La yegua blanca (26 page)

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Authors: Jules Watson

Tags: #Histórica, #Sentimental

BOOK: La yegua blanca
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Su corazón se nutría de estos pensamientos, deleitándose en ellos como si fueran el oro que custodiaba en una oscura cámara de su casa.

—¿Amo?

La voz del druida le sacó de su agradable ensoñación.

—Voy a subir solo —repuso—. Espérame aquí.

Subió por las escaleras de la torre, moviendo su pesado cuerpo con agilidad, porque la edad no había disminuido su vigor y la sensación que le transmitían aquellos muros, la sensación de poseerlos, le insuflaba una energía extraordinaria. Llegó a una cornisa, uno de los salientes que formaban una galería orientada hacia el mar, y se asomó a la torre inacabada.

Se apoyó en los gruesos sillares y sintió su fuerza y saboreó la certeza de que fueran suyos. Había sido él quien había ordenado que fueran colocados precisamente allí, precisamente de aquella forma. A todo podía dársele órdenes, a los hombres con más facilidad, pero también a otras cosas. Incluso su druida podía ser controlado. Un hombre en contacto con el mundo mágico, ¡ja! Un auténtico rey no tenía tiempo para el poder druídico. Para Maelchon sólo había una clase de poder, el que se imponía sobre la vida y sobre la muerte.

Cruzó hasta el costado de la torre que estaba orientado hacia la tierra y observó a las personas que deambulaban por la aldea, y pensó en su pobre y absurda existencia. Y, como siempre, sintió hacia ellos una ira feroz.

Aquellos isleños valían para poco, le entregaban alimento como tributo, pero casi nada más. Su humildad y su bajeza le asqueaban. Algún día él alcanzaría el lugar que le correspondía entre la nobleza Y reinaría sobre todos los que se creían más grandes que él.

Y entonces todo será distinto. Entonces haré lo que me plazca.

Capítulo 23

Rhiann se fijó en cómo subían y bajaban los hombros de Eremon mientras se asomaba por la borda. Los demás hombres también se habían mareado. Todos salvo el grandullón, Conaire.

Estiró las piernas y las asomó por encima del costado del
curragh.
Al menos ella sí estaba contenta de estar en el mar, sin que nadie la importunase, porque había dejado a Brica, aludiendo a su seguridad como excusa. Era estupendo sentirse libre, mecida por las olas, tras pasar tantas y sofocantes lunas encerrada, y magnífico estar lejos de los ojos de lechuza de Gelert y de las obligaciones del castro.

—Cuéntame más cosas de esa prima tuya.

Pálido, pero esforzándose por actuar con normalidad, Eremon se sentó a su lado, en la proa.

No habían hablado desde que el príncipe había hecho su ofrenda de puntas de lanza y anillos nada más embarcar, observados por los impenetrables ojos de Gelert y la oscura mirada del Consejo.

—No tengo mucho que contar —dijo—. Samana es mi prima por parte de padre, porque mi padre pertenecía a la tribu de los votadinos. El padre de Samana pertenecía a la tribu de los silures…

—¿Del oeste de Britania? Es posible que también tenga parientes allí.

Rhiann se volvió para mirarle.

—¿Tienes parientes en estas costas?

—¿Quieres decir aparte de ti? —repuso Eremon, con una media sonrisa. Rhiann se dio cuenta de que, en el príncipe, aquel gesto siempre transmitía amargura, jamás calidez—. Mi madre era silura. A ella le debo el pelo oscuro y la piel morena.

Rhiann volvió a mirar las montañas, que se reflejaban en el lago.

—Pues verás —prosiguió, poco interesada en el color de la piel de Eremon—, mi prima se formó en la Isla Sagrada. Me lleva dos años, así que no pasé mucho tiempo con ella. Era bastante… fogosa, y no le gustaban los rituales como a mí. En cuanto empezó su iniciación, se marchó. Llevo casi cuatro años sin verla.

Eremon frunció el ceño.

—Entonces, apenas habéis tenido relación. ¿Cómo puedes estar tan segura de que podemos confiar en ella?

Rhiann no entendía tanta preocupación.

—Es sacerdotisa y ante todo debe lealtad a la Hermandad, y es miembro de mi familia. No vendería a su tribu. Con toda probabilidad, fueron los hombres los que cayeron seducidos por la plata romana.

—Espero que tengas razón. —Eremon empezó a removerse en el sitio. Evidentemente, no estaba cómodo—. ¿Existe, por casualidad, algún tratamiento eficaz para el mareo?

—Sólo el tiempo, me temo. Ya te acostumbrarás.

Con una sonrisa tensa, Eremon se levantó y se marchó hacia la popa. Rhiann no tardó en oírle vomitar otra vez. Qué lástima no llevar encima un tónico de lombriguera, un remedio infalible contra la enfermedad del mar.

Los barqueros epídeos los dejaron en una pequeña aldea de pescadores que se arracimaba en torno a un muelle destartalado al que un brazo de mar cubierto de vegetación protegía de las tormentas.

