Marga agitó la mano en dirección al grupo. Victoria la encontró más guapa: había perdido peso en las últimas semanas —es la única ventaja de los disgustos, pensó, que al final siempre adelgazan— y llevaba un vestido de color azul oscuro que le sentaba muy bien.
—Hola, Victoria. ¿Cómo te ha ido hoy?
—Estupendamente. Creo… creo que hemos terminado.
En los ojos de Solange se dibujó un interrogante tan mal disimulado que Victoria se puso nerviosa.
—Qué bien. Así tendrás libre el último día. ¿Cenas con nosotras?
Victoria no tenía ganas de cenar con nadie. Lo que de verdad le apetecía era comprarse una tarta de chocolate gigante y tal vez un kilo de helado de crema, y comérselo de una sentada mientras veía alguna serie intrascendente en la televisión por cable. Pero no se atrevió a tanto.
—Claro. ¿A dónde pensabais ir?
—A un
steak house
que nos han recomendado.
«Genial. Uno de esos reductos que apestan a barbacoa y salsas grasientas donde sirven solomillo requemado a precio de buey de Kobe.»
—Muy bien. Me apetece comer carne. Dadme cinco minutos, ¿de acuerdo? Los zapatos empiezan a hacerme daño.
—Espera, tía Vi… te acompaño arriba, tengo que coger una cosa.
Solange no dijo nada hasta llegar al ascensor.
—No me digas que habéis roto…
A Victoria debería haberle hecho gracia la preocupación de la adolescente, pero se sentía algo cansada para seguir con la broma que ella misma había iniciado. No pensaba fabricar una nueva ficción a la medida de una chiquilla con la cabeza llena de pájaros que estaba convencida de que tenía un amante londinense.
—Algo así…
La expresión de Solange era ahora absolutamente contrita.
—¿Estás bien?
—Sí… son cosas que pasan… Ya sabes, esto no podía durar…
Solange se quedó en silencio y la abrazó.
—Ya sabes que puedes contar conmigo, tía Vi… Estoy de tu parte.
«Pobre niña. No puedo explicarte que no necesito contar con nadie, que no ha pasado nada.»
Nada de nada.
Entonces, ¿por qué abrazaba a Solange como si de pronto necesitara aferrarse a algo?
Como Victoria había previsto, el
steak house
era incómodo y extremadamente ruidoso. Los asientos de falso terciopelo estaban desgastados por el uso, y la luz era tan intensa y tan blanca que parecía perfecta para dar el golpe de gracia a alguien con dolor de cabeza. En las mesas había familias con niños, grupos de veinteañeros devorando
T–bones
y alguna pareja despistada que acababa de darse cuenta de que aquél era el lugar menos romántico del mundo. Victoria se compadeció de ellos, y esperó que no se tratase de una primera cita, pues aquel local inhóspito era capaz de aniquilar cualquier perspectiva de romance.
—Aros de cebolla, alitas con salsa barbacoa y
fingers
de queso… ¿Algo más para empezar?
—Mamá… Eso es una bomba de grasa…
—No empieces otra vez, Marga. Me quedan dos días de vacaciones y me trae sin cuidado la salud. Cuando llegue a casa empezaré a cuidarme, comeré ensaladas y pescado a la plancha y haré ejercicio todos los días. Vivo a cinco minutos de la playa, así que prometo recorrerla un par de veces cada mañana.
A Victoria le faltaba algún dato para entender los buenos propósitos de la madre de Marga.
—¿La playa? Pero, Shirley…
—No volveré a Madrid, Victoria. Me quedo en Inglaterra. Cuando os vayáis vosotras tomaré un autobús a Bournemouth y me libraré de otro viaje en avión… ¿No lo sabías? Bueno, claro, es que estos días casi no te hemos visto el pelo…
Marga dedicó a su madre una mirada definitiva: «Cá-lla-te.»
