—Aparecerían fuentes de rayos X o gamma mientras las fuerzas de marea desvían las partículas atraídas. Deberíamos buscarlo en los registros astronómicos, para corroborarlo.
—Mirad —dijo Vidur—. Estamos recibiendo una imagen más precisa.
Era verdad. El proyector de partículas fantasma mostraba algunos detalles internos de la cámara cubierta de hielo. La mente de la nave ofreció una vista hipotética, basada en las imágenes borrosas, en los ecos camuflados de descargas energéticas. La imagen hipotética mostraba a Jenofonte colgando como una esfera azul, en su forma más apta para conservar el calor, en medio de la diminuta cámara. Diomedes alzó una mano.
—Jenofonte percibe nuestra presencia.
Al instante, los cuatro se fusionaron con la mente de la nave, y la información fluyó hasta el sistema interior, hasta Neptuno, y hasta ese puesto lejano y solitario, y los inundó.
Era el pensamiento final de la Trascendencia que concluía.
Y Jenofonte estaba allí.
Jenofonte usaba una sofisticada técnica de guerra mental de la Ecumene Silente para observar la Trascendencia (o diminutas partes superficiales de ella) sin unirse. Jenofonte, oculto, encriptado, rodeado por muros de privacidad, estaba en su pequeña celda, unido por un largo e invisible lazo de comunicación radioláser a la embajada neptuniana del enjambre urbano troyano.
Por un instante de tiempo de Trascendencia, que era varios días de tiempo real, el último movimiento de la Trascendencia lo observó mientras él observaba.
El pensamiento que preocupaba a todas las mentes congregadas era éste: quizá hubiera alguna esperanza de que Jenofonte fuera rescatado o reformado.
Se permitió que Jenofonte viera, en los pensamientos más profundos de la Ecumene Dorada, la honesta consciencia de la futilidad de los silentes y su filosofía irracional. La guerra quizá no fuera tan larga como la presentaba la extrapolación de Helión. La capacidad de Nada para producir copias de sí mismo estaba muy limitada por el hecho de que, a menos que todas las copias mantuvieran una uniformidad total de opinión y prioridades de pensamiento, surgirían conflictos entre ellas.
Dichos conflictos se debían resolver por la violencia, pues la filosofía de Nada eludía la razón.
La previsión de esa violencia futura requería que el Nada original hiciera las copias tan débiles, estúpidas, timoratas y poco innovadoras como fuera posible, dadas sus tareas.
Colonizar nuevos sistemas estelares con huestes de máquinas estúpidas y poco creativas como administradores coloniales provocaría una serie de lentos fracasos de pesadilla. El imperio de los silentes, si existía, seria pequeño. Quizás aún no hubieran dejado su estrella hogar de Cygnus X-1.
En tal caso, la primera misión de Faetón sería resolver el problema rápidamente. Esta «guerra» quizá estuviera terminada antes de que el nuevo Colegio botara la primera nave de guerra planificada, la
Némesis Lace-demonio.
¿De qué valían, pues, los esfuerzos de Jenofonte? ¿Por qué había contribuido a esta locura? ¿Por qué aún respaldaba una causa condenada al fracaso?
Jenofonte comprendió que estos pensamientos iban dirigidos a él; que las mentes de aquéllos a quienes espiaba lo observaban pacientemente, dándole una última oportunidad de ser razonable.
Y, por supuesto, Atkins estaba allí, cargado en la mente de la
Fénix Exultante.
En medio de una Trascendencia por lo demás libre y pacífica, Atkins había introducido un virus mental militar. Las tan cacareadas técnicas de guerra mental de los silentes no lo detectaron ni lo detuvieron.
Este simple virus interfería con el marco temporal normal y las rutinas de prioridad de información del cerebro. El efecto era que alguien que estaba en la Trascendencia ignorase lo que sucedía en el exterior, una mera exageración de un reflejo normal. Pero permitía que la
Fénix Exultante,
enorme y flamígera, se aproximara a la celda de hielo sin ser detectada. Jenofonte estaba distraído.
El pensamiento final de la Trascendencia se despidió serenamente de Jenofonte y del universo, y finalizó. Jenofonte despertó y vio la gigantesca e invulnerable nave estelar casi encima de su escondrijo.
En una parte de la esfera azul que formaba su cuerpo, los neurocircuitos de Jenofonte se contorsionaron, construyeron un emisor y enviaron un mensaje a un puerto mental cercano. A diferencia de su verborreica identidad normal, esta versión de Jenofonte envió un penúltimo mensaje breve: «Ahora comprendéis que habéis derrotado sólo a la versión más débil y estúpida posible de Nada Filantropotec, a la cual no se le dijo nada sobre nuestros auténticos objetivos y poderes. Los señores de la Ecumene Silente tienen agentes más grandes a su mando, y hace mucho tiempo que elaboran sus planes. Aun antes de que la
Naglfar
llegara a Cygnus X-1, Ao Ormgorgon hizo su gran juramento. En cuanto a mí, nunca conoceréis los motivos de mi odio».
