La trampa (25 page)

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Authors: Mercedes Gallego

BOOK: La trampa
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Azorada, la madre respondió:

—Ay,
fill meu,
pero que bruto eres… —se alejó hacia la cocina para limpiar los cacharros.

—Vamos a ver qué dicen en la tele —el padre encendió el televisor.

Las noticias estaban finalizando. El hombre del tiempo ofrecía sus pronósticos.

—Nada. Lo mismo. Va a seguir lloviendo sin parar —se lamentaba el padre de Manel.

—Si sólo fuera la lluvia, pero hace un frío que pela.

—Tú eres andaluza, ¿verdad?

—Sí. De Málaga.

—Y de madre alemana, nos ha dicho Manel. ¿Conoces Alemania?

—Claro. He ido muchas veces. Mi abuela Dagmar tiene la familia allí.

—¿Cómo dices que se llama tu abuela?

—Dagmar.

—No lo había oído nunca.

—En Alemania es muy corriente; mi familia procede de Stuttgart. Una ciudad preciosa. ¿La conoce usted?

—No. Viajamos poco, la verdad. Y eso que ahora no tenemos nada que hacer, pero mi mujer no quiere dejar solo al chico…

—¿Qué no quiere dejarlo solo? Pues es mayorcito.

—Eso le digo yo, joder, pero no hay manera. Lo más que hacemos es ir al pueblo unos días cuando Manel se va de vacaciones. A ésta —señaló la puerta de la cocina que estaba abierta—, no hay quien la mueva si el chico está en casa.

—Que te estoy oyendo —la voz salía de la cocina.

—Ya me lo imagino, es superior a ti lo de poner la oreja…

Afortunadamente Manel entró en el salón cortando la conversación. Ahora sí que estaba desconocido.

Vestía una gabardina moderna de color azul marino y debajo un traje Príncipe de Gales impecable; camisa blanca, corbata gris, zapatos negros y una bufanda gris oscuro, que consiguieron dejar a todos sin palabras.

La primera en reaccionar fue la madre, que había salido de la cocina y secaba sus manos en el delantal.

—Ay,
fill meu.
Pero qué guapo estás. Eso, eso es lo que tenías que hacer. ¿Verdad Candela? ¿A qué parece otro?

Efectivamente parecía otro. Candela comprendió lo que pretendía Manel y se alegró al constatar que lo había conseguido; nadie podría asociar al policía melenudo con el hombre que tenía ante sí, con aspecto de estudiante inglés. A pesar de que el atuendo clásico y convencional favorecía a Manel, a ella le gustaba más la imagen anterior, de músico bohemio y desgarbado.

Poco después, ambos abandonaron el piso de los padres.

Capítulo 11

El tiempo había ofrecido una pequeña tregua, aunque el cielo aparecía cubierto y presagiaba lluvia. Nuevamente Candela acudía al bufete de Julia; apenas utilizaban el teléfono después de la advertencia de Virginia, y aunque no le había dicho nada a Manel ni a su jefe, sospechaba que tampoco mantenían a través del teléfono conversaciones relacionadas con la muerte de Miriam.

Julia no esperaba a Candela, como siempre, se alegró de verla, pero no tanto de la propuesta que le hizo después de ponerla al día respecto a lo que habían acordado Manel y ella.

—El plan es aprovechar las escuchas a nuestra conveniencia. De momento Manel está en mi casa, pero yo había pensado que se instalase en la tuya.

—¿En la mía?

—Sí. No es la primera vez que vives con una pareja, aunque no duren demasiado —rió Candela.

—Muy graciosa… Lo malo es que el hecho de que Manel se instale en mi casa es tanto como echarme encima a tus colegas.

—No has entendido nada de lo que te he contado, Julia. Manel no es Manel. A ver si me explico: se ha cortado el pelo y la barba; se ha puesto gafas y en cuanto llegue a casa, lo tiño de moreno y no lo reconocerá ni la madre que lo parió.