—Ha sido estupendo pasar esta temporada a vuestro lado… en Londres, y también en Madrid. Y voy a haceros una confesión. —Se volvió hacia Victoria—: Aunque al principio me costó trabajo, has acabado por caerme bastante bien… Tú y esta señorita tan guapa que espero que venga a visitarme a Bournemouth…
Shirley… con su pelo cardado, su generoso escote de
mamma
italiana, sus uñas pintadas de colores imposibles, su pronto invencible y aquella tierna vulgaridad suya que acababa despertando simpatía. Había tomado la mano de Solange y la apretaba sin que la chica hiciese nada por desasirse. Había una calidez nada artificiosa en aquel momento, pensó Victoria, y se dijo que a Jan le hubiese gustado ser testigo de la escena. Shirley ofreciendo a diestro y siniestro la pipa de la paz, y Solange aceptando sin el menor reparo una profunda calada. Parpadeó. «No se te ocurra emocionarte ahora, chica.» No en aquel momento y menos aún en un lugar horrible que apestaba a chuletón achicharrado y patatas de bolsa.
—Bueno, Shirley, tú tampoco estás tan mal cuando se te conoce —para Victoria, hablar era el único modo de huir del sentimentalismo—. De hecho, estás bastante bien. Y, si tu amigo el psiquiatra accede a recetarte alguna más de esas píldoras maravillosas, quiero que sepas que serás muy bienvenida en mi apartamento de Nueva York.
Ahora le tocaba emocionarse a Shirley, pero ella no lo disimuló, sino que disfrutó del momento y buscó un pañuelo de papel para secarse los ojos en un gesto deliberadamente teatral.
—Muchas gracias, querida… No te prometo nada, pero agradezco la oferta… Es muy bonito por tu parte.
—Creo que voy a vomitar —dijo Solange—. No soporto tanta cursilería junta. Creo que me caíais mejor cuando os llevabais mal.
Se rieron las cuatro.
—Esto se parece un poco al final de una película, ¿verdad? —Marga, cómo no, insistiendo en el momento emotivo—. Han pasado tantas cosas desde que Javier murió…
—Y lo que te queda, Marga… En cuanto regresemos a Madrid tendrás que participar en la entrega pública de la película. ¿Ya sabes qué significa eso? —Había que evitar a toda costa que siguiese hablando de Jan, pues iría derecha al pozo de las lágrimas—. Significa fotos, entrevistas, cámaras de televisión y toda la fanfarria que vuelve locos a los americanos.
—¿Tú crees?
—No conoces a Herder, ni a sus asesores. Montarán un
show
al más puro estilo Hollywood con el que salir en todos los informativos de costa a costa. No pongas esa cara. Serán sólo unas horas, y cuando todo acabe serás un poco más rica y podrás olvidarte de las preocupaciones económicas.
El camarero llegó con los entrantes: aros de cebolla crujientes y aceitosos, alitas cubiertas por una salsa marrón capaz de subir el colesterol sólo con olerla, barras de mozzarella fundida y una ensalada César con la que aliviar la mala conciencia del exceso. «Pues nada, de algo habrá que morirse.»
—¿Y tú, Victoria? ¿Qué vas a hacer?
—Volveré con Herder a Nueva York en cuanto acabemos con el paripé de la entrega de la película. Tengo trabajo allí. Se supone que debo hacer lo posible por convertirme en la perfecta esposa de un senador. Ayudaré a recaudar dinero, pediré el voto para mi marido, aguantaré a un montón de pelmas y a lo mejor hasta inauguraré supermercados.
—¿No te da pena?
Era Solange quien preguntaba, pero quizá sólo ella y la propia Victoria entendían el significado de la pregunta. No te da pena vivir con un hombre al que ya no quieres, no te da pena tirar la toalla, no te da pena renunciar a ponerte el mundo por montera y enfrentarte a todo, empezando por ti misma… Victoria se obligó a sonreír.
