Los Louvet están de viaje. Viajan mucho por sus negocios y por gusto. Louvet se parece —quizá demasiado— a la imagen que la gente y él mismo tienen de su persona: moda inglesa, bigotes a lo Francisco José. La señora Louvet es una mujer muy elegante a la que gusta llevar faldas pantalón, chalecos amarillos a cuadros, cinturones de cuero y grandes brazaletes de concha.
Una foto los presenta durante una cacería de osos por los Andes, en la región de Macondo; posan con otra pareja de la que resulta difícil no decir aquello de «Dios los cría y ellos se juntan»: los cuatro llevan guerreras caqui con muchos bolsillos y cartucheras. En primer término, Louvet, agachado con una rodilla en el suelo, escopeta en mano; detrás de él su mujer sentada en una silla plegable; de pie detrás de la silla la otra pareja.
Un quinto personaje, que debe de ser el guía encargado de acompañarlos, permanece un poco apartado: un hombre de estatura alta y pelo muy corto, parecido a un G.I. americano; lleva un battle-dress mimético y está totalmente absorto en la lectura de una novela policiaca barata, de tapas ilustradas, titulada
El crimen piramidal
.
El ascensor, como de costumbre, está averiado. Nunca ha ido bien. A las pocas semanas de ponerlo en funcionamiento, en la noche del 14 al 15 de julio de 1925, se quedó atascado durante siete horas. Dentro iban cuatro personas, lo cual permitió a la aseguradora negarse a pagar la reparación, pues sólo podía admitir tres personas o doscientos kilos. Las cuatro víctimas eran la señora Albin, que entonces se llamaba Flora Champigny, Raymond Albin, su prometido, que hacía el servicio militar, el señor Jérôme, a la sazón joven profesor de historia, y Serge Valène. Habían ido a Montmartre a ver los fuegos artificiales y habían regresado a pie pasando por Pigalle, Clichy y Les Batignolles, y parando en la mayor parte de tabernas para beber vasitos bien frescos de blanco seco y de rosado. Iban, pues, más bien alegres cuando ocurrió la avería, sobre las cuatro de la madrugada, entre la cuarta y la quinta planta. Pasado el primer susto, llamaron a la portera: todavía no era la señora Claveau, sino una vieja española que estaba en la casa desde el principio; se llamaba señora Araña y de veras se parecía a su apellido: una mujeruca, baja, seca, negra y llena de garras. Acudió, vistiendo una bata de color naranja con ramos verdes y una especie de media de algodón que llevaba como gorro de dormir, los mandó callar y les advirtió que no iría nadie a auxiliarlos hasta pasadas varias horas.
Los cuatro jóvenes, pues lo eran los cuatro en aquel entonces, al quedar solos en la madrugada gris, empezaron a hacer el inventario de sus riquezas. Flora Champigny tenía en el fondo de su bolso un resto de avellanas tostadas que se repartieron, arrepintiéndose en el acto, porque les dieron más sed. Valène tenía un mechero y el señor Jérôme cigarrillos; encendieron algunos, pero, desde luego, habrían preferido beber. Raymond Albin propuso que pasaran el tiempo echando una partida de
belote
y se sacó del bolsillo una baraja mugrienta, pero en seguida se dio cuenta de que faltaba al
valet
de tréboles. Decidieron sustituir el
valet
perdido con un trozo de papel de formato idéntico en el que dibujarían un muñeco pies contra cabeza, un trébol ♣, una V mayúscula y hasta el nombre del
valet
, «Baltard», dijo Valène, «¡No! Ogier», dijo el señor Jérôme. «¡No! ¡Lancelot!», dijo Raymond Albin. Discutieron unos segundos en voz baja, decidiendo luego que no era absolutamente imprescindible ponerle nombre al
valet
. Buscaron un trozo de papel. El señor Jérôme ofreció una tarjeta de visita suya, pero no tenía el formato adecuado. Lo que mejor les pareció fue un pedazo de sobre de una carta que Valène había recibido la noche anterior de Bartlebooth notificándole que, debido a la fiesta nacional francesa, no le sería posible ir a tomar su lección diaria de acuarela al día siguiente (se lo había dicho de viva voz unas horas antes, al concluir la última sesión, pero era sin duda éste un rasgo característico del comportamiento de Bartlebooth o, más sencillamente quizás, aprovechaba la oportunidad para usar el papel de cartas que acababa de hacerse, un magnífico papel vitola
nebuloso
, casi color bronce, con su monograma modernista inscrito en un rombo). Valène llevaba, naturalmente, un lápiz en el bolsillo y, cuando consiguieron cortar más o menos correctamente con las tijeritas de uñas de Flora Champigny un pedazo de sobre de formato adecuado, ejecutó con cuatro trazos un
valet
de tréboles muy presentable, que provocó silbidos admirativos por parte de sus compañeros debido al parecido (Raymond Albin), a la rapidez de la ejecución (señor Jérôme) y a su belleza intrínseca (señorita Flora Champigny).
