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Authors: Paul Auster

Tags: #Policíaco, Relato

La trilogía de Nueva York (26 page)

BOOK: La trilogía de Nueva York
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Miran los cepillos de dientes y Negro finalmente elige uno rojo. Después empiezan a examinar los distintos cepillos para la ropa, y Azul hace demostraciones en su propio traje. Yo diría que un hombre tan pulcro como usted, dice Azul, lo encontrará indispensable. Pero Negro contesta que hasta ahora se las ha arreglado sin él. Por otra parte, quizá le interesaría un cepillo del pelo, así que estudian las posibilidades en la caja de muestras, comentando los diferentes tamaños y formas, las diferentes clases de cerdas, etcétera. Azul ha cumplido ya su verdadero objetivo, por supuesto, pero de todas formas continúa dando explicaciones, queriendo hacer las cosas bien, aunque no importe. Sin embargo, cuando Negro le ha pagado ya los cepillos y Azul está guardando los demás en el maletín para marcharse, no puede resistir la tentación de hacer un pequeño comentario. Parece usted escritor, dice, señalando la mesa, y Negro contesta que sí, efectivamente, es escritor.

Parece un libro muy grande, continúa Azul.

Sí, dice Negro. Llevo muchos años trabajando en él.

¿Casi lo ha terminado?

Estoy llegando al final, dice Negro pensativamente. Pero a veces es difícil saber dónde estás. Creo que casi he terminado y luego me doy cuenta de que he omitido algo importante, así que tengo que volver al principio otra vez. Pero sí, sueño con acabarlo algún día, pronto, quizá.

Espero tener la oportunidad de leerlo, dice Azul.

Cualquier cosa es posible, dice Negro. Pero primero tengo que terminarlo. Hay días en que ni siquiera sé si viviré lo suficiente.

Bueno, eso nunca se sabe, ¿verdad?, dice Azul, asintiendo filosóficamente. Hoy estamos vivos y mañana estamos muertos. Nos sucede a todos.

Muy cierto, dice Negro. Nos sucede a todos.

Ahora están de pie junto a la puerta y algo dentro de Azul desea continuar haciendo comentarios necios de ese estilo. Hacer de bufón es divertido, piensa, pero al mismo tiempo hay una necesidad de jugar con Negro, de demostrarle que no se le ha escapado nada, porque en el fondo Azul quiere que Negro sepa que es tan listo como él, que puede equipararse con él en inteligencia. Pero Azul consigue dominar ese impulso y frenar la lengua, hace una cortés inclinación de cabeza dando las gracias por las compras y se va. Ese es el final del vendedor de cepillos Fuller y menos de una hora después acaba en la misma bolsa que contiene los restos de Jimmy Rosa. Azul sabe que no necesitará más disfraces. El paso siguiente es inevitable, y lo único que importa ahora es elegir el momento oportuno.