Se formó un segundo grupo de complejos neurocircuitos, el cual creó una zona de densidad energética tan potente como para cegar todos los sentidos de la Trascendencia; ni siquiera el proyector de partículas fantasma de la
Fénix
veía una imagen clara. Los análisis de largo alcance llegaron a la conclusión, a partir de reconstrucciones, de que la métrica del espaciotiempo de esta pequeña zona se estaba distorsionando intensamente.
Temiendo una trampa, o un arma desconocida, Faetón mantuvo la
Fénix Exultante
a trescientos mil kilómetros de distancia, hasta que el efecto disminuyó.
Cuando Témer Lacedemonio, Vidur y Atkins llegaron por maniquí remoto poco después, con Faetón en su armadura, para hurgar en los escombros, los circuitos de la armadura de Faetón descubrieron el residuo de las fuerzas de marea que habían distorsionado las partículas subatómicas de la región.
Al parecer, valiéndose de medios desconocidos, una ciencia que ni siquiera la Mente Terráquea podía entender, Jenofonte había creado un agujero negro dentro de sí mismo y su masa se había colapsado en su interior.
—Una estrambótica forma de suicidio —comentó Atkins en el canal tres—. Nada hecho de materia puede sobrevivir a eso.
—Con todo respeto, mariscal, no estoy tan seguro —respondió Faetón—. La mente de la nave dice que el residuo está por debajo del límite de utilidad... ni siquiera un sofotec podrá reconstruir lo que sucedió aquí.
—¿Crees que está vivo?
—No puedo hacer especulaciones, mariscal. Sólo ahora empiezo a comprender cuánto ignoramos acerca del universo que hay fuera de la Ecumene Dorada.
—Una razón más para ir a explorarlo, ¿verdad? —dijo concisamente Atkins.
Faetón, brillante en su armadura dorada, revoloteó en los restos de esa frágil esfera —antes tan poblada de complejos dispositivos fotoelectrónicos, ahora escombros negros y calcinados, paredes rasgadas y distorsionadas por intensos campos gravitatorios, líquidos flotantes errando como nieve en microgravedad— y se preguntó qué poderes tendrían en verdad los silentes.
Miraba el último mensaje de Jenofonte. Estaba escrito en signos dragontinos, con sangre congelada y fluidos internos del cuerpo desaparecido.
Los signos sólo decían: «La Ecumene Dorada debe ser destruida».
Dafne Tercia, usando un vestido de seda roja, al estilo de Estrella Vespertina, fue conducida a la sala. A ella le parecía que la conducía un punto de luz, y que la habitación era un óvalo en penumbra, con alfombras sensuales y mullidas, donde fluctuaba la dorada luz de las velas, con mesillas llenas de frutas y flores, porcelana reluciente y palillos plateados brillando contra madera oscura. Dos de sus esculturas energéticas favoritas fulguraban en nichos redondos a ambos lados de la puerta, y gorjearon jovialmente al verla.
El oeste de la sala era un ventanal, una curva suave que parecía sólida pero permitía que la brisa del lago llevara suaves y frescos aromas a la habitación, el perfume de pino de la otra orilla. Era poco antes del alba, pero era la tarde joviana, y la luz de Júpiter propagaba haces rojos y plateados en el paisaje crepuscular. Aun en su momento más radiante, Júpiter no era mucho más luminoso que una luna llena. Había brillo suficiente para distinguir los colores, pero la penumbra cubría los árboles y el lago con una sombra misteriosa y azul.
Ante el ventanal, en lo que parecía una caracola llena de pétalos de flores, estaba tendida una mujer vestida de gris y plata. Su rostro estaba iluminado por la luz tenue de la escultura energética con la que jugaba, pasando los dedos por las curvas titilantes. Era un rostro triste, pensativo, soñador, y tenía los ojos entornados.
Era Dafne Prima Radamanto.
Dafne Tercia Estrella Vespertina echó una ojeada a la habitación, sonriendo. Tenía un aire feliz, abierto, despreocupado. Dafne Tercia Estrella Vespertina se acercó a la ventana y se sentó en la alfombra de felpa, flexionando las rodillas. Dafne Prima Radamanto despidió a la luz flotante con un gracias y un cabeceo regio.
Dafne Tercia Estrella Vespertina se volvió para ver cómo se extinguía la luz diminuta que la había conducido allí.
—¿No tendríamos que estar usando la misma estética, madre? —preguntó.
Dafne Prima Radamanto inclinó la cabeza.
—Considérame una hermana mayor. Y quería hacerte sentir más cómoda.
—Ah, ¿y por qué empezar ahora?
Dafne Prima Radamanto frunció levemente los labios rojos, quizá con un destello de ira en los ojos, pero su expresión de fría reserva no tuvo otro cambio. Alzó un dedo y la cámara cambió de apariencia. Ahora usaba una severa chaqueta de tweed, blusa y falda, con un pequeño sombrero francés pinchado a su peinado, según el estilo Gris Plata. Dafne Tercia Estrella Vespertina todavía usaba una ceñida prenda de seda de color sensual, el uniforme de una señorial Roja.
