto en sueños. Por ello juzgaba que no vivía. Y de pronto llegó aquel sueño, uno como hacía tiempo que no tenía, un sueño de los que Yennefer decía que son proféticos, precognitivos, que muestran o bien el pasado o bien el futuro. Fue el día anterior al equinoccio. En una ciudad cuyo nombre no recuerdo. En el sótano en el que me había encerrado Bonhart. Después de que me torturara y me obligara a reconocer quién soy.
—¿Le reconociste quién eras? —Vysogota alzó la cabeza—. ¿Le contaste todo?
—Por mi cobardía —tragó saliva— pagué con vergüenza y desprecio por mí misma.
—Cuéntame ese sueño.
—En él vi una montaña, enorme, escarpada, angulosa como un cuchillo de piedra. Vi a Geralt. Escuché lo que decía. Exactamente. Cada palabra, como si estuviera allí mismo. Recuerdo que quería gritar que no era así, que no era verdad, que se había equivocado terriblemente... ¡Que había equivocado todo! Que no era el equinoccio en absoluto, que incluso si había sido así que yo moría en el equinoccio, no debía decir que estaba muerta antes, cuando todavía estaba viva. Y no debía acusar a Yennefer y decir aquellas cosas de ella...
Se calló por un instante, acarició al gato, sorbió las narices.
—Pero no pude alzar la voz. No pude siquiera respirar... Como si me ahogara. Y me desperté. Lo último que había visto, que recordaba de aquel sueño, fue a tres jinetes. Geralt y otros dos, galopando por una garganta por cuyas paredes caían cascadas...
Vysogota guardaba silencio.
Si al caer la noche alguien se hubiera deslizado hasta la cabaña del hundido tejado de bálago, si hubiera mirado a través de la rendija en los postigos, habría visto en su interior escasamente iluminado a un viejecillo de barba blanca escuchando concentrado el relato de una muchacha de cabellos cenicientos con la mejilla destrozada por una terrible cicatriz.
Hubiera visto a un gato negro que yacía en las rodillas de la muchacha, ronroneando perezosamente, dejándose acariciar para alegría de los ratones que correteaban por la habitación.
Pero nadie pudo haber visto aquello. La choza del hundido tejado de bálago cubierto de musgo estaba bien escondida entre la niebla y los vapores, entre los cañaverales impenetrables, en los cenagales de Pereplut, donde nadie se atrevía a adentrarse.
Sabido es que el bruxo, cuando otorga tormento, sufrimiento y muerte, recibe similísimos placeres y gustos cual el hombre piadoso no más tiene en tanto que coyunda con su legítima cónyuge, ibidem cum eiaculatio. De esto despréndese que y hasta en esta materia es el bruxo monstruo contrario a natura, inmoral y malévolo degenerado, nacido del fondo del más oscuro y apestoso infierno, puesto que del sufrimiento y el tormento sólo el diablo puede lograr placer.
Anónimo, Monstrum o descripción de los bruxos
Se salieron de la carretera principal que iba hacia el valle del Neva, cabalgaron por un atajo a través de las montañas. Iban tan deprisa como les permitía el sendero, estrecho, retorcido, pegado a unas rocas de fantásticas formas, cubiertas de una alfombra de líquenes y musgos. Cabalgaban entre despeñaderos de rocas verticales desde los que caían las cintas quebradas de cascadas y saltos de agua. Atravesaron gargantas y barrancos, a través de puentecillos que se balanceaban tendidos sobre precipicios en cuyo fondo burbujeaba la blanca espuma de unos arroyos.
La espada de granito de la Gorgona parecía alzarse justo por encima de sus cabezas. No se podía ver la punta de la Montaña del Diablo, estaba sumergida entre nubes y nieblas que encapotaban el cielo. El tiempo, como suele suceder en las montañas, empeoró en unas pocas horas. Comenzó a lloviznar, a lloviznar de forma viva y molesta.
Cuando fue acercándose el ocaso, los tres empezaron a mirar a su alrededor con impaciencia y nerviosismo, buscando un chozo de pastor, un redil arruinado o aunque fuera una cueva. Algo que les protegiera durante la noche del agua que caía del cielo.
—Creo que ya ha dejado de llover —dijo Angouléme con esperanza en la voz—. Sólo cae agua por los agujeros en el techo del chozo. Mañana, por suerte, andaremos ya aprés Belhaven y en los arrabales siempre se puede pernotar en alguna choza o establo. —¿No vamos a entrar en la ciudad?
—Ni hablar de entrar. Unos forasteros a caballo resaltan demasiado y el Ruiseñor tiene en el pueblo un montón de informantes.
—Estábamos pensando en meternos voluntariamente en la trampa...
—No —le interrumpió—. Es un mal plan. El que estemos juntos levanta sospechas. El Ruiseñor es un rufián astuto, y de seguro que la noticia de mi captura ya se ha extendido. Si algo le quita el sosiego al Ruiseñor, también el medioelfo se enterará.
—Así que, ¿qué propones?
—Arrodearemos la ciudad por el este, desde la salida del valle de Sansretour. Allí hay unas minas. En una de esas minas tengo un compadre. Iremos a verlo. Quién sabe, si tenemos suerte, puede que esta visita nos valga la pena.
—¿Puedes hablar más claro?
—Lo diré mañana. En la mina. Para no dar mala suerte.
Cahir añadió al fuego unas hojas de abedul. Había llovido todo el día, otras maderas no ardían. Pero el abedul, aunque mojado, sólo chasqueó un poco y enseguida comenzó a arder con un poderoso fuego azulado.
—¿De dónde eres, Angouléme?
—De Cintra, brujo. Es un país junto al mar, en la desembocadura del Yaruga...
—Sé dónde está Cintra.
—Entonces, ¿por qué preguntas si tanto sabes? ¿Tanto lo precisas?
—Digamos que un poco.
Guardaron silencio. La hoguera chasqueaba.
—Mi madre —dijo por fin Angouléme, mirando al fuego— era una noble de Cintra y al parecer de alto linaje. En el blasón, el linaje éste tenía un gato de mar, te lo enseñaría, pues un medalloncito tenía con ese gato de mierda, de mi madre, mas lo perdí a los dados... Mas el tal linaje, me cagüen su perro marino, me mandó a freír gárgaras, pues al parecer mi madre se había arrejuntado con no sé qué bellaco, paréceme que mozo de cuadra, y yo era una bastarda, una cagada, vergüenza y mancha en el honor. Me entregaron a unos parientes lejanos para que me cuidaran, éstos, todo sea dicho, no tenían en el blasón ni gato ni perro ni puta alguna, pero no fueron malos conmigo. Me mandaron a la escuela, me pegaban poco... Aunque muy a menudo me recordaban quién era, una bastarda concebida en el pajar. Mi madre vino a verme igual tres o cuatro veces cuando era pequeña. Luego dejó de venir. A mí, al fin y al cabo, me importaba una puta mierda...