Pero tres noches después, cuando finalmente tiene su oportunidad, Azul se da cuenta de que está asustado. Negro sale a las nueve, baja por la calle y desaparece al volver la esquina. Aunque Azul sabe que eso es una señal directa, que Negro prácticamente le está suplicando que haga su jugada, también siente que podría ser una trampa, y ahora, en el último momento, cuando hace sólo un instante estaba lleno de seguridad, casi contoneándose por la sensación de su propio poder, se hunde en una nueva tormenta de dudas. ¿Por qué habría de empezar de pronto a confiar en Negro? ¿Qué causa podría haber para que pensara que ahora ambos están trabajando en el mismo bando? ¿Cómo ha sucedido esto, y por qué se encuentra una vez más tan obsequiosamente a las órdenes de Negro? Luego, inesperadamente, empieza a considerar otra posibilidad. ¿Y si simplemente se ha marchado? ¿Y si se ha levantado, ha salido por la puerta y ha abandonado todo el asunto? Reflexiona sobre eso durante un rato, probándolo mentalmente, y poco a poco empieza a temblar, vencido por el terror y la felicidad, como un esclavo ante una visión de su propia libertad. Se imagina a sí mismo en otro sitio, lejos de allí, caminando por el bosque y balanceando un hacha sobre el hombro. Solo y libre, dueño de sí mismo al fin. Construiría su vida desde los cimientos, un exiliado, un pionero, un peregrino en el nuevo mundo. Pero no va más allá. Porque no bien empieza a pasear por ese bosque que está en mitad de ninguna parte, nota que Negro también está allí, escondido detrás de un árbol, acechando invisible a través de la espesura, esperando a que Azul se tumbe y cierre los ojos antes de acercarse furtivamente a él y cortarle el cuello. Continúa indefinidamente, piensa Azul. Si no se ocupa de Negro ahora, el asunto nunca tendrá fin. Eso es lo que los antiguos llamaban destino, y todos los héroes debían someterse a él. No hay elección, y si hay que hacer algo, eso es lo único que no deja elección. Pero Azul detesta reconocerlo. Lucha contra ello, lo rechaza, siente náuseas. Pero eso es sólo porque ya lo sabe, y luchar contra ello es haberlo aceptado ya. Desear decir no es ya haber dicho sí. Y Azul cede gradualmente, rindiéndose al fin a la necesidad de lo que ha de hacer. Pero eso no quiere decir que no sienta miedo. A partir de ese momento, hay una sola palabra que hable de Azul, y esa palabra es miedo.

Ha perdido un tiempo valioso y ahora tiene que salir corriendo a la calle, esperando febrilmente que no sea demasiado tarde. Negro no estará fuera mucho tiempo, ¿y quién sabe si no está merodeando a la vuelta de la esquina, esperando el momento de abalanzarse? Azul sube deprisa los escalones que llevan al portal de Negro, hurga torpemente en la cerradura de la entrada, mirando continuamente por encima del hombro, y luego sube las escaleras hasta el piso de Negro. La segunda cerradura le da más problemas que la primera, aunque teóricamente debería ser más sencilla, un trabajo fácil incluso para el más novato de los principiantes. Esta torpeza le dice que está perdiendo el control, dejando que la situación le domine; pero aunque lo sabe, poco puede hacer excepto aguantarse y confiar en que sus manos dejen de temblar. Pero la cosa va de mal en peor, y en cuanto pone el pie en la habitación de Negro, siente que todo se oscurece dentro de él, como si la noche le estuviera entrando por los poros, sentándose sobre él con un peso tremendo, y al mismo tiempo su cabeza parece crecer, llenarse de aire, como si estuviera a punto de separarse de su cuerpo y alejarse flotando. Da un paso más y luego se desmaya, cayendo al suelo como un muerto.

Su reloj se para a causa del golpe y cuando vuelve en sí no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente. Nebulosamente al principio, recobra la conciencia con la sensación de haber estado allí antes, tal vez hace mucho tiempo, y mientras ve las cortinas que ondean junto a la ventana abierta y las sombras que se mueven extrañamente por el techo, piensa que está acostado en la cama en casa, cuando era niño y no podía dormir durante las calurosas noches de verano, y se imagina que si escucha con mucha atención podrá oír las voces de su madre y su padre hablando bajito en la habitación contigua. Pero esto dura sólo un momento. Empieza a notar dolor en la cabeza, a registrar perturbadoras náuseas en el estómago, y luego, viendo finalmente dónde está, revive el pánico que hizo presa en él en cuanto entró en la habitación. Se pone de pie temblorosamente, tropezando una o dos veces antes de conseguirlo, y se dice que no puede quedarse allí, tiene que irse, sí, en ese mismo instante. Agarra el pomo de la puerta, pero luego, al recordar repentinamente por qué ha ido allí, saca la linterna del bolsillo y la enciende, moviéndola de modo vacilante por la habitación hasta que la luz cae por casualidad sobre una pila de papeles cuidadosamente ordenados al borde de la mesa de Negro. Sin pensarlo dos veces, Azul coge los papeles con la mano libre, diciéndose que no importa, eso será el principio, y luego se dirige a la puerta.