Pero entonces se les presentó otro problema, pues, por muy maravilloso que fuera aquel
valet
, se distinguía demasiado de las demás cartas, lo cual no tenía nada de reprensible, salvo en el juego de la
belote
en el que el
valet
tiene un papel primordial. La única solución, dijo entonces el señor Jérôme, era transformar una carta inofensiva, por ejemplo el siete de tréboles, en
valet
de tréboles, y dibujar en otro pedazo de sobre un siete de tréboles. «Había que decirlo antes», masculló Valène. En efecto, no quedaba ya bastante sobre. Además, Flora Champigny, cansada sin duda de esperar que le enseñaran cómo se jugaba a la
belote
, se había quedado dormida y su prometido había acabado imitándola. Valène y el señor Jérôme pensaron por un momento jugar una partida a dos, pero ninguno parecía tener realmente ganas y renunciaron muy pronto a ello. Los atenazaban la sed y el hambre más que el sueño; se pusieron a contar algunas de las mejores comidas que recordaban y luego a intercambiar recetas de cocina, campo en el que señor Jérôme resultó invencible. No había acabado de enumerar los ingredientes necesarios para la preparación de un paté de anguila, receta que según él se remontaba a la Edad Media, cuando Valène se quedó a su vez dormido. El señor Jérôme, que probablemente había bebido más que nadie y quería seguir divirtiéndose, intentó despertarlo durante unos segundos. No lo consiguió y, para pasar el rato, se puso a canturrear algunos éxitos del momento; luego, animándose, empezó a improvisar libremente sobre algo que, a su entender, debía de ser el tema final de
L’enfant et les sortilèges
, a cuyo estreno en París, en el
Théâtre
des Champs-Elysées, había asistido unas semanas antes.
Sus alegres vociferaciones no tardaron en sacar de sus camas, y luego de sus pisos respectivos, a los vecinos del cuarto y del quinto piso: la señora Hébert, la señora Hourcade, el abuelo Echard, con las mejillas llenas de jabón de afeitar, Gervaise, el ama de llaves del señor Colomb, con mañanita de cloqué, gorro de encaje y chinelas con borlas, y por último, con los bigotes en guerrilla, el propio Emile Gratiolet, el dueño, que vivía entonces en el quinto izquierda, en una de las viviendas de tres habitaciones, que juntarían los Rorschash treinta y cinco años más tarde.
Emile Gratiolet no era, que digamos, hombre de buen genio. En otras circunstancias seguro que habría expulsado de inmediato a los cuatro alborotadores. ¿Fue el catorce de julio el que le inspiró tanta clemencia? ¿O el uniforme de soldadito de Raymond Albin? ¿O el delicioso rubor de Flora Champigny? El caso es que accionó el dispositivo que permite desbloquear por fuera las puertas del ascensor, ayudó a escurrirse de su angosta cabina a los cuatro juerguistas y los mandó a la cama sin amenazarlos siquiera con acciones judiciales o multas.
León Marcia, el marido de la anticuaria, está en su habitación. Es un anciano enfermo, flaco y enclenque, de cara casi gris, de manos huesudas. Está sentado en un sillón de cuero negro y va vestido con un pantalón de pijama y una camisa sin cuello; lleva, echado sobre sus descarnados hombros, un echarpe a cuadros naranja, los pies descalzos metidos en unas descoloridas zapatillas de paño y la calva tocada con una extraña cosa de franela parecida a una barretina.
Este hombre apagado, de mirada vacía, de gestos cansados, es considerado aún hoy día por la mayor parte de tasadores de subasta y comerciantes de arte como el mejor experto mundial en campos tan dispares como las monedas y medallas austrohúngaras, la cerámica Ts’ing, el grabado francés del Renacimiento, los instrumentos de música antiguos y las alfombras de rezos de Irán y del golfo Pérsico. Su reputación se forjó a principios de los años treinta, al demostrar en una colección de artículos publicados por el
Journal of the Warburg and Courtauld Institute
que la serie de pequeños grabados atribuidos a Léonard Gaultier y vendida en Sotheby’s en 1899 con el título de
Las nueve musas
representaba en realidad las nueve heroínas más famosas de Shakespeare —Crésida, Desdémona, Julieta, lady Macbeth, Ofelia, Porcia, Rosalinda, Titania y Viola— y era obra de Jeanne de Chénany, atribución que causó sensación justamente porque no se conocía por entonces ninguna obra de esta artista, identificada tan sólo por su monograma y por una nota biográfica redactada por Humbert y publicada en su
Compendio histórico sobre el origen y los progresos del grabado y las estampas en madera y talla dulce
, Berlín, 1752, in-8.º, en la que afirma, sin citar desgraciadamente sus fuentes, que había trabajado en Bruselas y Aquisgrán entre 1647 y 1662.
