—No lo llamaría broma en ningún caso —dijo Regis categórico—. En ningún caso, Geralt de Rivia.
—Entonces, ¿qué es? ¿Una de las famosas rarezas druídicas?
—No lo sabremos —habló Cahir— mientras no nos convenzamos. Venga, Geralt, entraremos juntos...
—No. —El vampiro negó con la cabeza—. La flaminica fue, en ese aspecto, categórica. El brujo tiene que entrar allí solo. Sin armas. Dame tu espada. Me ocuparé de ella durante tu ausencia.
—Que los diablos... —comenzó Geralt, pero Regis le interrumpió con un rápido gesto.
—Dame tu espada —extendió la mano—. Y si tienes alguna otra arma, déjamela también. Recuerda las palabras de la flaminica. Nada de agresión. Sacrificio. Humildad.
—¿Sabes a quién voy a encontrar allí? ¿Quién... o qué me está esperando en esa cueva?
—No, no lo sé. Los seres más diversos habitan los pasadizos subterráneos de la Gorgona.
—¡Que me parta un rayo!
El vampiro carraspeó bajito.
—Eso tampoco se puede descartar —dijo serio—. Pero tienes que acometer el riesgo. Al fin y al cabo, sé que lo vas a acometer.
No se había equivocado. Tal y como se esperaba, la entrada a la cueva estaba cubierta de una impresionante alfombra de calaveras, costillas, pelvis y huesos. Sin embargo, no se percibía olor a corrupción. Aquellos restos de la vida terrena tenían por lo visto siglos tras de sí y cumplían el papel de decoración para asustar a intrusos.
O al menos eso pensaba él.
Entró en la oscuridad, los huesos crepitaron y chasquearon bajo sus pies.
La vista se le adaptó enseguida a la oscuridad.
Se encontraba en una gigantesca cueva, una caverna de roca cuyas medidas el ojo no estaba en condiciones de abarcar, puesto que las proporciones se quebraban y desaparecían en el bosque de estalactitas que colgaban del techo en pintorescos manojos. Del yacente de la cueva, brillante de humedad y entreverado de gravilla multicolor, surgían estalagmitas blancas y rosas, toscas y achaparradas en la base, esbeltas por arriba. Algunas de las puntas alcanzaban muy por encima de la cabeza del brujo. Algunas se unían por arriba con las estalactitas, formando acolumnadas estalagmitas. Nadie le gritaba. El único sonido que se podía oír era el eco del agua goteando y chapoteando.
Anduvo, despacio, directamente enfrente, en la oscuridad, entre las columnas de estalagmitas. Sabía que le estaban observando.
La falta de la espada a la espalda se hacía sentir con fuerza, importuna y claramente. Como la falta de un diente roto hacía poco tiempo.
Redujo el paso.
Algo que todavía un segundo antes había tomado por unas piedras redondas yaciendo a los pies de una estalagmita clavaba ahora en él unos ojos enormes y brillantes. En una masa compacta de greñas grisáceas cubiertas de polvo se abrían unas enormes mandíbulas y relucían unos colmillos cónicos
Barbeglaces.
Anduvo despacio y asentando los pies con cuidado. Los barbeglaces estaban por todos lados, grandes, medianos, pequeños, yacían en su camino, sin intenciones de apartarse. Hasta el momento se comportaban con tranquilidad; no estaba seguro, sin embargo, de lo que pasaría si pisaba a alguno.
Las estalagmitas eran ya como un bosque, no era posible caminar derecho, tenía que rodearlas. Desde arriba, desde la bóveda erizada de agujas como carámbanos, goteaba el agua.
Los barbeglaces —cada vez había más— le acompañaban en su marcha, revolcándose y amontonándose por el yacente. Escuchó su monótono chamulleo y sus bufidos. Percibió su olor penetrante y ácido.