De vuelta en su habitación al otro lado de la calle, Azul se sirve una copa de coñac, se sienta en la cama y se dice que debe calmarse. Se bebe el coñac sorbo a sorbo y luego se sirve otra copa. Cuando se le pasa el pánico, se queda con una sensación de vergüenza. Ha metido la pata, se dice, y ésa es la pura verdad. Por primera vez en su vida no ha estado a la altura de las circunstancias, y eso es un golpe para él, verse como un fracasado, darse cuenta de que en el fondo es un cobarde.

Coge los papeles que ha robado, esperando distraerse de esos pensamientos. Pero sólo agravan el problema, porque una vez que empieza a leerlos, ve que no son más que sus propios informes. Allí están, uno tras otro, los informes semanales, todo explicado por escrito, y no significan nada, no dicen nada, están tan lejos de la verdad del caso como lo habría estado el silencio. Azul gime al verlos, hundiéndose profundamente dentro de sí, y luego, enfrentado a lo que encuentra allí, empieza a reírse, al principio débilmente, pero cada vez con más fuerza, más alto, hasta que le falta el aliento, casi se ahoga, como si estuviera tratando de borrarse a sí mismo de una vez por todas. Cogiendo los papeles firmemente, los lanza al techo y ve cómo el montón se separa, se esparce y cae al suelo revoloteando, página tras miserable página.

No es seguro que Azul llegue a recuperarse realmente de los sucesos de esa noche. Y aunque lo haga, debe advertirse que pasan varios días hasta que vuelve a ser algo parecido a lo que era. Durante ese tiempo no se afeita, no se cambia de ropa, ni siquiera considera la posibilidad de salir de su habitación. Cuando llega el día de escribir su siguiente informe, no se toma la molestia de hacerlo. Se acabó, se dice, dándole una patada a uno de los viejos informes tirado en el suelo, y que me aspen si vuelvo a escribir uno.

Durante la mayor parte del tiempo está tumbado en la cama o paseando arriba y abajo por la habitación. Mira las diversas fotografías que ha clavado en las paredes desde que empezó el caso, estudiándolas una por una, pensando en cada una de ellas todo el tiempo que puede y pasando luego a la siguiente. Está el forense de Filadelfia, Oro, con la mascarilla del niño. Hay una montaña cubierta de nieve y en la esquina superior derecha una fotografía del esquiador francés, su cara encerrada en un pequeño recuadro. Está el puente de Brooklyn y a su lado los dos Roebling, padre e hijo. Está el padre de Azul, vestido con uniforme de policía y recibiendo una medalla de manos del alcalde de Nueva York, Jimmy Walker. Hay otra del padre de Azul, esta vez de paisano, de pie y rodeando con un brazo a la madre de Azul en los primeros tiempos de su matrimonio, ambos sonriendo alegremente a la cámara. Hay una fotografía de Castaño con el brazo sobre los hombros de Azul, tomada delante de su oficina el día en que Azul se convirtió en su socio. Debajo de ella hay una fotografía de Jackie Robinson entrando en la segunda base. Junto a ella hay un retrato de Walt Whitman. Y finalmente, justo a la izquierda del poeta, hay una foto de Robert Mitchum recortada de una revista cinematográfica: pistola en mano, con cara de que el mundo se le va a venir encima. No hay ninguna foto de la ex futura señora Azul, pero cada vez que Azul hace un recorrido en su pequeña galería, se detiene delante de un determinado lugar vacío en la pared y finge que ella también está allí.