Los damnones que allí vivían eran independientes y fieros. Aislados en su ventosa costa, miraban por sí mismos y nada les importaba la administración romana, así que recibían de buen grado a cualquier expedición extranjera. A cambio de algunos aros de bronce, el grupo de Rhiann obtuvo algunos caballos escuálidos y pan, queso y carne seca suficiente para una semana.

Rhiann aprovechó la oportunidad para curar una tos persistente al hijo del jefe, lo cual le sirvió para obtener una información muy valiosa: aunque un decreto del gobernador romano restringía los desplazamientos, las patrullas eran escasas. Agrícola se había llevado al grueso de sus fuerzas más al Norte, en previsión de encontrar allí una resistencia más feroz.

—Nuestro rey se limitó a rendirse en cuanto vio la hoja de sus espadas —gruñó el viejo jefe, limpiándose los dientes con una astilla de hueso de ciervo—. Los clanes del interior están llenos de cobardes.

Rhiann aceptó un pote de infusión de manos de la esposa del jefe y estiró los pies delante del fuego. Tenía las botas húmedas. Aunque la travesía de dos días por mar había transcurrido sin incidentes, el viento había dejado paso a una borrasca. En aquellos momentos, la lluvia golpeaba con fuerza sobre el tejado de paja de la choza del jefe.

Las hábiles preguntas de Eremon pronto desvelaron un arraigado odio a los romanos y al rey de los damnones que se había rendido.

—En un futuro próximo, es posible que nosotros necesitemos aliados para luchar contra los romanos —murmuró Eremon, removiendo la infusión de su pote.

Al jefe le brillaron los ojos.

—Nos desangran con sus demandas de grano y de carne. Somos muchos, aunque dispersos en varias calas. En el momento oportuno y con un líder fuerte, nuestros hombres aprovecharían la ocasión para recuperar lo que nos han expoliado.

Más tarde, mientras ensillaban y cargaban sus nuevos caballos, el jefe les ofreció los servicios de su mejor cazador.

—Os ayudará a evitar a los hombres del águila —les aseguró—. Es decir, hasta que entréis en las tierras de los votadinos. Una vez allí…, que Manannán os guíe.

—Debemos darte algo a cambio —dijo Rhiann.

El jefe rechazó el ofrecimiento con un gruñido.

—Mi chico no respiraba tan bien desde hacía lunas. Emplead vuestro oro en la lucha contra los invasores.

Detrás del jefe, Eremon miró a Rhiann con una sonrisa.

Dormir bajo las estrellas le había parecido a Rhiann una idea magnífica en la reclusión y la inactividad de Dunadd. Pero la realidad significaba raíces llenas de nudos en la espalda, caderas doloridas por la dureza del suelo y una llovizna constante que empapaba la tienda de cuero, en la que no faltaban las goteras. A esto había que sumar la molesta risa de los hombres en torno a la hoguera hasta bien entrada la noche. Así que Rhiann sólo conseguía conciliar el sueño a ratos, si es que dormía algo.

Por fortuna, los escuálidos caballos resultaron más veloces de lo que parecían, y a los pocos días de rumiar la hierba fresca de los valles, estaban mucho más lustrosos. El grupo avanzaba con rapidez.

Durante los primeros días no vieron a nadie. Seguían al guía que les había proporcionado el jefe damnone por cañadas de robles y abedules, cuyas hojas nuevas les ocultaban a la vista de algún vigía lejano. Pero una mañana gris, el largo silbido del cazador, que se había encaramado a un risco para echar un vistazo, les obligó a detenerse. Eremon avanzó unos pasos, agachado entre retamas, hasta las rocas que se asomaban al valle. Rhiann le siguió.

Más abajo, la ladera daba paso a una franja pedregosa que descendía hasta un río de aguas brillantes. Hacia el Sur, el valle se ensanchaba. En esa zona, Rhiann divisó destellos de acero y bronce y manchas de color carmesí.

Escudos y capas romanas.

Corazas romanas, bruñidas y refulgentes, que protegían todas las extremidades y el torso y la cabeza.

Los guerreros albanos singularizaban sus propios escudos y las empuñaduras de sus espadas, y también sus lanzas y sus aljabas. Les gustaba parecer diferentes y se peinaban de esta manera, o doblaban las pieles de aquella otra, o llevaban el manto bordado, o… Por el contrario, todos los romanos parecían iguales. Desde lejos, parecían hormigas, separadas pero idénticas y guiadas por una misma voluntad. Incluso las corazas estaban divididas en segmentos y se movían al unísono.

En aquel valle, su voluntad era evidente, porque, justo en el centro, dos edificios de madera empezaban a cobrar forma, uno al lado del otro, largos y rectos, y en torno a ellos, una alta empalizada. Rhiann podía oír el mugido de los bueyes, que arrastraban troncos desde el fondo del valle, y el ruido de las hachas. También le llegaba el fresco olor a madera recién cortada.

—Los llaman fuertes —señaló el guía damnone, ocultándose tras las rocas y con una flecha colocada en el arco—. Es donde viven los soldados.

—¿No podemos dar un rodeo? —le preguntó Eremon.

—Sí. Tenemos que retroceder un poco. Hay otra cañada, mucho más estrecha y con más vegetación, así que no creo que haya ningún edificio. Pero el camino es más difícil.