Tuvo que detenerse. En su camino, entre dos estalagmitas, en un lugar que no le era posible evitar, yacía un equinopes bastante grande, una masa erizada de largas espinas. Geralt tragó saliva. Sabía bien que los equinopes podían disparar las espinas hasta una distancia de diez pies. Las espinas tenían una propiedad especial: una vez clavadas en el cuerpo, se quebraban y las afiladas puntas se hundían y «paseaban» cada vez más profundamente, hasta que por fin alcanzaban algún órgano sensible.
—Brujo tonto —escuchó en la oscuridad—. ¡Brujo cobarde! ¡Tiene miedo, ja, ja!
La voz sonaba extraña y ajena, pero Geralt ya había escuchado voces así más de una vez. Así hablaban seres que no estaban acostumbrados a comunicarse con ayuda del habla articulada, por eso tenía una acentuación y una entonación extraña, que alargaba las sílabas innaturalmente.
—¡Brujo tonto! ¡Brujo tonto!
Se abstuvo de comentar nada. Se mordió los labios y pasó junto al equinopes. Las espinas del monstruo ondearon como los tentáculos de una actinia. Pero sólo por un momento; luego el equinopes se quedó inmóvil y comenzó a recordar de nuevo a un gran montón de hierba del pantano.
Dos enormes barbeglaces se cruzaron por su camino, farfullando y gruñendo. Desde arriba, de lo alto de la bóveda, le llegó el revoloteo de unas alas membranosas y unas risillas siseantes, una señal inequívoca de la presencia de portahojas y vespertilos.
—¡Ha venido aquí un asesino, un matarife! ¡Un brujo! —Por la oscuridad se extendió la misma voz que había escuchado antes—. ¡Entró aquí! ¡Se atrevió! Pero no tiene espada, el matarife. ¿Cómo quiere matar? ¿Con la mirada? ¡Ja, ja!
—¿O puede —se oyó una voz con una articulación todavía más innatural— que nosotros lo matemos? ¿Jaaa?
Los barbeglaces chamullaron en un coro furioso. Uno, grande como una calabaza madura, se acercó mucho y chasqueó sus dientes junto a los talones de Geralt. El brujo ahogó una maldición que le salió a los labios. Siguió adelante. Caía agua de las estalactitas, resonaba con un eco argentino.
Algo se pegó a su pierna. Se contuvo para no agitarla con violencia.
El ser era pequeño, no mucho mayor de un perro pequinés. También recordaba un poco al pequinés. En el rostro. Lo demás parecía de mono. Geralt no tenía ni idea de lo que era. En su vida había visto algo parecido.
—¡Burujo! —articuló el pequinés con voz estridente, pero por completo inteligible, espasmódicamente agarrado a la bota de Geralt—. ¡Burujujo! ¡Jojoputa!
—Suéltate —dijo él a través de sus apretados dientes—. Suéltate de la bota o te doy una patada en el culo.
Los barbeglaces chamullaron todavía en taño más alto, violento y amenazador. Algo bramó en las tinieblas. Geralt no vio lo que había sido. Sonaba como una vaca, pero el brujo se apostaba cualquier cosa á que no había sido una vaca.
—¡Burujo! ¡Jojoputa!
—Suelta mi bota —repitió, controlándose a duras penas—. He venido aquí sin armas, en paz. Me estás entorpeciendo...
Se detuvo y se atosigó con una ola de repugnante olor a causa del cual le lloraron los ojos y se le puso la carne de gallina.
El ser pequinoforme aferrado a su muslo desencajó los ojos y le defecó directamente sobre la bota. El asqueroso hedor estaba acompañado de sonidos todavía más asquerosos.
Lanzó una palabrota adaptada a la situación y separó de la pierna a la repugnante criatura. Mucho más delicadamente de lo que le correspondía. Pero y aun así sucedió lo que se esperaba.
—¡Ha pegado una patada al pequeño! —gritó algo en la oscuridad, por encima de los huracanados chamulleos y bufidos de los barbeglaces—. ¡Ha pegado una patada al pequeño! ¡Ha dañado a uno menor que él!