Durante varios días Azul no se molesta en mirar por la ventana. Se ha encerrado tan completamente en sus propios pensamientos que es como si Negro ya no estuviera allí. El drama es exclusivamente de Azul, y aunque en cierto sentido Negro sea la causa, es como si ya hubiera interpretado su papel, dicho sus frases y hecho mutis. Porque Azul en este punto no puede aceptar la existencia de Negro y por lo tanto la niega. Habiendo penetrado en la habitación de Negro y permanecido allí a solas, habiendo estado, por así decirlo, en el templo de la soledad de Negro, no puede responder a la oscuridad de ese momento excepto sustituyéndola por su propia soledad. Entrar en Negro, entonces, era el equivalente de entrar en sí mismo, y una vez dentro de sí mismo, ya no puede concebir estar en ningún otro sitio. Pero ahí es precisamente donde está Negro, aunque Azul no lo sepa.

Una tarde, consecuentemente, como por casualidad, Azul se acerca a la ventana más de lo que lo ha hecho en muchos días. Se detiene delante de ella y luego, como si lo hiciera en honor de los viejos tiempos, separa las cortinas y mira hacia fuera. Lo primero que ve es a Negro, no dentro de su habitación, sino sentado en los escalones de su edificio al otro lado de la calle, mirando hacia la ventana de Azul. ¿Ha terminado, entonces?, se pregunta Azul. ¿Significa eso que la historia ha terminado?

Azul coge los prismáticos del fondo de la habitación y regresa a la ventana. Los enfoca sobre Negro, estudia la cara del hombre durante varios minutos, primero un rasgo y luego otro, los ojos, los labios, la nariz, etcétera, despedazando el rostro y volviendo a unirlo. Se siente conmovido por la profundidad de la tristeza de Negro, por la forma en que esos ojos que le miran parecen privados de esperanza, y en contra de su voluntad, cogido de improviso por esa imagen, Azul siente que la compasión crece en él, una oleada de pena por esa figura desolada al otro lado de la calle. Sin embargo, desearía que no fuese así, desearía tener el valor de cargar su pistola, apuntar a Negro y meterle una bala en la cabeza. Él nunca sabría lo que le había ocurrido, piensa Azul, estaría en el cielo antes de tocar el suelo. Pero no bien ha representado esta escena en su cabeza, empieza a echarse atrás. Se da cuenta de que en absoluto es eso lo que desea. Y si no es eso, entonces, ¿qué es? Aún debatiéndose con la oleada de sentimientos de ternura, diciéndose que quiere que le dejen solo, que lo único que quiere es paz y tranquilidad, gradualmente cae en la cuenta de que lleva varios minutos allí de pie preguntándose si no podría ayudar a Negro de alguna manera, si no sería posible tenderle una mano amistosa. Eso ciertamente cambiaría las tornas, piensa Azul, ciertamente lo pondría todo patas arriba. Pero ¿por qué no? ¿Por qué no hacer lo inesperado? Llamar a la puerta, borrar toda la historia… No es más absurdo que cualquier otra cosa. Porque la cuestión es que Azul ha perdido por completo las ganas de pelear. Ya no tiene estómago para ello. Y, según todas las apariencias, tampoco Negro. Mírale, se dice Azul. Es el ser más triste del mundo. Y entonces, en el mismo momento en que dice estas palabras, comprende que también está hablando de sí mismo.

Mucho después de que Negro se levante de los escalones, dé media vuelta y entre en el edificio, Azul continúa mirando fijamente el lugar vacío. Una hora o dos antes de la puesta de sol, finalmente se aparta de la ventana, ve el desorden en que ha dejado que caiga su habitación y se pasa la hora siguiente arreglándola: fregando los platos, haciendo la cama, guardando la ropa, recogiendo los viejos informes del suelo. Luego entra en el cuarto de baño, se da una larga ducha, se afeita y se pone ropa limpia, eligiendo su mejor traje azul para la ocasión. Ahora todo es diferente para él, repentina e irrevocablemente diferente. Ya no hay miedo, ya no hay temblor. Sólo una tranquila seguridad, una sensación de que lo que está a punto de hacer es lo correcto.

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