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Authors: Javier Negrete y Juan Miguel Aguilera

Tags: #Ciencia ficción, Terror

La zona (39 page)

BOOK: La zona
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La comunicación se interrumpió sin una palabra de despedida. Aguirre se retrepó contra el respaldo de la silla y suspiró.

Una situación delicada, por recurrir a un eufemismo. Se hallaba en manos de la Janus, y sabía que no debía confiar en la compañía. ¿Qué podía contestar si le preguntaban directamente por sus experimentos secretos? No cabía duda de que no tardarían en descubrir su doble juego: tenían a varios expertos analizando aquellos archivos del ordenador. ¿De cuanto tiempo disponía? ¿Horas, minutos?

En realidad, era más que probable que ya lo supieran todo y que aquella desconocida hubiera jugado con él al gato y al ratón.

De modo que pretendían que subiera al tejado y se sentase a esperar al helicóptero con la paciencia de un buda. Sin duda, así sería un blanco perfecto para un francotirador.

Tal vez estaba adoptando un pensamiento paranoide, pero era mejor prevenir. Había trabajado durante mucho tiempo con aquella gente y sabía cómo se las gastaba.

Levantó la mirada. Formando un semicírculo alrededor de la sala había una serie de estancias en forma de quesitos truncados. Todas ellas se veían desde el círculo central gracias a grandes ventanales de cristal, pero no se podía acceder a ellas más que siguiendo un orden muy estricto. La primera puerta llevaba al vestidor, y a partir de éste se pasaba a diversos cuartos de descontaminación hasta llegar a las salas donde se trabajaba con patógenos calientes.

La puerta del vestidor estaba abierta, lo que sorprendió a Aguirre. Se levantó y entró en ella. Los trajes Chemturion colgaban rígidos de sus perchas de acero, y por un instante se imaginó que se trataba de un pelotón formado para fusilarlo.

«Falta uno», pensó. Era el último de todos, el más grande.

A la derecha había una puerta que llegaba a la siguiente sala. Alguien había girado la manivela de entrada, una especie de timón metálico con cuatro radios de metal, y había tirado de la puerta neumática, que tenía más de un palmo de grosor. Un descuido así en un nivel 4 era tan chirriante como un tenedor arrastrado por un plato de porcelana.

En cualquier caso, el virus ya campaba a sus anchas por Matavientos, de modo que Aguirre pasó al interior sin preocuparse demasiado. Siguiendo el trazado de la semicircunferencia que rodeaba la sala central, atravesó dos pequeñas habitaciones intermedias de descontaminación.

La siguiente estancia era más amplia. En el centro había una camilla, y sobre ella, bajo la luz lancinante de los focos del techo, un cuerpo atado con correas. Presentaba un agujero de bala en la sien, y la sangre todavía goteaba sobre el suelo metálico.

Quien había matado a aquel hombre andaba cerca. Sin acercarse a la camilla, Aguirre buscó en la mesa de instrumental, tomó unas cizallas para cortar costillas y, armado de tal guisa, abandonó la sala de aislamiento.

Regresó junto al ordenador del laboratorio. El logotipo de las dos caras y la serpiente seguía brillando en el centro de la pantalla, como un ojo acusador.

Oyó a su espalda un roce, una especie de frufrú. Se giró, y un escalofrío recorrió su columna vertebral cuando vio aparecer en la puerta el traje Chemturion que faltaba. Pero esta vez había alguien dentro, un tipo que medía como mínimo uno noventa.

Y ese tipo tenía una pistola en la mano y le apuntaba a la cabeza.

38

Laura y Eric intentaron abrir las puertas del ascensor. Eran de metal pulido y resbaladizo, y no encontraron una rendija por la que meter los dedos. Lo único que lograron introducir fue el filo de las uñas, pero no consiguieron nada. El primero que se dio por vencido fue Eric, que se dejó resbalar por la pared y se sentó en el suelo alfombrado de goma.

—Qué le vamos a hacer —dijo con voz plana.

Con ánimo menos resignado, Laura le dio una patada a la puerta. Como cabía esperar, sólo consiguió rebotar contra la pared frontera. Después se quedó mirando el cartelito atornillado por debajo de la fila de botones.

 

EN CASO DE AVERÍA:
SI EL ASCENSOR SE DETIENE ENTRE DOS PISOS, NO INTENTE SALIR
FORZANDO LAS PUERTAS. PULSE EL TIMBRE DE ALARMA
Y ACUDIRÁN A ABRIRLO.

 

«Claro —pensó—. No tengo más que pulsar el timbre y todo se solucionará al instante».

Lo más asombroso era que había sentido la tentación de hacerlo al ver el cartel. Sacudió la cabeza y pensó: «Los miembros de la sociedad occidental estamos tan condicionados por la tecnología que creemos que con sólo apretar un botón siempre habrá alguien que acuda a resolver nuestros problemas».

En el fondo, era una creencia tan supersticiosa como la de visualizar algo que se deseaba para obtenerlo.

Bajó la vista hacia Eric, que respiraba pesadamente.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Sí. Un poco cansado.