Los barbeglaces más cercanos se le apretaron a los pies. Sintió cómo sus patillas nudosas y duras como una piedra lo agarraban e inmovilizaban. No se defendió, estaba completamente resignado. En la piel del más grande y más agresivo se limpió la bota enmendada. Le tiraron de las ropas, se sentó.
Algo grande se arrastró por una estalactita, saltó al suelo. Enseguida supo lo que era. Un llamador. Rechoncho, panzudo, peludo, de pies torcidos, de un ancho de tripa de como una braza, con una barba pelirroja que era incluso más ancha.
Al acercarse el llamador le iban acompañando unos temblores del suelo, como si no fuera el llamador el que se acercara, sino un percherón. Los pies callosos y anchos del monstruo tenían —por muy raro que esto sonara— una longitud cada uno de pie y medio.
El llamador se inclinó sobre él y emanó una peste a vodka. Los tunantes se destilan aquí su propio aguardiente, pensó Geralt maquinalmente.
—Has golpeado a uno menor que tú, brujo —le echó la peste en la cara el llamador—. Sin dar razón alguna atacaste y dañaste a una criaturilla pequeña, amable e inocente. Sabíamos que no se podía confiar en ti. Eres agresivo. Posees instintos asesinos. ¿Cuántos de nosotros has matado, canalla?
No le pareció adecuado responder.
—¡Oooh! —El llamador le asfixió todavía más con el hedor de su alcohol digerido—. ¡Soñaba con esto desde niño! ¡Desde niño! Por fin se han cumplido mis sueños. Mira a la izquierda.
Miró como un idiota. Y recibió un puño derecho en los dientes de tal forma que vio la más absoluta claridad.
—¡Ooooooh! —El llamador enseñó unos grandes dientes curvos desde el interior de una densa y apestosa barba—. ¡Soñaba con esto desde niño! Mira a la derecha.
—Basta. —Desde algún lugar en lo profundo de la caverna se escuchó una orden alta y sonora—. Basta de estos juegos y chanzas. Dejadlo ir.
Geralt escupió la sangre de su labio parido. Lavó la bota en una corriente de agua que caía de la pared. La mofeta con rostro de pequinés sonrió sarcástica, pero desde una distancia segura. El llamador también sonrió, mientras se masajeaba el puño.
—Ve, brujo —ladró—. Ve hacia él, ya que te llama. Yo esperaré. Porque al fin al cabo habrás de volver por aquí.
La caverna en la que entró, sorpresa, estaba llena de luz. A través de unas aberturas en la bóveda preñada de estalactitas caían unas columnas de claridad que se cruzaban, arrancando de las rocas y formaciones sedimentarias un espectáculo de brillos y colores. Además, en el aire colgaba una bola mágica de ardiente claridad, apoyada por los reflejos del cuarzo en las paredes. Pese a toda aquella iluminación, los límites de la caverna se perdían en la oscuridad, en una perspectiva de columnas de estalagmitas que desaparecían en la negra oscuridad.
En una pared, a la que la naturaleza había como preparado para aquel objetivo, se estaba creando en aquel momento una enorme escena de pinturas rupestres. El artista pintor era un alto elfo de cabello rubio, vestido con una toga manchada de pintura. En el brillo mágico-natural, su cabeza parecía estar rodeada por un halo luminoso.
—Siéntate. —El elfo, sin apartar la vista de la pintura, le señaló una roca a Geralt con un movimiento del pincel—. ¿No te han hecho daño?
—No. La verdad es que no.
—Tienes que perdonarlos.
—Cierto. Tengo.
—Son un poco como niños. Se alegraron terriblemente de tu venida.
—Ya lo he visto.
Sólo entonces le miró el elfo.
—Siéntate —repitió—. En un momento estaré a tu disposición. Ya estoy terminando.