—No importa —dijo Eremon—. Es evidente que por aquí no podemos seguir. Señora, ven con nosotros.

Eremon y el cazador volvieron a bajar por las rocas hasta donde estaban los hombres, pero Rhiann se quedó un momento, fijándose en los gestos secos y autoritarios de los soldados. Qué hostil parecía su relación con la tierra.

Sabían que los romanos sobornaban con oro y aceites a sus descuidados y ausentes dioses, que no veneraban los manantiales, ni los ríos, ni los árboles, que tampoco propiciaban los espíritus de sus bestias de carga. Incluso en aquellos momentos percibía la herida que estaban causando, la cicatriz en la tierra.

Asqueada, se volvió y dejó el valle a su espalda, sabiendo que no podrían dejar atrás a los romanos con tanta facilidad.

Al cabo de tres días, el guía les dejó y regresó con su tribu. No habían vuelto a ver a ningún romano, de modo que cuando, junto a la base de un grupo de rocas de granito, encontraron un camino ancho, decidieron tomarlo durante un rato. En el barro no vieron huellas y Eremon juzgó que podían seguirlo hasta rodear las rocas y encontrar un terreno más fácil por el que ascender.

Pero al salir de entre los árboles, atrapados por los rayos del sol de última hora de la tarde, que atravesaban sin dificultades las ramas casi peladas de los árboles, Rhiann oyó una voz.

—¡Alto!

¡Diosa! ¡Latín! Rhiann conocía algunas expresiones de esta lengua, aunque jamás la había oído pronunciada por un nativo.

Por un romano.

Los habían visto a través de los bosques, poco espesos en aquella zona. Los habían seguido.

Oyó el ruido de unos casos y el crujido de muchas pisadas. Se quedó helada.

—No os acerquéis a ella —susurró Eremon a sus hombres—. Pase lo que pase, no hagáis nada.

¿Que no se acerquen a mí?
Rhiann estaba desconcertada, pero se dio cuenta de que Eremon tenía razón. Si los hombres se acercaban a ella para defenderla, los tomarían al instante por un grupo hostil. Se esforzó por mantener la calma, aunque sola en mitad del camino se sentía muy vulnerable.

Su caballo sintió la tensión de sus piernas y respingó, echando la cabeza hacia atrás. Al instante, advirtió que Eremon se colocaba a su lado y cogía las riendas con mano firme. Le miró. Había adoptado una expresión deliberadamente dulce, aunque tensa, seguramente por el pánico que debía traslucir su propia mirada. Por su parte, el príncipe la miraba con un intenso brillo en los ojos, como pidiéndole que fuera fuerte.

Eremon bajó la mirada al ver que un soldado se acercaba a ellos a medio galope, con la espada desenvainada y su capa roja ondeando al viento.

—Finge que eres yo —susurró Eremon justo antes de que el jinete se detuviera, a diez pasos.


¿Qué?

El resto de la patrulla romana se situó a lo largo de la curva del camino, en formación y con la mano en la espada. El Sol poniente refulgía en sus cascos, en la punta de sus lanzas y en el acero que cubría torsos, hombros, espinillas y antebrazos. Todo en ellos eran líneas duras: sus espadas eran planas pero afiladas, sus cuerpos adustos, su mirada gélida.

El pánico se manifestaba en forma de escalofríos y amenazaba con salir al exterior.

El soldado que iba a caballo la miró de arriba abajo con desdén y observó a los hombres de Eremon, evaluándolos. Los erineses llevaban arcos de caza en las sillas, pero Eremon se había asegurado de no dejar al descubierto ni la punta de una daga. Llevaban las espadas bien ocultas en los hatos.

Los ojos del romano volvieron sobre Rhiann.

—¿Qué andas haciendo por aquí? —preguntó en la lengua de los bretones, suficientemente parecida a la albana para que Rhiann pudiera entenderla.

El tono del oficial, su dura mirada, le recordaba a alguien… Miró a Eremon y, de nuevo, al rostro arrogante del romano. Aquella voz y aquella mirada bastaron para ponerla furiosa. Y la furia sirvió de antídoto contra el miedo. Relajó las piernas y se sentó tan erguida y quieta como pudo.
Finge que eres yo.

—¿Qué significa esto? —Su voz rebotó en las rocas—. Somos una partida pacífica. ¡Dejadnos pasar!

Mantuvo la mirada del oficial durante unos momentos muy largos. No podía respirar. Eremon no se movió, pero Rhiann advirtió que apretaba las riendas con fuerza.

—Los desplazamientos entre tribus están restringidos por orden del gobernador. ¿Quién eres?

—Soy una princesa de los votadinos. He pasado un año con la tribu de mi madre y ahora vuelvo con mi tribu.

—¿Los votadinos dices?

—Sí. Llevamos muchos días de viaje y, como habrás visto, estoy cansada y
empapada.
Mi padre es el hermano del rey, y no creo que le agrade saber que me has hecho perder tiempo. Y ahora, ¡dejadnos pasar! —Rhiann consiguió imprimir a su voz la mezcla exacta de autoridad y exasperación.

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