—Claro que no. Será una experiencia. A lo mejor hasta me divierto. Quién sabe, quizá mi marido llegue a presidente. ¿No os parece que yo sería una primera dama estupenda?
Sólo Marga se dio cuenta de que la voz de Victoria no era la de siempre. Se miraron las dos, y Vic recordó a Jan. Él hubiese sabido perfectamente lo que estaba pensando. Pero su mujer, la bondadosa Marga, solamente podía intuir que algo no iba bien. Hubo unos segundos de silencio.
—Buenísima. —Shirley parecía estar evaluando sus posibilidades—. Eres guapa y tienes buen tipo, y un gusto increíble para la ropa. Que conste que lo pensaba incluso cuando me caías mal. Esa Michelle no te llega ni a la suela del zapato. Sigo sin fiarme de ella, ya os lo dije. Victoria quedaría estupendamente en la Casa Blanca. Sería como Jackie… Bueno, mucho mejor que Jackie, porque ella tenía un padre borracho y no sé si sabéis que su hermana era un poco ligera de cascos… ¿Tú no tienes hermanas así, verdad?
Volvieron a reírse, pero sólo Shirley y Solange eran sinceras. Justo en ese momento, como si se tratase de un milagro, el móvil de Victoria empezó a sonar.
—Es un número de Londres… Perdonadme.
Salió fuera, para escapar del estruendo de las conversaciones y los platos.
—Hola.
—Victoria… Espero no molestarla.
Era la voz de Douglas Faraday. Algo —pero ¿qué exactamente?— cambió de sitio dentro de Victoria.
—No, claro que no… ¿Qué tal Pinter?
—Terrible. Esta vez, Lockwood va a tener muy difícil su defensa.
Victoria se rió. No es que Faraday hubiese dicho nada muy divertido, pero su risa era sincera.
—Escuche, voy a hacerle una propuesta… ¿Le gustaría acompañarme a Oxford mañana?
Un silencio. Victoria se dio cuenta de pronto de que también en la calle había ruido: coches que pasaban, charlas en voz alta, música de un guitarrista callejero, el repiqueteo de una máquina de palomitas… Sin saber por qué agradeció toda aquella banda sonora de la ciudad.
—Verá, me avisaron cuando usted se marchó… Mañana tengo que visitar a una clienta… La señora Coleman.
La señora Coleman… aquella abuela desalmada que iba a comprar a su nieta una antigualla como regalo de bodas.
—Ya.
—Se ha empeñado en hablar conmigo antes de decidir lo que va a comprar. Vive en Bourton. Está muy cerca de Oxford, y he pensado que tal vez a usted le gustaría acompañarme a la ciudad y conocer la casa de Arvid Soderman. Allí… allí hay algo que creo que le gustaría ver.
—Y, naturalmente, no puede anticiparme nada…
—Claro que no. Ya sé que sólo su curiosidad va a librarme de hacer el viaje solo.
—Me tiene bien calada, ¿eh?
—Vamos, anímese. Le enseñaré la ciudad. Podemos almorzar por allí, si quiere. El
pub
de CS Lewis sirve buenas comidas. Y, usando mis privilegios de antiguo alumno, la llevaré a visitar Christ Church College…
—No siga. Parece que quiere venderme algo.
«¿Y qué dirán sus amigas, Douglas? ¿Qué opinará Emma cuando sepa que está tentándome para pasar el día conmigo?»
La máquina de palomitas lanzó al aire una nueva remesa de rosetas de maíz, y el chisporroteo recordó a Victoria los fuegos artificiales.
—Me encantaría, Douglas. Nunca he estado en Oxford.
—Entonces, decidido. Nos veremos a las nueve en el andén de la estación de Paddington.
—¿No puede contar nada de lo que va a enseñarme? ¿Ni una pista?
—No. Y menos ahora, que ya la he convencido. Hasta mañana.