Laura le dio otra pastilla de rivabirina. El joven la tragó sin agua. Era un medicamento muy potente, y entre sus efectos secundarios se encontraba la debilidad que ahora parecía experimentar Eric. Pero en ese momento lo prioritario era ralentizar los efectos del patógeno en su sistema nervioso.

«¿Y quién te dice que la astenia es consecuencia del antivirus y no del propio virus?», se preguntó.

Se volvió de nuevo hacia las hojas metálicas, cerradas como las puertas de un campo de concentración. Por su mente pasó una imagen, que en esta ocasión no había invocado ella. Los abuelos de Tony asesinados por Sol, o tal vez por su propio nieto enloquecido. ¿Y si Eric se transformaba en un monstruo igual que ellos en aquel estrecho cajón? Los dos atrapados en un cubículo donde no había posibilidad de huir, y él convertido en una fiera asesina…

Transformó aquel pensamiento en una nube negra y conjuró un vendaval para ahuyentarlo: «Vuela, nube mala». Era Eric, su ayudante, su amigo, y ella iba a luchar para sacarlo de allí como fuera.

Levantó la vista hacia el techo del ascensor. Los tubos fluorescentes brillaban dentro de un plafón translúcido. Si todavía había corriente eléctrica, ¿por qué se había detenido el ascensor?

Se puso de puntillas y empujó el plafón con la punta de los dedos. El esfuerzo hizo que casi le diera un tirón en los músculos lumbares, pero la placa cedió un poco. ¿Podrían salir por el techo? Lo había visto en muchísimas películas y series de televisión. El protagonista atrapado en un ascensor conseguía escapar por el techo, y luego trepaba por los cables como si tal cosa. Pero ¿era tan sencillo? Cuando estaba en el instituto, no se le daba mal trepar por la cuerda de nudos. Ahora no pesaba más que entonces, pero dudaba mucho de que los fabricantes del ascensor hubiesen tenido la delicadeza de poner nudos en los cables de acero, que además estarían resbaladizos de grasa.

De repente, el ascensor se sacudió y empezó a moverse. Laura saltó sobre el panel de botones y pulsó el de abrir puertas varias veces, pero no ocurrió nada.

—Estamos subiendo —dijo Eric, poniéndose en pie con cierta torpeza.

—Ya me he dado cuenta.

El ascensor se detuvo enseguida. Habían regresado al primer piso. Las puertas se abrieron. Al otro lado se encontraba Madi, apuntándoles con una pistola.

—Vamos, salid —dijo, bajando el arma.

—No —dijo Laura, poniendo los brazos en jarras—. Eric necesita más atención médica de la que puedo darle aquí. Voy a llevarlo a la base.

—No puedes.

—Tendrás que dispararme si quieres impedirlo.

—No escuchas, mujer. Te acabo de salvar la vida.

—¿Cómo pre…?

—¡El sótano está lleno de infectados! Vamos, venid conmigo.

Laura recordó los cadáveres amontonados en el otro ascensor. Tal vez Madi decía la verdad.

—Hay algo más —siguió explicando el nigeriano mientras caminaban por el pasillo—. Hay un nuevo equipo en esta liga. A lo mejor tú sabes algo de ellos.

Llegaron al cuarto de seguridad. Laura observó que allí se hallaban los demás, salvo Aguirre, que continuaba desaparecido. Todos observaban fascinados la escena que se desarrollaba en el aparcamiento del hospital.

El garaje estaba en penumbras, iluminado por bombillas dispersas y por la escasa luz del exterior que se colaba por la rampa de entrada. Había unos cuantos hombres vestidos de negro de los pies a la cabeza, equipados con máscaras que parecían provistas de respiradores. Sus movimientos, directos y decididos, sugerían que no estaban infectados, y todos ellos llevaban armas.

—Son subfusiles MP5 con munición de nueve milímetros —explicó Adu—. Unos trastos cojonudos.

Los hombres de negro, que debían de ser unos diez, avanzaban perfectamente coordinados, cubriéndose unos a otros. Adu seguía sus maniobras pulsando botones en una pantalla táctil para mover la cámara de vigilancia. Sus disparos se veían como fogonazos deslumbrantes en la semioscuridad. Cada vez que uno de ellos disparaba, un infectado caía al suelo.

—Están locos —dijo Adu—. Siguen atacando. —Su dedo señaló la cabeza de un infectado en el monitor. Durante un instante se vio un punto de luz en su frente, luego un salpicón oscuro y al momento el enfermo cayó fulminado—. Tienen miras láser. Así yo también.

Laura aguzó el oído. El ruido de los disparos llegaba amortiguado y desincronizado con las imágenes del monitor, pero se sentía a través de las paredes y el suelo, como palomitas reventando en el microondas.