León Marcia —y sin duda es eso lo más asombroso— es perfectamente autodidacta. No fue a la escuela más que hasta los nueve años. A los veinte apenas sabía leer y su única lectura regular era un diario hípico que se llamaba
La Veine
; trabajaba entonces en la avenida de la Grande-Armée en el taller de un mecánico que construía coches de carreras que no sólo no ganaban nunca sino que casi siempre sufrían accidentes. El taller no tardó en cerrarse definitivamente y Marcia, que disfrutaba de unos ahorrillos, estuvo algunos meses parado; vivía en un hotel modesto, el Hotel del Aveyron, se levantaba a las siete, se tomaba un café hirviente en el mostrador, mientras hojeaba
La Veine
, y volvía a subir a su cuarto, cuya cama le habían arreglado entre tanto; eso le permitía echar una siestecilla, no sin antes extender el diario a los pies, para no ensuciar el edredón con los zapatos.
Marcia, cuyas necesidades eran de lo más módico, habría podido vivir así varios años, pero se puso enfermo al invierno siguiente; los médicos diagnosticaron una pleuresía tuberculosa y le recomendaron encarecidamente que se fuera a vivir a la montaña; no pudiendo, por supuesto, sufragar los gastos de una larga estancia en un sanatorio, resolvió el problema consiguiendo entrar como camarero de piso en el hotel más lujoso de todos, el Pfisterhof de Ascona, en el cantón del Tesino. Allí fue donde, para llenar las largas horas de descanso forzoso que, terminado el trabajo, se constreñía a respetar escrupulosamente, empezó a leer con placer creciente todo cuanto le caía entre las manos, pidiendo prestado un libro tras otro a la rica clientela internacional —reyes o hijos de reyes del buey enlatado, de la hevea o del acero templado— que frecuentaba el sanatorio. El primer libro que leyó fue una novela,
Silbermann
, de Jacques de Lacretelle, que había ganado el premio Fémina el otoño anterior; el segundo fue una edición crítica, con la traducción al lado, del
Kublaï Khan
de Coleridge:
«In Xanadu did Kublaï Khan
A stately pleasure-dome decree…»
En cuatro años leyó Léon Marcia un buen millar de libros y aprendió seis idiomas: inglés, alemán, italiano, español, ruso y portugués, que dominó en once días, no con la ayuda de
Los Lusíadas
de Camoens, en los que Paganel creyó aprender el español, sino con el cuarto y último volumen de la
Bibliotheca Lusitana
de Diego Barbosa Machado que había encontrado, suelto, en el estante de a diez céntimos de un librero de Lugano.
Cuanto más aprendía, más quería aprender. Su capacidad de entusiasmo parecía prácticamente ilimitada, como ilimitada parecía también su facultad de absorción. Le bastaba con leer una vez una cosa para que le quedara grabada definitivamente en la memoria, y, con la misma rapidez, la misma voracidad y la misma inteligencia, se tragaba tratados de gramática griega, historias de Polonia, poemas épicos en veinticinco cantos, manuales de esgrima o de horticultura, novelas populares y diccionarios enciclopédicos, y hasta, todo hay que decirlo, con una decidida predilección por estos últimos.
En mil novecientos veintisiete, por iniciativa del propio señor Pfister, algunos de los habituales de su hotel se comprometieron a pasarle a Marcia durante diez años una renta que le permitiera dedicarse totalmente a los estudios que deseaba hacer. Marcia, que tenía entonces treinta años, estuvo dudando casi todo un trimestre entre las enseñanzas de Ehrenfels, Spengler, Hilbert y Wittgenstein, y luego, tras asistir a una conferencia de Panofsky sobre la estatuaria griega, descubrió que su verdadera vocación era la historia del arte y marchó en seguida a Londres a matricularse en Courtauld Institute. Tres años después hacía en el mundo de los expertos la estrepitosa entrada que ya sabemos.
Su salud siguió siendo vacilante y lo obligó a no salir de casa durante gran parte de su vida. Vivió mucho tiempo en el hotel, primero en Londres y después en Washington y Nueva York; salía casi únicamente para ir a comprobar tal o cual detalle en una biblioteca o un museo, y desde su cama o su sillón daba sus consultas, cada vez más solicitadas. Él fue quien demostró, entre otras cosas, que las
Hadriana
de Atri (más conocidas por su sobrenombre de
Angeles de Adriano
) eran falsas, y quien fijó con certeza la cronología de las miniaturas de Samuel Cooper reunidas en la colección Frick: fue en aquella ocasión cuando conoció a la que iba a ser su mujer: Clara Lichtenfeld, hija de judíos polacos emigrados a Estados Unidos, que estaba haciendo prácticas en aquel museo. Aunque tenía quince años menos que él, se casaron a las pocas semanas y decidieron irse a vivir a Francia. Su hijo, David, nació en mil novecientos cuarenta y seis, poco después de su llegada a París y de su instalación en la calle Simon-Crubellier, donde la señora Marcia abrió, en una antigua talabartería, un almacén de antigüedades, por el que se negó siempre a interesarse su marido.