Era una habitación victoriana, y ambas estaban sentadas en un pesado diván de terciopelo rojo oscuro cuyas patas terminaban en garras negras que aferraban esferas de cristal. Aún había velas, pero en candelabros. La alfombra se convirtió en una piel de oso blanco. El menguante punto de luz se convirtió en lacayo.
La escultura energética que estaba en el regazo de Dafne Prima Radamanto se convirtió en Sir Fluffbutton, el perdido gato blanco de pelo largo de Dafne. Era una reconstrucción, un clon. No era el gato delgado que ella había perdido en su infancia. El gato había crecido y engordado, transformándose en una consentida bola de pelambre blanca. El gato miró a Dafne Tercia Estrella Vespertina con perezosos ojos verdes, como si nunca la hubiera visto.
Dafne Tercia Estrella Vespertina encontró la imagen levemente ofensiva.
—¡Madre! Estás jugando con una de mis esculturas energéticas favoritas.
Reflexión de los Lupercales.
¡Y le das el aspecto de Sir Fluffbutton! Si no piensas reinstalarte sendas neuronales Taumaturgas en el cerebro, no podrás leer ni jugar con
Lupercales.
Ni con
Liquenplantis,
ni con
Quíncunx impressionario.
—Éstas eran las dos esculturas energéticas que estaban junto a la puerta—. ¿Por qué no dármelas a mí? Pueden hacerme compañía durante el viaje.
Dafne Prima Radamanto le obsequió una mirada glacial, enarcando una ceja.
—Hermanita, cualquiera diría que haberte cedido a mi esposo seria suficiente para confortarte en tu viaje.
Dafne Tercia Estrella Vespertina abrió la boca para responder con un réplica mordaz, pero la cerró, se encogió de hombros y se levantó.
—¡Vaya! Cuánto me alegra que tengamos esta pequeña charla. Me quedaría más tiempo, pero discutir con otras versiones de ti misma se vuelve cargante al cabo de un tiempo, ¿no crees? Ahora puedo volar al cielo nocturno, y no regresar por largo tiempo, quizá nunca, con la certeza de que en definitiva yo era una zorra insufrible. Y gracias por darme una existencia barata y falsa, destinada a afrontar todas las partes difíciles de tu vida que no afrontabas por vergüenza o por temor. Diría que todo fue divertido... si lo hubiera sido. ¡Adiós!
Dafne Prima Radamanto la miró de hito en hito.
—Siéntate, por favor.
—Lo lamento, madre. Tengo una vida que vivir. ¡Una vida que tú desechaste! Y ahora que estás despierta, tienes posesión de todas las cosas que antes creía mías... mi casa, mis fondos e incluso mi gato, maldición. Mis amigos. Todo. Pero yo tengo a Faetón, y tengo el futuro. ¿Qué más necesitamos decimos?
—Siéntate, por favor. ¿O me despertaste usando la clave que te dejé tan sólo para regañarme? Debemos entendernos antes de despedimos. Eres la parte de mí que envío al futuro, hermanita, y yo soy la parte de ti que forma tus raíces y tu cimiento. Una despedida agria nos perturbará a ambas.
Por alguna razón que ni ella misma entendía. Dafne Tercia Estrella Vespertina se alisó el vestido de seda roja y se sentó.
Ninguna de las dos habló. Una permaneció con las manos entrelazadas sobre el regazo, la otra acariciaba el gato adormilado. Ambas miraban el paisaje crepuscular, los árboles color humo, las sombras azules del lago. En las honduras del lago, un par de brillantes puntos de color, semejantes a luciérnagas, aparecieron y desaparecieron suavemente.
Al fin Dafne Prima Radamanto rompió el silencio.
—La Mascarada ha concluido. Según he oído, Aureliano Sofotec ha puesto anuncios pidiendo empleo. Como señorial, al igual que una mente de pocos ciclos como Radamanto o Eceo. Al sur de aquí han desmantelado los palacios de oro; y las Cerebelinas del sudoeste dejan que los nuevos organismos encuentren su propio equilibrio ecológico, prácticamente sin ayuda, de modo que esos extraños jardines se han poblado de maleza y criaturas salvajes. Las aves volverán a cantar sus propias canciones, en vez de arias destinadas a nosotros, y las flores darán néctar en vez de vino. Los Profundos se han vuelto a sumergir, y nadie tiene permitido recordar sus canciones, salvo vagamente. Nuestros actos y palabras frenéticas de las celebraciones están guardados en cofres de memoria. Somos como los jardines Cerebelinos, pero al revés; ahora volvemos a ser dóciles. El misterio se desvanece. La mágica luz de la alborada se extingue, como todas las cosas deben extinguirse, y se reanuda el día laboral común.
Dafne Tercia Estrella Vespertina miró de soslayo a su yo mayor, pero no dijo nada.
Dafne Prima Radamanto vio esa mirada, y puso una sonrisa misteriosa.
—Te preguntarás, hermanita, qué vio Faetón en mí. No sientes simpatía por un espíritu melancólico.