—Hablando de la madre, ¿qué pensáis decirle?

—Que está de viaje.

—Pero si la llama por teléfono desde mi casa lo fastidiamos, porque si como sospechas mi teléfono está pinchado…

—Es que no va a llamar. Yo hablaré con ella y le llevaré alguna carta para que esté tranquila.

—No me gusta demasiado, Candela. Hasta que no vea a Manel tengo mis dudas. No creo que nadie cambie tanto como para que la policía no se dé cuenta. Además, Manel tiene unos ojos inconfundibles.

—Por eso se ha puesto gafas.

—¿Lo sabe Salgado?

—Nadie sabe nada y no pensamos decírselo.

—Está bien, ya veremos como acaba todo esto. A veces creo que me estoy volviendo loca; en mi vida me podía imaginar estar colaborando con la policía. Cómo se enteren mis colegas de partido me la juego.

—He pensado que me llames por teléfono para pedirme que vaya a la estación de Francia a recoger a un amigo tuyo porque tú no puedes. Con un poco de suerte me siguen y ya tenemos la historia montada. Y si no me siguen, mejor. Manel ahora está en mi casa esperándome. He preguntado los horarios de trenes. Hay uno que tiene parada en Sitges procedente de Salamanca; dentro de un rato él se va a Sitges a esperarlo. Cuando llegue el que nos interesa se sube y baja en Barcelona, donde lo recojo a las nueve.

—¿Y no es mejor que lo recoja yo? A las nueve de la noche no es normal que no pueda ir a buscarlo si es un amigo mío, aunque si como dices está cambiado no lo reconoceré.

—Eso sería lo ideal, aunque tú no lo reconozcas, él a ti sí. Tú no has cambiado.

—Claro —rió Julia—. Y no pienso hacerlo…

—Bueno, pero lo de la llamada sigue en pié; llámame tú para contarme que viene un amigo tuyo de Salamanca. Es interesante que sepan «de primera mano» que viene un amigo a tu casa.

—¡Ay!, no sé, Candela. Todo esto es muy novelero… Espero que no tengamos que lamentarlo. Como se entere tu jefe se va a armar.

Manel había considerado la posibilidad de alquilar un apartamento, pero no quería dejar constancia de su nombre en ningún sitio. Barajó la idea de conseguir un documento de identidad falso, pero con la policía detrás no tenía sentido porque en el momento en que localizasen el nombre y el número harían las comprobaciones pertinentes. La idea de Candela de utilizar a su amiga no acababa de convencerlo, aunque la aceptó.

Esperaba impaciente la llegada de Candela. Lo peor era tener que renunciar al saxo durante todo este tiempo, era lo único que hubiera podido delatarlo.

Alrededor de las cinco Candela hizo su aparición.

—No te habrán seguido —fue el recibimiento de Manel.

—Pero cómo me van a seguir, Manel. Yo estoy controlada, me suponen trabajando; para que lo sepas, Vázquez me ha asignado a Diego como sustituto tuyo. No está mal ¿verdad?

—Podía haber sido peor. Bueno, a lo nuestro: ¿qué planes hay?

Cuando lo hubo puesto al corriente de todo, Manel empezó a ponerse nervioso.

—No me va a dar tiempo a llegar a Sitges.

—El tren al que tienes que subir para a las ocho. Hay tiempo de sobra.

—Que no, joder. Que todavía tengo que comprar una maleta.

—Pues no la compres. Te dejo una mía y en paz.

—Pero no tengo nada de ropa: ni pijama, ni calzoncillos… ¿Piensas dejarme algunas bragas y un camisón…?

—De momento me basta con retocarte el pelo —ambos reían con ganas.

—¿Mi pelo?, ¿qué vas a hacer con mi pelo.

—Teñírtelo. Tienes un color muy característico y es mejor que te lo tiña.