Mientras la carnicería continuaba, Laura paseó la vista por el resto de monitores, buscando alguno que mostrase el piso superior, donde se había escondido Aguirre. No lo encontró, pero a cambio vio en sendas pantallas el interior de los dos ascensores de servicio. Uno estaba lleno de cadáveres. El otro, vacío, tenía que ser el mismo en el que habían montado Eric y ella un momento antes. «Por eso nos han encontrado», pensó, con el estómago encogido. Si hubiesen aparecido en el aparcamiento… Tal vez aquellos soldados de negro los habrían distinguido de los infectados, o tal vez no.

Su mano palpó en la cintura, debajo de la malla. Apretado por el elástico contra la cintura llevaba un blíster con ansiolíticos. Qué bien le habría venido uno. No podía ser sano llevar horas con las pulsaciones desbocadas. Pero tampoco se atrevía a tomar un medicamento que, quisiera o no, aletargaba sus reacciones.

Durante un momento los hombres de negro se vieron rodeados por una horda de atacantes que salían de los rincones del aparcamiento, como si la propia oscuridad los creara convirtiendo las sombras en protoplasma.

Todos los subfusiles abrieron fuego a la vez, y los destellos de sus disparos crearon una especie de imagen estroboscópica en los monitores. Tras cada descarga, la cámara tardaba una fracción de segundo en recuperar el enfoque, lo que hacía que las imágenes se volvieran confusas. Adu movía los mandos tratando de seguir la acción, pero no era fácil. Por todas partes se veían sombras retorcidas que saltaban y caían al suelo entre espasmos. Algunas intentaban levantarse de nuevo, pero volvían a desplomarse abatidas por nuevos disparos. Poco a poco, los hombres de negro avanzaron hasta llegar al centro del garaje.

—Son buenos —murmuró Madi. Adu y él cruzaron una mirada de preocupación. Era lógico, pensó Laura: si la situación no daba un vuelco imprevisto, en pocos minutos los dos se verían detenidos y con las manos en alto.

La violencia de la refriega fue amainando. Algunos infectados seguían atacando, pero era un goteo esporádico al que los soldados respondían con precisión de cirujanos.

Un hombre de negro se acercó a una gruesa columna de hormigón. Atornillado a ella había un armario metálico. De un disparo, hizo saltar el cerrojo, y luego abrió la puerta. Dentro había cables y contadores eléctricos.

—¡Eh, hermanos! —exclamó Adu, poniéndose en pie—. ¿Qué vais a hacer con eso?

Entonces se produjo el vuelco en el que había pensado Laura.

Se vio un destello intermitente que no provenía de las bocas de los subfusiles. Adu volvió a sentarse y movió la cámara para detectar el origen de aquella luz. Mientras tanto, los soldados se giraban, apuntando con sus armas al mismo lugar.

Eran los faros de una ambulancia, una Mercedes Benz blanca. Los faros delanteros volvieron a encenderse y apagarse, y la sirena giró lanzando destellos amarillos.

La puerta del conductor se abrió. Un hombre vestido con bata blanca bajó muy despacio, con las manos en alto. Era evidente que decía algo, porque movía los labios, pero el sonido no les llegaba. Su pecho se llenó de puntitos de luz, como luciérnagas rojas. Los soldados le hicieron señas para que se tirara al suelo, y el hombre obedeció al instante.

«Como para no hacerlo», pensó Laura.

Por la parte trasera de la ambulancia bajaron más personas, todas con los brazos en alto.

—A ésa la conozco —dijo Carmela, señalando a una mujer también con bata blanca—. Es la doctora Granados, la directora de la clínica. Ha venido muchas veces a comer al restaurante.

—Si hay gente que se ha salvado escondiéndose en una ambulancia, también debe haber supervivientes en las casas —murmuró Noelia.

—Callad —dijo Madi—. Quiero ver qué pasa.

La orden parecía un tanto absurda, pero Laura la comprendió. Ella misma estaba tan absorta en las imágenes del monitor que cualquier otro estímulo sensorial la desconcentraba.

Uno de los soldados se acercó lentamente al grupo. Tenía el arma levantada y apuntaba a la mujer que había señalado Carmela. La directora de la clínica agitaba los brazos y movía la boca como si gritara. «Parece que está discutiendo con él», pensó Laura.

Y entonces sucedió.

Sin previo aviso, el soldado abrió fuego. Un punto oscuro apareció en la bata de la doctora, que dobló las rodillas y cayó fulminada como un árbol talado. El mismo soldado disparó una ráfaga contra los demás médicos y enfermeros que estaban de pie. Otros hombres de negro unieron sus disparos al primero, y bajo el fuego cruzado aquellos desdichados que debían de creer que se hallaban ante sus salvadores se sacudieron como marionetas manejadas por un epiléptico.

El hombre tendido en el suelo ni se movió mientras los casquillos caían sobre él. Con una estremecedora tranquilidad, el primer soldado se acercó, bajó el arma y le disparó en la cabeza, una sola vez. Hubo un nuevo salpicón de sangre, el hombre se agitó un segundo y después quedó inmóvil.

—¡Dios bendito! —gritó Carmela. Los demás observaban el espectáculo en un silencio tan sobrecogido que, si alguno de ellos hubiese pestañeado, se habría escuchado.

BOOK: La zona
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