Lo que estaba terminando el elfo era un animal estilizado, seguramente un bisonte. De momento sólo tenía listo el contorno, desde los imponentes cuernos hasta el no menos maravilloso rabo. Geralt se sentó en la roca señalada y se prometió a sí mismo ser paciente y humilde. Hasta las fronteras de lo posible.
El elfo silboteaba bajito a través de sus dientes apretados, sumergió el pincel en un recipiente con pintura y con rápidos movimientos pintó su bisonte de color violeta. Al cabo de un momento de reflexión pintó en un costado del animal unas rayas de tigre.
Geralt le contemplaba en silencio.
Por fin el elfo retrocedió un paso, admirando el fresco rupestre que mostraba ya toda una completa escena de caza. Unas delgadas figuritas humanas, armadas de arcos y lanzas y pintadas con unos negligentes toques de pincel, perseguían en salvajes saltos al bisonte violeta y rayado.
—¿Qué se supone que tiene que ser esto? —Geralt no pudo resistirse.
El elfo le miró de pasada, mientras se llevaba la punta limpia del pincel a los labios.
—Esto es —explicó— una pintura prehistórica realizada por los primeros hombres que habitaron en esta caverna hace miles de años y se ocupaban sobre todo de cazar al ya largo tiempo extinguido bisonte violeta. Algunos de estos cazadores prehistóricos eran artistas, sentían una profunda necesidad de reaccionar artísticamente. Eternizar aquello que les rondaba en el espíritu.
—Fascinante.
—Claro que sí —admitió el elfo—. Vuestros científicos merodean desde hace años por las cavernas buscando las huellas de los hombres prehistóricos. Y cuantas veces las encuentran, se sienten fascinados sin medida. Puesto que encuentran pruebas de que no sois extraños en esta esfera y en este mundo a la vez. La prueba de que vuestros antepasados han habitado aquí desde hace siglos, de que por ello a sus herederos les pertenece este mundo. En fin, cada raza tiene derecho a algunas raíces. Incluso la vuestra, la humana, cuyas raíces hay que buscar más bien en la copa del árbol. Ja, un retruécano gracioso, ¿no crees? Digno de un epigrama. ¿Te gusta la poesía ligera? ¿Qué más piensas que se puede pintar aquí?
—Dibuja a los cazadores prehistóricos unos enormes falos tiesos.
—Es una buena idea. —El elfo sumergió el pincel en la pintura—. El culto fálico es típico de las civilizaciones primitivas. Puede también servir para que se forje la teoría de que la raza humana padece de degeneración física. Los antepasados tenían falos como porras, y a los descendientes no les quedaron más que unas ridículas pollitas... Gracias, brujo.
—No hay de qué. Oh, me rondaba en el espíritu. La pintura tiene un aspecto demasiado reciente como para ser prehistórica.
—Al cabo de tres o cuatro días los colores palidecen por influjo de la sal que colma la pared y la imagen se hace tan prehistórica que te caes de espaldas. Vuestros científicos se van a mear de gusto cuando lo vean. Apuesto la cabeza a que ninguno reconoce mi comedia.
—Lo reconocerán.
—¿Y cómo?
—Porque no vas a ser capaz de no firmar tu obra maestra.
El elfo se rió seco.
—¡Tocado! Me has descifrado sin error. Ah, es difícil que el artista apague la hoguera de las vanidades. Ya he firmado la pintura. Oh, aquí.
—¿Eso no es una libélula?
—No. Es un ideograma que significa mi nombre. Me llamo Crevan Espane aep Caomhan Macha. Por comodidad utilizo el alias de Avallad! y también de este modo puedes dirigirte a mí.
—No dejaré de hacerlo.
—A ti, por tu parte, te llaman Geralt de Rivia. Eres un brujo. Sin embargo, en la actualidad no te dedicas a perseguir a monstruos y bestias, te ocupas de buscar a muchachas desaparecidas.