—Y las cejas qué, ¿también me las vas a teñir?

—No hace falta; ya lo he pensado, pero te las tapan las gafas, aunque ya que lo dices a lo mejor te doy un toque. Toma. Ponte esto —le tendió una camiseta y unos pantalones de chándal. Vamos, rápido, que tienes que coger el tren en Sitges a las ocho.

A las nueve y media, con menos retraso del esperado, Manel bajaba de un tren procedente de Salamanca, el elegido por las innumerables paradas que ofrecía. Su pelo castaño había desaparecido y en su lugar, un negro azabache resplandecía a la luz mortecina de la estación.

Divisó a Julia en la entrada y caminó hacia ella y se dio cuenta de que no lo había reconocido hasta que él le tocó el hombro.

—¡Hostia Manel! No te había conocido.

—De eso se trata… —respondió éste sonriente—. ¿Has venido en coche?

—Sí, lo tengo ahí fuera mal aparcado, como siempre. ¿Vamos?

—Vamos.

Entraron en casa de Julia; ella, expectante ante la aventura en la que, sin proponérselo, se había metido. Manel, cohibido e inseguro. La idea de no tener ropa, neceser, pijama… Es decir: nada, le preocupaba.

—Por lo de afeitarte no te preocupes, yo tengo una maquinilla que uso para depilarme, pero claro, no uso jabón de afeitar.

—Pues me voy a destrozar la cara.

—Ya lo solucionaremos mañana. Y ni se te ocurra llamar desde aquí a nadie, y menos a casa de Candela.

—¿Tú también crees que está pinchada?

—Yo no lo creo, estoy segura. Lo mismo que el de tu casa, el de Candela y no me extrañaría que también lo estuviera el de tu comisario.

—No sé de dónde te has sacado eso, pero te haré caso.

Sonrió satisfecha por la docilidad de su huésped.

—No te preocupes por la ropa, mañana vamos de compras a primera hora. Me he tomado el día libre… La ventaja de no tener jefes. Si quieres yo voy por el barrio para comprar lo de afeitar y luego salimos a por algo de ropa.

—No sabes cómo te agradezco lo que estás haciendo, Julia. Necesito saber quién se ha cargado a Miriam, pero desde la Brigada no hubiera podido: allí tengo las manos atadas.

—Yo también tengo mis intereses, no creas; el hecho de que el juez haya actuado de la forma que lo hizo me huele mal y no hay nada que me haga más feliz que limpiar el juzgado. No sé si debo darte yo las gracias. Ven. Te enseñaré tu habitación.

El martes treinta de octubre Candela hacía su entrada en la sala de inspectores esforzándose por disimular la euforia que sentía, sin embargo a Vázquez no le pasó desapercibida.

—Que contenta estás. Yo pensaba que el cambio de compañero te sentaría fatal.

—No me hace gracia, la verdad, pero tampoco es ningún problema. Diego es una excelente persona. ¿Qué dice él de trabajar conmigo?

—Nada. ¿Qué va a decir?

—No sé; a muchos no les hace gracia tener a una mujer como «compañero».

—Por ese lado no hay problema, porque su hija pequeña también quiere ser policía. Tiene tres hijos varones y resulta que la única que quiere seguir los pasos de su padre es la chica.

—Para cuando ella quiera ingresar espero que las cosas hayan cambiado un poco más.

—Tendrás tú queja…

—Buenos días a todos —saludó Diego.

Faltaban unos minutos para las nueve.

Siguiendo los planes previstos fueron a casa del vidente; Candela se quedó esperando en el coche mientras Diego se presentaba en casa. Faltaban unos minutos para las diez de la mañana. Mefisto dormía plácidamente cuando el inspector llamó a la puerta. El ayudante le abrió con recelo.

—Policía —dijo Diego mostrando la placa—. Dígale a Cándido Portillo que quiero hablar con él.