Cuando Victoria regresó al comedor, Marga y Solange se dijeron que acababa de recibir una buena noticia. Shirley no. Estaba demasiado ocupada mojando en kétchup aquellos aros de cebolla blandengues y pringosos, y pensando aún en la posibilidad de relacionarse, en un futuro lejano, con el presidente de Estados Unidos.
Victoria llevaba despierta desde las siete de la mañana. Había desayunado ferozmente ante la incredulidad de Solange —«Tía Vi… ¿dónde lo metes?»— y tardado más de lo habitual en decidir qué ponerse. La hija de Jan —«Dios mío, la nieta de Douglas»— la observaba, divertida.
—Entonces, ¿te ha llamado otra vez? Vi, es una historia preciosa… Está intentando recuperarte, ¿no lo entiendes? ¿Cómo es? ¿Es guapo? Oh, daría cualquier cosa por poder vigilaros por un agujerito…
«Solange, si supieses lo nerviosa que me estás poniendo…»
—Afortunadamente, eso está fuera de tu alcance. —Recogió el monedero y un pañuelo para el cuello—. No digas más bobadas y aprovecha el último día en la ciudad. Os veré esta noche en la cena. Pásalo bien. Adiós.
Cuando Victoria llegó a la estación de Paddington, Faraday ya estaba allí. Lo observó durante unos segundos desde lejos. El cabello abundante, el rostro anguloso, aquella nariz perfectamente definida, los labios finos, la silueta precisa… Era exactamente igual que Jan. Sin embargo, el corazón de Victoria jamás se había acelerado al acudir a una cita con su amigo, y aquella mañana le parecía llevar en el pecho la aldaba de una puerta que se negaba a abrirse. Se concedió unos segundos más para observar a Douglas sin ser vista. Quería ser testigo de su impaciencia, verle mirar el reloj, pasear nerviosamente por el andén. Cuánto tiempo, pensó, cuánto tiempo hacía que no le importaba a ella cómo la aguardasen. Cuánto tiempo que no se le alborotaba el pulso al saber que alguien la esperaba.
«Jan… Si pudiera contarte… si pudiese hablar contigo sólo unos segundos…»
Douglas acababa de descubrirla. Levantó la mano en un saludo discreto, y ella apuró el paso.
—Buenos días, Victoria.
—Buenos días… ¿Llego tarde?
—No… Mire, ahí viene nuestro tren.
Faraday había sacado los billetes. Se acomodaron en los asientos. El tren era moderno y no excesivamente confortable. «Con lo bien que hubiese quedado hacer el viaje en el Orient Express.»
—¿Qué compró al final?
—¿Cómo?
—Su clienta, la señora Coleman… Buscaba un regalo para su nieta…
—Un reloj de sobremesa. No, no ponga esa cara. Pienso exactamente lo mismo… La novia tiene veinticinco años. Imagine cómo se habría quedado usted de haber recibido semejante regalo de bodas.
—Bueno, un tío de mi marido me envió un collar para perros hecho de piel de cocodrilo… y ni siquiera tenemos mascota. Toda la familia de Herder me hizo llegar cosas muy sorprendentes…
—¿Por ejemplo?
—A ver, déjeme recordar… Una peluca confeccionada con pelo de una anciana tía fallecida… Un penacho de plumas que había pertenecido a un jefe indio auténtico… Un «detente, bala» de la guerra civil americana.
Los ojos de Douglas se abrieron desmesuradamente.
—¡Me está tomando el pelo!
Victoria se echó a reír.
—Por supuesto. Pero lo del collar para perros es verdad, se lo juro. —Pareció quedarse pensando—. No es para tanto. Tenía cuarenta años cuando me casé. A esa edad, los regalos de boda no importan mucho… De hecho, ni siquiera las bodas importan…
—Eso suena muy cínico.
—Pero completamente real. —Pareció que dudaba antes de hacer la pregunta—: ¿Y qué hay de usted?