—Me parece que se equivoca. Aquí no vive ningún Cándido.

—No, tiene usted razón, muy cándido no es, pero así se llama el que dice ser Mefisto. Deprisa, vaya a buscarle que no tengo toda la mañana —apremió Diego, alzando la voz.

—Espere aquí —lo condujo a la sala de espera donde solían aguardar turno las visitas.

El cuadro de Magritte, que tanto había impresionado a Candela, desconcertó al policía, que lo miraba con curiosidad; el secretario del vidente apareció de nuevo ante él, interrumpiéndolo antes de poder decidir si le gustaba.

—Dice que espere cinco minutos porque tiene que vestirse; estaba durmiendo.

—No hace falta que se ponga de gala, sólo quiero hablar con él, no necesita disfrazarse de vidente, dígaselo.

—Sí señor —respondió con miedo el empleado de Mefisto.

El vidente hizo su entrada en la sala de espera con su habitual túnica multicolor, invitándole a entrar en el despacho donde solía recibir a los incautos que acudían a él.

—Tengo entendido que Cayetana Romero trabajó para usted realizando faenas domésticas. ¿Es así?

—¿Cayetana? ¡Ah, sí! Pero eso fue hace mucho tiempo. No sé nada de ella desde que dejó de trabajar aquí. ¿Por qué?

—No son esas las noticias que nosotros tenemos; pasar, pasar… No pasa nada. Sólo que Cayetana está muerta, pero vamos, eso a usted no debería extrañarle.

—¿Muerta? No sabía nada. ¿Cuándo murió? Pobre mujer, ¿qué le ha pasado?

—Nada, que se empeñó en morirse cuando alguien le rodeó el cuello con las manos y la estranguló. ¿Le suena?

Mefisto vaciló unos instantes antes de mostrar la reacción que el viejo inspector estaba esperando.

—Oiga usted, ¿no estará insinuando que yo tuve algo que ver? Si es así, será mejor que llame a mi abogado. Las cosas han cambiado y ahora no pueden ustedes venir así como así a intimidar a los ciudadanos decentes.

—No, claro. Lo que pasa es que usted se ha vuelto decente hace poco, porque cuando vivía en Badalona y más tarde en La Modelo, no era tan decente… ¿Me equivoco?

—Aquello fueron locuras de juventud, ya sabe usted. Los que somos «especiales» tenemos problemas para aceptarnos, y a veces no sabemos cómo canalizar nuestro poder.

—Ya. Y usted ya sabe cómo hacerlo, ¿no es así?

—No tengo tiempo que perder, si es todo lo que tenía que decirme ya lo ha hecho, ahora haga el favor de marcharse.

—No corra tanto. También tengo que preguntarle por dos señores que, por lo visto, también eran clientes suyos. Me refiero a Rosendo Marcos y Paulino Domínguez, ¿le suenan?

—Yo visito a mucha gente; tendría que mirar en mis notas a ver si encuentro algo.

—Pues búsquelo, yo no tengo prisa —respondió Diego arrellanándose en la silla mientras estiraba las piernas encendiendo un cigarrillo.

—¿Qué pasa con esos dos?

—Ya nada, sólo que corrieron la misma suerte de Cayetana Romero. A lo mejor es usted gafe…

Mefisto se levantó con brusquedad.

—¡Hasta aquí hemos llegado! Haga usted el favor de salir de mi casa si no quiere que le eche a la fuerza. O regresa usted con una orden del juez para interrogarme con mi abogado presente, o hemos terminado.

—Me parece que ha visto usted muchas películas, Cándido. Yo no necesito una orden del juez para llevármelo a Comisaría ahora mismo. Y mire por dónde, es lo que voy a hacer. ¡Andando!

—Tengo derecho a llamar a un abogado.

—Ya lo hará usted desde la jefatura, todavía no está detenido.

—Espere un momento. Comprenderá que no voy a ir a comisaría vestido así.

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